Fuimos con el carro por aquí y por allá, buscando por un camino y luego por otro, y dando la vuelta en torno a Troya. Mientras la rodeábamos, vi que Troya era más elevada por el lado que daba al mar, donde el acantilado de piedra se alzaba desde la llanura. Por los otros lados, la pendiente era más suave; por el sur, casi era totalmente plana. Ése era el camino por el que habíamos entrado en Troya la primera vez, por la enorme puerta cubierta. Recordé lo nerviosa que estaba…, ¿sólo habían pasado dos días?
—Esto debe de tener un nombre —dije.
—Es la puerta Dardania —dijo—. La del sur, la que conduce al país de Eneas, y recto hasta el monte Ida…, el umbral de Zeus. —Se rio—. A veces la llamamos también puerta del Mercado, ya que es la más ajetreada. Pero ¿por qué no me preguntas por la misma que todo el mundo, la puerta que está junto a la famosa Gran Torre de Ilión?
—Muy bien. Cuéntame.
—Es la puerta Escea. Es la que usan los guerreros cuando salen de la ciudad.
—¿Por qué sólo ésa?
—Ah, es una tradición. Aunque es el camino más rápido para que un carro llegue a la llanura. Por eso —me atrajo hacia él como confidente—, vamos por ahí ahora. Se suponía que no debíamos hacerlo, pero…
La torre. La Gran Torre. ¿Por qué no me había llamado la atención antes? Se alzaba por encima de todo lo demás, como un gigante.
—«Las torres sin coronar de Ilión» —dije.
—¿Cómo? —Paris me miró extrañado—. ¿Qué quieres decir con eso de sin coronar?
—Pues no lo sé…, la frase me ha venido a la mente —dije, y no por primera vez. «Y ardieron las torres sin coronar de Ilión». Ahora había más, otras palabras que procedían de algún lugar lejano, como pasaba a veces—. Nada. —Meneé la cabeza como para librarme de lo que la invadía: brillantes imágenes de llamas, gritos, humo. Sin embargo, la torre permanecía tranquila, sólida a la brillante luz del sol, con los pájaros volando por encima.
—Estás preocupada —dijo él entonces—. Por el Rey y la Reina. Por favor, no te preocupes.
Que pensara que era eso. No sabía, ni podía explicar tampoco, lo que acababa de ver, relampagueando por un instante en mi mente.
—Ese Calcas…
—Es un vidente engreído —dijo Paris—. Ya te dije que Troya está llena de adivinos —añadió, y volvió los caballos hacia el lado oriental de la ciudad, donde la muralla se volvía sobre sí misma creando una puerta protegida, casi oculta.
—Estamos muy orgullosos de las murallas que tenemos aquí —dijo—. Son las más nuevas, con la mejor piedra. Las que dan al lado oeste son más viejas y débiles, y queremos reforzarlas, pero… el consejo de ancianos…, bueno, son ancianos. Los ancianos pueden ser muy tacaños. Si algo no hace falta mientras ellos viven, no los preocupa en absoluto.
—Pero ¿el rey no puede hacer lo que quiera? —Me parecía curioso que no fuera así.
—Ciertamente. Pero les hace mucho caso. Él también es viejo, como ya habrás visto. —Se rio y azuzó a los caballos para que fuesen más rápido. El carro dio una sacudida y se balanceó.
El sol estaba casi vertical encima de nuestras cabezas, haciendo invisibles los delicados encajes de los muros.
—Estas murallas cambian de aspecto según el momento del día —exclamó Paris—. Son mucho más bonitas cuando sale el sol y las sombras se ven más pronunciadas.
Había otra gran torre al doblar el recodo, un poco más allá de la puerta oriental.
—Es nuestra torre de agua —dijo Paris—. Nuestro pozo principal está muy hondo en su interior, después de un tramo de escalones tallados en la roca. Nadie puede cortarnos el suministro de agua; no tenemos que dejar la ciudad para conseguirla.
—Pero ¿y los de la ciudad baja?
—Tienen también fuentes y el Escamandro —dijo.
—¿Y no podría apoderarse de todo eso el enemigo?
—Sí —admitió él—. Pero esa gente podría huir a los campos circundantes en busca de seguridad. Tenemos aliados en todo nuestro contorno: los dardanios, los frigios…, dispuestos a proporcionar ayuda.
