De todos modos, teníamos que salir de nuestra isla de los Benditos, de la habitación de Paris. Fuera, el mundo de Troya esperaba en forma de una convocatoria por parte de los reyes.
Me vestí, evitando lo mejor que pude que la noche jugara con mis pensamientos, y me presenté ante ellos en la privacidad de su cámara del palacio. Príamo parecía cansado; agarraba con las manos los brazos de su silla como si temiera caerse. Hécuba, sentada junto a él, resultaba inescrutable.
—La ceremonia se observó correctamente —dijo finalmente Príamo—. Y la gente pareció unirse a la celebración con bastante libertad.
—Por lo que podemos suponer, al menos —dijo Hécuba. Sus palabras eran suaves y comedidas.
—Pero ahora debemos saber lo que ocurrirá. Hablamos con mucho arrojo la noche pasada, pero los dioses son otra cosa… ¿Y qué harán los griegos cuando crean que los engañamos?
—Padre, estás agitado. Te digo que no ocurrirá nada. No ha ocurrido nunca nada en casos semejantes. La gente olvida. La única persona perjudicada, después de todo, es Menelao, y no tiene ejército.
Yo me sobresalté. Nunca había oído hablar a Paris de una forma tan analítica. Pero tenía razón. Menelao no tenía ejército. Paris estaba equivocado en otra cosa, sin embargo: la persona más perjudicada era Hermíone. Mi Hermíone. Noté un frío dolor al pensar en ello.
—Debo saberlo —murmuraba Príamo—. Debo saberlo. Voy a enviar a Calcas, mi adivino, al oráculo de Delfos.
—¿Por qué, padre? —exclamó Paris.
—¡Porque no sabemos las iras que puedes haber atraído sobre nosotros! —dijo Hécuba—. ¿Crees que no sabemos el precio que tendremos que pagar?
—¿Y una sibila Herófila? ¿No hay una cerca de aquí? —preguntó Paris.
—Bah. No son demasiado fiables.
Clitemnestra había dicho lo contrario.
—Estoy muy contenta de oír eso —dije—, ya que una me predijo que yo traería a Grecia mucho derramamiento de sangre.
Príamo se sobresaltó.
—¿Cómo? ¿Qué profetizó?
—Yo era sólo una niña. Todavía recuerdo que me agarraba la cabeza con las manos y hacía profecías muy feas. Dijo… —había intentado bloquear todo aquello y sacarlo de mi mente, pero ahora trataba de traerlo de nuevo—: «Ella será la ruina de Asia, la ruina de Europa, y por su causa se luchará una gran guerra y muchos griegos morirán».
Quizá no tendría que haber hablado, pero ya era demasiado tarde.
—Mi padre tenía miedo de esa profecía. De modo que hizo que mis pretendientes (que eran muchos, de toda Grecia) hiciesen un juramento para mantener mi elección de marido. Él pensaba evitar la maldición de ese modo.
—¡Aaagh! —Príamo se echó hacia delante, agarrándose la cabeza con las manos—. ¡Oh, oh! Él sólo pensaba en los griegos que podían luchar unos contra otros, no que los griegos lucharían en un lugar lejano, en otras tierras. La sangre griega se puede derramar de muchas maneras, ¡y él pensó sólo en una! —Me fulminó con la mirada—. ¿Qué oportunidades hay de que ese juramento resulte vinculante?
Pensé en los pretendientes y en sus preocupaciones egoístas. Una vez yo elegí a otro, perdieron todo interés. Aquello había ocurrido hacía diez años.
—Muy pocas —dije—. Los diversos líderes griegos están demasiado preocupados con sus propios asuntos. No creo que se arriesgaran a rescatar a la esposa de un rival… sin tener en cuenta el juramento que les hizo prestar mi padre sobre los trozos de un caballo, hace muchos años.
—Pero debemos consultar al oráculo —dijo Príamo. Era la primera vez que me enfrentaba a su tozudez.
