XXXIX

En cuanto estuvimos a salvo en la alcoba más resguardada de nuestros aposentos, atraje a Paris hacia mí y le dije con un susurro, o no, más leve aún que un susurro, respirando, mi petición directamente a su oído:

—Debes contarme lo que ocurrió aquel día en el monte Ida. —Quería que ningún oído, ni humano ni divino, oyese aquello.

Él volvió su rostro hacia el mío y a la luz dorada de las lámparas de aceite pude leer más que oír su respuesta:

—Cuando era todavía un pastor, estaba dormitando junto a un estanque al ponerse el sol. El ganado se había alejado, pero todavía era demasiado pronto para ir a recogerlo. Yo estaba echado… —Se apartó y se echó en la cama—. Así, exactamente. —Estiró los brazos por encima de su cabeza y se dio la vuelta con fruición—. Estaba soñando, unos sueños cálidos y amodorrados, y las violetas que tenía bajo la cabeza eran como un cabezal fragante, y entonces… —Me eché junto a él en la cama; su voz se había alzado demasiado—. Pensaba que era una visión, pero tres figuras femeninas me rodearon, envueltas en una sombra verde. Veía a través de ellas, pero eso no me parecía extraño. Me senté. —Se levantó, representando ese acto—. Y susurré: «¿Qué queréis de mí?», y ellas me rogaron que me levantara y que me quitara las sandalias. Lo hice. Entonces me hicieron señas de que las siguiera. Fui andando por la hierba verde, que parecía mármol pulido, y me condujeron hacia el estanque, que estaba medio oculto y tapado por las ramas que colgaban.

Se arrodilló.

—Entonces me empecé a asustar un poco. Arrodillado en el suelo, notando los guijarros bajo mis espinillas, de pronto me desperté del todo y supe que no era un sueño. Y mientras miraba a las… figuras, supe que no eran seres mortales, sino diosas. Empecé a temblar.

El sudor brotaba de su frente. Pensé en mi madre y en lo que le había ocurrido. No es fácil dar de repente con un dios.

—¿Pensaste…, pensaste en algún momento en salir corriendo?

—No, sabía que no era posible. Pensé que me matarían. Supe que lo harían. Sus ojos…, había algo mortal en ellos, a pesar de todas sus sonrisas y halagos.

—¿Les viste las caras? —Siempre había pensado que mirar directamente a un dios era la muerte segura.

—Más aún…, ¡las vi desnudas! —Se echó a reír, nerviosas carcajadas al recordarlo—. Me obligaron a mirarlas. —Ahora farfullaba un poco—. Sí, se quitaron la ropa ante mí y buscaron mi…, mi valoración de su belleza, tras compararlas.

—Pero ¿por qué? —Quizás hubiese sido todo un sueño.

—No sé por qué, sólo sé que debía elegir entre ellas a la más bella.

—Dijiste que te habían ofrecido sobornos. —Intenté sonsacarle.

—Sí.

Esperaba que me dijera cuáles eran. Pero sólo bajó la cabeza. Se lo pregunté directamente.

—No…, no me acuerdo —dijo, con abatimiento.

—¿Cómo que no te acuerdas?

—Ya te he dicho que fue como un sueño. ¿Tú recuerdas los sueños? Algunos de ellos quizá, pero los detalles pequeños quedan borrosos, fundidos con otras cosas. Cuanto más intentas captarlos, más se ocultan.

—¿Estás seguro de que podrás volver a encontrar aquel sitio?

—Eso creo. Conozco muy bien la montaña.

—Pues ve allí de nuevo, y todo volverá a ti otra vez. Ésa es la diferencia entre los sueños y los lugares reales. No puedes recuperar un sueño, pero sí que puedes volver a un sitio.

—Pero ¿por qué deberíamos volver allí? Yo no quiero. —Casi esperaba que dijera, como un niño tembloroso: «¡No voy!».

—Debes recordar lo que hiciste para ofender a Hera y a Atenea, por si existe alguna posibilidad de aplacarlas. Hay que remontarse a lo que te ofrecieron y lo que tú respondiste. Esaco tiene razón.

—Es demasiado tarde.

—No, no. Si han enviado un ejército contra nosotros, ¿no deberíamos intentar averiguar por qué, y repararlo?

—No quiero volver allí. ¿Y si ellas… se lo llevan otra vez?

—¿Llevarse otra vez el qué?

