XXXV

Sí. Yo había llegado a Troya, y empezaba a hacerme un hogar en Troya.

Evadne y yo buscamos un lugar para la serpiente sagrada.

—Debemos encontrar un hogar para tu serpiente —me decía ella—. Se sentirá mal acogida si lo retrasamos mucho más.

Encontramos una habitación pequeña debajo de los aposentos principales con una fuentecilla que dejaba caer su chorrito en una pila. Era un lugar recluido, tranquilo, una morada perfecta para la serpiente.

Fue sencillo hacer que construyeran un altar, y un lugar para colocar los pastelillos de miel y la leche para la serpiente. Cuando todo estuvo dispuesto, le pedí a Paris que viniera y me ayudara a soltarla. Después de todo habíamos hablado en privado por primera vez en su presencia, y nos habíamos declarado nuestro amor en el santuario doméstico donde ella vivía.

Juntos, abrimos el saco que la contenía y dejamos que saliera reptando. Hizo una pausa, nos miró (¿lo imaginaba yo o se mostraba solemne?) y luego lentamente fue deslizándose por el suelo resbaladizo hasta un rincón oscuro.

—Bendícenos —imploró Evadne—. Necesitamos tus bendiciones. Estamos en una tierra nueva, donde sólo tú perteneces a nuestro nuevo hogar.

—Éste es tu tercer hogar —dije yo—. Viniste conmigo desde Epidauro, luego a Esparta, y ahora aquí, en Troya. Pero cambiar es renovarse. Como cambias de piel, vivirás siempre joven. Enséñanos a hacer lo mismo. Y cuida a Hermíone, aunque sea desde lejos.

Paris se arrodilló y le habló allí donde estaba enroscada, mirándola.

—Me diste una señal en Esparta. Me ligaste a Helena, tu señora. Ahora estamos en mi ciudad y nosotros te cuidaremos. Debes mantenernos unidos. Protege nuestro hogar.

La serpiente sacó la lengua y luego desapareció de pronto en la oscuridad.

Días después llegaron los trabajadores y se alzó el nuevo palacio de Paris en la cima de Troya. Yo busqué a Andrómaca y la encontré muy bien dispuesta hacia mí, tal vez por ser extranjera también como yo. Había venido para casarse con Héctor desde el hogar de su padre, en Plakos; más que nada en el mundo ansiaba un hijo.

Mientras hablábamos de sus anhelos, la imagen de mi Hermíone perdida se alzaba ante mí. Echaba de menos a mi hija. A veces el ansia era tan intensa que tenía que retirarme a la recluida cámara subterránea con el altar, y apelar en voz alta a los dioses ante la serpiente sagrada que moraba allí.

Andrómaca me confió que había buscado todos los remedios y hecho todos los sacrificios a los dioses.

—Pero ¡soy estéril! —murmuró—. Día tras día, en estos aposentos sólo resuenan voces adultas. —Hizo un gesto hacia sus espaciosas salas y cámaras.

—Pero eres joven… —empecé yo. Siempre me interrumpía.

—¡Joven! ¡Sabes que no es verdad! Tengo más de veinte, por lo que calculo. ¿Eso es ser joven?

—Yo tengo más de veinticinco —replicaba yo.

—¿Y qué? No tienes hijos con Paris. Tuviste a tu hija a los dieciséis. Y ahora ya… ¡nada!

Hice un gesto de dolor. Sí, era cierto. Y deseaba muchísimo un hijo de Paris.

—Los dioses no pueden negarle un hijo a Héctor —decía yo. Era una respuesta insatisfactoria, pero era la única que podía darle.

A medida que le iba conociendo pensaba que Héctor era uno de los hombres mejores que habían creado jamás los dioses. No porque fuese un guerrero, no por su porte, sino porque era el tipo de hombre que siempre juzgaba con justicia, y que veía y consideraba todo lo que tenía ante él.

—Los dioses pueden hacer lo que quieran —me decía ella entonces—. Ya los sabes, Helena. —Y sonreía amablemente—. Tú eres pariente cercana suya.

—¿Te refieres a la vieja historia del cisne? —Yo me reía.