—Pero ¿y si el enemigo atacase primero a los aliados?
—¿Por qué eres tan agorera? Nada está decidido. Los ejércitos vienen, golpean rápidamente y se retiran. No se quedan en el terreno. No pueden. Eso requeriría comida y disciplina, más allá de todo lo imaginable. Y el invierno troyano les haría desistir. El tiempo invernal aquí es duro: humedad, frío, un viento muy intenso, a veces incluso nieve. —Hizo parar a los caballos y se volvió hacia mí—. Pero ahora se aproxima el verano…, ¿tienes que insistir tanto en el invierno?
«Pero ahora se aproxima el verano…, ¿tienes que insistir tanto en el invierno?». En aquellas pocas palabras, Paris se describía a sí mismo. Incluso ahora, cuando pienso en él, pienso en el verano y en la calidez que él llevaba consigo como un manto que le envolvía adondequiera que iba. En mi mente, siempre está rodeado de campos floridos, mariposas y brisas suaves. ¡Qué invierno más largo ha sido mi vida sin él!
Paris detuvo el carro.
—¿Adónde vamos, amor mío? Ya hemos rodeado todas las murallas. —El polvo se iba asentando a nuestro alrededor.
«Hemos rodeado todas las murallas». Un rugido resonaba en mis oídos y oía el estruendo, el estruendo de cascos, oía un carro, oía gritos de aflicción que procedían de las murallas…, pero ¿cuáles? ¿Por qué? Y luego, reemplazando los cascos, ruido de pasos, gente que corría apresurada, pero ¿cuántos? Más de uno, era lo único que sabía.
¡Basta! Me cogí la cabeza entre las manos. ¡Basta!
—¿Qué te pasa? —preguntó Paris.
—¡Nada! —respondí, desafiante—. ¡Nada! —Levanté la vista. Los muros se erguían silenciosos, nada los rodeaba salvo nosotros.
—He traído vino, queso e higos —dijo—. Sentémonos a la sombra, junto a las orillas del Escamandro, y comamos algo.
La oscuridad iba en aumento cuando volvimos a la ciudad a través de la puerta Dardania; las grandes puertas estaban cerradas y tuvimos que pedir que nos abrieran. Normalmente no se permitía a nadie que entrase después de ponerse el sol, y las estrellas ya brillaban en la cúpula del cielo.
Esperándonos en los aposentos de Paris se encontraba un mensajero de Príamo.
—¡Acudid de inmediato ante el Rey! —exclamó.
Fuimos al momento, sin cambiarnos de ropa siquiera; sólo nos lavamos el polvo de la cara y los pies. Entramos en la sala del consejo del Rey y allí encontramos a Príamo y a algunos hombres esperando. En cuanto nos vieron se volvieron todos a mirarnos.
—¡Así que al fin estáis aquí! —exclamó Príamo, mirando con ira a Paris—. ¿No te dije acaso que esperases hasta que yo te llamara? ¿Cómo te atreves a abandonar la ciudad y a dejarnos aquí esperando?
Paris ni se disculpó ni discutió. Se limitó a encogerse de hombros y sonreír.
—Querido padre, hacía un día maravilloso y atrayente. No pensaba que nuestra pequeña escapada durase tanto tiempo.
Un discreto carraspeo de un hombre muy corpulento indicaba su escepticismo. Pero esperaba la respuesta del Rey, para darle pie a responder a su vez.
—No, tú no piensas nada, querido hijo. —Sonrió—. Pero ven. Ya hemos perdido demasiado tiempo. Aquí está Calcas, y quiero enviarle al oráculo para ver qué destino nos tiene reservado.
El hombre rechoncho se adelantó un poco e inclinó la calva cabeza. Tenía unos ojos como los de un ave, alerta e inquisitivos. Había algo en su rostro que indicaba una indiferencia deliberada, un esfuerzo por hacerse completamente inescrutable.
—Haré un esfuerzo para ir y volver lo más rápidamente posible —dijo. Sus modales eran como el aceite de oliva, suaves y untuosos—. ¿Y qué es lo que debo preguntar?
—Nada menos que el futuro de Troya —dijo Príamo—. Aquí tenemos a la reina de Esparta. La hemos admitido en nuestra ciudad, hemos reconocido su matrimonio con un príncipe de Troya. Pero ¿qué procederá de todo esto? Es una pregunta sencilla.
