Troya. Brillaba ante nosotros, flotando por encima de la vulgar llanura como un buque enorme e inexpugnable en un mar crecido. Detrás de nosotros se encontraba el monte Ida; habíamos bordeado sus laderas cubiertas de pinos y ahora nada se interponía entre nosotros y Troya.
A medida que nos acercábamos y ésta aparecía más grande, parecía cada vez menos real. Sus muros eran de mampostería bien encajada y resplandeciente. Unas torres macizas, cuadradas y bajas, custodiaban el circuito de las murallas; extendidas como un manto por debajo de aquellos muros se encontraban incontables casas. Era tan grandiosa como Micenas, Esparta, Pilos y Tirinto, todas juntas…, más delicadamente labrada, y sin embargo más formidable.
Caminé manteniéndola siempre a la vista, viéndola crecer y llenar cada vez más y más mi visión. Junto a mí, Evadne mantenía el rostro vuelto hacia la ciudad, pero su expresión no cambiaba.
—No puedes verla —dije—. Pero si pudieras… sabrías que es algo que nunca habrías contemplado en Grecia.
Ella volvió la cabeza rápidamente y dijo:
—¡Ah, sí! ¡Lo sé! ¡Resplandece!
—¿Cómo lo sabes?
—Lo he visto.
—Pero tú no ves…, nos lo dijiste.
—Señora, es muy extraño. No veo directamente, pero, en ocasiones, si muevo la cabeza con rapidez, puedo atisbar algo, por el rabillo del ojo. Pero si vuelvo la cara y lo miro, desaparece. Es terrible. Eso significa que sólo puedo ver las sombras y atisbos de las cosas, y nunca mirarlas directamente. Pero he visto Troya, durante un instante nada más. Y brilla como si fuera de cristal.
—Así que tienes un poco de visión. Quizá por eso tus ojos no parecen los de una persona ciega; parecen tan claros y brillantes como los de cualquiera.
—Eso me han dicho. Me temo que debo de haber enojado a algún dios y así es como me castiga, pero por más que lo pienso, por mi vida que no sé qué es lo que he hecho.
—No todo lo que nos ocurre está en manos de los dioses. —Gelanor se acercó a nosotras.
—¡Que no te oigan decir tal cosa! —se rio Evadne—. Pueden atacarme de nuevo para demostrar que tienen razón. Mira, ¿qué ves tú cuando ves Troya?
—Poder y belleza —dijo él.
—¿Riquezas? —añadí yo.
—Riquezas y poder es lo mismo. Y juntos sustentan la belleza. El mundo de la naturaleza nos puede dar belleza gratis, pero el mundo del hombre requiere la riqueza para construir belleza.
—¡Aquí está, Helena! —Paris vino corriendo, ligero de pies, y me cogió de la mano—. Troya. Mi hogar. Ahora el tuyo también.
«Troya nunca será mi hogar», pensé fugazmente.
—¿Podré…, podré hablar fácilmente con la gente?
—Por supuesto, con la gente de la corte. Hablamos casi como tú, sólo algunas palabras aquí pueden ser algo distintas. Pero después de todo estamos relacionados, los troyanos y los griegos. Compartimos antepasados comunes: Atlas y Pleione, al menos según nos cuentan las antiguas leyendas. Los trabajadores y el pueblo de la gran ciudad que hay bajo las murallas son un poco más difíciles de entender, a menos que hayas crecido con gente corriente, como yo. Pero yo te lo traduciré todo…, igual que hago para Héctor y para el resto de mi familia. —Me abrazó estrechamente—. Helena, estoy tan orgulloso de poder mostrarte a Troya…, y de mostrarte Troya a ti.
Troya no parecía demasiado curiosa por verme. ¿Debía dar gracias por ello? ¿Acaso no había deseado dejar de ser objeto de curiosidad? Pero en aquel momento parecía señalar algo negativo. Las altas torres, enhiestas como centinelas, debían de tener guardias en su interior, guardias cuyo deber era espiar a cualquiera que se acercase a la ciudad. Los parapetos que las rodeaban parecían dientes, y la altura haría que cualquiera que estuviese en su interior sintiese vértigo.
