La aurora llegó a mi alrededor, entrando sigilosamente por el cielo y despojando a la luna de su luz, convirtiéndola en un lechoso fantasma que volaba hacia el oeste. El mar parecía también blanco, extendiéndose en todas direcciones. En algún lugar, fuera de la vista, se encontraba Troya.
Yo no tenía imagen alguna de Troya en mi mente. Sólo tenía palabras: rica; fortificada; de amplias calles; ventosa. Pero eso seguía sin decirme en realidad cómo era, ni qué se sentiría al estar allí. Ni lo que encontraría entre las personas que vivían allí.
El faldón de la tienda se movió y salió Paris, frotándose los ojos. El sol naciente le dio en el rostro y le hizo parpadear, convirtiendo su piel en oro. Meneó la cabeza y miró a su alrededor. Viéndome, vino a mi lado y me abrazó.
—¿No tienes frío?
Cogió su manto y lo puso en torno a mis hombros. Hasta entonces no me había dado cuenta de que estaba helada.
—Gracias —dije, inclinándome hacia él. El frío desapareció.
Juntos caminamos por la isla, explorándola. Era grande, tanto que cuando íbamos andando por sus bosques o trepando por sus colinas era fácil olvidar que nos encontrábamos en una isla. También era muy boscosa y llena de arroyos que saltaban, y los cantos de las aves le daban un aire mágico.
—Es un lugar muy adecuado para el nacimiento de Afrodita —dije, mientras pasábamos junto a la cinta blanca de una cascada que formaba una poza verde allá abajo. Parecía un jardín maravilloso, lleno de las cosas más deliciosas que jamás había visto.
Encontramos un bosquecillo de mirtos, apiñados como una familia de mujeres: había una vieja matriarca que sobresalía alta y amplia por encima de sus hijas y nietas, más esbeltas, que todavía florecían. El perfume era tan intenso que casi se podía tocar.
—Aquí. Aquí es —dijo Paris—. El lugar donde debemos construir su santuario.
Empezamos a buscar unas piedras para formar un altar para ella, para honrarla. Las encontramos en cantidad caídas en el lecho del arroyo y esparcidas en el bosquecillo de mirtos. Levantarlas era otra cosa, y nos costó toda nuestra fuerza y habilidad de maniobra.
—Quizá deberíamos llamar a algunos de los hombres —dije yo—. Podrían hacerlo con facilidad y rapidez.
—No —repuso Paris—. Debemos construirlo sólo con nuestras manos.
Y por tanto, nos afanamos toda la tarde, moviendo y colocando las piedras. Pero al anochecer ya teníamos un bonito altar bajo las ramas protectoras del viejo mirto. Lo rodeaban protectoramente.
Las manos de Paris estaban heridas y ásperas por las duras piedras. Cogí una y la besé. Aquellas manos habían matado a unos piratas durante el ataque, pero sus heridas procedían de intentar honrar a Afrodita. Afrodita era más exigente que Ares, entonces.
—Ahora debemos consagrar el bosquecillo —dijo.
Miré nuestros odres de vino, casi vacíos. Habíamos bebido mucho para saciar nuestra sed mientras trabajábamos para la diosa.
—¿Estará satisfecha con lo que queda para sus libaciones? —me pregunté.
—No debemos dejarle sólo estas libaciones, sino lo que ella más valora. —Paris cogió el odre y solemnemente lo vació en el suelo, invocando su presencia. Luego se volvió hacia mí.
—Conoces el rito que más le gusta a la diosa —dijo, poniendo sus manos en mis hombros—. Debemos hacerlo ante su vista, ante su sagrado altar.
Yo empecé a poner objeciones, pero entonces la diosa misma me invadió, y vino a nosotros entre el susurro de las hojas de los mirtos. Oía su risa justo por debajo del murmullo de las hojas. Casi podía verla, medio escondida entre las sombras.