—Me temo que quizá no haya una respuesta sencilla. ¿Y si el oráculo…?
—¡Que te dé una respuesta clara! ¡Sigue interrogándola! ¡No dejes que se escude en palabras confusas!
—Mi estimado rey, ¿puedo dar mi opinión? —Un hombrecillo menudo, con el pelo, poco le quedaba, oscuro, adelantó unos pasos.
—Sí, ¿qué quieres, Pandaro?
—Como hermano de Calcas, comprendo la dificultad de lo que le estás pidiendo. Quieres que cruce los mares, que vaya hasta el oráculo, evitando a los griegos, y vuelva. ¿Te das cuenta…?
—¡Sí, me doy cuenta! ¡Es un adivino! Si no es capaz de ayudarnos ahora, ¿para qué nos sirve? —exclamó Príamo. Miró furibundo a los demás—. ¡Sólo aquellos que tengan algo pertinente que decir podrán hablar! Ya es muy tarde y mi paciencia se está agotando.
Un hombre elegantemente vestido se adelantó junto a Príamo. Su poblada melena era de color plata, y su rostro, aunque anciano, todavía era hermoso.
—Me parece, gran rey, que todo esto es innecesario. ¿Por qué enviar a Calcas a un viaje tan peligroso? Sabemos cuál es la respuesta. No es una respuesta que nos guste, de modo que buscamos otra. Pero la Pitia, la profetisa de Apolo, nos dirá lo mismo: Helena debe volver a Grecia.
—Antenor —dijo Príamo—, no puedo discutir tu sabiduría. Ésa es la respuesta fácil, la obvia. Pero ¿no hay más cosas en juego aquí, fuerzas que no podemos determinar? Por tanto, debemos buscar el consejo de los propios dioses. Ésta no es una situación ordinaria, sujeta al sentido común habitual.
Antenor se irguió.
—Con todo respeto, gran rey, creo que cuando se ignora el sentido común, sigue la tragedia. Quizá buscamos demasiados sentidos ocultos y excepciones. La verdad es que una reina griega ha sido secuestrada o se ha escapado a Troya. Los griegos son un pueblo desagradable, belicoso. Sabemos que Agamenón lleva años alterado, hablando de guerra y de armas de guerra. No necesitan un motivo firme para atacarnos. Con uno débil basta, si un hombre quiere la guerra. Por tanto, digo: enviemos de vuelta a Helena. ¡Mandémosla de vuelta antes de que sea demasiado tarde!
Otro hombre se adelantó. Éste era robusto de cuerpo y de ancho rostro. Su forma de caminar delataba a un antiguo guerrero.
—¿Son demasiado débiles las murallas de Troya para resistir el ataque patético de unos pocos extranjeros? —gritó—. ¿De qué estamos hablando aquí? ¿De unos cientos de hombres miserables, obligados por Agamenón a cruzar los mares hacia Troya? ¿Escondidos en la costa, ocultos entre las sombras de sus barcos? ¿Por qué nos acobardamos ante el simple pensamiento de que ocurra algo así, algo que tiene pocas posibilidades de ocurrir?
Príamo asintió, mirándole.
—Has dicho la verdad, Antímaco. —Miró a los demás, que todavía estaban silenciosos—. Temblamos ante unas simples sombras. Necesitamos que el oráculo nos diga con certeza qué se avecina. Calcas, ve. Lo antes posible.
Los otros se agitaron y murmuraron, pero no añadieron nada más. O bien secundaban el consejo de Antenor de devolverme, o bien defendían la postura provocativa de Antímaco.
Calcas se quedó de pie ante Paris y ante mí e hizo una reverencia.
—Escucharé atentamente lo que diga la Pitia —nos dijo. Su rostro permanecía inescrutable. ¿Conseguiría hacerlo bien?—. Os transmitiré sus palabras exactas, a vosotros y vuestro rey. —Miró a su alrededor, como si buscase algo—. Con tu permiso, mi rey, me llevaré a mi hijo Hillo conmigo. Sería bueno que aprendiese lo que representa la vida de un adivino, y que contemplase a la profetisa más importante de todas…, quizá eso le inspirase.
