XXVI

Avanzábamos andando por el agua hacia la costa, dejando que los hombres limpiasen el barco y eliminasen a los muertos. Pero caminando por entre aquellas aguas revueltas, teníamos que pasar entre cuerpos flotantes que se balanceaban en la superficie, y en una ocasión incluso pisé uno que se había hundido hasta el fondo. Todavía estaba caliente, y cuando lo toqué con el pie, lancé un grito. Paris me cogió del brazo y me condujo más allá.

Las aguas se hicieron menos profundas en torno a mis piernas, ahora ya no pisaría nada que estuviera oculto. De pronto, Paris me soltó el brazo y se colocó ante mí, saltando por encima de las olas y corriendo hacia la costa.

—¡Ahora! —gritó, con los brazos muy abiertos—. Para. Quédate ahí.

No tenía ni idea de lo que estaba haciendo, pero me detuve y le miré.

—Ahí. No te muevas. No te muevas en absoluto.

¿Estaría loco? No podía quedarme allí eternamente. Di otro paso.

—Ahora ya la he visto —dijo.

—¿A quién?

—A Afrodita saliendo de la espuma, la espuma en la que nació —dijo, tendiéndome la mano para acompañarme hacia la orilla—. Aquí es donde salió a la costa, ya sabes. —Pasó sus brazos a mi alrededor—. Y en ti la he visto. —Empezó a besarme el cuello—. Pero tú eres más encantadora aún.

—No la provoques —susurré.

Pero sabía que ella ya le había oído. Y detrás de nosotros noté las miradas de los hombres, que nos perforaban. Mientras arrojaban los cuerpos muertos por encima de la borda y frotaban la cubierta para limpiarla de sangre, esos jóvenes idiotas se estaban abrazando. Eso fue lo que vieron. Al menos, no podían culparme a mí del ataque de los piratas.

Así que ya había llegado a Citerea, donde había puesto los ojos. Pero qué diferente era aquella llegada de la que habría deseado.

Acampamos muy adentro en la isla; dejamos sólo unos pocos hombres para que hicieran guardia en el barco. Éstos rompieron el barco pirata y lo hundieron, después de quitarle todo lo que resultase útil: cabos, cestas, remos y las pocas armas que quedaban. Rápidamente construyeron unos refugios elementales y recogieron madera para encender un fuego; hicieron una hoguera grande, colocando algunas maderas del barco pirata cerca para que se secase. El sol había brillado sobre nosotros durante el combate, pero ahora la luz se estaba desvaneciendo con rapidez. Al cabo de unos minutos las estrellas aparecerían ya.

Pasaron unos odres de vino de mano en mano, y todos bebimos. Normalmente, supuse, habría conversaciones cansadas y perezosas reviviendo los acontecimientos de la jornada, y planificando la siguiente. Pero entonces todos permanecían sentados y apagados, mirando al fuego y sin decir nada. El silencio, sólo roto por los chasquidos de la madera en el fuego, no resultaba desagradable. Yo temía lo que podían decir si expresaban realmente lo que pensaban.

Y lo que pensaban era: «Helena trae la muerte». No llevaba fuera de mi hogar más de un día y ya me había visto rodeada por cuerpos muertos. ¿Era culpa mía? No, ¿cómo iba a serlo? Pero la culpa y la causa no es lo mismo. Si la miel atrae a las moscas, la miel es la causa de que se arremolinen. Pero no es culpa de la miel; sencillamente, su naturaleza es atraer a las moscas.

¿Era mi naturaleza atraer a la muerte? La sibila, y lo que había dicho…: «muchos griegos morirán».

«¿Eran griegos los piratas?», me preguntaba. Quizá no lo fueran. Pero el que había hablado con Eneas… parecía bastante griego.

—Os veo muy tristones, amigos míos —dijo Eneas, como si hubiese oído mis propios pensamientos—. Animaos. Dicen que un viaje que empieza mal acaba siempre bien. Y esto no ha acabado tan mal para nosotros como para los piratas. —Se rio, una risa forzada al principio, pero que se fue haciendo auténtica a medida que algunos de los hombres se unían a ella.

—Eso, eso —dijo uno de los hombres, echándose vino en la boca a chorro. Luego pasó el odre al hombre que tenía junto a él.

—¡Venga! —Uno de los otros cogió un trozo de madera del barco pirata y lo arrojó al fuego. La madera siseó y escupió el agua que todavía tenía en su interior—. Arde. Arde y así sacaremos algo de provecho de ti. —Se volvió y dijo—: ¿No es curioso que los piratas, en lugar de llevarse algo, nos hayan dejado algo?