«Y ardieron las torres sin coronar de Ilión». Aquellas palabras se fueron tejiendo solas en mi mente. «Torres sin coronar de Ilión…». Alguien más enmarcaba esas palabras y me las susurraba entonces, alguien que vivió tanto tiempo después que sólo veía Troya en sus sueños, pero la veía más claramente que cualquiera que estuviese de pie junto a mí aquel día que me acerqué a la ciudad por primera vez, y que habló de Troya cuando los hombres la habían olvidado, de modo que ahora pervive… O quizá Troya no fue nunca otra cosa que un sueño.
—¿Cuánto tiempo hace que zarpamos? —le preguntó Paris a Eneas—. El tiempo ha dejado de pasar para mí. Pero para Troya…, ¿cuánto tiempo llevarán esperándonos?
—Unas dos lunas llenas desde que nos fuimos —dijo Eneas—. Pero ya que la duración de nuestra misión no se podía prever, ni tampoco los vientos podían prometer un regreso seguro, quizá les cojamos por sorpresa.
Llegamos a las afueras de la ciudad, protegidas por una recia empalizada de madera. Sus puntas aguzadas convertían la parte superior en una hilera de lanzas. Ahora, en la paz del mediodía, la puerta exterior estaba abierta de par en par y la gente entraba y salía a raudales, parloteando y cargados con cestas y bultos. Todos sonrieron y nos saludaron, llamando juguetonamente a Paris, pero, aparte de eso, nos prestaron poca atención. Sin embargo, como las ondulaciones sucesivas de una ola, la noticia de nuestra llegada se adelantó a nosotros mientras íbamos caminando por las calles.
—Estas calles parecen iguales a cualquier otra —le dije a Paris.
—Por supuesto —dijo—. ¿No te dije que Troya no te parecería un lugar extraño?
—Quiero decir que no son demasiado anchas. Cuando se habla de Troya, la gente dice: «La de las anchas calles». Pero no es así.
Él se echó a reír.
—Espera a entrar en el interior de las murallas, en la Troya «real»…, o más bien la Troya famosa. Aquella de la que hablan todos los hombres. Cuando dicen Troya, no se refieren a «esto» —dijo, y extendió el brazo para incluir las pequeñas casas y tiendas que nos rodeaban.
Detrás de nosotros seguían los soldados de la guardia, que se detenían a beber algún trago del vino nuevo que intercambiaban por sonrisas o promesas. Todo el rato subíamos colina arriba hacia las altas murallas que parecían alargarse y tocar el cielo a medida que nos aproximábamos. Las casas fueron escaseando y dejaron una amplia franja libre ante la mampostería reluciente e inclinada. Una torre de guardia cuadrada sobresalía casi hasta la casa más cercana; ante ella había unas columnas de piedra con estatuas.
—Los dioses que protegen Troya —dijo Paris—. Apolo, Afrodita, Ares y Artemisa.
Mirándolos, pensé que aquellas representaciones de piedra se parecían poco a los gloriosos dioses. Vulgares, achaparrados, de facciones anchas: seguramente los dioses no se reconocerían en aquellos retratos. Pero nadie sabía hacer otros mejores. Sólo conseguimos representarnos a los dioses en todo su esplendor en nuestra mente.
—Ésta es la puerta sur —dijo Paris—. Algunas personas dicen que es la más grandiosa, pero todas lo son.
Levanté la cabeza hacia la entrada que me enseñaba y no vi que fuese grandiosa.
—Dentro, dentro, amor mío…, esposa mía. ¡Mira mi ciudad!
Pasamos a través de una entrada oscura como un túnel entre los muros, de unos quince pasos de ancha (¡ah, qué muros tan anchos por encima de nosotros!) y luego salimos a la luz del sol y a un ancho patio pavimentado.
—Ah, ¿realmente estamos en el palacio? —pregunté.
Paris se echó a reír.