«Consagrad mi bosquecillo, hijos míos —susurraba—. Hacedlo sagrado mediante lo que hagáis aquí». Ella me empujó hacia Paris, y yo caí en sus brazos.
De inmediato, fue como si el duro suelo se viera reemplazado por las hierbas más blandas de un prado, y mientras caíamos en él, aplastándolo debajo de nuestros cuerpos, el perfume de mil florecillas diminutas llenó el aire. Al presionarlas, nos dejaron su aroma. Éramos las dos personas más benditas de toda la Tierra, o al menos eso parecía, bajo el hechizo de la diosa. Cada gesto estaba lleno de una gracia infinita, cada palabra era música, nuestra unión una danza llena de belleza, compenetrándonos como hombre y mujer. En nuestra tienda, la noche antes, habíamos atizado un fuego de animales felices e inconscientes; ahora, a la suave y filtrada luz del día, en el bosquecillo sagrado, éramos criaturas del aire y de los cielos.
Más tarde, yacía echada de espaldas, mirando el cielo azul. Volví la cabeza, tendí la mano y acaricié la mejilla de Paris. Él suspiró, lleno de deleite.
Todavía veía a la diosa, una oscura imagen que se escondía justo en el rabillo del ojo. Y detrás de ella, otra forma: una mucho más oscura, que se acercaba mucho a ella y reclamaba su atención, pasándole el brazo por encima del hombro. Vi el escudo. Era Ares, su amante. Entonces él se adelantó y ocupó su lugar junto a ella, audazmente. Ella intentó echarle atrás, pero él no se apartó. Entonces la diosa me sonrió, como diciéndome: «He intentado apartarle, pero él insiste en estar aquí».
El dios de la guerra, de la mano de Afrodita. Ella me había llamado y él la había seguido. Cada una teníamos nuestro amante. ¿Qué esperaba yo? Si yo tenía el mío, el suyo también comparecería.
De pronto, el bosquecillo ya no era un lugar donde me apeteciera estar. «Él» estaba allí, aquel dios tan feo, arruinando la belleza que nos rodeaba. Me senté y empecé a buscar la ropa que me había quitado. Paris retiró la mano.
—¿Qué ocurre? —dijo, extrañado.
¿Acaso no veía él al antipático dios de la guerra?
—Afrodita ha traído a alguien más —dije—. No deseo que nos mire.
—¿Qué…? ¿Quién…? —Paris cogió sus ropas a gatas.
Él no lo sabía. No lo veía. Afortunado Paris.
—Ven —le dije—. Ya hemos honrado a la diosa. Ahora debemos volver, antes de que caiga la oscuridad.
—¡No, debemos quedarnos aquí toda la noche y celebrar los ritos! —Paris me abrazó ansiosamente.
—No —insistí—. Debemos dejar este lugar. —Me puse en pie y cogí mi manto.
Hubo un movimiento en los arbustos que teníamos detrás. ¿Habrían tomado Afrodita y Ares forma humana? ¡Ah, debíamos prepararnos! Apreté los puños e intenté tranquilizar mi corazón apresurado. No nos retiraríamos, no debíamos hacerlo. Los dioses odian a los cobardes.
El sonido de los arbustos se hizo más audible. Algo andaba por allí, rompiendo las ramas y haciendo ruidos. Luego, de repente, Gelanor apareció en el claro.
Si Afrodita hubiese aparecido de repente, yo habría estado preparada. Aunque la hubiese acompañado Ares, me habría mantenido firme. Pero entonces retrocedí tambaleante, conmocionada.
—¡No! —chillé. Tenía que ser una aparición.
Otra persona emergió entre los arbustos, sacudiéndose la ropa: una mujer anciana, con la cara arrugada como una manzana de invierno.
—¡No! —volví a chillar, agarrando a Paris y apartándolo.
—Qué bienvenida más decepcionante —dijo la aparición con aspecto de Gelanor.
—¡Apártate! —grité—. ¡Tú no eres real! —Sin embargo, unos momentos antes había dado la bienvenida a la imagen fantasma de Afrodita.
