Eneas, que había estado sentado tranquilamente todo el rato, se levantó y se dispuso a salir.
—¡No digas nada a Creusa! —le ordenó Hécuba—. Júralo antes de abandonar esta habitación.
Eneas frunció el ceño.
—Pero ella ya nos ha visto. Se reunió con nosotros cuando veníamos de camino por la ciudad, y estoy deseando estar con ella de nuevo.
—Puedes estar con ella todo lo que quieras —dijo Hécuba—. Pero no le digas nada. A los hombres se os da muy bien estar con una mujer y no decir nada importante.
—Me ha visto también. —Sentí que tenía que hablar—. Sabe que estoy aquí, y quién soy.
—¡Pues que sea lo único que sepa! —Hécuba se enfadó—. No tendrías que haber permitido que se viera tu rostro en las calles de Troya. A partir de ahora tendrás que llevar velo.
—No, no lo haré. —Yo hablaba en voz baja, pero estaba temblando. No podía echarme atrás en aquel asunto, no lo soportaría—. No soy un animal que tenga que ir atado. Cubrirme la cara es como ir atada. Que la gente me vea, y que hagan lo que quieran. No veo que ninguna mujer de Troya lleve velo.
—Tú no eres troyana —dijo finalmente Príamo—. No invoques las costumbres de Troya para ti.
—¡Ahora es troyana! —Paris saltó y se puso en pie—. A partir de ahora será conocida como Helena de Troya, y no como Helena de Esparta. Y por tanto, será tratada como una troyana.
—Me temo que no podrá ser —dijo Príamo—. Uno es el que fue cuando nació. Igual que Hesíone era y siempre será troyana, y no griega.
Eneas meneó la cabeza.
—Gran rey, creo que ella ya no es troyana, que debemos apartar los ojos de esa idea.
Príamo gruñó.
—Id a las habitaciones de Paris —nos ordenó Hécuba—. Y quedaos allí hasta que yo os llame. Esto hay que hacerlo con rapidez. Debo pensar qué hacer. Mientras tanto, debéis estar fuera de la vista.
—¿Como un ladrón o un asesino? —gritó Paris.
—¡Tú eres un ladrón! —respondió Hécuba—. ¿Cómo se podría llamar si no al que roba una esposa?
—Él no me robó —dije yo—. Me fui porque quise.
—Eso no es lo que dirán los griegos —objetó Príamo—. Insultaría su honor; para mantener su honor, deben asegurar que te robaron.
—¡Incluso que te violaron! —bufó Hécuba—. Casi lo oigo ya.
Eso comprometería mi propio honor. ¡No podían decirlo!
—No —protesté—. No es así.
—¿Puedes probarlo ante tu parentela, que está tan lejos? No, ellos se aferrarán a esa idea. —Se puso en pie, recta como un rayo de luz—. Y ahora vete. Vete a tus aposentos.
No me habían ordenado una cosa semejante desde que era niña. Habría respondido, pero Paris, leyéndome la mente, me cogió la mano.
—Déjame que te enseñe dónde vivía yo antes de partir hacia Grecia —dijo.
Salimos de la pequeña cámara y pasamos por el pórtico interior pintado de vivos colores, cuyos rojos, amarillos y azules en zigzag me hicieron parpadear. Pasamos a través de un estrecho pasaje y luego salimos a un inmenso patio oblongo con sombreados porches protegiendo cada puerta.
—Aquí es donde viven los hijos e hijas de Príamo —dijo Paris, haciendo un gesto amplio con la mano ante la vista.
Era tan grande como una ciudad. Se lo dije.
—Sí, es cierto —admitió él—. Y tiene todo lo que corresponde a una ciudad: un gobernante, luchas por el poder, escándalos y sobornos.
—¿Y quién es el gobernante de esta ciudad, si no es Príamo?
—Héctor, por supuesto —dijo Paris—. El más ilustre de todos los príncipes. Y no perjudica el hecho de que también sea el mayor. Eso elimina todas las posibles peleas sobre rangos y méritos. Siempre es conveniente cuando esas cualidades van juntas.