—No, no. Esta calzada rodea las murallas. Forma una calle ancha para hacer los desfiles, andar o simplemente mirar. No permitimos que hagan casas junto a la muralla.
Nunca había contemplado nada semejante. Una calle sólo para tener espacio. La luz del sol parecía llenarla por completo.
—El palacio, el templo de Atenea, las habitaciones donde viven los hijos del Rey…, todo está mucho más arriba, en la cima. Todos los hijos e hijas de mi padre viven en apartamentos que rodean el palacio, pero ahora yo me construiré uno. ¡No tenemos que ser como todos los demás!
—Quizá no deberíamos insistir… —Ya estábamos pidiendo demasiado.
—¡Tonterías!
Un joven corrió hacia nosotros, casi tropezando con sus propias sandalias mientras bajaba por la calle en cuesta.
—¡Troilo! —La voz de Paris expresaba un cálido afecto. Aquél debía de ser su hermano pequeño, el favorito.
—¿Eres tú de verdad, Paris? —Troilo se detuvo jadeando y agarró el manto de Paris. Tenía el cabello claro y muchas pecas, y había algo gozoso y bronceado en él.
—Tus ojos ven la verdad —dijo Paris.
Troilo se volvió hacia mí.
—¿Y qué…, quién…?
—¡He traído a casa una esposa! —proclamó Paris.
—Pero ¿cómo…?
—Se lo explicaré todo a nuestro padre, y de ese modo lo cuento todo de una vez…, aunque me gustaría mucho contarlo mil veces, porque me encanta decirlo.
—¿Eneas? —gritó Troilo—. Veo que has traído sano y salvo a mi hermano a casa, tal y como prometiste.
—Sí, le he traído a casa —dijo Eneas—. A salvo o no, eso es otro tema.
De nuevo el pobre Troilo quedó perplejo.
—Pues parece que está bastante bien.
—Sí, es una lástima. Si no hubiese estado tan bien, pues… —Se encogió de hombros—. Todo se aclarará a su debido tiempo.
Seguimos andando, con Troilo a nuestro lado. Luego salió una mujer corriendo por la calle con los brazos extendidos. Se precipitó a abrazar a Eneas.
—Es mi esposa, Creusa —murmuró éste al final, cuando pudo recuperar el aliento.
Era una joven menuda, rubia y de rasgos finos. Sus ojos no se perdían nada. Ahora me miraban abiertamente. No vi las miradas de sorpresa habituales ni halagos.
—¿Quién viene con Paris? —preguntó.
—Dice que es su esposa —dijo Eneas.
—Pero ¿dónde…?
—Lo explicaré todo en cuanto vea a los reyes, mi padre y mi madre —dijo Paris de nuevo.
—Oh. —Creusa se volvió hacia él perdiendo todo interés en mí.
¡Qué experiencia más nueva! ¿Me molestaba? ¿O era un alivio? Un poco ambas cosas.
Mientras subíamos a la cima de la ciudad salía más y más gente de sus casas, atraídos por la gran compañía de soldados que venían marcando el paso detrás de nosotros. Iban todos muy bien vestidos, y sólo entonces me fijé en lo guapos que eran todos los hombres. Así era: los troyanos, bellos como dioses, renombrados en todas partes. Era cierto.
Ante nosotros se abría un amplio pavimento con un patio liso. Debíamos de haber llegado a la cumbre al fin. Había sido una larga caminata, mucho más que bajar desde el palacio de Esparta a las orillas del río y la ciudad. Troya era, pues, realmente inmensa.
La vista era deslumbrante. Una llanura salpicada de árboles se extendía ante nosotros en tres direcciones, y en la cuarta, el mar brillaba con un azul oscuro. Los edificios que coronaban el patio eran de dos pisos, rodeados por columnas pintadas de vivos colores, y unos amplios porches que daban la bienvenida, con sus tejados sobresalientes. Uno de ellos tenía en la parte delantera unas columnas regias: aquél parecía el templo.