—Lo que me dieron. Lo que «ella» me dio.

—Pensaba que no recordabas lo que era.

—No lo recuerdo. ¡No lo recuerdo!

Le cogí la cara entre mis manos, intentando borrar el miedo frenético que se leía en ella.

—Paris, Paris. Debemos volver, por el bien de Troya. Y cuando estemos allí, me enseñarás la choza de pastores en la que creciste. Quiero conocer a tus padres adoptivos. Quiero ver dónde pasaste la niñez. Lo podemos hacer todo el mismo día, lo agradable y lo que da más miedo. ¿Me llevarás?

—Sí —murmuró.

—¿Me lo prometes?

—Sí. —Parecía que iban a azotarle de un momento a otro.

Ida, de nuevo. Bajo la fría y brillante luz del sol, el monte no se parecía en absoluto al que fue aquella turbia y salvaje noche, cuando estuve por última vez allí. No íbamos a subir a la cima donde se habían llevado a cabo los ritos de las mujeres, sino que nos dirigíamos hacia otra estribación del Ida. La montaña tenía muchos pequeños picos y flancos y ramales, de modo que era como una leona y muchos cachorros amamantándose de ella.

En el momento en que pusimos los pies en Ida, Paris cambió.

—Aquí es donde corría…, ahí es donde construí una casa en un árbol…, y ahí es donde hice un fuerte con piedras…, y mira, en aquel valle fue donde me criaron Agelao y Deione. No veo humo elevándose…: no están en casa. Podemos volver al ponerse el sol, a ver si han vuelto. Y te enseñaré el lugar donde me encontraron. Donde estaba echado encima de una piel de lobo.

—No, por favor.

—Ah, es un lugar sagrado, al menos para mí. Fue donde pasé de una vida a otra.

—Hemos venido aquí para que me enseñaras el otro lugar donde pasaste a otra vida… y trajiste el peligro a Troya.

—Ah, sí… —La ligereza abandonó su voz—. Ese lugar.

—Me habías dicho que sabías exactamente dónde fue. Vamos allí y acabemos con esto.

Él se volvió abruptamente y se dirigió en el sentido opuesto. Estaba claro que habría deseado ir allí en último lugar; si no había más remedio… Atravesamos suaves hondonadas y valles, pasando desde sombreados pinares a concavidades llenas de emparrados y espesos arbustos y luego otra vez fuera, trepando más arriba. El camino que subía por la montaña iba serpenteando y girando, y la gravilla suelta caía a cada lado.

De pronto llegamos a un espacio abierto, una pradera que bajaba suavemente por la colina. Unos altos y oscuros cipreses custodiaban sus límites, y vi un arroyo chispeante que corría por entre los matorrales, a un lado.

—Aquí. Fue aquí. —Paris se detuvo y extendió un brazo—. Yo estaba durmiendo aquí, bajo este árbol. Este mismo —dijo, y buscó un viejo roble cuyo grueso tronco arrojaba una sombra amplia—. Sí, y aquí está la piedra que usaba como almohada. —Con cautela se arrodilló junto a ella y pasó las manos por encima—. Yo estaba echado así… —Se echó—. Había más hojas arriba, pero aparte de eso, era lo mismo. —Cerró los ojos para llamar al sueño—. Y entonces las oí…, las vi…

No había nada allí más que el sonido del viento que pasaba entre las ramas.

—Creo que con ellas iba alguien más… Sí, una figura masculina, Hermes. ¿Cómo pude olvidarme? Fue él quien me dijo que debía decidir entre las diosas. Dijo que él no podía ayudarme, que debía tomar la decisión yo solo. Dijo —y se rio en voz baja— que mi aspecto y mi conocimiento de las cosas del amor me calificaban para juzgar. Entonces me levanté y ellas me llevaron… —Miró a su alrededor, proyectando la mirada en todas direcciones—. ¡Allí! Allí, a aquella arboleda.

—Entonces vamos allí —dije.

La arboleda rodeaba un pequeño estanque, que llenaba la corriente de una fuente que caía desde unas rocas más arriba. En verano, cuando las lluvias y el deshielo hubiesen terminado, probablemente desaparecería. Como las diosas mismas. Pero ahora se extendía formando anchas y oscuras olas, reflejaba en el centro el cielo, y sus bordes quedaban sombreados. El silencio lo envolvía. Se oía el chapoteo del agua que entraba en el estanque en la parte más alejada.