—Sí —insistió Hécuba—. No podemos atrevernos a descuidar ese punto.
Príamo se puso de pie.
—Debes hablar tú misma con Calcas —dijo, mirándome a mí—. Es importante que él te conozca cuando comparezca ante el oráculo.
—¿Por qué? —dijo Paris—. Si el oráculo no la conoce, ¿qué importa que la conozca Calcas?
—¡Deja de hacer preguntas! —Los ojos de Príamo, brillantes y rodeados de arrugas, relampagueaban—. Ya ha habido demasiadas preguntas… y demasiadas acciones cuestionables.
—Haz lo que te ordena tu padre —dijo Hécuba, levantándose y colocándose junto a él—. Te haremos llamar cuando llegue Calcas.
Se fueron pasando junto a nosotros, los dos con la cabeza muy tiesa.
—¿Acaso tengo diez años, para que me despidan y me den órdenes de esa manera?
—A sus ojos, evidentemente sí.
—El aire de desaprobación que muestran es increíble. ¡Dejemos este…, este recinto sólo adecuado para bestias domesticadas!
Levanté la vista a las vigas de cedro recubiertas de pan de oro que adornaban el techo, y a los delicados frescos que cubría las paredes con flores de vivos colores.
—Creo que ninguna bestia ha engullido su alimento jamás en un establo semejante. —Me eché a reír.
—No, es mejor, pasan los días en la libertad de los hermosos prados altos de las montañas —dijo él—. Yo debería saberlo. Las cuidé durante la mayor parte de mi vida. ¡Salgamos de la ciudad! Vamos, te enseñaré lo más maravilloso de Troya: ¡nuestros caballos!
—Pero si no estamos aquí cuando llegue Calcas…
—¡Pues que espere! Mi padre no dijo cuándo vendría —rio Paris—. Los caballos nos llaman. ¿No tengo que enseñarte todas las cosas de Troya, ahora que eres troyana? Coge tu manto y tus sandalias más resistentes.
Paris envió órdenes de que nos prepararan un carro, y nos dirigimos de vuelta a través de la ciudad hacia la puerta sur. Examiné cuidadosamente las casas, algunas de dos pisos y bastante grandes, y las calles bien barridas que iban serpenteando hacia abajo desde la parte alta de la ciudadela, llena de curiosidad por conocer a los troyanos y saber cómo vivían. Ellos también mostraban la misma curiosidad, mirándonos mientras pasábamos.
Cuando llegamos al amplio pasaje interior que abrazaba todo el círculo de la muralla, un bonito carro nos esperaba, con los radios dorados de la rueda brillando al sol. Dos caballos pardos iban enganchados a él. Paris acarició el cuello de uno de ellos.
—¿Quieres ver a tus primos? —le preguntó, alborotándole la crin.
Subimos al carro; las macizas puertas estaban abiertas de par en par por la mañana. Paris salió conduciendo el carro por la parte baja de la ciudad, donde carretas y carretillas y carros atravesaban una amplia franja hasta alcanzar la llanura de Troya. En lugar de la reticencia de la parte alta de la ciudad, resonaron gritos de bienvenida desde la parte baja. La gente abarrotaba las calles, agolpándose tanto a nuestro alrededor que el carro tenía problemas para pasar.
—¡Helena! ¡Paris! —gritaban. Flores, frutos, collares de cuentas de arcilla seca llovieron sobre nosotros, y algunos cayeron en el carro—. ¡Os amamos! ¡Os adoramos!
Paris se volvió hacia mí.
—Ahora ya ves lo que sienten los verdaderos troyanos —dijo.
Un hombre saltó delante del carro y se arrojó hacia él, agarrándose al borde. Por un instante colgó del pasamanos, con el rostro levantado hacia nosotros:
—¡La mujer más bella del mundo! —proclamó—. ¡Es cierto! ¡Y ahora es nuestra! —Movió el brazo libre en círculo, sujetándose con el otro al carro—. ¡Es nuestra! ¡Es una troyana!
