Íbamos a dejar el templo, pero yo tenía miedo de volver la espalda a la diosa, sabiéndola disgustada. Si no volvíamos la espalda a los reyes terrenales, ¿cómo iban a tolerarlo los dioses? Pero ¿cómo iba yo a negarme a seguir a Príamo y a Hécuba en su salida majestuosa? Paris me cogía la mano y en su calor yo me sentía segura, pero al mismo tiempo aumentaba la intensidad de la enemistad de Atenea. Notaba, más que verlo, a Gelanor detrás de mí, impaciente por dejarme en manos de los troyanos.
En el breve tiempo que llevábamos ausentes, el patio principal (no el interior, donde los hijos e hijas tenían sus apartamentos) se había transformado en escenario de un festejo. El altar estaba despejado y un buey permanecía en pie plácidamente, esperando a ser sacrificado, con los cuernos dorados y la orgullosa cabeza bien alta. Lo custodiaban varios sacerdotes, y ya estaban encendidos los fuegos para el asado. El animal miraba las llamas que lo consumirían, pero sin conocimiento de ello, igual que nosotros podríamos pasar junto al lugar donde yacerán nuestros huesos y quedarnos allí cogiendo flores.
—Helena, es mi hijo mayor, Héctor. —Príamo me hizo dar la vuelta hacia un hombre de pelo oscuro—. Héctor, es la elegida por tu hermano Paris como esposa.
—Oh, padre, ¿por qué le presentas de una manera tan modesta? —dijo Paris—. Ser hijo mayor es el menor de sus atributos. ¿Por qué no dices «mi alegría, mi orgullo, la fuerza de Troya, la gloria de…»?
—Con lo de hermano mayor bastará —dijo Héctor. Tenía una voz agradable, ni demasiado profunda ni demasiado suave, características ambas que habrían afeado a un hombre que por lo demás resultaba muy atractivo. En su rostro no vi parecido alguno con Príamo, ni con Hécuba ni con su hermano—. Bienvenida a Troya —me dijo. Pero en aquellas tres palabras noté sombras de otras que no se decían—. Veo que la diosa te ha aceptado como a uno de nosotros.
Era algo prematuro asumirlo, aunque sí cortés.
—Estoy muy agradecida —dije yo.
Cuanto más le miraba, más atractivo me resultaba, porque carecía de cualquier rasgo desagradable. No tenía ningún defecto. Hasta sus orejas eran del tamaño exacto, perfectamente formadas, como si se hubiesen extraído de un molde.
—¡Fíjate, no puedes dejar de mirarlo! —me reprendió Paris—. Ya has caído bajo su hechizo, como todo el mundo en Troya.
¿Lo decía en serio o estaría bromeando?
—Hermano, es a ti a quien la gente llama semejante a los dioses —dijo Héctor. Y sonreía, y la sonrisa transformaba su rostro. Antes resultaba atractivo, ahora era subyugante—. Paris y su dorado cabello —se rio, pero con amabilidad.
—Ah, pero los hombres no me seguirían —dijo Paris.
—Sólo las mujeres. —Héctor se encogió de hombros, unos hombros que ahora me daba cuenta de que eran muy anchos—. Señora, sabemos que la única mujer con la que podía terminar era una más bella que él mismo, y no ha habido ninguna hasta llegar tú.
—Quería decir a la batalla —dijo Paris, bajito. Así que aquello le picaba. La ligereza había abandonado su voz.
—No hemos tenido ninguna guerra desde que llegaste a Troya —dijo Héctor—. De modo que no puedes saber cómo te iría dirigiendo a los hombres a la batalla.
—Ah, sí, dirigirles sí que podría…, pero ¿me seguirían?
—Eso, hermanito, es algo que debes esperar a averiguar. Pero que no sea demasiado pronto, sobre todo… Ahora hay tranquilidad en las tierras que rodean Troya, y eso es tan agradable como la última hora de la tarde, cuando el sol calienta las colinas.
—Es el momento favorito del día para Héctor.
De repente apareció alguien de pie junto a él, una mujer alta, casi tan alta como el propio Héctor. «¡Atenea!», apareció en mi mente. Pero una Atenea que permanecía de pie, encantadora y serena, y no aquella extraña de la que acababa de apartarme.
—Andrómaca, mi mujer. —Héctor la rodeó con el brazo.
—Bienvenida a Troya —dijo ella—. Yo también vengo de otra ciudad. Soy de Tebas, donde mi padre es rey de los cilicios.
—Está cerca de Plakos, un espolón en los flancos meridionales del monte Ida. Andrómaca está acostumbrada a bosques y montañas. Cuando las añora demasiado, nos trasladamos a nuestro lado del Ida. Allí hay bosques, fuentes y promontorios suficientes para todo el mundo. —Héctor la apretó contra sí—. ¿No es verdad?