Pensé en Agamenón y su rango y méritos. Esperaba que Héctor fuese más simpático.
—Mis habitaciones están hacia la mitad del pórtico.
En lugar de pasar por el oscuro pórtico cubierto, fuimos por el patio abierto, donde unas plantas en macetas simulaban un bosquecillo sagrado. Sus hojas susurraban con la suave brisa, formando un sonido seco.
—Troya comercia con muchas tierras —dijo Paris—. Estas plantas se cambiaron por otros bienes. Algunas son muy valiosas, como esos arbustos de mirto. Otras tienen flores de colores poco habituales. La esposa de Héctor, Andrómaca, quería un jardín con flores de todos los colores. Y casi lo ha conseguido. Su colección está aquí. —Me condujo hacia un grupo más denso de macetas—. Decía que tenía todos los colores, excepto el negro, porque las flores no son negras. Pero existe la leyenda de que hay unas flores negras en las orillas del río Estigio. ¿Será verdad? ¿Has estado alguna vez en el Estigio?
—No —dije yo. Había muchos lugares en los cuales no había estado nunca, incluso cerca de mi antiguo hogar—. Pero sé que en los bosquecillos sagrados de Perséfone había álamos negros. Creo que ella reclamaría como suyas esas flores negras. —Miré hacia las flores y vi algunas de color violeta, rojo, rosa, amarillo, blanco, agitándose valientemente al viento. ¿Cómo podía hacer tanto viento en un lugar tan cerrado?—. ¿De dónde proviene todo este viento? —murmuré.
Paris se echó a reír.
—Troya, la de los vientos. ¿No has oído hablar de nuestros famosos vientos?
—Sí, pero éste parece un viento mágico, para poder saltar por encima de una barrera tan grande como los apartamentos. —Me sujeté el manto.
—Sopla constantemente desde el norte la mayor parte del año —dijo Paris—. Así es fácil de identificar a los troyanos. Son los que andan inclinados siempre. Debo confesar que todavía no me he acostumbrado, y por eso aún ando derecho.
Atacados de nuevo por el viento, corrimos hacia el pórtico riendo mientras nuestras ropas se hinchaban a nuestro alrededor.
Cada puerta estaba pintada de un color rojo vivo, y tenía cerraduras de bronce, cerrojos ceremoniales que los artistas habían adornado con representaciones de ciervos, jabalíes y leones.
—Aquí están los antiguos apartamentos de Héctor, los que ocupaba antes de que se construyera su propio palacio —dijo Paris, agitando la mano. Su puerta, de un rojo intenso y brillante, reflejaba mi rostro; sus cierres de bronce reflejaban también nuestros movimientos. Seguimos andando, y Paris dijo—: Y aquí está la casa de Heleno, mi hermano el augur, el gemelo de Casandra, que también profetiza; pero a él se le entiende mejor.
—¿Fue él quien interpretó el sueño de Hécuba? —El sueño que hizo que expulsaran a Paris.
—No, ése fue Esaco. No podría soportar mostrarme educado con Heleno si hubiese sido él. Y ahora tampoco tengo que ver a Esaco demasiado a menudo. —Se detuvo frente a una puerta que parecía idéntica a todas las demás.
—¡Aquí!
Levantó el cerrojo de bronce y abrió la puerta brillante. Yo entré, muy consciente de que entraba en la casa de Paris. Dejé que mis pies atravesaran el umbral movida enteramente por mi propia voluntad. No hubo secuestro, ni violación ni fuerza.
La habitación parecía enorme, mucho mayor que la sala del trono de mi padre. ¿Era todo en Troya, pues, mucho más grande y espectacular que cualquier otro sitio en la tierra? ¿Los pequeños apartamentos eran más amplios que el mégaron de un rey?
—¡Oh! —dije, al examinarla.