¿Estaría borracho? Se cayó del carro y rodó por el polvo, ágil como un acróbata, y al momento se levantó y se echó a reír. ¿Le habría soltado el vino los miembros de esa manera? No importaba. Estaba alegre, alegre por nosotros.
—¡Helena! ¡Helena! —gritaban todos.
Yo levanté los brazos, y señalé al hombre que estaba a mi lado.
—¡Paris! —respondí—. ¡Paris!
Se oyó un enorme rugido mientras cogíamos velocidad y dejábamos atrás la última parte de la ciudad.
—Te aman —dijo Paris, en cuanto estuvimos a salvo y pudimos frenar un poco—. ¿No les has oído rugir, tan fuerte como un león sirio?
—Nunca he oído rugir a un león sirio —contesté—. Debería aceptar tu palabra al respecto.
Echamos la cabeza atrás y reímos en el aire tonificante. Ante nosotros se extendía una amplia llanura lisa, cubierta de nueva hierba primaveral y flores silvestres. Pero no vi caballo alguno.
—Los caballos pastan junto a las laderas de las montañas en lo alto del verano —dijo Paris—. Pero justo ahora están todavía en la llanura. Mira más de cerca.
Yo guiñé los ojos y pude distinguir manadas de animales que se movían plácidamente por la extensión verde.
—Creo que los veo.
—Son unos doscientos —dijo Paris—. Algunos son bastante salvajes, y requieren un largo proceso de doma. Héctor es soberbio en ese aspecto, de modo que uno de sus apodos es «Domador de Caballos».
—¿Y tú? —pregunté.
—También se me da bien, pero no me he ganado ningún sobrenombre.
¿Le molestaba aquello?
—Enséñamelo —dije, como para enterrar mi propia pregunta.
Nos abrimos camino hacia el lugar donde estaba pastando la manada más próxima. Era un paso difícil, ya que las rodadas de carro iban desapareciendo. Unos cincuenta caballos estaban allí pastando y levantaron la vista desconfiados cuando nos acercamos.
Paris se bajó del carro moviéndose con pasos comedidos. Yo le seguí.
—Ten cuidado; no los asustes —dijo—. Son casi salvajes.
Algunos de aquellos caballos relincharon y se apartaron de nosotros. Otros se mantuvieron quietos, con los ollares distendidos. La mayoría eran de un color pardo poco llamativo, con la cola y la crin negras, los mismos colores que según me habían dicho tenían los caballos de Tracia.
Paris se dirigió hacia uno de ellos y se colocó a un lado. Intentó acercar la mano, pero el caballo retrocedió, retirándose y mirándole con los ojos oscuros muy abiertos.
—Éste realmente está sin domar —dijo.
Se acercó cuidadosamente a otro, que se limitó a mirarle con plácida curiosidad al ver que se acercaba. Lentamente, él extendió el brazo y tocó el cuello del caballo, y aunque el animal emitió un ruido aleteante de exhalación procedente de los ollares, se quedó en su sitio.
—¿Te han ensillado alguna vez? —susurró Paris. Se acercó aún más y empezó a acariciar al caballo en el lomo y en los flancos. El animal seguía sin moverse—. Sí, creo que sí.
No había que saltar demasiado para subirse al lomo de aquel animal; ninguno de aquellos caballos era demasiado grande.
El caballo tembló y luego se echó a galopar de repente. Paris se agarró a su crin, envolviendo sus largas piernas en torno a sus flancos. El caballo coceó por el llano, con la cola tiesa y la cabeza extendida en línea recta. Luego empezó a corcovear. No estaba tan domado, después de todo; estaba claro que nadie lo había cabalgado antes.
