XXVIII

Los vientos eran vivos cuando nos levantamos y bajamos a la playa por la mañana temprano.

—Buena señal —dijo el capitán—. ¡Pongámonos de camino!

Los hombres estaban cargando los odres y los sacos de grano a bordo.

Yo busqué a Gelanor. Pero no estaba. Me sentí decepcionada, pero no sorprendida. Más que nada, me sentía triste por no volver a verle. Y preocupada por su seguridad si volvía solo navegando a Esparta. ¿Ni siquiera quería hablar conmigo antes de separarnos?

Un roce a mi lado me sorprendió, y al volverme vi a Evadne, con el rostro casi invisible por los pliegues de su capucha.

—La serpiente y yo sí que vamos —dijo—. Ella no querría otra cosa. —Dio unas palmaditas afectuosas en la bolsa—. Esta mañana hemos podido coger algunos ratones para ella, y eso la satisfará hasta que lleguemos a su nuevo hogar.

Me sentí conmovida por aquella mujer a quien apenas conocí en todos mis años en Esparta y que ahora estaba dispuesta a hacer el viaje conmigo. De modo que ella y la serpiente serían todo lo que viajaría conmigo de mi antigua vida. Y el oro y las joyas. Pero la mujer y la serpiente eran más preciadas.

—Gracias por venir —le dije.

—Todo el mundo a bordo —ordenó el capitán.

Nos acercamos a la borda del barco, y uno por uno fuimos pasando por encima y ocupamos nuestros lugares. Cuando el último de los soldados estaba ya subiendo al barco, alguien golpeó la borda.

—¡Dejadme hablar con el capitán! —pedía Gelanor.

Saqué la cabeza y le vi de pie, con el manto, con aire impaciente.

—Sí, ¿qué pasa? —El capitán parecía también impaciente—. Debemos zarpar enseguida.

—Dijiste que ibais a Quíos —dijo él.

—Sí, eso fue lo que dije —exclamó.

—¿Me lo puedes prometer?

El capitán se echó a reír, aunque no había alegría en su risa.

—Pregúntaselo a Poseidón. Sólo él puede prometerlo.

—¿Es tu «intención» ir a Quíos, y hacer escala allí?

—Sí, ¿cuántas veces tienes que oírlo?

—Está bien, entonces. Iré. —Saltó por encima de la piedra que los soldados usaban como escalón y se unió a nosotros. No nos miró ni a Paris ni a mí, sino que tomó asiento a cierta distancia.

Me preguntaba qué tenía de especial Quíos. Fuera lo que fuese, al parecer significaba más para él que todos mis ruegos de que nos acompañara. Significaba para él más que «yo». Miré su espalda. Bueno, pues nada, que se quedara con Quíos y lo que sea que hubiera allí.

El cielo se iluminó y se volvió de un azul claro y radiante. Corrimos por encima de las olas hacia Troya.

Oh, aquel viaje, aquel viaje. En él me vi suspendida entre mis dos mundos, fuera de cualquier mundo, porque la vida en un barco que navega rápido no tiene relación alguna con la vida en ningún otro sitio. Cada día trae consigo sus propias maravillas, cada noche sus propios peligros, y por tanto no hubo un solo momento en que no me sintiera vibrante y viva. Cada día parecía valer por cinco años de novedades, aunque pasaban en un relámpago, como un sueño.

Nuestro primer trayecto hasta Melos fue muy largo, y el viento nos falló a mitad de camino. Los remeros tuvieron que empeñar toda su fuerza a los remos y seguir remando incluso por la noche. Cuando llegó al fin a la vista, el capitán nos advirtió de que Melos era también un nido de piratas, que se escondían en las cuevas marinas en la base de los acantilados. Pero pasamos sin problemas a la bahía protegida y curva y desembarcamos al fin en un bonito puerto. Ansiosos, salimos del confinamiento del barco y retozamos en tierra, estirando los miembros, agitando los brazos y gritando de alegría. Paris y yo bailábamos en la arena. Evadne sacó la serpiente de su saco y se la enroscó en torno al cuello, y cantó. Eneas desafió a Paris a una carrera a lo largo de la orilla. Gelanor se fue a dar un paseo solo para examinar los moluscos a lo largo de la línea de la marea.