Justo entonces hubo cierta conmoción en el pórtico del edificio mayor, y un hombre anciano salió, haciéndose sombra en los ojos con la mano. Inmediatamente supe que era Príamo. Era alto y majestuoso, a pesar de su avanzada edad; su túnica no colgaba flácida del esqueleto de un hombre encogido, sino que se drapeaba en torno a los hombros de un guerrero.
—¡Padre! —Paris abrió los brazos y caminó con ligereza hacia él.
—¡Ah, mi querido hijo! —Príamo se adelantó y le abrazó—. ¡Bienvenido a casa!
Eneas inclinó la cabeza con respeto.
—Me rogaste que le devolviera a casa sano y salvo —dijo—. Y eso he hecho.
—¡Tenéis que contármelo todo! —dijo Príamo—. Esta noche. Celebraremos un festín que… —De pronto miró a su alrededor—. ¿No viene Hesíone? ¿Qué ha dicho ella?
—No la hemos visto, pero según cuentan, no quiere abandonar Salamina —dijo Paris—. Es vieja ya, está contenta… —Se encogió de hombros—. ¿Qué sentido tendría raptarla ahora? ¿Superaría tu alegría de verla su dolor por tener que abandonar su hogar?
—¡Éste era su hogar! —atronó Príamo, y pensé en Zeus.
—Los hogares cambian —dijo Paris—. El mío cambió, de las laderas del monte Ida y la choza de un pastor, a Troya. —Entonces me cogió la mano y me atrajo a su lado—. Y el de ella ha cambiado también. De Esparta a Troya.
—¿Qué quieres decir? —Su voz era afilada—. ¿Quién es, Paris?
—¿No la reconoces?
—No la había visto en toda mi vida.
—Sin embargo, deberías reconocerla. Mira su rostro.
Él entrecerró los ojos y me miró. Luego meneó la cabeza. Nadie había hecho eso antes.
—Ah, padre, vamos. Sólo hay una persona en todo el mundo que pueda ser así, y tú sabes quién es.
—Sí —dijo Príamo—. Y ese rostro me ha dicho que yo soy un mentiroso, cosa que nunca he sido. ¡Nunca!
—¿Qué quieres decir? —Paris dejó caer mi mano.
—Ya han venido a buscarla, amenazándome si no la devolvía… ¡La reina de Esparta, Helena! Les dije a esos enviados de Menelao en los términos más duros que yo no sabía nada de todo eso, que Helena no estaba aquí, y que tú no la habías raptado. Los eché con severas advertencias. Y ahora veo esto…, ¡me has convertido en un mentiroso!
—Pero, padre, ¿cómo ibas a saberlo? Tú decías la verdad, lo que pensabas.
—¡Tenía que haber conocido el carácter de mi hijo! Tendría que haber sido garantía suficiente para tus actos. Pero no…, veo que no te conozco en absoluto. Me lo advirtieron, me dijeron que tú no habías sido educado como un príncipe, que no tenías una mente noble…, pero hice callar a todos esos agoreros. ¡Para mi mal!
Yo seguía allí de pie, mientras discutían por mi causa. Sentí que tenía que decir algo.
—Príamo, gran rey —me adelanté. Pero no me acerqué demasiado, para no hacer ningún gesto que pudiera parecer ni de súplica ni de familiaridad—. Es cierto, yo soy Helena de Esparta, antigua esposa de Menelao. He venido con Paris por mi propia voluntad. No ha sido obra de nadie, salvo de mí misma. No deseo causar infelicidad a nadie en Troya…, ya me parece lo bastante duro tener que causarla en Esparta. A menudo, la felicidad de una persona puede causar la infelicidad de otra. Pero yo he encontrado la felicidad, la primera felicidad auténtica que jamás he conocido, con tu hijo Paris, y me alegro de ello. Sólo lamento que eso pueda causarle dolor a alguna otra persona.
Sus ojos se agrandaron tanto que el blanco aparecía alrededor de todo el iris, como si estuviera a punto de estallar por dentro, como una fruta demasiado madura.
—¿Cómo te atreves a decir tales tonterías, cuando nos has puesto a todos en peligro? ¿Y cómo te atreves a comprometer el honor de Troya de tal manera?