Las ventanas sombreadas a cada lado dejaban entrar la luz del sol filtrada, quitándole parte de su intensidad. Extendida a lo largo de toda la pieza se encontraba otra de esas telas tejidas, echada en el suelo para pisarla, o para andar por encima descuidadamente. Tal era la riqueza de Troya. Lo que otros guardaban y atesoraban allí lo colocaban bajo los pies y lo pisoteaban.
Paris corrió por la gran habitación y me llamó para que viera las otras, más pequeñas.
—Aquí es donde vivo, realmente —dijo—. Abrió una puerta; una sala con altas ventanas que llegaban al techo apareció ante mí.
De modo que allí era donde Paris se sentía en su propia casa. Las paredes estaban pintadas de color tierra, y el suelo era de piedra suave, teñida de color rojo oscuro. Junto a las paredes había taburetes con asientos de piel, arcos y flechas colocadas en un estante bajo que corría en una pared. En una alcoba se veía una cama con una tela roja y amarilla por encima.
Ah, sí, aquél era un lugar feliz. Lo noté al momento.
—Paris…, no tenemos que dejar estas habitaciones. Podemos hacer aquí nuestro hogar.
Él me cogió entre sus brazos.
—Nunca. Porque la mujer más bella del mundo necesita los aposentos más bellos del mundo.
—Estas habitaciones donde vives ya son lo bastante bonitas para mí —dije, y era verdad. Tenían su espíritu, lo que me atraía.
—No, no —murmuró—. Debo construirte algo digno de ti. No puedo traerte aquí para que vivas en mis aposentos de soltero.
—¿Por qué no? —le pregunté—. ¿Acaso no intentas complacerme? ¿No se me permite elegir el lugar donde viviré?
—No. —Me alisó el pelo alborotado por el viento en la frente—. No, porque todavía no has visto las nuevas habitaciones, y no puedes comparar.
—Ni tú tampoco —dije yo.
—Ah, sí, las he visto en mi mente —me aclaró—, cosa que tú no puedes hacer.
—Paris, tú quieres hacerme feliz —dije—. Pero yo soy feliz sólo con haberte encontrado.
—Somos felices el uno con el otro, simplemente —afirmó él—. Pero los demás no comparten nuestra felicidad. Y por tanto necesitamos una ciudadela, una fortaleza donde podamos hacernos fuertes contra toda hostilidad. Me temo, mi amor, que por eso debemos tener unos nuevos aposentos. Para proteger nuestro amor.
Él decía la verdad. Estábamos solos contra el mundo, y sus constantes embates acabarían por desgastarnos, y aquellos aposentos de delgados muros, a pesar de su bella decoración, no nos protegerían. Estaban demasiado cerca de los demás.
—Muy bien —dije.
—Pero mientras tanto… —Me condujo hacia el lecho con sus cubiertas y me tendió en él—. Ha pasado mucho tiempo desde que nos tuvimos el uno al otro —dijo—. Y no debemos olvidar lo que se siente.
Ah, Paris. Ser amada por Paris era… como ser amada por mí misma. Si los dioses pudiesen amar, te amarían sólo por lo que eres. Pero los dioses no aman. Y por tanto, buscamos a esa otra persona que pueda amarnos como todos deseamos que nos amen.
Un recado de parte de Hécuba: teníamos que esperar en la privacidad del patio familiar después de caer el sol, y reunirnos con toda la familia. Mientras tanto, no debíamos salir, y el pasaje que conducía al patio permanecería bien cerrado. Aquélla no era la alegre bienvenida que Paris había esperado.
La parte más alta de Troya era el último lugar donde se ponía el sol, pero pronto los rayos fueron menguando y el arrebol rojizo fue desapareciendo de nuestra ventana. Cuando se hicieron visibles las primeras estrellas, supe que debíamos abandonar los aposentos y dirigirnos al patio, obedeciendo a Hécuba. Me puse a temblar, y no por el aire nocturno, aunque me protegí bien de él con el manto.
Ya estaban todos allí: una gran multitud. Era como en el tiempo en que los pretendientes habían rodeado a mi padre, sólo que aquellas personas no habían venido a pedir mi mano, sino a examinar el capricho de Paris. Me preparé para su hostilidad.