—Los bosques del hogar son siempre distintos —dijo Andrómaca—. Quizá porque es nuestro hogar. Seguramente los árboles serán los mismos.
—Yo también vengo de un lugar con montañas y bosques —dije—. Los picos del Taigeto son altos y a menudo están coronados de nieve, y las laderas están cubiertas de pinos y robles.
—Yo he encontrado todo lo que deseo en Troya —dijo Andrómaca—. Quizá tú también lo hagas. —Se rio. Su risa era como el sonido de los arroyos de montaña—. ¡Aunque todo esto es muy llano!
Un bramido ensordecedor resonó en la noche. Era el más intenso que había oído jamás, y me encogí. Estaban sacrificando al buey.
Hubo movimiento en torno al altar improvisado. Los sacerdotes tendrían que ocuparse de los horribles detalles: la sangre, las entrañas humeantes, el despellejamiento, los cortes. Hasta desde una distancia prudencial, olía la sangre. Me sentí mareada; me llevé la mano a la boca.
—Sujétala, Paris, sujétala. —La voz era como el sonido de las ruedas de un carro que pasa por encima de la grava—. Parece que es algo impresionable.
—Esaco. —Paris se volvió hacia él—. Mi medio hermano —dijo. El escalofrío de su voz no quedó bien disfrazado.
Un hombrecillo pequeño se plantó ante mí, con la cara casi oculta entre los amplios pliegues de su capucha. Paris la echó atrás. Apareció una cabeza con el pelo muy corto, unos ojos oscuros y un rostro arrugado que se enfrentaban al mío.
Con lenta dignidad, el hombre se volvió a subir la capucha.
—Por favor, querido hermano, hace frío esta noche. No descargues tu hostilidad con mi pobre cabeza.
—Es el hermano mayor, de la primera esposa de Príamo —murmuró Paris.
—Ah, ¿y por qué detenerse ahí? —Se volvió hacia mí con fingida confianza—. ¿Por qué no se lo cuentas todo? Mi hermano (medio hermano) es demasiado amable. Eso le debe de venir de su madre, Hécuba, aunque como saben los dioses, ella raramente se muestra amable…, como tampoco lo hace nuestro padre común. —Sonrió y se ajustó la capucha. Ahora veía su rostro. Me recordaba a alguna criatura de la noche, con la cara aguda y alerta.
Yo esperaba. No tuve que esperar mucho.
—Tengo el don de la profecía.
No, otro… Así que Príamo había dicho la verdad. Troya estaba llena de profetas.
—¿Ah, sí? —respondí.
—Hécuba tuvo un sueño…, aquel sueño en el cual ella daba a luz una tea encendida que destruía Troya. Fui yo quien le dijo lo que significaba. —Se inclinó hacia delante y me susurró al oído—: Es nuestra oportunidad de probar a los dioses y sus funestas profecías. ¿Cómo sabremos que todas son reales? —Se adelantó y cogió la cara de Paris entre las manos—. Los dioses nos ordenaron que te destruyésemos. Alguien desobedeció y ahora estás ante nosotros, alto y esbelto y glorioso. Los dioses reescriben sus instrucciones sin parar. ¿Por qué seguir sus primeras órdenes?
Poniendo cara de pocos amigos, Paris agitó las manos.
—Déjalo ya, Esaco. Has bebido demasiado vino.
Éste se encogió de hombros y alisó los pliegues de su manto.
—Sí, quizá. Están sirviendo del mejor esta noche, en tu honor. Siempre me propongo tomar grandes cantidades de las cosas buenas. Como con los dioses… cuando te dan cosas buenas, debes servirte de ellas rápidamente, antes de que cambien de opinión.
Gelanor se acercó hasta nosotros cuando Esaco ya se alejaba. Una débil sonrisa jugueteaba en su rostro, y suspiró.
—Ahora mi conciencia está en paz —dijo—. Puedo dejarte sin persistentes preocupaciones por tu bienestar.
—¿Debes irte? —preguntó Paris—. ¿Por qué correr tanto?
Gelanor se echó a reír.
—Ya ha pasado mucho tiempo desde que dejé Esparta. Y más tiempo pasará antes de que vuelva a ella de nuevo. No me atrevo a entretenerme mucho.
—Ah, sí, quédate unos días. Salir a toda prisa podría resultar insultante para los troyanos.
De nuevo se echó a reír.
—Dudo que a ningún troyano le importe un rábano si yo me quedo o me voy.
—No es así. Ya has oído que el Rey ha preguntado si te proponías quedarte aquí. Él te daría la bienvenida.