—Me rogaron que me sentara en esta roca. —Se dejó caer en ella—. Luego se pusieron de pie ante mí. Daban miedo. En primer lugar, eran de un tamaño mucho mayor que los humanos. El brazo de Atenea era tan grande como un mástil de barco. No me engañaba respecto a lo que aquel brazo podía hacerme. Hermes explicó, como si estuviera hablando con un tonto, que Zeus me había nombrado a mí para que eligiese a la más bella entre ellas. Daría alguna recompensa, creo que era una manzana dorada con las palabras: «Para la más bella», una vez yo decidiera. —Sacudió la cabeza—. Quizá fuese un sueño. ¿Para qué iban a querer nuestras diosas una manzana dorada con unas palabras grabadas? Podían hacerse una ellas mismas, si querían. ¿Y por qué iban a hacer caso de lo que dijese un pastor? Casi no tienen en cuenta a los mortales, a ningún mortal, tenga la importancia que tenga. No tenía sentido. Pero yo no lo cuestioné, ya que estaba muy preocupado por mi seguridad. Sólo quería escapar con vida. —Tosió—. Le dije a Hermes que dividiría la manzana entre las tres. Él dijo que era imposible, que tenía que decidir. Mi corazón latía acelerado. Sabía muy bien que una persona puede poner condiciones antes de un acto, pero nunca después. Rogué que las perdedoras no se sintieran molestas conmigo, ya que yo era un simple mortal, y como tal, dado al error. Hermes me aseguró que accederían a mi petición.

—¡Pues está claro que no lo hicieron!

—No hay que confiar en los dioses. Ya lo sabemos. Por eso yo buscaba protección…, aunque no me fue concedida.

—Pero las viste. Cuéntame cómo fue, qué aspecto tenían.

—Apenas me di cuenta —admitió él—. Si vieses un mastín gigante, con las mandíbulas babeantes y a punto de saltar, ¿te fijarías en el color de su pelaje?

—¿Y se desnudaron?

—Hermes lo sugirió. De modo que la primera fue Hera. Parecía bastante guapa, pero sus intentos de sobornarme resultaban patéticos. Quería poner ante mis ojos riquezas y territorios. —Hizo una pausa—. Entonces llegó Atenea. Ella había insistido en que Afrodita se quitase el cinturón mágico que hacía que todos los que la veían se enamorasen de ella. —Se echó a reír—. Afrodita accedió si Atenea accedía a quitarse el casco. Decía que Atenea estaba espantosa con él. Y tenía razón. Atenea resultaba… casi atractiva sin él.

—¿Y qué más te ofreció?

—Ah, más territorios y victorias, cosas que a mí no me importaban. —Se encogió de hombros con demasiada presteza. Luego fue hasta el borde del estanque y, arrodillándose, metió las manos en él.

—Entonces, Afrodita —le urgí.

Él se puso en cuclillas.

—Esa dama sabe cómo complacer a un hombre —dijo, y sonrió.

—Sí, es conocida por ello.

—Lo primero que me dijo es que yo era el hombre más guapo de toda la región y que era un desperdicio que estuviese cuidando ganado. Dijo que yo estaba destinado a cosas mejores. Me las prometió.

—¿Te prometió un lugar en Troya? Ah, claro, ya conocía tu verdadero nacimiento.

¡Ah, con qué rapidez me apresuré a dar una respuesta! Ojalá hubiese esperado a que él hablase primero.

—Sí, eso fue exactamente lo que me prometió —dijo, sonriendo—. Justo eso. —Me echó un poco de agua, salpicándome la cara—. Y poco después yo fui a Troya y se reveló la verdad de mi origen. Debo darle gracias por ello. A causa de ella, me convertí en príncipe de Troya. Fue Afrodita quien se lo reveló a mi madre y a mi padre.

—Entonces valió la pena elegirla. Ha cambiado tu vida de la manera que tú deseabas.

—Sí, sí.

—Pensaba que no recordabas lo que te había prometido.

Una breve mirada de alarma atravesó su rostro.

—Al venir aquí mi recuerdo ha revivido. Tal y como esperaba.

—Como esperaba yo. Y ahora debemos congraciarnos con las perdedoras, para que retiren su venganza de Troya.

—Sí, sí, claro que sí.