—¡Paris! —El tono sonaba amistoso. Los braseros iluminaron el rostro de Troilo. Cogió el brazo de Paris—. Decías que nos lo contarías todo. ¿Por eso nos ha convocado nuestra madre?
—Ése es un motivo —dijo Paris—, pero con nuestra madre nunca se sabe.
—Bien, bien. —Un hombre de bello rostro y amarga expresión apareció detrás de Troilo—. Así que nuestro hermano descarriado ha vuelto. ¿Por qué llama la Reina a consejo para eso? —Apenas me miró.
—Mi hermano Deífobo —dijo Paris.
Entonces el hombre ceñudo me miró como si me estuviera haciendo un gran favor.
—Y tú, ¿quién eres? —preguntó.
—La esposa de Paris —contesté.
Deífobo se echó a reír.
—¡Así que al final se ha casado! Has encontrado algo mejor que la ninfa del agua, ¿eh? ¿De dónde sales tú? —Esperaba, y como yo no dije nada, prosiguió—: ¿No te ha hablado de la ninfa del agua? Es muy triste, ella languidece ahora, pero realmente no pertenecía al palacio. Tú sí, te adaptarás bien…
Me volví de espaldas a aquel hombre tan condescendiente. Me habría gustado ver la expresión de su rostro cuando se dio cuenta. Por sus modales suponía que eso no ocurría a menudo.
Me encontré frente a una jovencita muy guapa con los ojos grandes y oscuros. La capucha que llevaba le ocultaba el rostro, pero se adivinaban unos rizos oscuros y brillantes en torno a sus mejillas.
—Bienvenido a casa, Paris —dijo, y su voz era suave y agradable como sus ojos.
—Laódice —dijo él—. Siempre es un placer verte. Es mi hermana, todavía no está casada.
—No por falta de intentos por parte de nuestros padres —dijo ella—. ¿Te has enterado? Han hablado con alguien de Tracia…, ¡imagínate, Tracia! Esa gente que lleva unos moños muy feos en el pelo. Quizá piensen que todos son reyes y quieren llevar torres en la cabeza como si fueran coronas.
La pobre niña, metida en las negociaciones matrimoniales. Qué espantoso era siempre aquello.
Cada vez más gente se reunía en el patio, y ya notaba el poder acumulado en aquella gran familia. Príamo presidía todo un clan, mientras que mi pobre padre sólo tenía a sus cuatro hijos, y encima dos de ellos eran mujeres.
—¿Cuántos hermanos tienes? —le pregunté a Paris.
—Nueve de padre y madre —dijo—. Y según dicen, treinta medio hermanos. No estoy seguro. Mi padre asegura que tiene cincuenta hijos, pero creo que lo dice sólo porque le gusta cómo suena «cincuenta hijos». En realidad, es posible que no tenga tantos. Tiene algunos de su primera mujer y muchos otros de distintas mujeres de la corte.
—¿Y tu madre no encuentra difícil esto?
—No. ¿Por qué iba a hacerlo? Es la costumbre.
En eso los troyanos también eran distintos de nosotros. Nuestros gobernantes podían tener bastardos, pero no los exhibían con orgullo y la mujer legítima no los aceptaba. Príamo debió de ser un hombre bastante deseable cuando estaba en la flor de su edad. Aun entonces resultaba impresionante con toda su fuerza.
Se oyó un rumor y la gente se apartó y dejó camino a Príamo y a Hécuba. Dos portadores de antorchas los precedían, y las puntas llameantes iban oscilando, mostrándonos por dónde caminaban. Cuando llegaron a la parte central del patio se detuvieron, y se abrió un espacio a su alrededor.
Habían añadido unos mantos a sus ropajes, en atención al frío de la noche. Hécuba se había cubierto la cabeza y había metido las manos en el interior de su manto, y aun así temblaba.