No quería rogarle, pero ¡cómo deseaba persuadirle! Sin embargo, normalmente él era inmune a mis intentos de persuasión.
—No puedo hacer nada útil aquí, y sabes que yo sólo vivo de resultar útil. Te propongo una tarea: en los próximos días, convénceme de que se me necesita en Troya, y me quedaré un tiempo. Pero sólo un tiempo. Troya nunca podría ser un hogar para mí. —El tono sordo de su voz hacía que las palabras cayeran, pesadas.
—No te apresures —intervine.
—No pienso hacerlo. Me conozco muy bien. Y tú, ¿te conoces?
—¡Qué lúgubre todo! —gritó Paris—. Dejad de hablar de dioses y de presagios y de conocerse a uno mismo. ¿No podemos limitarnos a beber vino y a abrazarnos?
—Para algunas personas, eso basta —dijo Gelanor.
Las llamas se alzaban en el patio mientras se asaba la carne de buey y la grasa chisporroteaba al gotear sobre el fuego, lo que producía nubes remolineantes de humo que desaparecían en el cielo nocturno. La gente se agolpaba alrededor, ansiosa por probar los primeros bocados. Mientras esperaban, consumían cada vez más y más vino, de modo que sus cabezas giraban en un torbellino, como el humo. El ruido iba en aumento, como si la multitud hubiese crecido.
Paris pasó su brazo en torno a mis hombros y me condujo fuera de allí.
—Tengo que enseñarte algo —susurró.
Dejamos atrás el patio atestado y él me guio hasta el edificio principal, a través del mégaron, y hacia la escalera oculta en un rincón. Había una quietud mágica allí, ya que toda la gente había salido al patio. Subimos lentamente los escalones de madera, yo sujetándome el vestido para no tropezar. De repente, salimos a un tejado plano que dominaba toda Troya y su llanura, como la proa de un barco que sobresaliese muy por encima de ambas. Era de una inmensidad asombrosa.
—Ven —dijo Paris, cogiéndome de la mano.
Me condujo hasta el borde del tejado, donde un muro hasta la altura de la cintura nos protegía. El viento soplaba con fuerza, y yo me agarré a la parte superior del muro.
—Aquí está… toda Troya, y el territorio que la rodea —dijo Paris. El viento se llevaba sus palabras.
Me incliné por encima del muro y miré hacia la ciudad, que rodeaba el palacio como los pétalos de una rosa. En el punto más elevado sólo estaban el palacio y el templo de Atenea; en los otros tres lados, cayendo debajo de éstos, se encontraban anillos de casas y terrazas que se extendían hasta las murallas, cuyos muros guardianes se erguían afilados como cuchillos a la luz de las estrellas. Las antorchas parpadeantes, como pequeños puntitos, marcaban su camino. Oscuras y sombrías, las altas torres se iban alzando a lo largo de todo el perímetro.
Por debajo del lado norte, más escarpado, una llanura muy plana se extendía hasta el mar, donde la luz de las estrellas incidía en las olas y nos mostraba el agua que corría veloz.
—No puedes verlo ahora que no hay luna, pero hay dos ríos abajo, el Escamandro y el Simois —dijo Paris—. El Escamandro lleva agua todo el año, pero el Simois se seca en lo más cálido del verano. Llevamos a pastar a nuestros caballos allí en los verdes prados…, nuestros famosos caballos troyanos.
Las praderas debían de estar brotando en aquellos momentos, porque un aroma delicioso flotaba en las ráfagas de viento que inhalé profundamente.
—Es realmente una tierra encantada —dije.
Miraba desde arriba todo aquello: la ciudad dormida, los grandes edificios, las fuertes murallas, la torre más cercana, la fértil llanura. Fui andando hasta otro lado del tejado y miré hacia abajo, al patio, lleno de ruido, humo y gente.
—¿Debemos volver allí? —le pregunté. Desde arriba parecía más bien un nido de serpientes que se retorcían.
—No. No tenemos que hacer nada que no deseemos. Has sido presentada a la familia y a los troyanos, y se han observado todas las ceremonias. Ahora eres libre. Ambos somos libres.
¿Podía ser cierto aquello? De pie en el lugar más elevado de Troya, sintiendo el viento que corría a nuestro lado, limpio y fresco, lo creí. Cogí la mano de Paris. En aquel momento me sentía tan joven como Perséfone y tan encantadora como Afrodita. Afrodita entonces vino hasta mí con los vientos, me envolvió, me abrazó. Noté todo su calor a mi alrededor, suave como una nube.
«Yo te he traído aquí, hija mía. Obedéceme, deléitate conmigo, exáltame». Me volví a Paris.
—Volvamos a nuestras habitaciones —susurré.