—¡Padre! —exclamó Paris—. ¡Es mi esposa!
—¿Qué quieres decir? —gritó Príamo.
—Nos hemos consagrado el uno al otro, ante testigos. Los dioses nos han unido, nos han guiado, y ahora deben protegernos.
—¡Bah! —exclamó Príamo.
—Gran rey —dije yo—, por favor, ten misericordia.
—Ah, sí, tendré misericordia. —Dio la vuelta sobre sí mismo y señaló a los guardias a cada lado de palacio, a la gente que se reunía llena de curiosidad en el patio—. Pero los demás…, el consejo de ancianos, el pueblo troyano, nuestros aliados, y los espartanos…, ¿la tendrán?
—Debemos esperar… —empecé.
—Ah, si se tratara sólo de mí —dijo él—, yo le daría la bienvenida. —Acercó mucho su rostro arrugado y curtido al mío—. Besaría su mano y le daría la bienvenida. —Y lo hizo así, ampulosamente—. Alabaría a mi recién recuperado hijo por encontrar semejante esposa. ¿Y quién no? Tener una belleza semejante en palacio es como sujetar el sol con un arnés, de modo que siempre tendría brillo. Pero, ay, ella trae consigo sufrimientos y peligros.
Seguía mirándome, y noté que se ablandaba. La gente siempre lo hacía si me miraba el tiempo suficiente. Yo había despreciado antes aquel don; entonces di gracias silenciosamente por él.
—Hesíone no deseaba venir, y he venido yo. Una princesa por otra —dije.
—¡No me hables de mi hermana! —aulló, y me di cuenta de que había cruzado una línea delicada.
—Estabas dispuesto a arriesgarte a una guerra y a muchos sufrimientos por ella —respondió Paris—; sin embargo, ¡ni siquiera quería venir!
—Es un asunto de sangre —dijo Príamo.
—¿Qué está ocurriendo? —Una voz aguda resonó en el porche—. ¿Príamo?
Apareció una mujer menuda que llevaba un traje de lana finísima. Su voz demostraba que era una mujer ya mayor. Así que aquélla debía de ser Hécuba. Con la cabeza muy alta, bajó los escalones y se acercó a nosotros, llena de dignidad.
En cuanto sus ojos se clavaron en los míos, supe que aquella mujer era la fuerte, y no Príamo. Ella nunca se ablandaría, sería la nieve perpetua que cubre la montaña más elevada. Como la nieve, su complexión era muy pálida; de más joven debió de ser exquisita.
—¿Paris? Así que has vuelto. —Le tendió la mano para que él la cogiera.
—Sí, madre. —Él se inclinó hacia la mano, luego la cogió con las dos suyas y la estrechó.
—Y has traído un precioso botín… ¡Nuestro hijo ha estado saqueando!
—¿Oro? ¿Esclavos? ¿Ganado?
—Nada tan útil —dijo Príamo—. Le ha quitado la mujer a Menelao. La reina de Esparta. —Hizo un gesto hacia mí.
—¡Helena! —Su voz sonó como un silbido, un sonido siseante—. Así que es cierto, pues.
Yo quería saber qué era lo cierto, qué quería decir, pero creí que era mejor permanecer en silencio, respetuosa ante aquella mujercita tan formidable. Incliné la cabeza.
—¿Eres una estatua, muchacha? ¿No sabes hablar? —dijo.
«Ah, sí, claro que sé hablar —pensé—, pero si digo lo que pienso, te pondrás muy furiosa».
—No me atrevo —murmuré, con un tono que esperaba que sonara conciliador.
—¡Una remilgada, vamos! —dijo Hécuba—. Te has tomado todas esas molestias para secuestrar a una niñita cobarde y tímida. ¡Su cara pronto se quedará tan descolorida como sus modales!
—¡Es mi esposa! —dijo Paris con fuerte voz—. ¡Te ordeno que dejes de insultarla!
Todo el mundo en el patio le oyó y empujó hacia delante, ansioso por oír mejor.