Nos quedamos allí varios días, reabasteciéndonos de agua y explorando la isla. Nunca había visto nada parecido: las extrañas formaciones rocosas, y la piedra negra de los volcanes. Gelanor parecía especialmente interesado en ellas, y recogía fragmentos afilados y brillantes, diciendo que aquello era obsidiana y que hacía buenos cuchillos.

—Es bueno cuando no hay bronce.

Era casi lo único que me había dicho desde que salimos de Citerea. Yo le di una respuesta educada y fría, y me alejé. Todavía estaba molesta por su extraño cambio de opinión a la hora de viajar con nosotros, y su silencio al respecto.

En contraste con Gelanor, Evadne se mostraba muy habladora, aunque tendía a murmurar y hablar entre dientes como suelen hacer a menudo las ancianas. No sabía lo vieja que podía ser en realidad; a mí me parecía como la sibila, y me preguntaba realmente cuánto tiempo habría pasado en Esparta. ¿Es posible que hubiera estado allí ya desde el reinado de Ébalo o de Cinortas? Ella mantenía los ojos ocultos debajo de una capucha, diciendo que la luz demasiado intensa le molestaba.

Al tercer día repentinamente nos vimos enfrentados a un grupo de isleños. Las noticias de nuestra llegada se habían extendido y habían venido a vernos. No me cubrí el rostro con la suficiente rapidez, y eso provocó los habituales respingos y miradas atónitas. Debíamos irnos antes de que la cosa fuese a peor. Así que abandonamos la isla, dando gracias por haber llenado antes los odres de agua.

—Siempre es un problema cuando viajas con Helena —dijo Gelanor al capitán—. La próxima vez ya estaréis prevenidos.

¿Se proponía hacer gracia? Porque yo no lo encontraba divertido. Pero Paris se echó a reír.

—¡Un problema que a cualquier hombre del mundo le encantaría tener! —dijo, abrazándome, posesivo.

Seguimos navegando hacia Andros, otro largo viaje. De camino vimos otras islas donde podíamos haber hecho escala, pero el capitán nos advirtió de que eso retrasaría mucho nuestro viaje.

—Y sé lo ansiosos que estamos todos por llegar a Troya —dijo.

La navegación nocturna era difícil, resultaba imposible dormir y, por tanto, cuando llegamos a Andros al anochecer del segundo día, me sentí muy agradecida de que se nos ahorrara otra noche más en el mar. La noche caía con rapidez, pero a la luz desfalleciente pude ver lo majestuosa que era la isla y lo altas que eran sus montañas.

Y así resultó con la luz del día: unos montículos magníficos, cubiertos de vegetación verde y con cascadas que caían entre las cañadas.

—Incluso hay un río o dos aquí —dijo el capitán—, buen agua para nosotros. Es muy raro que una isla tenga ríos.

Nos quedamos allí varios días, disfrutando de los sencillos placeres de caminar libremente, algo que yo nunca había apreciado antes de aquel viaje.

Y seguimos hacia Esciros. Cuando llegásemos estaríamos justo a la mitad de nuestro viaje. Era una isla pequeña, con dos montañas que se alzaban como pechos a cada lado de una zona llana. Ni siquiera habíamos fondeado nuestro barco en la costa cuando aparecieron unos soldados para interrogarnos.

—Ésta es la isla del rey Licomedes —aseguró su comandante—. ¿Quiénes sois vosotros? ¿En nombre de quién venís?

Paris iba a responder, pero Eneas le hizo callar.

—Soy Eneas, príncipe de Dardania —dijo—. Vuelvo a mi hogar después de una embajada en Salamina.