—Mis queridos hijos —dijo Príamo, levantando ambas manos—. Todos vosotros sois muy queridos por mí. —Cuando resonó su profunda voz, todo el grupo guardó silencio—. Estoy muy orgulloso de todos vosotros, y no perdería ni un solo pelo de la cabeza de ninguno de mis descendientes. Sí, y más aún, incluso sacrificaría mi propia vida.
Los pies se movieron inquietos. ¿Adónde quería ir a parar el Rey?
—Si alguno de vosotros estuviera en peligro, yo enviaría a buscaros y entregaría un fuerte rescate, aunque estuvieseis en las regiones más lejanas, al oeste de las Hespérides, o en el norte de donde viene el fino ámbar y donde la luz del sol nunca se apaga.
Más roces de los pies. ¿Había sido capturado alguien?
—Mi querido hijo Paris, uno de los mayores, y sin embargo recién conocido, ha vuelto a Troya después de un viaje peligroso. Estuvo entre los griegos, ¡esa gente traicionera! —Miró a su alrededor con la cabeza muy alta, buscando con los ojos entre la multitud—. ¡Y no me discutáis! —gritó—. Me quitaron a mi hermana y todavía no la han liberado. ¡Deshonor! ¿Cómo se puede confiar en un griego?
Hécuba se adelantó y le tocó la manga, como para moderarle, pero él estaba decidido en su enfoque, y no pensaba echarse atrás.
—En su viaje, Paris llegó a la corte del rey Menelao de Esparta. Habéis oído hablar de él, ¿verdad? El hermano de Agamenón. —Se quitó la capucha que le cubría la cabeza y se llevó una mano al oído, haciendo pantalla—: Ah, no, no me digáis que no habéis oído hablar de esa espantosa casa, de su indescriptible maldición… ¡Fueron tres veces malditos, en tres generaciones! Tienen encima de ellos cosas como el canibalismo, el incesto, el asesinato de niños por sus propios padres… ¡Ah, no nombremos todas esas abominaciones! Y a ese… antro, llegó de pronto Paris, inocente, sin saber dónde se metía. Y de allí rescató a la esposa de Menelao, que ansiaba verse libre de la maldición de esa familia, una familia a la que se había visto forzada a entrar por matrimonio.
Ah, qué imaginación y qué nervio tenía. ¡Qué enfoque más astuto! Casi tenía que felicitarle, aunque todo lo que decía no eran más que mentiras.
—Esta pobre princesa ha buscado nuestra protección contra la horrible familia de la que huye. ¿Qué alma pura no desearía verse libre de tal vileza? Se ha entregado a nuestra misericordia. Debemos protegerla, en nombre de la decencia y de todos los dioses, para aborrecer el crimen y la corrupción.
Dejó su lugar y se dirigió hacia mí. Levantó las manos y cogió las mías; me condujo hasta el espacio vacío que había en medio del patio.
—Ésta es Helena, Helena de Esparta. Ella desea repudiar su antiguo matrimonio y convertirse en esposa de Paris. ¿La aceptaremos como uno de nosotros?
Su fuerte brazo me rodeaba.
—Levanta la cabeza para que puedan mirarte —me ordenó, con voz áspera y nada parecida a la voz suave y apaciguadora que había usado a pleno volumen.
Obedecí y miré a los reunidos. Aparte del roce de pies y de algunas toses, permanecían en silencio.
Príamo me pinchó en las costillas con un dedo, de tal modo que nadie pudiera verlo.
—¡Habla! —susurró en mi oído—. Sólo ahora te los puedes ganar.
Precisaba la ayuda de los dioses. Pero no había tiempo para enviar una plegaria. La multitud me miraba expectante.
—Hijos e hijas de Príamo —empecé, débilmente, y fui ganando impulso—, llevo mucho tiempo soñando con encontrarme en las alturas de Troya, que mi manto vuele libremente impulsado por los famosos vientos de vuestra ciudad. En la lejana Esparta oíamos hablar de vuestras glorias, y de niña yo esperaba contemplarlas alguna vez por mí misma.