—¿Que me ordenas? —dijo ella—. ¿Me azotarás con un látigo como hacías con el ganado cuando lo arreabas?
—¡Basta! —ordenó Príamo—. Vamos adentro, fuera de este lugar público.
—¿Me invitas a entrar en tu palacio, pues? —dije yo, sin moverme un paso. Sabía que ser invitada al interior del palacio significaba que me habían aceptado… o que habían aceptado el matrimonio.
Hécuba levantó una ceja.
—¡Vaya, sabe hablar! —Frunció los labios—. Al final, ya ha salido. Sí, por supuesto, entremos todos. —Agitó las manos.
Traspasamos el umbral de mármol y, al hacerlo, me convertí en troyana.
En el interior estaba frío y oscuro, y por un momento pensé que había vuelto a la caverna de Afrodita, una sensación que intensificaba más aún el débil perfume a rosas. Pero al cabo de un momento vi humo que se elevaba de un quemador de incienso y supe que aquélla era la fuente del perfume. No era una caverna mágica, sino que estaba de pie en el palacio de la ciudad más rica del mundo, frente a unos críticos demasiado humanos.
—Y ahora, hijo mío —dijo Príamo—, podemos hablar con libertad.
—Sí.
Hécuba ocupó su lugar a su lado. Ella apenas le llegaba al hombro. Su voz no invitaba a hablar ni libremente ni de ninguna otra manera.
Paris hizo un gesto hacia los cojines apilados alrededor de los muros.
—¿No nos invitaréis a sentarnos?
—A su debido tiempo —dijo Hécuba, bruscamente. Ella seguía de pie.
¿Debía de ser yo quien hablase primero? Miré a mi alrededor esperando que alguien me ahorrase aquella obligación. Pero todas las caras, todas las bocas estaban cerradas. Reuní todo mi valor y rogué a Afrodita que guiase mis palabras.
—La sangre es algo sagrado —empecé, dubitativa. No sabía lo sagrada que era para los troyanos—. Y nosotros compartimos la sangre. De cerca, a través de mi padre, Tíndaro, somos primos. Atlas tuvo dos hijas, y ellas fueron las antepasadas de Lacedemonio y de Dárdano, nuestros antepasados.
—No tan cercanos —dijo Príamo—. Y no compartimos ninguna sangre en absoluto si es verdad que tu padre no es Tíndaro, después de todo.
A medida que mis ojos se iban acostumbrando a la débil luz le veía con mayor claridad. Su rostro no mostraba emoción ni reconocimiento alguno. Sin embargo, me estaba evaluando. Ya conocía yo demasiado bien aquella mirada.
—Gran rey, eso no puedo decirlo yo. —Incliné la cabeza de forma que esperaba que pareciese sumisa.
—Yo sí —dijo Hécuba, resueltamente—. En ella no hay nada de Tíndaro. Mira la luz que desprende a su alrededor. Toda la habitación se ha iluminado. —Parecía molesta.
—Pero tú y yo, majestad, compartimos una sangre que no se puede negar. —Me volví a ella—. Por parte de mi madre, aseguramos que Fénix es nuestro común antepasado.
Ella gruñó.
—¿Y cómo es eso?
Yo estaba preparada. Había sonsacado a Paris y a Eneas para hacerlo.
—Agenor es el antepasado de Fénix. ¿Quieres que te cite todos los hilos que pasan por en medio y que conducen a mi madre Leda y a ti?
Podía hacerlo, aunque era muy tedioso.
—No —replicó ella—. Los conozco tan bien como tú.
Hubo silencio durante un momento. El humo surgía del quemador de incienso en nubes.
—Parece que Paris ha elegido esposa —dijo finalmente Príamo—. Nosotros le hemos rogado que se case. Y lo ha hecho. Han vivido juntos públicamente como marido y mujer, y han hecho votos. No se puede deshacer. Helena es de nuestra sangre, aunque sea de forma distante. Debemos… —meneó la cabeza—, debemos darle la bienvenida como a una hija.
Yo incliné la cabeza.