—Bienvenido, príncipe, tú y tus hombres —dijo el comandante—. Te escoltaremos hasta el palacio.

¡Oh, no! Nos iban a descubrir, y se sabría cuál era nuestra ruta. O (¡mucho peor aún!) seríamos capturados y detenidos. Paris podía mentir acerca de su identidad, pero cuando me vieran a mí…

Fui hasta Eneas y susurré a su oído:

—Pide un poco más de tiempo. Di que debemos ocuparnos de algo en el barco.

—Hombres, dejad que nos recuperemos un poco. Ha sido un viaje agotador —dijo Eneas.

—Podéis reconfortaros en el palacio. Hay baños calientes, comida exquisita. —Se quedaron tozudamente en pie junto al barco.

—Eh. —Noté que me tiraban del manto. Evadne estaba junto a mí—. Úntate esto en las mejillas. —Me pasó un botecito pequeño de arcilla que colocó en mi mano—. Te envejecerá.

—¿Para siempre? —Parecía un remedio algo drástico.

—Hasta que te laves y te lo quites —dijo ella—. Yo la llamo crema de Hécate. Es un regalo de la propia y vieja diosa en persona.

«Creo que tú eres la vieja diosa», pensé yo de repente. ¿Cómo sabía que aquella mujer era humana, y no una diosa? No estaba segura de si había estado en Esparta alguna vez o no. Y había aparecido de una forma tan extraña, junto con Gelanor, y llevando la serpiente sagrada… Yo estaba helada por la aprensión.

—Una cardadora de lana sabe mucho de la piel y de cómo tratarla —explicó ella, como para tranquilizar mis miedos—. Hay una sustancia en la lana que conserva la juventud. Mira mis manos. —Las tendió y en realidad eran suaves, como las de una muchacha, en contraste con su rostro arrugado—. Hay otras sustancias que imitan la edad. —Me colocó el tarrito en la mano—. Date prisa, querida.

Los soldados miraban hacia el barco. Me incliné y me unté la cara con la arcilla espesa y de color gris. Se extendía sorprendentemente bien, y apenas la notaba en mi piel.

—Retírate el pelo —dijo ella, cogiéndolo bruscamente entre sus manos y enrollándolo para formar un moño. Luego cogió un basto pañuelo de lana y me lo enrolló en torno a la cabeza para ocultar mi cabello por completo—. Recuerda que debes encorvarte al andar. No puedes caminar como de costumbre. Ahora te duelen las caderas y se te hinchan los pies.

Apenas había acabado mi transformación cuando nos condujeron fuera del barco. Subimos por un sendero de la montaña hacia el palacio colgado en su cima. Intenté recordar que debía encorvarme y caminar trabajosamente. Incluso pedí un bastón para apoyarme. Paris iba junto a Eneas y yo iba cojeando al lado de Evadne.

De repente nos encontramos en una meseta llana y el palacio apareció ante nosotros, unas columnas pulidas y un porche sombreado en la fachada de un edificio de dos pisos. Los cortesanos vinieron corriendo y nos acompañaron bajo la galería sombreada y hacia el pequeño patio. La subida había sido empinada y no me resultaba difícil jadear y mantenerme encorvada.

Pronto apareció el Rey, cojeando bastante. Era tan viejo como yo fingía ser.

—Bienvenidos, extranjeros. Cenaréis con nosotros y pasaréis aquí la noche —dijo.

Ahora habría una gran cena ceremonial, y la presentación de los regalos. Yo di gracias de que el protocolo le prohibiera preguntarnos nuestros nombres o nuestras ocupaciones hasta después de la cena, porque eso nos daría más tiempo para inventar alguna historia.

Nos condujo hacia un salón grande y de pronto nos vimos rodeados por un montón de jovencitas como una bandada de mariposas.

—Mis hijas —dijo—. Tengo más hijas que ningún otro rey. Os lo aseguro.

—¿Y ningún hijo? —preguntó Eneas.