—Sabes que eso no es cierto —dijo, andando hacia mí—. La gente viva sigue siendo de carne y hueso. Sólo los sueños y los dioses son humo y visiones. ¿Has tenido demasiadas visiones últimamente, quizá?
Me tapé los ojos con las manos. Cuando los volviera a abrir, él habría desaparecido.
Pero cuando atisbé entre mis dedos él seguía allí, al alcance de mi mano.
—Helena, no hagas tonterías. —Me cogió el brazo y su mano era demasiado real, me apretaba—. Debes volver a Esparta conmigo, antes de que Menelao se entere de todo esto. No es demasiado tarde.
—¡No! —Solté el brazo—. ¡Nunca! —Luego, mirándole, exclamé—: ¿Cómo has llegado hasta aquí? ¿Cómo me has encontrado?
Pero ¿acaso no sabía yo desde el principio que sería a Gelanor a quien enviarían a buscarme?
—Ha sido ella —dijo, indicando a su compañera—. Ella sabía que te habías ido…, te vio visitar el santuario y luego oyó los ruidos en el establo. Vio que dos carros bajaban por la colina.
Yo miré a la anciana.
—Tiene mala vista, pero tiene la otra visión. —Se encogió de hombros—. Es un talento del que yo carezco, yo sólo confío en mi propio raciocinio, pero tienes razón, mi raciocinio solo no podía haberme conducido aquí. Excepto que… tenías mucha curiosidad por Citerea. Así que quizás ambos nos hemos visto atraídos hacia aquí por distintos medios.
—Así que, ¿no te han… enviado?
Él frunció el ceño.
—No. No me he acercado siquiera a los aposentos reales. No tenía motivo alguno para hacerlo. Sin duda tu madre y tu padre y tu hija habrán descubierto tu ausencia, pero si vuelves ahora, tú y yo podemos pensar en una explicación razonable. Bueno, ni siquiera tiene que ser razonable. La gente cree lo que desea creer, lo que los tranquiliza. No hacen preguntas, especialmente cuando las respuestas a las preguntas pueden resultar dolorosas.
Bien. Podía deshacer todo aquello. Podía tener mi aventura con Paris, probarme a mí misma que me atrevía, y no empeorar las cosas. No había pensado que el daño se pudiera reparar tan fácilmente. Una transgresión sin castigo.
Miré a Paris a la cara. Su boca dibujó una sonrisa.
—Ve, si es necesario que lo hagas —dijo—. Guardaré como un tesoro lo que se me ha ofrecido.
Yo me puse a su lado.
—No. No iré.
—¡Helena, por favor! —Gelanor meneó la cabeza—. Piensa. Piensa un poco…
—Ya he pensado, y pensado, y pensado. Todos estos años en Esparta no he hecho más que pensar.
—¿Y no volverás? —Parecía triste.
—No puedo. Volver es elegir la muerte.
Pero ¿por qué habría aparecido Ares en mi vida? Antes nunca estuvo allí. Y traía consigo la muerte. Pero ¿debía dejar atrás mi antigua vida? Quizá no tenía por qué.
—Gelanor…, ven con nosotros. ¡Ven con nosotros a Troya!
—¿Cómo? —Su rostro denotó… ¿el qué? ¿Sorpresa? ¿Disgusto? ¿Horror?
—Sí. Ven con nosotros a Troya. ¡Sí, por favor, ven! —De repente, quería que él, por encima de cualquier otra cosa de Esparta, nos acompañase. Le había echado de menos mucho más de lo que quería reconocer—. ¡Gelanor, te necesito conmigo! Puedes hacer muchas cosas buenas en Troya, puedes ser… —No sabía el qué, pero sabía que le necesitaba.
—No tengo ningún deseo de ir a Troya —dijo él—. Y tú no deberías ir tampoco. Es un error espantoso, está mal.
—¡Voy a ir, esté mal o no! Y como eso está decidido, ¡ven conmigo!