—Pero una hija que nos debilita —dijo Hécuba—. Pensaba que las alianzas matrimoniales eran para fortalecer dinastías, no para amenazarlas. —Volvió un duro rostro hacia mí—. Los enviados de tu marido, señora, han insistido en que te devolvamos. Con toda verdad les respondimos que no sabíamos nada de ese asunto. Pero ya no es el caso. Cuando no regreses, ¿cuál será su respuesta?
—¡Ninguna! —gritó Paris—. Nunca ha pasado nada por una cosa semejante. Con todos mis respetos, padre, no ocurrió nada por el hecho de que Hesíone estuviera en Salamina, ni porque Medea fuese raptada de la Cólquida por Jasón. Ni por el rapto de Ariadna por los atenienses. Los griegos protestarán, maldecirán, mandarán enviados. Al final se sentarán contentos ante sus hogares y cantarán tristes baladas sobre Helena, la reina perdida.
—«La gente no nacida todavía entonará canciones sobre nosotros» —dije yo.
—¿Cómo? —preguntó Hécuba—. ¿Es esto lo único que significa todo esto para ti? ¿Canciones?
—Yo…, yo… —En realidad no sabía de dónde habían salido aquellas palabras. Venían de algún lugar fuera de mí—. No quería que pareciese ligero.
—¿Y de qué otro modo podía ser? —replicó ella.
—Helena sabe cosas que los demás no sabemos —dijo Paris.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Hécuba.
—Quiero decir que a causa de los dones que le fueron concedidos en un templo, puede ver cosas que nosotros no vemos. Su sirvienta ha traído la serpiente sagrada de su altar doméstico. Debemos encontrarle un hogar adecuado aquí.
—¡Troya está llena de videntes! —exclamó Príamo—. Hay demasiados. Helena, eres bienvenida como esposa de Paris, pero no como vidente.
Ya se había convencido, tal y como yo me imaginaba.
—Guardaré a mi serpiente, pues, sólo como compañera especial, algo que atesoro y que he traído de Esparta.
Él sonrió. Los hombres son fáciles de ganar.
—Supongo que te retirarás a tus antiguos aposentos —preguntó Hécuba.
Las mujeres no son tan fáciles de ganar.
—Sólo por ahora —dijo Paris—. Construiré unos nuevos y espléndidos para Helena y para mí.
—¿Dejarás a todos tus hermanos y hermanas, que se alojan en los apartamentos reales? ¿Te irás aparte?
—Querida madre —dijo Paris, adelantándose y cogiendo el rostro de ella entre sus manos—. Ya estoy aparte, porque la bella Helena es mi esposa —dijo, y me tendió la mano—. Vamos, esposa mía. Si mi madre y mi padre no nos invitan a sentarnos, yo lo haré. —Hizo un gesto hacia los cojines de vivos colores.
Nos dejamos caer al suelo, un suelo cubierto de tapices tejidos como no había visto otros en mi vida.
—¿Aquí en Troya ponéis las tapicerías más bellas en el suelo? —pregunté, y pasé las manos por uno de los tapices, maravillada ante el diseño.
—Ah, éstas vienen del este, de algún lugar —dijo Paris—. Las conseguimos en las caravanas que pasan antes de que vayan más lejos. Es uno de los privilegios de vivir en Troya…, interceptamos el comercio. —Se echó a reír.
—Como ya lo has hecho, te invito a sentarte —dijo Hécuba—. ¿Queréis tomar algún refrigerio? —Ahora extendía la trampa de la hospitalidad, de una manera muy contenida.
—Sí —dijo Paris—. Sí, nos gustaría.
Príamo hizo una seña a una esclava que esperaba.
—Traedles lo que deseen.
—Parece que los dioses ya lo han hecho —dijo Hécuba, con aspereza. Se sentó cerca—. Así que, ¿te gustan los tapices del suelo? Vienen del este, de muy lejos. Los llamamos alfombras. Una idea nueva para cubrir los suelos. Pero es cálido. Aquí hace mucho frío en invierno. —Me sonrió, distante—. Ya lo verás.