—Los dioses no me han enviado esa bendición —respondió él. Pero luego abrió los brazos para acoger en ellos a varias de sus hijas, riendo—. Lo que le falta al palacio en guerreros, le sobra en belleza.

El banquete fue como todos los banquetes: ordenado, predecible, apaciblemente agradable. ¿Había ocurrido acaso algo importante en un banquete? Yo estaba sentada con las mujeres y las niñas, ya que se suponía que era miembro del séquito de Eneas y no tenía ningún rango especial. La hija mayor del Rey estaba sentada a su lado. Su nombre era Deidamia y me pareció que tenía unos quince o dieciséis años. Llevaba un vestido de un verde muy claro y cremoso. De nuevo pensé en una mariposa. Junto a ella estaba una joven que parecía mayor y más alta, pero me habían dicho claramente que Deidamia era la mayor. Aquella chica hablaba poco y mantenía los ojos bajos. El brazo que salía de su túnica al cortarse la carne parecía extrañamente musculoso.

—Pirra, ¿no puedes hablar a nuestros invitados? —la instó Deidamia.

Pirra levantó los ojos y durante un momento esos ojos me parecieron familiares. Luego parpadeó y pareció luchar para encontrar las palabras.

—¿Habéis tenido aventuras a lo largo del camino? —preguntó, en voz muy baja.

—Una vez dimos con unos piratas —dije yo.

—Ah, sí, ¿dónde?

Empecé a decir la verdad, pero entonces me di cuenta de que no debía indicar que habíamos estado en las proximidades de Citerea, demasiado cerca de Esparta, por tanto. Por el contrario, dije:

—Cerca de Melos.

—¿Y qué ocurrió?

—Hubo una pelea muy encarnizada, pero nuestros hombres los derrotaron.

—¡Por Hermes, me habría gustado estar allí! —dijo la joven, orgullosamente.

—¡Oh, Pirra! —Deidamia soltó una risita cantarina.

Pirra quería saberlo todo de las armas que habían usado los piratas, y del tipo de barco que llevaban para tomarnos la delantera. Pero su retahíla de preguntas quedó interrumpida por el inicio de la parte ceremonial de la cena. Se entregaron regalos por parte de Licomedes a Eneas, y Eneas sacó algo de bronce del barco. Entonces y sólo entonces preguntó Licomedes:

—¿Y quién eres, amigo?

—Soy Eneas, príncipe de Dardania.

—¡Bienvenido, príncipe Eneas! —dijo Licomedes con voz temblorosa—. ¿Y quién viene contigo?

Paris se adelantó.

—Su primo, buen rey. Su primo Alexandros.

El Rey asintió.

—Y esos otros… supongo que son tus guardias y sirvientes, ¿verdad?

—Sí —afirmó él. No nos presentó ni a Evadne, ni a Gelanor ni a mí, sólo dijo—: Son fieles sirvientes de mi consejo y mi cámara.

—Sois todos muy bienvenidos —repitió el Rey.

Después había que llenar algunas horas, y preparó una exhibición de danza acrobática para nosotros, con chicos y chicas que saltaban por encima de unas cuerdas y se arrojaban por encima del lomo de unos toros de madera tallada, usando los cuernos para dar la vuelta.

—En Creta dicen que saltan por encima de los cuernos de toros de verdad —dijo Paris.

—Demasiado peligroso —dijo el monarca—. Yo prefiero que todos mis acróbatas vuelvan a casa sin sangre.

Uno de los bailarines se metió por debajo de una cuerda cuando perdió el ritmo al saltar, y fingió que no había pasado nada.

—¡Lo he visto! —resonó la ronca voz de Pirra.

Las palabras fueron pronunciadas igual que otras que había oído yo antes. «Lo he visto». Esas sencillas palabras, dichas sin embargo con un desdén y una malevolencia especiales: «Lo he visto».

—¿Qué es lo que has visto? —preguntó el monarca, aunque su tono decía: «Ya basta, Pirra».

—Yo…, ah, no importa. —Arqueó los hombros y se alejó, y fue a apoyarse en una columna.