—Ve con ella —habló de pronto la anciana. Su voz era como un eco en un pozo antiguo.
—¿Quién es? —Me volví hacia Gelanor.
—Es la vieja cardadora de lana de palacio.
Apenas la recordaba. Quizás era porque no me aventuraba por aquellos aposentos a menudo.
—Ah, señora, yo sí te recuerdo bien. —Ella respondía a mis pensamientos, no a mis palabras—. Te he visto crecer.
Intenté no disgustarla, aunque había puesto al descubierto mi huida secreta. De no haber sido por ella, quizá Gelanor nunca me hubiese encontrado.
—Te he traído algo que no tendrías que haber dejado al irte —dijo, sacando un saco de arpillera.
—¿Qué es?
—Ábrelo —ordenó ella, que anduvo hacia mí con los brazos extendidos. Algo se movía dentro del saco.
No deseaba obedecer, pero lo hice, curiosa. Abrí la boca del saco y vi dentro la serpiente doméstica.
—¡Oh! —grité.
—La necesitarás en tu nueva vida —dijo—. Te aconsejará y te protegerá.
Pero… yo había confiado en que la serpiente protegiese a Hermíone, que la mantuviese a salvo en mi ausencia. ¡Y ahora ya no podría! Un temor espantoso por ella y por su futuro me invadió.
Metí la mano y acaricié la cabeza de la serpiente con dedos temblorosos.
—No olvides a mi hija —le rogué. Y a ella le dije—: Díselo de nuevo a Gelanor, dile que debe venir con nosotros.
Ella meneó la cabeza.
—Ya se lo he dicho una vez. Tiene buen oído. Ya me ha oído.
—Dos haciendo una petición absurda no hace que ésta sea la mitad de absurda —dijo Gelanor—. No, no puedo ir. Vuelve conmigo.
—Igual que tú no puedes venir conmigo, yo no puedo tampoco ir contigo. Pero no me has dicho cómo me has encontrado.
—Sí, lo he hecho. Evadne sabía dónde podrías estar. A ella se le apareció una imagen de la isla en la mente. Sabía que huiríais por mar, porque Paris tenía un barco. Describió la isla y yo la reconocí como Citerea. Y nos pusimos en camino al momento.
—Ya veo.
Nos quedamos callados, mirándonos tercamente el uno al otro.
—Al menos únete a nosotros por esta noche, antes de volver a Esparta.
—Supongo que no podemos partir hasta mañana, de todos modos. Ya ha sido bastante peligroso a plena luz del día. —Parecía furioso por tener que quedarse un momento más, y volvió la cabeza como si le desagradase mirarme. Dimos unos pocos pasos antes de que él dijera—: Quizá tú y tu amado deberíais acabar de vestiros antes de iros de aquí.
Sólo entonces me di cuenta de que llevaba el pecho medio destapado. No había acabado de sujetarme el vestido cuando llegaron los intrusos.
—Has venido sin que lo supiéramos y has interrumpido…
—¡Bueno, eso al menos no! —rio Paris, feliz.
—No. Afrodita nos ha ahorrado esa imagen.
Quizá Paris, que no lo conocía bien, no notase el sarcasmo en la voz de Gelanor, pero para mí resultaba insultante. Estaba temblando y furiosa al ver que me había encontrado con tanta rapidez; al mismo tiempo, si había llegado ya hasta tan lejos, me habría gustado tenerle conmigo en Troya. Y el hecho de que no quisiera venir me ponía más furiosa aún.