—Pero no botín —dijo otro hombre—. Al parecer éramos las primeras víctimas que atacaban. Habría sido mejor si hubiésemos sido las últimas…, entonces habríamos heredado su botín.

Los primeros. Probablemente tenía razón, entonces: es posible que aquella fuese la primera incursión de aquel muchacho. La muerte siempre es fea, pero es mucho más terrible en los jóvenes. Me eché a temblar.

—Tú despachaste a un par —dijo Eneas, señalando a Paris—. Los primeros, supongo, ¿verdad? No hubo muchos muertos antes de que tú llegases a Troya, eso desde luego.

«Pero habrá muchos después». ¿Quién susurraba aquello en mi mente?

—Sí. Ha sido… fácil. —Paris bajó la vista, violento—. Se supone que no debería ser así.

—¿Quién lo ha dicho? —exclamó uno de los hombres—. Es mentira que no es fácil. Es una de las cosas más fáciles del mundo. Por eso se mata tanto.

El capitán intervino.

—Es especialmente fácil cuando sabes que él te va a matar a ti. —Lanzó una carcajada—. Pero ¡habéis dejado mi barco hecho un asco! —Otra carcajada—. ¿No podríais matar más limpiamente, hombre?

—Esperemos que las cubiertas bien fregadas no vean más acción durante el resto del viaje —dijo Eneas—. Vayamos a Troya lo más rápidamente posible.

—Tendremos que ir saliendo y entrando en las islas casi todo el camino hasta Troya —dijo el capitán—. Podremos echar el ancla y fondear en la costa, pero no estaremos seguros hasta que lleguemos a la bahía de Troya.

Me preguntaba cuánto tiempo costaría llegar a Troya. Extrañamente, no lo había preguntado antes, y entonces me daba cuenta de que aunque fuese en las mejores condiciones, costaría muchos días. ¿Nos seguiría alguien? ¿Cuánto tiempo pasaría hasta que Menelao lo averiguase todo y saliera a perseguirnos?

Él estaría todavía en Creta; se quedaría allí para los juegos funerales. Alguien podía ir a Creta a decírselo, pero para cuando le alcanzasen, él estaría ya casi a punto de regresar. De pronto, me eché a reír. Pero ¡si ni siquiera habría llegado a Creta! Habíamos salido al mismo tiempo, y Creta estaba mucho más lejos que Citerea. Me sentí a salvo. Estaríamos a salvo en Troya antes de que pudiera reunir una partida para seguirnos.

—¿Qué es lo que te divierte tanto? —Paris se inclinó hacia mí.

No podía decirle que me reía de puro alivio al pensar que mi marido no era ninguna amenaza.

—Nada…, sólo me reía de cansancio.

—Sí, vámonos a nuestra tienda.

No necesitaba que le animasen mucho, ni yo tampoco. No quería permanecer más tiempo junto al fuego.

Aquella vez nuestra tienda era más sólida, con soportes de madera cogidos de las cuadernas del barco pirata y unas coberturas de tela de pelo de cabra. Paris dejó una abertura en el centro para poder aspirar el aire fresco de la noche. Había cubierto el suelo con unas mantas gruesas de lana y nuestros mantos encima. El baúl del tesoro estaba también allí, ante nuestra vista.

—No es que no confíe en los hombres, pero… —Sonrió—. ¿Qué opinas de nuestro palacio? —Señaló con un gesto, orgulloso.

Yo me incliné hacia él.

—Creo que has aprendido mucho del montaje de tiendas en un solo día. Para cuando lleguemos a Troya, serás el mejor preparador de tiendas de todo el Egeo.

Y era cierto, estaba claro que era ingenioso y estaba lleno de recursos. «Aprenderá —me susurré a mí misma—, y todo lo que aprenda le hará sobresalir más aún entre los hombres, hasta que nadie pueda igualarle». Me excité sólo con pensar en el joven que tenía junto a mí y en el hombre en el que se convertiría.

Aunque la tienda estaba helada, nos dimos calor con nuestros cuerpos desnudos, que no temblaban de frío, sino de deseo. De nuevo, el deseo avasallador me invadió y me hizo desear desaparecer en él, y al mismo tiempo acariciar cada fragmento de su ser, y reverenciar su cuerpo.