Qué alta era. Más alta incluso que aquel rey. ¿Acaso la Reina había sido excepcionalmente alta? Me acerqué a ella.

—Aléjate —murmuró.

Me sentí conmocionada por su rudeza. Uno no ordena a un huésped que se aleje, especialmente a una persona mayor. Antes de que pudiera pronunciar una sola palabra, ella se volvió y me miró. Y entonces reconocí los ojos de Aquiles, aquel niño furioso al que había visto diez años antes mezclado con los pretendientes, en Esparta.

¡Un chico! Un chico disfrazado de chica, allí, en la isla de Esciros. ¿Por qué? No es de extrañar que estuviese furioso, teniendo que fingir que era una chica.

Mientras me miraba, vi que él también me reconocía. «Helena», su boca formó la palabra silenciosamente. «¡Helena!».

—Chist —le supliqué—. No digas nada.

Entonces ambos nos echamos a reír, tratando de ahogar la risa. Aquiles disfrazado de chica miraba a Helena disfrazada de anciana sirvienta. Y ninguno de los dos podía preguntar por qué.

Justo entonces el patio se llenó de ruido y, al volvernos, vimos a las hijas más pequeñas del Rey que venían trotando en unos caballos diminutos, agarradas de las crines. Ambos miramos hacia el patio. Aun de puntillas yo tenía problemas para ver bien, con todas aquellas cabezas apiñadas, pero Aquiles podía ver fácilmente.

—Esos caballos en miniatura…, ¿de dónde provienen? —le pregunté.

Pero no hubo respuesta. Al volverme vi que se había ido, deslizándose silenciosamente desde la columna.

Fingí que miraba y aplaudía a las amazonas, pero lo único que podía pensar era: «¡Aquiles está aquí, escondido! ¿Lo sabe acaso el Rey? ¿Y Deidamia? ¿Lo sabe alguien además de mí?».

Ahora recordaba que Paris me había dicho que ya se hablaba de Aquiles en Troya. Pero ¿en qué sentido? No podía tener más de dieciséis años. La misma edad de Paris. ¿Cómo podía haberse hecho famoso como guerrero, cuando no había guerras en las que combatir? Siempre había escaramuzas y disputas locales, pero un gran soldado no surge nunca de cosas semejantes.

¡Y un gran soldado no tiene el carácter para esconderse entre las mujeres!

Los caballitos iban trotando en círculos alrededor del patio entre fuertes aplausos. A mí me parecían como caballos encogidos hasta el tamaño adecuado para los niños, una imagen mágica.

—Esos caballos vienen de unas manadas salvajes que están allá abajo, en las montañas —dijo Deidamia—. Nadie sabe por qué viven sólo en esta isla. Aunque desciendan de algunos que trajeron aquí y escaparon, ¿de dónde los trajeron? Ningún otro lugar tiene caballos tan diminutos.

—Quizás el aire del mar o alguna planta especial hayan detenido su crecimiento. —Gelanor estaba de pie junto a nosotras, mirando fijamente a los caballos. Era el tipo de enigma que le gustaba.

Yo ansiaba susurrar el secreto de Aquiles a su oído; mi confusión por ese asunto se sobreponía al rencor persistente que sentía por su anterior conducta. Pero no pude. De algún modo sabía que ese conocimiento era un secreto que debía mantener para mí misma hasta que hubiésemos dejado Esciros. Aquiles me lo había confiado, igual que yo le había confiado el mío.

No podíamos quedarnos en Esciros si no queríamos soportar día tras día la hospitalidad de aquel rey. Al amanecer, ya estábamos descendiendo por la colina, acompañados por unos sirvientes que llevaban suministros para nosotros; a media mañana, ya habíamos zarpado hacia Quíos. Cuando estábamos ya seguros y lejos, y el viento hinchaba la vela, yo me quité el tocado que me cubría la cabeza y me lavé la cara con agua del mar para quitarme la crema de Hécate. Estaba cansada de ser vieja. ¡Qué maravilloso era poder quitarse todo aquello!