Paris buscó en su zurrón y sacó dos vasijas pintadas que celebraban sus encantos, junto con un homenaje que reconocía su belleza, y unos exquisitos collares de cornalina y amatista con cuentas de oro. Los dejó con reverencia sobre una piedra plana, invocando su presencia.

Levantando las manos, exclamó:

—Grandes diosas del Olimpo, Hera de Argos y de los ojos grises, hija de Zeus, portadora de augurios, sublime Atenea, mirad con favor estos regalos que os traigo, y tened piedad de Troya.

Luego ofreció más cosas para encender sus corazones: extendidas en la roca quedaron maquetas de barcos y de ciudades amuralladas, ¡como si Paris pudiera entregarles todas esas cosas!

—Todo esto es para vosotras. Me prometisteis que acataríais mi lamentable decisión, pero yo sólo soy un ignorante mortal. Mi débil opinión no debería pesar nada en la balanza de los inmortales.

Se arrodilló ante el improvisado altar.

Hubo un silencio total. ¿Le habían oído acaso? Probablemente estaban ocupadas con otros asuntos, todos tan frívolos como una manzana grabada. Cerré mis pensamientos por si podían leerlos.

—Habéis amenazado a Troya, que jamás os ha hecho daño alguno. Yo no soy Troya. Ni siquiera era reconocido por Troya cuando fui convocado para otorgar la manzana de oro. No culpéis a gentes inocentes por mis fallos.

Más silencio.

—¡Alejad a los griegos! ¡Suplicad a Zeus que aleje los estragos de la guerra!

Ningún sonido salvo el roce de los arbustos y el gorgoteo de la cascada.

—¡Entonces… que Afrodita nos salve! —exclamó—. ¡No nos dejes perecer!

Afrodita: la diosa que, conduciéndonos por invisibles senderos, nos había unido el uno al otro. Ella no era de fiar, pero ahora era lo único que teníamos. Nuestra petición a las demás había sido ignorada, y Troya debía sufrir. Lancé un grito. ¿No podíamos hacer nada? Pero ¿qué podíamos prometer a las perdedoras, Hera y Atenea? Eran ellas las que tenían el poder de otorgar dones, y no nosotros.

Me acerqué a Paris y le cogí la mano, levantándole.

—Ven —dije—. Las cosas son como son. —Me sentía triste y desafiante a un tiempo—. Debemos hacerles frente, soportarlas, venga lo que venga. Los dioses pueden hundir nuestras rodillas y aplastar nuestros hombros, pero hay una majestad en ser destruidos por ellos…, sólo por sus manos. Mientras tanto, seguiremos de pie. Ésta es la última súplica que les hacemos a las odiosas Hera y Atenea. —Alcé la mirada al cielo. A veces los dioses incluso admiran a aquellos que destruyen, si son adversarios valiosos—. Tú elegiste, Paris. Ahora debemos aceptar las consecuencias.

—¿Querrás quedarte a mi lado? —Sonaba incrédulo.

—Por supuesto. Sin ti, no me queda nada. —Sujeté su mano. Estaba fría como una vasija que se ha quedado a la intemperie por la noche.

—Helena. —Se inclinó hacia mí, preguntándome cien cosas con los ojos.

—Nunca pensé que volvería a verte. —Una voz aguda y clara resonó en la cañada.

Yo volví la cabeza en todas direcciones y al fin vi a una mujer que estaba de pie en la orilla más alejada del estanque. Era joven, esbelta, envuelta en un manto. La mano de Paris tembló en la mía. Noté un ligero movimiento, como si quisiera retirarla, pero enseguida la apretó más fuerte.

—Enone —exclamó.

—Sí, Enone.

Ella se acercaba, venía hacia nosotros. Su paso era ágil, agitaba el manto que envolvía estrechamente su cuerpo. Debajo del manto vi un vestido de color rosa. Cuanto más se acercaba, más se apreciaba su rostro encantador. Paris se había quedado clavado en el suelo, como un árbol. Me apretaba la mano.

—Así que por ésta me dejaste. —Estaba a unos pocos pasos de nosotros cuando se detuvo—. Ah, sí, he oído hablar de ella. —Se echó atrás la capucha. Un pelo largo y con mechas color miel cayó suelto—. No es tan superlativamente hermosa como dicen. ¿Por qué entonces, Paris? —Su voz era fuerte y desafiante.

Quise responder, pero no era cosa mía. Que hablase Paris.