El viento se llevó mis palabras, las arrastró muy hacia el sur, por encima de la ciudad. Me apreté más contra su cuerpo y lo repetí.
—Sí —murmuró él.
Atravesamos el tejado, bajamos las escaleras a toda prisa, bordeamos el patio atestado de gente y entramos en nuestro propio patio privado desde otra puerta, corriendo a través de su espacio vacío. Llegamos a la puerta de Paris, la abrimos de par en par. La gran sala de entrada y las habitaciones conectadas con ella nos saludaron silenciosamente. Mientras las atravesábamos a toda prisa, el único sonido que se oía eran nuestros pasos en la piedra coloreada.
La puerta se cerró detrás de nosotros; estábamos solos en el dormitorio, en la parte más privada. El pequeño brasero no estaba encendido. Me habría gustado tener fuego, aunque sólo fuera por sus llamas doradas y su dulce aroma. Pero nada importaba más que estar con Paris…, ni el fuego ni sus crujidos confortables, nada salvo nosotros dos.
No había pieles de lobo allí extendidas, ningún parapeto contra el frío. Los aposentos de Troya no estaban hechos de pesadas losas de piedra, que retenían el frío mucho después de pasado el invierno, como en Micenas, sino de la arcilla más fina y de vigas de cedro, delicadas, diminutas. La primavera vendría pronto a aquellas habitaciones cuando el invierno se demorase aún en Esparta.
Yo no quería más que estar junto a Paris, abrazarle a él y la vida que había en él, la vida que me ofrecía. Echada con él, uno junto al otro, no podía dejar de recorrer su rostro con mis dedos, como si quisiera memorizar cada plano y cada aspecto. Y lo hice, lo hice…, puedo notarlo incluso ahora, mientras lo recuerdo… Pero entonces, con su rostro bajo las yemas de mis dedos, sólo era consciente de la calidez y la delicia.
—Paris —dije—, ahora soy realmente tuya. He entregado mi fortuna, todo lo que me corresponde, a tus pies. Te he seguido desde mi mundo hasta el tuyo. No, más que eso: he renunciado al mío, he incurrido en la ira de mi familia y mi tierra. He colocado mis manos en las tuyas, entre nosotros solos, en nuestra privacidad, y ante la diosa que custodia tu ciudad. ¡Que ella nos proteja con diligencia!
Paris se inclinó hacia mí y me besó, y sus suaves labios ahogaron mis pensamientos, todo, excepto el deseo que sentía por él.
—Lo hará…, lo hará…
Yo había notado su enemistad, pero ahora aquello había desaparecido, diluido por la esperanza. ¿Acaso los dioses no conceden sus favores a aquellos que los honran? Y entonces ya no me preocupaba por nada más que por Paris. Los fuertes y robustos brazos de Paris, el divino rostro de Paris, el urgente e insistente cuerpo de Paris.
Hablan de la isla de los Benditos. Un lugar donde llevan a personas vivas para que nunca mueran, y vivan sus vidas eternas en el gozo, deambulando por aquella isla mágica lejos de todo lo que conocemos en esta tierra. Paris y yo volamos a aquella isla; fuimos transportados a un reino donde podíamos acariciarnos el uno al otro durante toda la eternidad, donde nunca cambiaríamos ni envejeceríamos, donde la pasión nunca disminuiría ni el sol se elevaría destrozando así una noche de amor.
No pasaba el tiempo en aquella cámara. Se extendía, y de cada hora hacía dos, como una pieza de suave cuero. Todo lo que queríamos, todo lo que hacíamos, lo que saboreábamos, se repetía tantas veces como lo deseáramos, como un pasaje favorito recitado por un bardo una y otra vez, a petición.
Al final nos dormimos. Y luego el sol se abrió camino en la habitación. No habíamos pensado en cubrir la ventana; cuando es de noche y está oscuro, no se piensa en el amanecer.
Paris se incorporó sobre un codo.
—¡Qué estúpido sol entrometido! —murmuró—. ¿Cómo te atreves a invadir nuestra intimidad?
Fue tambaleándose hasta la ventana e intentó tapar la luz. Pero no había postigos lo suficientemente gruesos, y no se podía evitar la luz del sol.
—Nunca me había molestado la luz del sol antes —admitió—. Siempre me levantaba cuando aparecía.
La luz mostraba su cuerpo a la perfección; sus rayos oblicuos matinales acariciaban todos sus huecos y sus protuberancias.
—El sol me entrega a un Paris con luz de día —dije—. Así que no podría nunca enfadarme con él.
Cada hora, cada minuto era nuestro. Ninguno era enemigo. Cada uno de ellos depositaba sus dones a nuestros pies.