Yo miraba llena de temor e impotente al caballo que se retorcía y arqueaba el lomo. Lo único que veía eran sus cascos y su cola mientras intentaba desprenderse de su pasajero no deseado. Una vez, dos veces, tres, aquel espantoso arco proyectó su sombra sobre la hierba verde y brillante. Luego las dos figuras se separaron y Paris salió volando por el aire. El caballo se alejó al galope.
Corrí todo lo rápido que pude hacia él. El terreno era áspero e iba tropezando con terrones y hierbajos.
Paris estaba echado de espaldas y enmarcado por las hierbas silvestres y la hierba. Tenía los brazos caídos a cada lado de su cuerpo, y la cabeza colocada en un ángulo horrible. No se movía.
—¡Oh!
Corrí hacia él y acuné su cabeza en mi regazo. Seguía sin haber movimiento. ¿Respiraba? Apenas respiraba yo misma mientras le colocaba la palma en el pecho y noté un leve movimiento de subida y bajada.
Tenía los ojos cerrados y yo le miraba espantada. ¿Y si nunca los abría? ¿Y si…?
Justo entonces gruñó un poco y abrió los ojos, parpadeando. Por un instante, no centró la vista, pero luego me vio.
—Estaba equivocado —me dijo—. Este caballo nunca había sido montado. —Se quedó quieto—. ¿No tendré nada roto? —Lentamente se incorporó hasta sentarse y movió los brazos. Luego probó las piernas, meneó los pies y por fin flexionó las rodillas. Al final se inclinó y encorvó la espalda—. Bueno, duele, pero al menos todo se mueve —dijo—. Hasta Héctor habría tenido problemas con ese caballo. —Meneó la cabeza.
—Has estado encima de él mucho rato —dije.
—Era rápido y era maravilloso montarlo…, al menos un rato. —Miró a su alrededor—. Debo recordar ese caballo. Quiero pedirlo para mí. Tenía una mancha negra justo detrás de la oreja derecha. Algún día cabalgaremos los dos juntos. —Se puso de pie y gritó de dolor—. Mientras tanto yo me curaré y el caballo se olvidará.
—Déjame que traiga el carro —dije, sujetándole—. No intentes andar.
Antes de que pudiera protestar, corrí de vuelta hacia el carro, donde los caballos esperaban pacientemente. Tras saltar a su interior, los arreé hacia delante por el terreno desigual; las ruedas traquetearon un poco, pero consiguieron rodar por la hierba. Paris se subió, haciendo un gesto de dolor mientras se agarraba al pasamanos. Yo empecé a dar la vuelta a los caballos, pero él negó con la cabeza.
—No, tengo que enseñarte más sitios —dijo—. ¡Mira! El sol está elevándose en un cielo perfecto, y el día es joven. Es demasiado pronto para volver. Aquí, te enseñaré…, hay un camino a lo largo del Escamandro, justo donde ves esa línea de árboles. Podemos seguirlo y bajar hasta el mar.
El carro se iba abriendo camino por la pradera hasta que llegamos al suave camino del que él me había hablado, sombreado por tamariscos con flores rosadas. El Escamandro, que no era tan grande como el Eurotas, fluía rápido. Supuse que lo alimentaban las nieves del monte Ida. ¿No decían que allí había nieve casi hasta la mitad del verano?
—En realidad, es así —dijo Paris—. He visto nieve allí junto a los crocos y jacintos floridos… Pero el agua del Escamandro no viene de la nieve. Su fuente son dos arroyos que bajan burbujeando casi uno junto al otro, ¡uno muy caliente y el otro muy frío! Están al otro lado de Troya. Las mujeres tienen sus lavaderos allí.
—Pero ¡es imposible! Un arroyo caliente y uno frío…, no, no puede ser. —Me eché a reír—. ¿O esto forma parte de la magia de Troya, que es un lugar distinto de todos los demás?
—Sí, así es —dijo Paris—. Te los enseñaré y despejaré tus dudas. Más tarde. Ahora mismo vamos en una dirección distinta, la dirección del Helesponto.