—No por ninguna historia divertida, sino por tus modales. Creo que algunos de nosotros están más cerca del cielo que otros.

Tales conversaciones me incomodaban, como me había ocurrido siempre.

—¿No es hora de comer algún dulce? —le preguntaba entonces—. Tu sirvienta se retrasa.

El verano llegó a Troya, unos vientos dulces y cálidos reemplazaron al incesante soplo helado. La hierba de la llanura estaba muy verde y brillante, y el Escamandro se redujo hasta convertirse en un plácido arroyo gorgoteante. El otro río de la llanura, el Simois, se transformó en una serie de charcos cuando las fuentes se secaron debido al calor. Siempre hacía más fresco en la parte alta de la ciudad, sin embargo, y los trabajadores pudieron continuar construyendo nuestro palacio sin tener que aminorar los esfuerzos. Decían que estaría dispuesto para nosotros para el tiempo en que los días volvieran a acortarse de nuevo. Los muebles y la decoración vendrían después, por supuesto. Los trabajadores gruñían e indicaban que los artistas siempre tardaban mucho tiempo, y que en cualquier caso, no eran de fiar. El tercer piso todavía no se había levantado. Gelanor estaba construyendo aún sus modelos de arcilla y palitos y añadiendo pesos para ver cómo se comportaban. Durante un tiempo habló de un cuarto piso, pero últimamente ya no lo había mencionado más. Quizá su modelo se hubiese hundido al intentar colocarle un cuarto piso.

Mientras yo mezclaba dos tipos de hierba seca de los prados para formar un popurrí perfumado para nuestras habitaciones, Paris entró de pronto y gritó:

—¡Mira lo que viene a Troya! —Su rostro estaba enrojecido por la emoción, y me cogió las manos tan rápido que se me cayeron las hierbas al suelo.

—¡No importa el desorden! ¡Vamos a verlo antes de que haya demasiada gente!

Tirando de mí, me arrastró por la calle principal y fuimos hacia la puerta Dardania, donde se estaba reuniendo ya una enorme multitud. Alguien intentaba abrir las puertas más aún, para que un enorme objeto que estaba fuera, rechinando sobre una plataforma que se tambaleaba, pudiera ser introducido por las puertas.

La multitud era ya tan grande que apenas podíamos movernos, de modo que Paris dijo:

—Vamos arriba, a la torre de guardia, donde podamos mirarlo mejor.

Subimos por la escalerilla a la plataforma donde guardias y arqueros vigilaban desde la torre, y por la ventana de ésta pude ver una enorme estatua dorada. El cuerpo era el de un león, pero tenía la cabeza de una mujer.

—Viene directamente de Egipto —gritaba un hombrecillo moreno con los brazos de mono—. ¿Y qué pagaréis por ella? No tiraré ni un paso más a menos que alguien la compre. ¡Soy un idiota por haberla traído toda esta distancia sólo con la promesa de un hombre que, evidentemente, no existe!

—¿Su nombre era Pandaro por casualidad? —chilló alguien.

El propietario de la estatua meneó la cabeza.

—No, Pandaro me parece que no era. ¿Sería quizás Antenor?

Al oír «Antenor», la multitud rugió. Recordé al hombre que iba elegantemente vestido, de modo que no me sorprendió nada cuando alguien exclamó:

—¡Ah, no, Antenor jamás querría una cosa tan vulgar y enorme!

—¿Vulgar? —chilló su propietario—. ¡Esta estatua es del palacio del faraón!

—Robada, desde luego. —Vi a Deífobo pasar sus manos por ella, sin preocuparse por si la manchaba.

—Si es así, el propietario no vendrá a buscarla aquí. —El hombre guiñó el ojo—. Y ahora, ¿qué afortunado troyano tomará posesión de ella?

—Es una esfinge, ¿sabéis? —dijo la voz ronca de un anciano—. A veces proponen adivinanzas, a veces leen el futuro. La que encontró Edipo mataba a la gente. Quizá debas ser egipcio para poseer una y estar a salvo.

—¡Troya necesita una esfinge! —gritó un guardia—. Todas las grandes ciudades necesitan una esfinge, ¿y no es la nuestra la ciudad más grande de todas?