La irritación se reflejó en el arrugado rostro de Príamo.
—No veo el sentido de eso —dijo—. Llevarte a un muchachito contigo te hará ir mucho más lento.
—¡No, no, más bien al contrario! —Calcas sonrió con seguridad—. Por lo que todos sabemos, es la edad la que lastra, y no la juventud.
—¡Bueno, muy bien! —Príamo agitó la mano, impaciente—. Ve en cuanto puedas atarte las botas de viaje a los tobillos.
—¿Podría llevarme una antorcha y empezar ahora mismo?
Una risa tolerante resonó en la cámara. Calcas dijo:
—Pandaro, ¿podrías traer aquí a Hillo para que reciba la bendición del Rey?
Antes de que Príamo pudiese evitarlo, Pandaro salió de la habitación, sonriendo. En un instante (obviamente, el muchacho estaba esperando fuera), volvió con un joven alto y desgarbado, y lo arrastró hasta Calcas. El chico mantenía los ojos bajos, pero casi se veían tapados por completo por el largo cabello que le caía en la frente.
—Hillo desea recibir tus bendiciones antes de partir hacia Delfos conmigo —dijo Calcas.
—¿Acaso soy un sacerdote yo? —bufó Príamo—. ¿Es mudo este chico? ¿No sabe hablar por sí mismo? ¡Y déjame que le vea los ojos en lugar de toda esa cascada de pelo!
Calcas cogió el pelo del chico y lo echó hacia atrás. Una cicatriz zigzagueante como una escalera reveló su sello lívido. Así que por eso mantenía oculta la frente.
—Perdóname, hijo —dijo Príamo—. Que los dioses curen el recuerdo de tu herida, que conserva tu piel. Y que tu viaje sea seguro.
Padre e hijo hicieron una reverencia y luego Calcas tomó la mano de Hillo y ambos se retiraron con gran dignidad de la sala. En cuanto se hubieron ido, Príamo se volvió con ojos furiosos a Pandaro.
—Tu risa ante la cicatriz del muchacho ha sido muy cruel. Pero ¿qué sabrás tú de cicatrices, si nunca has levantado un arma en combate?
Pandaro levantó una ceja antes de inclinar la cabeza sumisamente.
—Disculpas, gran rey.
—¿Podemos irnos ya? —exclamó Antímaco—. Se hace tarde.
—Pues sí. Podéis iros todos. —Príamo los despidió con un gesto de la mano—. Y vosotros también. —Nos miraba a Paris y a mí.
El sol matinal inundaba nuestro dormitorio. De nuevo habíamos dormido hasta tarde. Yo me desperté antes que Paris; me estaba dando cuenta de que hiciera lo que hiciera él siempre quería prolongarlo, de modo que siempre se sobreponían las horas dedicadas a cada cosa. Como le gustaba permanecer despierto hasta tarde, apuraba la noche todo lo que podía; ahora, como estaba cansado, dormía demasiado, gastando la hospitalidad del día.
Rodó en la cama frotándose los ojos.
—En nuestro nuevo palacio tendremos unos postigos muy recios para que nuestro dormitorio quede a oscuras. —Se incorporó—. Y hoy es el día que vamos a empezar a planearlo. Puedo llamar a los constructores…
—¿Tan pronto?
—¿Por qué aficionarte a estas habitaciones, cuando tendrás que dejarlas? No quiero que tengas la sensación de que la vida conmigo significa siempre dejar algo.
Una imagen pasajera del palacio de Esparta apareció en mi mente, pero la aparté enseguida.
—Pero obviamente a Príamo le disgusta la idea —dije yo—. Quizá le parezca una afrenta.
—Sin embargo, lo haremos —insistió Paris.
—Querrás decir que lo harás tú —contesté.
—Es para ti. Una morada adecuada para una mortal tan bella que ningún alojamiento puede hacerle justicia.
—Lo dices como si fuera una diosa, cuando en realidad no lo soy, o un trozo de piedra o de oro, cosa que tampoco soy.
—¡Vamos, no te quejes tanto! —exclamó Paris—. ¡Déjame hacer esto! Déjame construir algo, regalar a Troya algo de valor. Ese hermoso palacio seguirá en pie mucho después de que nosotros nos hayamos ido; otros vivirán allí, y se maravillarán con él, e invocarán nuestros nombres, llenos de gratitud.