¿De dónde salía aquello? Yo había pensado muy poco en Troya, y ciertamente, nunca de niña. Seguí adelante.
—Ahora he venido, no tal y como habría imaginado, pero los dioses nos conducen por caminos sorprendentes. Yo, que era una reina, soy ahora una extranjera en una ciudad ajena. He venido dejando a un lado la vida que viví en otra parte. Pero a mi lado se encuentra mi compañero en la nueva vida, Paris, que también vivió otra vida antes de venir a vosotros. Los dos hemos nacido de nuevo; ya no somos los que éramos antes, sino que estamos al borde de un nuevo mundo. Os rogamos que nos dejéis entrar.
Sabía que aquellas ideas venían de un dios, porque no eran mías. Pero describían muy bien nuestra situación. Nos encontrábamos ante las puertas de Troya, llamando. Sólo podríamos entrar cogidos de la mano, porque nuestros nuevos yos habían sido creados el uno para el otro, surgiendo de nuestros deseos y de nuestro destino.
El silencio se convirtió en suspiros y murmullos de aprobación. Príamo gritó:
—¿La dejaréis entrar?
La familia gritó:
—¡Sí! ¡Sí!
—¿Y qué nombre tomarás para ti, hija mía? —preguntó Príamo—. Paris ya ha tomado el nombre de Alexandros, aunque todavía podemos seguir llamándole Paris.
Un nuevo nombre…, ¿acaso no había deseado yo un nuevo nombre?
—Cisne —dije al fin.
—Te va muy bien por tu cuello blanco y encantador. —Hécuba, de repente, se encontraba junto a Príamo. Su voz sonaba más como el graznar de un cuervo. ¿Conocía ella acaso la historia del cisne? ¿Se estaba mostrando provocativa deliberadamente?—. A partir de ahora te podemos llamar Cycna, querida.
—Ella y Paris han declarado que son una nueva pareja entrando en un nuevo mundo. Una vez también la propia Troya fue nueva, y a ella llegó Palas Atenea, nuestra estatua protectora, que nos llovió del cielo. ¡Dejemos que consagren su nueva vida ante ella, la patrona de Troya! —gritó Príamo—. Seguidnos al templo —susurró a un lado a alguno de los sirvientes, y luego volvió a hablar a la multitud—. Después lo celebraremos.
Paris me cogió la mano.
—Nos aceptan —susurró—. Nos han dejado entrar. Ha sido brillante lo que has dicho. Te los has ganado. ¿Cómo has pensado en eso? Nunca habíamos hablado de ello.
—Se me ha ocurrido —dije, bajito—. Es cierto.
Más allá del patio nos rodeaba la gente de Troya, y debía cesar toda conversación privada. Los portadores de antorchas ocuparon sus lugares junto a nosotros, y pasamos a través de las grandes puertas de palacio, y nos acercamos al templo que yo había visto antes.
Con aquella débil luz resultaba difícil ver, pero las piedras me parecían blancas, de caliza o mármol. Entramos en la oscuridad del edificio, y entonces deseé que hubiese más de dos portadores de antorchas. No veía el final, el oscuro hueco parecía extenderse eternamente, como una enorme negrura que se nos tragaba.
Ante nosotros, Príamo y Hécuba caminaban despacio, pero sin vacilación. Conocían bien el camino. Yo intenté seguirlos con toda exactitud.
Un atisbo de perfume dulce llegó hasta mí desde el vacío. Era una flor, una flor que conocía, pero ¿cuál? El aroma era tan ligero y provocativo como un susurro. Una flor blanca…, era lo único que recordaba.
De repente, Príamo y Hécuba se detuvieron e hicieron una reverencia. Sus antorchas vacilantes mostraron una estatua de tamaño natural de una mujer con los ojos muy abiertos. La mano derecha sujetaba una lanza, y la izquierda una rueca y un huso. Aquella Atenea estaba toscamente tallada y no tenía gracia alguna, cosa extraña, ya que la estatua la había hecho la propia diosa.