—¡Sí, claro que sí! —saltó el propietario de la estatua—. Junto al Nilo existe una ciudad que tiene una avenida entera de esfinges. Para no ser menos, tendríais que…

—¡Seguro que ahora tienen una menos! —dijo Deífobo. Su tono era siempre desagradable, aunque intentase disfrazarlo como si fuera una broma.

—Podemos colocarla en el espacio libre que hay junto al pozo inferior. Y plantaremos flores a su alrededor, y una fuente que corra, y la gente podrá sentarse a su sombra…

—¡Troya se la merece! —gritó una mujer.

—¿Cómo hemos podido pasar hasta ahora sin ella? —se preguntaba otra.

—¿Lo veis? —dijo el propietario—. Ahora, no os peleéis, pero ¿quién será el orgulloso propietario?

—Troya. —Apareció súbitamente Príamo a su lado—. Yo, como rey, le entregaré esto a la ciudad como regalo. —Le dio unos golpecitos en la espalda a la estatua—. Debemos embellecer Troya cada vez más. —Señaló a los trabajadores que permanecían ociosos de pie junto a la carreta—. Podéis pasarla por aquí, aunque es algo estrecho. Y llevarla a la plaza, tal como habéis oído.

El propietario estaba a punto de frotarse las manos, pero se detuvo de pronto.

—Muy bien, señor. Pero debo decir que: ¿por qué sólo una? Puedo conseguirte otra. Ya sabes lo que dicen: una estatua es una estatua, pero dos es una colección.

Apareció Héctor y, tras poner el brazo en torno a Príamo, dirigió una mirada al comerciante:

—No tientes a la suerte, amigo mío.

Riendo y dando brincos, la multitud siguió detrás de la esfinge y ayudó a empujarla en su camino. Alguien trajo vino, aunque era temprano, y un chico empezó a tocar la flauta. Bajamos de la torre y seguimos a la multitud hacia la zona pavimentada, mirando cómo se colocaba la esfinge en su lugar temporal.

—Creo que mi patio parecerá vacío si no tiene su propia esfinge —dijo Pandaro, que había llegado tarde al escenario.

—Confiesa. Confiesa. Eres tú quien la encargó, ¿verdad? —le provocó Héctor.

Pandaro le dirigió una mirada de fingido horror.

—¡Oh, no, no he sido yo! Mi debilidad son los muebles con incrustaciones, como sabrás muy bien.

—Como mi espalda sabe muy bien —dijo Héctor—. ¡Qué espantosamente incómodos!

—¿Muebles con incrustaciones? —El comerciante debía de disfrutar de un oído sobrehumano—. Yo tengo unas mesas y unos taburetes encantadores en mi barco. ¡Ahí mismo! —Señaló hacia el lugar del desembarco—. ¡Los puedo traer al instante!

Pandaro dijo:

—¿De qué son las incrustaciones?

Y Héctor gruñó.

—¡Estás listo! —exclamó.

—Marfil o madreperla. Lo que prefieras, señor, ¡tengo de las dos!

—Hummm…

—¡Trae tus mercancías aquí! —dijo alguien entre la multitud—. Déjanos verlas.

—¡Sí, tráelas todas!

—Necesitaré ayuda —repuso el mercader—, para traer tantas cosas.

Como niños, los troyanos corrieron al barco y pronto volvieron cargados con cajas, bolsas y carros. Lo extendieron todo en el liso pavimento de la plaza, y dejaron que el mercader anunciase cada artículo y lo ofreciese. Mientras tanto, charlaban animadamente y pujaban unos contra otros.

Alfombras de lana, frascos de alabastro, collares de perro con incrustaciones de cornalina, sombreros para el sol y tejidos, jarrones pintados, peines de marfil: todo lo cogió la multitud ansiosa. Los objetos de mayor tamaño, como los muebles con incrustaciones, que eran realmente exquisitos, salieron con mayor lentitud. Fiel a su palabra, el mercader traía también otras estatuas, pero de menor tamaño, y además no eran esfinges. Todas desaparecieron en casas y patios. Ocasionalmente se oía decir a alguna esposa:

—Cariño, quizá deberíamos esperar a la feria comercial y ver qué se ofrece allí…

Paris susurró a mi oído:

—¿Compramos algo para nuestro nuevo palacio?