Paris casi saltaba por las calles de Troya en busca de su ubicación; el constructor, Gelanor, Evadne y yo le seguíamos más pausadamente. Quedaba poco espacio sin construir en Troya; las casas estaban muy apiñadas, una pared contra otra, a medida que las calles iban serpenteando colina arriba hasta la cima. Allí, el palacio de Príamo, con sus enormes aposentos adjuntos, almacenes y talleres, el palacio de Héctor y el templo de Atenea ocupaban los lugares más selectos, y dominaban toda la llanura y el mar resplandeciente.
—¡Me gustaría estar allá arriba! —dijo Paris—. Allí, donde el viento sopla fresco y fuerte.
—Parece que otros han llegado primero —dijo Gelanor. Era casi la primera palabra que decía. En todo aquel tiempo, no había podido hablar con él en privado, con tranquilidad. ¿Todavía estaría decidido a irse?
—Otros llegaron primero también a la casa de mi padre, pero yo he encontrado mi verdadero lugar. Y también lo encontraré aquí, junto a él. —Paris señaló una casa de aspecto sorprendentemente modesto, colocada junto al palacio de Príamo, en la cumbre—. Paguemos a ese hombre por su tierra y construyamos allí.
—No hay terreno suficiente para construir una casa mayor que la que ya hay allí —dijo el constructor—. Sería más pequeña que los aposentos que tienes ahora.
—Pero ¡el lugar es perfecto! —Paris parecía molesto.
—Quizá podrías construir hacia arriba —dijo Gelanor.
—¿Hacia arriba? —preguntó el constructor.
—Dos pisos son habituales —dijo Gelanor—. ¿Ha intentado alguien hacer tres pisos?
—No aguantaría…, el peso sería demasiado grande…, el piso de en medio resultaría opresivo…, creo que no… —dijo el constructor.
—Pero ¿lo ha intentado alguien? —preguntó Gelanor—. No quiero ponerme pesado, pero ayudaría mucho saberlo. Los hombres siempre están intentando hacer cosas nuevas.
—En los días venideros habrá cien pisos —dijo Evadne de repente—. O más. ¿Empezará todo eso aquí?
El constructor se volvió a Paris.
—¿Quieres que te ayude o insistes en escuchar a estos griegos, que admiten que no saben nada de construcción?
Paris se volvió y me miró.
—Querida mía, tus compañeros…, quizá deberían guardarse sus preguntas.
—No —dije yo. Gelanor nunca me había fallado con su mente inquisitiva. La cuestión que había suscitado me intrigaba—. No hay tierra suficiente para el palacio amplio que tú proyectas. Quizá sea el momento de tener otra visión. O podemos buscar otra ubicación, más abajo en la ciudad, y construir según la forma tradicional.
Frustrado, Paris se volvió a Gelanor.
—¿Realmente crees que podría haber un edificio con tres pisos?
—Quizá. Si puede haber dos, podrá haber tres. O incluso cuatro.
—Pero si vamos a construir así, ese edificio sobresaldrá por encima de todos los demás que están en la cima —afirmé—. ¿Y no causaría eso mal efecto? —Sobre todo no quería provocar eso en los troyanos.
—Por eso recomiendo que tenga sólo tres pisos —dijo Gelanor—. Aunque cuatro sería un desafío…
—¡Esto es absurdo! Los pisos superiores derrumbarían todo el edificio y matarían a los que estuvieran dentro. —El constructor levantó las manos—. No puedo aprobar esto. No puedo formar parte de esto. Si algo te ocurriera…, el Rey haría que me ejecutasen. ¡No, no lo haré!
Gelanor sonrió a Paris.
—Parece que tienes que hacer una elección. Si quieres seguridad elige otro sitio menos atractivo, o bien sé atrevido y construye allí, intentando un edificio de un tipo diferente. Por supuesto, el precio del fracaso es elevado.
—¡Yo quiero un palacio aquí! —El rostro de Paris estaba enfurruñado.
—¡Entonces tendrás que buscarte otro constructor! —anunció el hombre.
Paris parecía furioso.
—Muy bien. —Se volvió a Gelanor—. ¿Puedes quedarte un poco más en Troya y supervisar esto? Si tienes éxito, alcanzarás gran renombre en todo el mundo.