—Nuestra gran protectora, Palas Atenea, ahora te mira a ti, hija. —Príamo cogió mi mano y me condujo cerca de la estatua, y se dirigió a la diosa—. Gran diosa, ella ha venido a Troya en busca de refugio seguro. Concédeselo. Y concede tus bendiciones a la unión entre mi hijo y esta nueva hija de Troya.
Paris ocupó su sitio junto a mí.
De pronto, vi las flores blancas en la base de la estatua; su perfume me envolvió. Pero aquella estatua no tenía pies. Ni tampoco piernas.
—Antes de tomar a Paris como esposo tuyo, y a Troya como tu ciudad, debes renunciar a las anteriores —dijo Príamo—. ¿Hay algo de Esparta que puedas ofrecer aquí a Atenea?
Yo sabía de qué ansiaba liberarme. Durante todo el viaje había pensado en arrojarlo al mar, pero el desperdicio que suponía había paralizado mi mano. Ahora podía separarme de aquello. No sabía por qué lo había traído, en realidad, sólo que cuando me iba no pensaba con claridad.
—Sí…, padre —respondí—. Pero debo enviar a mi consejero a buscarlo.
—¿Consejero?
—Sí, el hombre más sabio de Esparta, a quien he traído conmigo.
Hécuba clavó sus negros ojos en mí.
—No han llegado a nuestros oídos noticias de ningún hombre sabio de Esparta —dijo.
—Era un hombre sabio privado, gran reina, no público —dije, y susurré a uno de los sirvientes reales que fuese a buscar a Gelanor y que le dijese que trajera…
—Continuemos nuestra ceremonia —dijo Príamo. Se volvió a Palas Atenea de nuevo—. Tú, que viniste a nosotros desde los Cielos, a mi abuelo Ilus, el fundador de Ilión o Troya, sin cuya protección habríamos perecido, envíanos una señal de que aceptas a la mujer Helena, también llamada en su nueva vida Cycna, entre nosotros. Sabemos que la señal puede no aparecer en este momento, y que debemos estar alerta para encontrarla. Pero no nos fallarás. Y mientras esperamos, le daremos la bienvenida y uniremos sus manos con las de Paris. —Volvió muy despacio hacia mí mientras Gelanor entraba en el templo y se dirigía hacia nosotros. Llevaba una caja en los brazos extendidos que colocó en los de Príamo.
Príamo la abrió y vio la pesada cadena de oro matrimonial de Menelao en su interior. A la luz de las antorchas, el oro brillaba casi rojo. Vi que sus ojos se abrían mucho.
—Gran rey —dije—, este oro espartano fue colocado en torno a mi cuello el día que Menelao me hizo suya. De buen grado y libremente la entrego. Haz lo que desees con ella. Ya no me ata más.
Vi que Príamo luchaba consigo mismo hasta reunir el altruismo suficiente para entregárselo a la diosa. Cogió la cadena y la acarició, con el pretexto de examinar sus eslabones. Finalmente la levantó mucho y dijo:
—Con esta prenda de tu vida anterior has probado que nos entregas tu pasado. Tu presente y tu futuro estarán en Troya —dijo.
Lentamente, se arrodilló y la colocó ante Atenea. Luego se volvió de nuevo hacia nosotros y puso su mano encima de la de Paris y la mía. Estaba hecho, pues, y públicamente.
—Están unidos —dijo, y una educada oleada de murmullos resonó en el templo, rebotando ligeramente contra las piedras. Luego miró a Gelanor—. ¿Y entregas también este hombre sabio a Troya? —preguntó.
—Debes preguntárselo a él —objeté.
Gelanor no dio ninguna respuesta. Simplemente me miró y dijo:
—Ahora te he visto llegar sana y salva a Troya, como prometí. En lugar de sentirme a salvo, notaba una gran hostilidad de la diosa Atenea. Se desprendía de su estatua con tanta claridad como el aroma de las flores. Pero ¿qué le habría hecho yo para incurrir en su enemistad?