—No —dije yo—. ¿Cómo se puede amueblar algo que sólo existe en sueños? —No sabía si nuestra nueva morada era totalmente segura, y comprar algo para adornarla me parecía algo prematuro.

Alegremente, la multitud se apartó de los pocos artículos que ya le quedaban al comerciante y empezó a entonar:

—¡Tesoro griego! ¡Tesoro griego!

El hombre, extrañado, dijo:

—Tengo algunas vasijas de Micenas, con unas asas excepcionales… —Empezó a sacarlas de los carros.

Pero la gente gritaba:

—¡Nosotros tenemos nuestro propio tesoro griego, el mejor! ¡Helena, reina de Esparta!

—¿Y qué pagamos por ella? —chilló un hombre—. ¡Nada! ¡Era gratis! ¡Un regalo para Troya!

—¡Beberé por eso!

Los odres de vino pasaron por encima de los hombros.

Vi que Príamo fruncía el ceño por encima de la esfinge al oír aquellos gritos.

En la privacidad de nuestros aposentos, Paris miró a su alrededor con nostalgia y dijo:

—Los taburetes que tenía para el hogar bajo eran muy atractivos. Tendremos muchas chimeneas en nuestra nueva casa.

Al parecer, en Troya gustaban mucho más los entornos lujosos que en Esparta. Hasta Paris, a pesar de su educación sencilla en la choza de un pastor, los codiciaba. Debía de ser algo que llevaban en la sangre.

—Tu padre ha sido muy… generoso. —Quería decir «extravagante», pero no me atreví a criticarle.

—Se ve a sí mismo como padre de Troya, y quiere que sus hijos sean felices.

Qué indulgente. El recuerdo de mi padre y su tacañería vino de súbito a mi mente. Mi padre…, ¿qué habría hecho al despertarse aquella mañana y ver que yo me había ido? ¿Habría…, existía alguna posibilidad de que hubiese convocado a los pretendientes y hubiese tratado de unirlos? Y mi madre… y Hermíone… Ansiaba abrazarlas a las dos, y estaban tan lejos, resultaban inalcanzables. Había rechazado a Idomeneo porque no quería verme separada de mi familia por un mar, y ahora lo estaba.

—Pareces triste —dijo Paris, que se acercó a mi lado.

—Estaba pensando en mi familia, especialmente en mi hija.

—Ya sabíamos que sería difícil —dijo.

—No sabía lo difícil, lo doloroso que sería —admití. Era imposible experimentar la pérdida por anticipado—. Paris, ¿te gustaría tener un hijo?

—Sí, claro que sí. Nuestro hijo. Pero nunca podría ser Hermíone. Cada niño es diferente, como todos los hijos de mi padre lo son. Yo no soy Deífobo, ni Deífobo es Héctor.

—¡Ya lo sé! —Su respuesta, que quería ser tranquilizadora, no hacía más que aumentar mi dolor—. Pero podría traernos alegría. —Una alegría que conviviría codo a codo con la pérdida.

—Entonces esperemos que los dioses nos envíen un hijo o una hija —dijo.

«Perdóname, Hermíone —rogué en mi mente—. No quiero reemplazarte, porque sé que es imposible. Lo único que quiero es encontrar una forma de seguir siendo madre».

A la mañana siguiente, recibí una convocatoria, disfrazada de invitación, para que me uniera a Hécuba y a sus hijas en los aposentos de las mujeres de palacio. Me sentía aprensiva y al mismo tiempo halagada, complacida al ver que se me incluía. La Reina nunca me había hecho llamar ni me había invitado a su presencia desde que había llegado a Troya. Se lo dije a Paris.

—Ve con cuidado con lo que le prometes —dijo—. Puede que quiera algo.

Mis sospechas se veían confirmadas pues, aunque eso eliminaba el placer por la invitación.

—Estaré en guardia —le aseguré.