—Porque la amo —dijo al final.

—¿La amas o amas el hecho de que sea hija de Zeus? —Aquella mujer atrevida nos rodeó—. Tú grabaste nuestros nombres juntos en los árboles del bosque. Tú dijiste que serías mío para siempre. ¡Y luego te fuiste de repente! —Movió el brazo en un gesto rápido—. Te fuiste, fuiste a «ella». —Acercó mucho su cara a la mía—. Dime, señora, ¿qué truco usaste para conquistarlo? Cuando llegó a la corte de tu marido, ¿por qué te echaste en sus brazos?

«No lo hice», quise decir. Pero ¿por qué debía defenderme? Era mejor no decir nada.

—Una mujer casada —siseó—. ¿Sabes cosas especiales para atraerle? ¿O fue sólo el aroma de lo prohibido? Conozco a Paris, le gusta lo prohibido. Por eso fue a Troya aquel día. Porque estaba prohibido. Tú misma, señora, ahora que ya no estás prohibida, sino que vienes con un alto precio…, ¡ya verás cómo él acaba por salir huyendo!

¿Por qué no hablaba Paris?

—Vete, Enone. Resultas muy pesada. Todo acabó entre nosotros. —Ahora era Paris quien hablaba, pero sus palabras eran vacilantes y débiles.

—Eso crees. ¿Has olvidado mis dones de curación? —Se apartó, mirándonos.

—¿Cuáles? No los necesito.

—Ahora no, pero los necesitarás. Veo el futuro, lo veo. Sufrirás una grave herida y te traerán a mí (porque ella no tiene poderes de curación), pero ese día yo te daré la espalda y te enviaré de vuelta a Troya para que mueras.

Si con aquello quería atraerlo de nuevo a su lado, es que no conocía a los hombres.

—Así es tu amor, pues —hablé yo—. Un amor superficial, que sólo se resiente de tu propio orgullo. Eso no es amor.

—¡Yo te maldigo! —escupió ella—. ¡Eres la fuente de todo mal… y te atreves a insultarme!

—Sólo sé que cuando amas de verdad a alguien, no puedes negarle la ayuda vital, haga lo que haga. Pero quizás eso se deba a que soy madre y conozco otras dimensiones del amor.

—Una madre que ha abandonado a su hija…, ¡abandonada por su amante! ¿Qué derecho tienes tú a hablarme de amor?

Ah, qué bien sabía cómo herirme.

—Quizá yo comprenda mucho mejor el amor precisamente a causa de eso. He sufrido.

—¿Y yo no? —Miró a Paris—. Habla conmigo, cobarde. No dejes que tu amante hable por ti.

—Enone, ya te lo he dicho, todo acabó entre nosotros.

—Porque has ido a buscar algo más elevado…, príncipe de Troya, amante de una reina.

—Era mi destino. —Su voz sonaba débil y reluctante—. Ya era príncipe de Troya, y no reivindicarlo hubiese sido una cobardía. Y Helena es mi otro yo, mi alma. Destinada a mí desde el principio.

—¡Que te salve pues tu otro ser, cuando llegue el momento! —gritó ella. Se volvió y luego se detuvo y nos miró—. Había rogado verte una vez más. Los dioses te han traído aquí, me han susurrado al oído dónde podía encontrarte. ¡Qué amargo encuentro! Te dejo con ella, y en las horas finales, hasta ella me rogará que te salve. —Echó la cabeza atrás—. Pero no lo haré, señora. Tus lastimosas súplicas serán un bálsamo para mí, pero no te servirán de nada. ¡Disfrutad de vuestro breve tiempo juntos! —exclamó, y con un remolino de su manto, se alejó. El follaje se la tragó cuando se iba.

—Paris —dije yo, temblando—, no me habías hablado de ella. —Ahora recordaba el burlón comentario de Deífobo sobre una ninfa del agua a la que había abandonado Paris—. Quizá sea mejor. Ahora ya lo sé todo: la difícil prueba que pusieron ante ti las diosas, la mujer a la que amaste antes que a mí. Tú conoces a Menelao, y yo ahora conozco a Enone. He visto su rostro. —Él parecía tan afligido que quise tranquilizarle—. No debe haber secretos entre nosotros.

Idiota como era, creía que lo sabía todo. Todavía no conocía el secreto final de la promesa de Afrodita: que ella me había ofrecido como premio.