Paris cayó de rodillas y me arrastró con él. Delicadamente, desabrochó los hombros de mi traje y la fina lana cayó, ligera como el aliento de un niño. Entonces la reemplazó su propia respiración, cálida y acariciante, en mis hombros. Ah, qué dulce era, como el viento que murmura al pasar por encima de una pradera salpicada de flores.

Eché la cabeza hacia atrás y mi pelo cayó por la espalda hasta el improvisado camastro, como una columna. Él hundió las manos en él, acariciándolo y amasándolo con los dedos.

—Tu pelo… maravilloso… —decía, débilmente. Su voz sonaba tan lejana que costaba oírla. Sus manos en mi pelo me inclinaban hacia atrás. Él cayó encima de mí y juguetonamente cogió mechones de mi pelo y me cubrió el rostro con ellos—. Ahora no ves nada —dijo.

Estaba tan oscuro en la tienda (y no podíamos tener luz por el peligro) que yo no veía de todos modos, pero el pelo formaba una extraña máscara: caliente por sus manos, espeso y perfumado por un aroma que sólo entonces me daba cuenta de que era el mío propio. Él lo apartó y me besó los labios. El pelo cayó a ambos lados.

Me encantaba la forma y el contacto de sus labios: eran curvados como el arco de un cazador, y suaves como sólo los de un hombre muy joven pueden serlo. Los de Menelao eran duros e inflexibles, y en aquellos breves momentos me pregunté si los de Paris se volverían también inflexibles con el tiempo, pero el caso es que entonces eran suaves y sólo hablaban de placer. Nunca, nunca me cansaba ni me cansaría de besarlo.

Él deslizó los brazos por debajo de mis hombros y yo le pasé las manos por la espalda, deleitándome en el contacto de cada músculo y cada tendón.

—Guardar el ganado debe de ser muy duro. —Oí mi propia voz dando forma a mis pensamientos. Era cierto: él había conseguido aquel cuerpo de guerrero con sus tareas cotidianas. Las cosas que los hombres normales hacen en un día de trabajo pueden ser mucho más duras que el entrenamiento de un príncipe—. Es bueno que no te hayas convertido en príncipe hasta convertirte primero en hombre.

Desde alguna parte venía una risa somnolienta.

—Siempre fui príncipe. Pero no lo sabía.

Yo le acerqué más a mí.

—Tu ganado sí que lo sabía —dije—. Los animales lo saben.

—A veces dices muchas tonterías —murmuró él. Entonces cesaron todas las bromas, mientras nuestros cuerpos nos silenciaban.

—Paris —dije—. Paris, yo y toda mi fortuna somos tuyas.

Me entregué a él con todo mi ser, y lo tomé también del mismo modo. No me cansaba de estrecharle. Rodamos juntos encima de los mantos, con el aire helado a nuestro alrededor, dando vueltas y vueltas hasta acabar en el suelo desnudo.

—Ahora —susurré—, no puedo esperar más.

Y así era…, mi cuerpo estaba ardiendo, tenía que poseerle.

—Yo tampoco —murmuró él.

No fue sólo una vez, no fue sólo una unión. Aunque estaba oscuro, la tienda parecía resplandecer con rojos y amarillos, y los colores del deseo y del sol. Cuando al fin caímos de espaldas en las mantas y nos cubrimos con los mantos, fue sólo porque estábamos absoluta y totalmente ahítos.

Pero el sueño se me escapaba. Miré hacia fuera a través de la abertura en la tienda y vi la luna menguante que estaba lo bastante alta en el cielo para iluminarnos. Un brillante rayo de luz cayó en Paris, iluminando su rostro dormido.

Esa cara era tan perfecta que despertaba la envidia de los dioses. Yo me incorporé sobre un codo y le miré. Tenía los párpados cerrados y dormía profundamente. Belleza. Qué amo o ama tan exigente con nosotros. Lo que odiaba que los demás hicieran conmigo, lo estaba haciendo con Paris.

Me aparté, me puse en pie. Eché a un lado los faldones de la tienda y salí, guiñando los ojos con el primer brillo de la luna. Ésta arrojaba sombras desde las movibles ramas en torno a la tienda. Me puse de puntillas y aspiré: el aire era frío, perfumado de pino, tonificante. Oía el mar, pero estaba lejos. Esta isla era mucho mayor que Cranae, con bosques y animales.

La luna sobre nuestras cabezas estaba mordisqueada por un lado. Tanto había perdido desde la noche en que Paris y yo huimos. Era una implacable señora del tiempo, midiendo nuestra vida juntos.