—¿Y si fracaso? —Gelanor parecía divertido y no asustado.
—Entonces, como griego podrás huir de la ira de Príamo cuando Helena y yo estemos enterrados debajo de las ruinas.
—Nunca huyo de mis propias desgracias —dijo él—. Así que me aseguraré de que esto no falle.
—¡Te dejo con tu locura! —exclamó el constructor—. Asistiré a vuestro funeral. Tendrán que enterrar juntos vuestros cuerpos destrozados. ¡Habréis creado vuestro propio terremoto! ¡Y aposta! —Meneó la cabeza y bajó por la calle pavimentada.
—La gente siempre tiene miedo —dijo Gelanor—. Pero la desesperación crea actos de valor desesperado. Y construir tal palacio, mi príncipe, es un acto de valor.
—¿Te quedarás a dirigir la construcción? —le pregunté.
Gelanor dirigió sus ojos hacia mí.
—¿Cómo no iba a hacerlo? —dijo—. Has ganado de nuevo. Me has puesto el cebo…
—¡Yo no he puesto ningún cebo! —dije—. Discutía con Paris que la simple idea de abandonar el palacio del Rey es provocativa. En realidad, no lo necesitamos.
—¡A qué extremos puedes llegar para que me quede contigo!
—¡Eres un hombre muy presuntuoso!
—Ya basta, vosotros dos —dijo Paris—. ¡Si no os conociera bien, se diría que habláis como amantes!
Gelanor se echó a reír de nuevo, esta vez con más ganas. Al final dijo:
—Bueno, sí, menos mal que nos conoces.
—Gelanor raramente se ríe, así que esto prueba lo ridícula que es esta idea —intervine.
De pronto, Héctor salió de su puerta y nos miró, sorprendido.
—¡Hermano pequeño! —exclamó—. Y la muy bella Helena. —Se acercó a nosotros con rapidez, como un hombre que no duda—. ¿Qué hacéis esta hermosa mañana?
—Quiero convertirme en vecino tuyo, así como hermano —dijo Paris—. Construiré mi palacio aquí. Junto al tuyo.
Héctor levantó una ceja.
—Ya hay una casa ahí, la casa de Oicles, el criador de caballos.
—Se la compraré —dijo Paris como sin darle importancia, haciendo un gesto de desdén.
—Me complace ver que eres modesto, mi querido y recién hallado hermano —dijo Héctor—. Porque cualquier palacio que se haga aquí por fuerza tiene que ser una miniatura, ya que no hay espacio. Aun así, puede ser exquisito.
—No, será grande —dijo Paris—. Tengo un plan para conseguir que lo sea.
—A menos que recurras a las artes mágicas, no consigo ver cómo podrías conseguirlo.
—Espera y verás. —Paris arrojó una mirada significativa a Gelanor—. ¡Éste es mi mago!
—El hombre más sabio de Grecia —recordó Héctor—. Lo espero con interés.
—¿De dónde venías? —preguntó Paris—. ¿Estabas abajo con los caballos?
—Sí —respondió Héctor—. Tengo que inspeccionar los establos de cría. Ha llegado una petición de Cícico de cierto número de yeguas y de un buen semental. Haré una selección esta mañana.
—Le enseñé a Helena las manadas que pastaban ayer. No visitamos los recintos que hay más cerca de la ciudad.
—Los caballos son nuestro orgullo —dijo Héctor.
Observé que Paris no decía que un caballo lo había tirado.
—A Andrómaca le encantan los caballos —continuó Héctor—. Sabe mucho de caballos. ¿Y tú?
—No mucho —contesté.
—¡Ah! —De repente, unas manos esbeltas cogieron de los hombros a Héctor por detrás, con los dedos como zarcillos.
Él se dio la vuelta en redondo.
—¡Casandra! —Vi que con su brazo rodeaba a la otra persona y la volvía hacia nosotros.
Una cara plana se enfrentó a nosotros, enmarcada por un cabello rojo y lacio. Nunca había visto un rostro más pálido. Hasta sus cejas resultaban invisibles. Los ojos eran azules, protegidos por unos párpados gruesos que los hacían tanto inexpresivos como plácidos.