Usando unas improvisadas antorchas, porque la luz cada vez era más menguada, volvimos de nuevo colina abajo hasta el campamento. Poco más se dijo mientras andábamos; todos concentramos nuestra atención en el camino al ir bajando. Cogí el brazo de la anciana para ayudarla a ir más segura; parecía tan frágil como un palito seco y quebradizo. Paris llevaba el saco con la serpiente, como si fuera un niño que llevase en brazos. Sentía debilidad por la serpiente, yo lo sabía, porque nos había favorecido, algo que al parecer nadie más estaba dispuesto a hacer. La severa llegada de Gelanor había traído de nuevo a mi conciencia las consecuencias de mi huida. Gelanor tenía razón en que, si volvía ahora, se podían evitar muchos problemas. ¿Y qué nos esperaba en Troya? ¿Estarían los troyanos dispuestos a recibirme? Podían verme como un intercambio justo por Hesíone, pero ¿habría echado alguien de menos realmente a Hesíone en Troya, aparte de su hermano?
Los hombres saltaron al ver que nos acercábamos.
—¿Qué es esto? —gritaron. Tres corrieron hacia Gelanor y le rodearon con sus espadas—. ¿Un pirata superviviente?
Gelanor se echó a reír.
—Nada tan salvaje ni terrorífico —dijo—. Sólo soy un artesano de la corte de Esparta. Me halagáis tomándome por un pirata.
Todos le rodearon con las espadas desenvainadas. Él parecía muy halagado, como siempre les ocurre a los hombres intelectuales cuando los toman por peligrosos hombres de espada.
—Es cierto —dijo. Miró hacia mí para que se lo confirmara.
—Sí —afirmé yo—. Es de Esparta. Él y esta mujer nos han seguido hasta aquí por lealtad a Menelao.
—Para ser un simple artesano, debes de ser un experto marinero —dijo el capitán, acercándose a él y ordenando a sus hombres que bajaran sus armas—. El paso no es fácil.
—Yo me crié en Gitio —respondió Gelanor—. Mi padre es pescador.
—Aaah —dijo el capitán—. Ya lo veo.
—Es extraño cómo ciertas habilidades que uno creía olvidadas pueden volver en momentos cruciales. Hemos varado en el otro lado de la isla; la corriente nos ha traído hasta aquí.
—Volver será otra cosa —dijo el capitán—. Las corrientes van en tu contra, y también los vientos. A no ser que tengas una vela grande y muchos remeros…
Por primera vez desde que le conocía vi que algo tomaba a Gelanor por sorpresa…, una sorpresa desagradable. ¿Acaso no había pensado en el viaje de vuelta? ¿O había asumido que podía persuadir al capitán de dar la vuelta a su barco y llevarnos de vuelta al continente? Quizás estaba tan obsesionado con su objetivo que no pensó en nada más. ¿Qué le llevaba a perseguirnos tan furiosamente?
—Me las arreglaré —dijo, muy tieso.
El capitán nos hizo señas de que nos reuniésemos en torno al fuego, que ya estaba ardiendo.
—Sois bienvenidos aquí —dijo a Gelanor y Evadne.
El odre de vino hacía ya sus rondas, y alguien se lo tendió a Gelanor. Él dio un buen trago y lo pasó a otro.
Eneas vino a vernos.
—¿A quién habéis encontrado?
—Él nos ha encontrado a nosotros —dijo Paris—. Alguien de la corte de Helena, que venía a traerla de vuelta. Pero no le ha enviado nadie, ha venido por su cuenta.
Eneas le echó una mirada.
—Un hombre valiente —dijo—. Así que todavía no se ha dado la alarma por nuestra huida, ¿no?
—Gelanor y esa mujer se fueron al amanecer, sólo unas pocas horas después que nosotros. Por supuesto, por ahora nos echarán de menos… a todos —dije yo.
—¿Y quién es ese hombre? —preguntó Eneas.
«Un metomentodo —pensé—. Y también un amigo muy querido».
—Sirve de consejero a Menelao para muchos asuntos —dije—. Es muy astuto.
—Bueno, ¿qué tipo de cosas?
—Pues… armas, suministros.
—¿Es un hombre militar?
—No, no es soldado.
—Pues no lo entiendo —dijo Eneas—. Si no es soldado, ¿cómo puede ser experto en cosas de armas? ¿Por qué iba a ser valioso su consejo?
—Porque sabe muchas cosas —afirmé—. Ya te he dicho que es muy astuto. No puedo explicarlo mejor.