Los carros se abrían paso a lo largo del camino que iba hacia el brillante mar. Cuando llegamos a la playa, salimos del carro. Paris iba cojeando, pero decía que no importaba y me llevó abajo, a la ancha playa gris y sembrada de conchas marinas. El rugido del mar llenó nuestros oídos.
—¡Mira! ¡Mira allí! —Señalaba una línea oscura al otro lado del mar, más allá de la ensenada donde nos encontrábamos—. La costa que hay enfrente está muy cerca y, sin embargo, es muy difícil de alcanzar.
Ya veía las bajas colinas, enmarcadas por los desiguales reflejos en el agua.
—¿A causa de las corrientes?
—Sí. Son muy rápidas y hay dos: una en la superficie y otra por debajo. Las dos tienen un empuje tremendo. La corriente principal te empuja hacia el oeste, hacia el mar. Es tan incansable que si deseas cruzar por el punto más estrecho, puedes acabar arrojado muy lejos, corriente abajo. Es imposible cruzar directamente. Y si no alcanzas el lugar de desembarco, estás condenado. Bueno, condenado a explorar el mar Negro, si te ves arrastrado hacia el otro lado por las corrientes submarinas. Quizá no sea mala cosa.
—Dicen que el mar Negro es pródigo en bienes que los hombres codician —dije. En aquel momento, sin embargo, no era capaz de nombrarlos.
—Sí: plata, oro, madera, ámbar, lino y muchas otras cosas. Pasan arriba y abajo por el Helesponto cuando hay buen tiempo para navegar.
—¿Quién tiene esos derechos de comercio?
Él se quedó algo asombrado.
—Cualquiera que pueda llegar hasta allí —dijo—. No hay nadie que conceda o que niegue derechos de comercio. ¿Quién iba a tener poder para hacer tal cosa?
—He oído que vosotros los troyanos obligáis a los barcos a pagar un peaje.
—Cuanto más lejos llegan, más extraños son los cuentos —dijo él—. Cuando llega a Esparta, la cosa está bien retorcida, verdaderamente. No tenemos ninguna forma de erigir una barrera por este paso. Los vientos nos ayudan, eso sí. Si soplan en la dirección equivocada, un barco puede acabar aquí —indicó la playa—, y tener que esperar. Entonces salen del agua. Y tienen que venir a nosotros, porque nosotros tenemos los medios para custodiar el Escamandro. En ese sentido se puede decir que sí, que cobramos «peajes», pero los dioses deciden quién se queda aquí retrasado, no nosotros. Por supuesto, deciden ayudarnos la mayoría de las veces.
—Me temo que ese cuento, sea cierto o no, es lo que puede impulsar a los griegos a venir aquí, asegurando que vienen a rescatarme, pero en realidad lo harían para apoderarse de esa estación de peaje que creen que existe.
Podía imaginar a Agamenón forjando un plan semejante, convenciendo a sus ignorantes seguidores de que aquello era imprescindible.
—Vendrán, entonces, a coger algo que no existe. Los griegos son libres de viajar por el Helesponto cuando lo deseen. Es Poseidón, y no nosotros, quien determina su éxito.
—Pero, entonces, ¿qué es lo que da a Troya sus riquezas?
—Muchas caravanas que vienen del este convergen aquí —dijo Paris—. Llegan al Helesponto y no pueden seguir ya más por tierra. Deben, o bien transferir sus bienes a barcos y hacerlos atravesar, o bien cargarlos en camellos y dirigirse más lejos hacia el este, en un viaje más largo por tierra. De modo que prefieren vender todos los artículos que pueden aquí, y la gente viene de muchos otros lugares a comprar. Cada verano celebramos una gran reunión, y nos hacemos ricos por la crueldad de los mares que impiden viajar por tierra más allá de nosotros. Y luego están nuestros famosos caballos troyanos…, ya los has visto.