—Ya veo con quién andas —dijo ella. Su voz era tan plana como su rostro—. He oído que habían llegado. Pero lo oí primero en la cabeza. —Le miró—. Tu casa caerá —dijo—. Se derrumbará.
—¿Te refieres a la construcción de mi nuevo palacio? —preguntó Paris.
—No. Ése durará tanto como los demás. Pero acabará por caer, consumido. Junto con los demás, entre las llamas.
«Y ardieron las torres sin coronar de Ilión». Me puse a temblar. Aquella espantosa frase de nuevo, la frase que venía a mí, sin yo quererlo, procedente de mi propia capacidad de profecía.
—Eso será dentro de muchas generaciones —aclaré. Miré los magníficos edificios y la tranquila y verde campiña, con los caballos pastando—. Como sabes, como yo sé muy bien también, ya que tengo mis propias visiones, en los mensajes que recibimos no se especifica la época.
Casandra me miró como si mirase un ser repugnante.
—Tú eres la causa de las llamas —dijo.
—Ah, basta ya —dijo Paris—. Por favor, querida hermana.
Héctor se aclaró la garganta.
—Debo ir con los caballos —dijo—. Helena, haz llamar a Andrómaca cuando puedas. A ella le encantaría tener la oportunidad de contártelo todo acerca de nuestros famosos caballos. Le gustan mucho. —Luego se fue entre el remolino de su manto y las pisadas de sus sandalias.
Nos quedamos frente a la hostil Casandra. Ella nos miró fijamente, y luego levantó la barbilla, como evaluándome.
—Sí, es cierto —murmuró—. Una cara que pueda causar una guerra. Y lo hará.
—No me extraña que nuestro padre te encerrase —dijo Paris—. Le diré que lo vuelva a hacer.
—«A causa de ella, habrá una gran guerra y muchos griegos morirán» —recitó—. ¿Y cuántos troyanos?
¿Cómo habría averiguado aquella frase, la frase pronunciada por la sibila y que helaba la sangre?
—Casandra —dije al fin—, las sombras de un posible futuro no deben envenenar nuestros pensamientos.
—¡Las sombras del futuro han arruinado siempre mi vida! —exclamó ella.
—Eso es porque has dejado que anegaran tu presente —dijo Paris—. Vives sólo para lo que no ha ocurrido todavía, y en ese sentido no vives en absoluto, ya que el futuro siempre retrocede ante nosotros. —Se acercó a ella—. A nosotros dos, hermana, nos han robado gran parte de nuestro pasado. Pero si dejamos que las profecías nos roben el presente es que somos unos idiotas, y sólo debemos echar la culpa a nosotros mismos. Ven conmigo…, ven conmigo en el presente. Esta mañana, ahora, soleada y cálida. ¡Vive ahora, hermana! ¡Vive con nosotros! La verdad es que no puedes vivir en ningún otro sitio.
Para mi sorpresa ella se echó a llorar, y gruesas lágrimas brotaron de sus ojos medio tapados. No emitía sonido alguno, estaba allí quieta, acongojada. Finalmente, murmuró:
—Tienes razón. No puedo seguir así, viviendo siempre en otro tiempo, oyendo voces que nunca son de mi propio tiempo o lugar. —Le tocó el hombro suavemente—. No quiero bajar al Hades sin haber caminado al sol…, mi propio sol, no la imagen de un sol de sueño.
—Entonces acalla tus profecías; cuando vengan imperiosas y rápidas, vuélveles la espalda. Vamos, toma mi mano.
Igual que me había dicho a mí: «toma mi mano…», y me hizo saltar, atrevida y audaz, a un nuevo mundo.
Casandra puso su mano pálida en la de él, cerrando los ojos y respirando con fuerza.
—Me temo —dijo— que nunca he vivido aquí… antes.
—Es mucho más interesante que el mundo de las sombras y de las fantasías —dijo Paris—. Simplemente, mira lo que tus propios ojos te muestran y bebe lo que se halla ante ti. Si lo haces así, averiguarás que Helena es una mujer a la que vale la pena conocer, no una señal ni una imagen.
—Pero ¿quién es Helena? —preguntó ella—. ¿Acaso es algo más que una idea o un ideal?
Paris se rio y puso mi mano en la de ella.
—No puedes sujetar así una idea.
Yo vivía, yo era real, y había llegado a Troya para tomar su mano entre las mías.