—Podríamos dar empleo a un hombre así en Troya.
—Exactamente eso es lo que le he dicho. Pero se niega a ir. Simplemente, quiere volver a Esparta.
—Eres un hombre tozudo, Gelanor —dijo Paris, levantando su copa para saludarle—. Pero como yo también lo soy, te respeto. —Bebió un largo trago de vino.
—Entonces, ¿tu lealtad a Menelao es absoluta? —le preguntó Eneas.
—Mi lealtad es hacia Helena —respondió él—. La corte de Esparta sin ella no tiene nada que me retenga. Así que buscaré algún otro lugar en el cual encontrar una posición donde poder emplear mis talentos.
—¡Pues ven a Troya! —dijo Eneas.
—He dicho que mi lealtad estaba con Helena —dijo Gelanor—. No he dicho que perteneciera a Helena, ni que vaya a ir a donde le dé la gana de ir a ella.
De pronto supe cómo llegar hasta él.
—Gelanor —dije—, el mejor servicio que podrías hacernos tanto a Menelao como a mí sería acompañarnos a Troya y luego volver a Esparta para informarle a él de que hemos llegado sanos y salvos. De ese modo, habrías visto el final de mi viaje y al mismo tiempo permanecerías leal a Menelao, y podrías tranquilizar su espíritu. Así sabría exactamente lo que ha ocurrido y no estaría a la merced de ningún rumor o suposición, y podría actuar de acuerdo con ello.
Actuar de acuerdo con ello. ¿Qué podía verse movido a hacer? No importaba. Los muros de Troya eran altos y fuertes. Y nosotros estaríamos a salvo en su interior, por entonces.
Cogí aliento con fuerza y le miré a los ojos, inocentemente, esperaba.
—¿No es el curso de acción más razonable, el que satisfaría el honor de todo el mundo? —La razón nunca fallaba con él, ¡que ganase ahora!
En lugar de responderme, meneó la cabeza y emitió un ruido de fastidio, sentándose en la arena y uniéndose a los hombres que estaban en torno al fuego. No había dicho que no. Estaba posponiendo la respuesta. Una vez daba su palabra, nunca le había oído cambiarla.
—¿Qué comida podéis ofrecer a un hombre hambriento? —preguntó.
Pronto todo el mundo estaba comiendo y charlando. Los hombres habían explorado la isla durante el día, y el capitán y algunos de los soldados habían reparado los daños del barco producidos en el ataque de los piratas y el precipitado desembarco, disponiéndolo para hacernos a la mar.
—Ya está listo, hombres —dijo el capitán—. ¡Ahora puede empezar el viaje de verdad!
—La parte peligrosa, querrás decir —comentó Paris.
—¿No lo han sido bastante para ti los piratas y las corrientes? —preguntó Eneas.
—Todo es peligroso —admitió el capitán—. Pero si contamos con el favor de los dioses, llegaremos sanos y salvos a Troya.
—¿Y qué ruta tomaremos? —preguntó Eneas.
—Iremos primero desde aquí a la isla de Melos…, desde allí a Andros. Y desde allí a Esciros y a Quíos…
—¿Quíos? —preguntó Gelanor.
—Sí, Quíos. Y luego derechos hasta Troya. Cada salto implicará navegación nocturna de nuevo. Es arriesgado, pero no tenemos otra opción. La distancia entre esas islas es demasiado grande. Y doy gracias por las islas, porque sin ellas, nos enfrentaríamos a un trecho demasiado grande de agua abierta entre este lugar y Troya. —Bebió un largo trago de vino y se secó la boca—. Así que bebed esta noche, y hartaos de estar echados en tierra firme.
Pronto todos habían ido retirándose a sus lugares para dormir. El cielo estaba claro y las estrellas eran amistosas y blancas. Pero afuera, en el mar abierto, sólo con la negrura debajo de nosotros, ¿cuánto consuelo encontraríamos en ellas?