Hécuba ya estaba rodeada de sus hijas cuando llegué en el momento acordado; obviamente, se habían reunido antes. Ella se encontraba de pie en el centro, y al instante pensé en la orgullosa Níobe y sus siete hijas encantadoras. La más alta no era hija suya, sino que era Andrómaca, que era tan majestuosa y graciosa como un bello álamo. Pero las demás eran todas suyas, y se arremolinaban a su alrededor como flores del campo, difiriendo mucho en colorido, pero todas con el rostro claro y los ojos brillantes. Había una a la que no había visto antes, más joven que las demás, de la misma edad que… Hermíone. La envidia de Hécuba me invadió, pero me esforcé por sonreír y preguntar a la pequeña:

—¿Cómo te llamas? No te había visto antes.

—Filomena —dijo ella, educadamente.

—Mi hija menor —dijo Hécuba—. Tiene diez inviernos troyanos. ¡Uno de ellos con nieve! —Hizo un gesto a su alrededor—. ¿Conoces a las demás?

A algunas mejor que a otras, pero a ninguna bien. Creusa raramente se separaba de Eneas, de modo que siempre que le veía a él también la veía a ella. Casandra, con su cabello rojo, era fácil de reconocer. A Laódice (aquella con la que había hablado de matrimonio) sí que la recordaba, pero la había visto muy poco desde aquella primera noche en el patio. Había otra chica con un aspecto muy poco habitual, pero memorable. Tenía la nariz demasiado larga, los labios demasiado finos y rectos, la frente demasiado ancha, pero de alguna manera, todos esos elementos unidos formaban un rostro muy atrayente, que no se olvidaba con facilidad…, que yo recordaría siempre, mientras que otros más perfectos se han borrado de mi memoria. Al pensar aquello, Hécuba rodeó sus ojos, protectora, y le besó la mejilla.

—Polixena —dijo—. Tiene doce.

La última, una muchacha esbelta y morena de una belleza cautivadora, a la que presentaron como Ilona, se limitó a mirarme y no dijo nada. No sabía si su silencio se debía a la timidez o a la hostilidad. En principio es imposible saberlo.

Las jóvenes se apartaron del lado de su madre como un nudo multicolor que se deshace. Observé que todas vestían de distintos colores, y me maravillé ante la diversidad de opciones que había en Troya. Una mesa que había a un lado casi se combaba bajo el peso de rollos de tela de más colores.

—Ahora que eres una hija de Troya, es muy adecuado que te unas a las demás —dijo Hécuba, contemplándome—. He sido descuidada al no incluirte antes.

—Me sentía muy sola, al ser la única que no había nacido de Hécuba. Aunque, por supuesto, ella ha sido como una madre para mí —se apresuró a añadir Andrómaca.

—Es hora de que se casen algunos de mis otros hijos —dijo Hécuba, meneando la cabeza—. Y algunas de mis hijas, también. Sólo Creusa, de todas mis queridas hijas, ha sido la afortunada y se ha casado. Pero pondremos remedio a eso. Y por eso estamos aquí. —Se volvió hacia mí—. Tú tuviste una competición de pretendientes, aquella… de la que me hablaste. ¿Crees que deberíamos celebrar algo así en Troya? —Sus ojos se mostraban inquisitivos.

Miré a sus hijas. ¡Qué prueba tan terrible para ellas!

—No —dije—. Esas competiciones son tediosas, molestas y caras.

—Y además tú has acabado escapándote con alguien que ni siquiera participó en el concurso —rio Laódice—. Qué gracioso, ¿no?

Hécuba le dirigió una mirada fría.

—«Gracioso» no es la palabra que yo elegiría.

—¡Ah, pero yo creo que es maravilloso… y muy valiente! —insistió Laódice, a pesar de su madre.

—Espero que no estés pensando hacer lo mismo —dijo Hécuba.

—Pues a lo mejor, si insistes en la idea de casarme con un tracio. Madre, yo no quiero dejar Troya. ¡No me envíes allí!

—Es cierto, los troyanos normalmente se casan entre sí —dijo Creusa—. Hasta Eneas podría pasar por troyano, tan emparentado está con nosotros.