—Gracias —le dije a Evadne—. La rapidez de tu pensamiento y tu ayuda me han salvado. Me han salvado de… ser Helena.

La isla estaba alejándose detrás de nosotros. «Cuando esté fuera de la vista —pensé—, le contaré a Paris y a Gelanor lo de Aquiles». Pero cuando Esciros desapareció totalmente del horizonte, no pude hacerlo. Y esperaba que, allá atrás, Aquiles de forma similar respetase también mi secreto.

Quíos implicaba más navegación nocturna, y a través de un mar muy movido, casi totalmente hacia el este. Nos agarrábamos fuerte a los estáis y a donde podíamos para evitar que el mar nos arrojase por encima de la borda del barco. Temblando, exhaustos, mirábamos el horizonte esperando ver Quíos. Pero lo único que veíamos era el sol que iba subiendo en el cielo y brillando sobre las olas agitadas.

Empecé a notar que me mareaba, una enfermedad que hasta el momento no me había atacado.

—Mira al horizonte, señora —me decía Evadne—. Levanta los ojos de las olas. Y toma, chupa esto. —Me tendió un trozo de cerdo salado—. La sal ayuda.

El gusto amargo de la carne parecía prometer más agitación del estómago, pero ella tenía razón: de algún modo, contrarrestaba el mareo. Mantuve los ojos fijos al frente, por encima de las olas, y fui una de las primeras en ver Quíos cuando emergió entre la neblina del crepúsculo.

Como las demás islas, tenía montañas; a diferencia de las otras, era muy grande, un enorme trozo de tierra que se encontraba justo frente a la costa…, la costa donde se hallaba la misma Troya. Aquél sería el fin de esa carrera libre y flotante que yo había emprendido, como la carrera que corrí antes de mi matrimonio. En una volaba por encima de la hierba; en ésta había volado por encima del mar. Ahora, todo debía concluir.

Agradecidos por estar en tierra firme, todos desembarcamos. Había gente en aquella isla, que era conocida por su buen vino. Yo sabía que tendría que disfrazarme de nuevo, pero seguramente podría esperar. Nadie nos encontraría antes de la mañana.

Montamos un campamento con gran rapidez; era la sexta escala que hacíamos y nos habíamos convertido en unos expertos. Pronto estábamos sentados en torno al fuego, esperando que se cociese la comida, bebiendo nuestro vino, que ya se estaba poniendo agrio.

—Quizá podamos rellenar nuestros odres aquí, en Quíos —dijo el capitán—. ¡Eso mejoraría mucho las cosas!

—¿Y qué tenemos para dar a cambio?

—Mucho bronce sobrante —respondió Paris—. Íbamos bien equipados de regalos.

—Un caldero por un ánfora. Parece un buen trato.

El vino, junto con los restos de mareo que me quedaban todavía, me dejaban un poco aturdida. Las estrellas en el cielo parecían girar lentamente al mirarlas yo. Mi cabeza se apoyó en el hombro de Paris. No recuerdo nada más de aquella noche.

Fui una de las primeras en levantarme y dejar el refugio de la tienda. Salí andando hasta el mar y dejé que el ritmo constante de las olas me ayudase a limpiar la neblina del sueño de mi mente.

—No verás Troya desde este lado de la isla.

Me volví y encontré a Gelanor mirándome, junto a mí. El ruido del mar había amortiguado sus pisadas.

—No estoy segura de desear ver Troya —respondí.

—Un poco tarde para pensar eso.

—Te has convertido en un gruñón. En cuanto lleguemos a Troya, puedes volverte por donde has venido. Eso es lo que quieres. De modo que estarás encantado de que estemos ya a un trayecto tan corto de tu marcha final.

Que se fuera. Que se marchara. Su presencia había resultado opresiva en aquel viaje.

—Todavía no tengo lo que quería de este viaje.