—Pero ¡no puede ser sólo por eso! —Yo pensaba en el deslumbrante palacio en la cima de Troya, en sus enormes murallas, de piedra brillante, gruesas y, sin embargo, decoradas con relieves que permitían el juego de las sombras en diferentes momentos del día, y las calles amplias y limpias.
—No, no es sólo eso —dijo Paris—. Es el resultado de estar aislados, lejos de las luchas que desgarran a otras ciudades que están en la parte más reñida, y de tener un gobernante sabio.
—Pero… ¿basta con eso?
—Piensa —dijo él—. Piensa en la paz y en la seguridad que da estar apartado: implica no ser molestado. Piensa en la diferencia entre una familia gobernante llena de sabiduría y otra llena de locura. Añade a eso las peculiaridades de nuestra situación, que hacen del comercio una necesidad, y sí…, eso explica en gran medida todo esto.
—Así que es la ausencia de problemas, unida a dos hechos fortuitos, lo que ha hecho legendaria a Troya —sugerí.
—Sí —respondió Paris—. Las cosas sencillas tienen implicaciones complicadas. —Pasó sus brazos a mi alrededor—. La gente siempre subestima la importancia de las cosas sencillas. O asume que un gobernante casi sabio es lo mismo que uno sabio de verdad. Pero supone una tremenda diferencia quién esté o no en el trono.
—Y después de Príamo…, ¿quién gobernará?
—Héctor —respondió—. Y podemos sentirnos muy felices de que en este caso el mayor sea el hombre más adecuado para el puesto. Los dioses han sido buenos con nosotros, en ese sentido…, bueno, en muchos sentidos, en realidad.
El viento me arrancó el velo con el que me cubría la cabeza y se lo llevó rápidamente, y el enérgico aire marino soltó mi pelo de sus ataduras.
—No me gustaría navegar por aquí —dije, sujetándome los mechones de pelo suelto.
—A pocos barcos les gustaría —dijo Paris—. Bueno, entonces, ¿nos vamos ya de aquí? ¿Has visto bastante? Volvamos nuestra mirada al monte Ida, en la dirección opuesta.
Tras quitarme las riendas y afianzar bien los pies, dio la vuelta al carro de modo que se dirigiese hacia Troya. Ésta se encontraba extendida en el flanco del acantilado, y la ciudad inferior poco a poco se iba diluyendo hasta formar una oleada espumosa que se perdía en una playa, mientras que la ciudad alta dentro de sus murallas se veía espesa, contenida y compacta.
Lejos, pude ver una mole muy grande coronada de blanco.
—¿Es el monte Ida? —pregunté—. Parece demasiado lejano para ir hoy.
—Sí, eso es. Deberíamos preparar un viaje especial allí. Pero ¡mira! —Guio mi cabeza para que mirase hacia el pico más lejano—: Zeus vive allí. O eso dicen. Yo mismo no lo he visto nunca. Y la cima decepciona bastante…, es sólo una extensión bastante fea de tierra sembrada de pedruscos, sin vida alguna. Muchas cosas se aprecian mejor desde lejos, la verdad. Pero sus laderas inferiores son maravillosas… Lo llaman «el Ida de las mil fuentes», y la verdad es que es así. Bajan por él una corriente tras otra, con verdes cañadas y prados florecidos por todas partes. Te llevaré allí y te presentaré a mi padre adoptivo, y te enseñaré el lugar donde me crié.
¿También me enseñaría el lugar donde le habían arrojado para que muriera? ¿Sería un espacio abierto donde las fieras salvajes pudieran encontrarle más fácilmente, y el sol quemarle con mayor rapidez? Le atraje hacia mí. Y pensar que aquello estuvo a punto de ocurrir…
—¿Qué te pasa? —preguntó—. ¿Has visto algo que yo no haya visto?
Quizá, pensé. Pero sucedió en el pasado. Y ante nosotros sólo veía la grandeza del monte Ida y el esplendor de Troya.