—Ah, sí, los dardanios no cuentan como extranjeros. Laódice, ¿te gustaría casarte con alguien de Dardania?

—Es mejor que Tracia, pero sigue sin ser Troya.

—Pero ¿qué os pasa a todas? —dijo Hécuba—. Cuando yo era más joven que tú, Laódice, dejé Frigia para venir aquí como esposa de Príamo. No lloriqueé por tener que dejar a mi padre y a mi madre. Pero ¡si ni siquiera mis hijos parece que quieran casarse!

—Es que somos demasiado felices aquí en los aposentos de los niños…, quiero decir, en nuestros aposentos —dijo Laódice.

—¡Sí, es verdad! ¡No nos dejes! —exclamó la pequeña Filomena.

—¿Qué voy a hacer con vosotras? —dijo Hécuba—. Al menos Héctor se ha casado al fin, y ahora Paris… Helena, díselo. No hay que rehuir el matrimonio cuando llega la hora.

Miré a los rostros que me rodeaban, queriendo poder decirles algo agradable, pero no estaba segura de lo que podía ser. De modo que lo único que pude hacer fue hablar con sinceridad.

—Yo tampoco quería irme de mi casa, y por eso elegí…, quizás en parte, al menos…, a alguien que no se me llevase lejos.

—Pero ¡no fue Paris! —dijo entonces Ilona, y su voz reveló que, después de todo, sí que era hostil. Una pregunta respondida.

—No —accedí yo—. No fue Paris. Elegí a mi primer marido, pero los dioses eligieron al segundo.

—Primero elegiré mi vestido de novia —dijo Laódice, señalando hacia las telas—. Quizá si ya tengo elegido el traje…

Parloteando, las jóvenes se volvieron con alivio hacia las telas mientras Hécuba esperaba junto a mí.

—¿No deseas dar tu opinión? —me preguntó.

—Laódice está muy guapa con cualquier color, así que su elección no será nunca equivocada.

Hécuba se encogió de hombros.

—Hablas por ti y no por ella. No le quedan bien ni el rojo ni el marrón.

Dijera yo lo que dijera, ella siempre me lo discutía o me lo negaba. Era muy cansado. ¿Por qué me habría invitado en realidad?

—Ahora que somos familia —decía—, es bueno para las muchachas conocerte un poco mejor. —Hizo una pausa—. Las cosas prohibidas se vuelven mucho más atractivas. Temo que Laódice ya te admira más de lo que es bueno para ella. Aunque no puedo rechazar a la esposa de Paris, no sería totalmente sincera si fingiera que deseo que alguna de mis hijas te imite.

—La sinceridad es una gran virtud —afirmé, dejando que en mi voz se transparentase un tono hiriente. «Y también lo es la amabilidad —quise añadir—, y a veces están en conflicto la una con la otra. Por pura amabilidad me callaré la respuesta sincera que podría darte ahora mismo acerca de ti y tus modales».

—Nos comprendemos la una a la otra —dijo.

En realidad, no era así. Yo aún no era capaz de leer todas las profundidades de su carácter, y notaba que ella sabía muy poco de mí, y que tampoco deseaba saber más.

—¿Aún estás embarazada? —me preguntó de repente.

—¿Qué quiere decir ese «aún»?

—Quiero decir que pensaba que era eso lo que se escondía detrás de tu precipitada huida de Esparta.

—Si fuera así, ya habrías podido verlo por ti misma ahora. —En realidad, aquella mujer era muy ofensiva, con su brusquedad y sus suposiciones.

—Lástima —dijo—. Dale un hijo a Paris o él lamentará haber huido contigo —afirmó, con suficiencia—. Lo sé muy bien.

—Sabes muy poco de él —dije—. De hecho, no le conoces en absoluto.

—Eres tú quien no le conoce. Los dioses nos ciegan de ese modo.

—¡Madre! —gritó Laódice, y se acercó corriendo con una pieza de tela de un amarillo pálido. Se la colocó debajo de la barbilla—. ¡Es ésta! ¡Ahora tendremos que encontrar a un hombre que haga juego!