—¿Y qué es?

—Estoy a punto de conseguirlo hoy. Me dirigiré hacia el sur y lo encontraré.

—¿Encontrar el qué?

—Cierto tipo de arbusto que produce una goma dulce y pegajosa. Crece por todas partes, pero sólo aquí su savia endurece de forma natural si se sangra el tallo.

Yo estaba disgustada. De modo que eso era lo que le había hecho cambiar de opinión y venir a bordo. «Eso» era lo que le ofrecía Quíos…, la savia de un árbol.

—Ven y lo verás —dijo él—. Será fascinante encontrarlo. Creo que podría haber muchos usos para esa sustancia. Podría servir de incienso, en lugar de la mirra, que es muy cara, o bien como ungüento, o bien como jarabe, o…, bueno, cuando la huela y la pruebe, ya lo sabré.

—No tengo ningún interés —dije.

—Ah, Helena, antes sí que lo tenías. No cambies, no adoptes la misma trivialidad de… aquellos con los que te asocias.

—¡Él no es trivial!

—Así, pues, ¿le esperamos y le incluimos? —Gelanor miró hacia el sol—. Podría ser una larga espera. Él no sale de su tienda hasta media mañana, a veces.

—No. Sería demasiado tarde para empezar entonces.

—Pensaba que no venías. —Se rio—. Ah, sí, ven. Será bueno para estirar las piernas. Debes tenerlas acalambradas de tanto estar sentada en el barco. Las mías lo están.

Así quedó todo decidido. Iba a ir con él. Había pasado mucho tiempo desde que caminábamos uno junto al otro…, desde aquel fatídico viaje a Gitio.

Quíos era una isla encantadora, pero menos verde que Andros. Al haber menos árboles, el viento la azotaba con mayor rapidez. Me pregunté si aquel viento vendría de Troya: rápido y enérgico. Las colinas estaban cubiertas de hierbas y arbustos.

—¿Cómo sabrás cuál es el arbusto que buscas? —le pregunté.

—He visto sus hojas secas —contestó—. Lo reconoceré. Y podemos ver cortes en los troncos donde la gente los sangra para recoger la savia.

Mientras íbamos andando vi orquídeas de un amarillo vivo y rosa en los peñascos de caliza.

—Nunca había visto tantas —dije, inclinándome para coger una. Me la puse detrás de la oreja.

—Ni yo tampoco —admitió Gelanor—. Esta isla debe sentarles bien. —De pronto se detuvo y me cogió del brazo—. ¡Ahí! —exclamó, y señaló un arbusto bastante vulgar.

Corrió hacia él y se arrodilló, inspeccionando las hojas. Cogiendo una pequeña pieza de la obsidiana afilada de Melos, hizo un corte neto a través del tallo. Inmediatamente empezó a rezumar una savia clara.

—Y ahora esperaremos. —Se sentó junto al arbusto—. Cuánto tiempo, no lo sé. —Señaló hacia el mar—. Pero mira, mientras esperamos…, tu nuevo hogar.

Yo me hice sombra ante los ojos. El agua brillaba mucho, y el sol se reflejaba en ella, haciendo que todo a su alrededor resplandeciera. Pero más allá… sí, había tierra.

—La tierra de Troya —dijo Gelanor—. La fabulosa Troya.

No podía decir nada, salvo que tenía colinas y que era algo verde.

Junto a mí, se rio.

—¿Qué esperabas? ¿Muros de oro?

—Tiene que haber una ciudad antes de que haya muros, ya sean de oro o de piedra. No veo ninguna ciudad.

—Está más lejos. Ésta es sólo la región que rodea Troya, sus vecinos. Los carios, los licios, los misios. Gente como los demás. ¿Decepcionada?

—O bien… aliviada. —En realidad no lo sabía.

—Ah, vamos… Tú no volverías del revés todo tu mundo para encontrarte otra vez entre gente corriente.

Él no entendía nada. Nunca había notado el toque de Afrodita. No veía que era Paris…, Paris y no Troya o los troyanos o las ciudades amuralladas lo que me llamaba, lo que me sujetaba en una red. A aquellos a quienes la diosa nunca los había visitado todo aquello les resultaba incomprensible. Así que me limité a sonreír y no dije nada.

—¡Mira! —Se volvió y se agachó ante el arbusto.

La savia había adquirido un color de ámbar y formaba pequeñas gotas. Gelanor rompió una y ésta rodó entre sus dedos. Era esponjosa, y cuando se apretaba, volvía a adoptar su forma original. La olió y luego me la tendió.

Jugué con ella e intenté aplastarla. Cuando la aplasté, un aroma delicioso llenó el aire, como si fuese incienso humeante. Pero cuando recuperó su forma, el olor desapareció. La mordisqueé y noté que el sabor era algo picante, como el de la savia de pino.

—¡Qué cosas más maravillosas podría hacer la gente con eso! —dijo él—. Si encontramos a los recolectores de savia, les podemos preguntar para qué la usan aquí, en Quíos. Sé que comercian con ella en el extranjero, pero sólo para arreglar cosas o para hacerlas impermeables.

Yo esperaba que no viésemos a nadie. Era muy cansado ser Helena. Era igual de cansado fingir que no era Helena.

—Así que ahora ya lo has visto —le dije—. Aquello por lo que has soportado este duro viaje. —No podía evitar que la amargura se transparentase en mi voz.

—Ah, Helena, sabes que eso no es cierto.

—O quizá no podías enfrentarte a los peligros de la navegación de vuelta por el canal de Citerea tú solo. El capitán te lo puso muy negro. De modo que escondiste tu miedo con la excusa de que querías venir a Quíos. Y ahora puedes volver con toda seguridad por tierra. Hay un largo camino, pero sin duda encontrarás muchas piedras y árboles y venenos a lo largo del camino para entretenerte, y para hacer que valga la pena.

—Helena. —Me miraba con dureza—. Sabes que no es cierto —repitió.

—No. No, no lo sé.

—¿Quieres obligarme a decírtelo? He cambiado de opinión, y sí, tú tienes razón, necesitaba alguna excusa. No podía consentir que los demás me vieran como un niño indeciso y tonto. Pero el motivo de que haya cambiado de opinión es que necesitaba ver que llegabas sana y salva a Troya.

Me eché a reír.

—¿Acaso no confiabas en el capitán, en Eneas, en Paris y en todos esos soldados? ¿Eres tú mejor protección que ellos?

—Quizá no, pero tengo unos lazos de honor conmigo mismo. Dije en la playa de Citerea que mi lealtad era contigo, no con Esparta. Dejarte allí no habría sido un acto de lealtad. Más bien lo contrario. Así que he recorrido todo este camino y me quedaré contigo hasta que te conduzcan al interior de las murallas de Troya. —Me quitó la bolita de resina—. Ya ves, has estado enfadada conmigo todos estos días sin motivo.

Yo sacudí la cabeza como si no importara. Pero me volvía a sentir segura. Mi amigo estaba de vuelta. En realidad, nunca se había ido, excepto en mi propia mente. Mantenerle en Troya…, eso sería otro asunto. Otro desafío.

Esperamos y cogimos una bolsita llena de la savia misteriosa, y luego caminamos de vuelta al barco. Mientras pasábamos junto a un lugar boscoso en las colinas, me sentí de pronto invadida por la sensación del significado de aquel lugar, que sería de inmensa importancia para mí, para Paris, para todos nosotros. Me detuve y me quedé mirando. Allí no había nada. Ninguna choza, ni rebaños, ni jardín ni gente. Sin embargo, algún día sí que lo habría.

—¿Qué pasa? —preguntó Gelanor—. Estás mirando a la nada, al aire vacío.

—No, vacío no. —Estaba lleno de algo.

—¿Es algo maligno?

—No. Es… maravilloso. Algo maravilloso vendrá de aquí.