El resto de la noche, las estrellas giraron a nuestro alrededor mientras nosotros nos adormecíamos y nos despertábamos, y nos abrazábamos una y otra vez, hasta que no hubo forma de distinguir la vigilia del sueño ni el descanso del amor. Yo atisbaba el cielo a través de las aberturas de la rústica tienda que Paris había preparado para nosotros, los mantos empapados colgantes y revelando los cielos. Envolvía mis oídos el constante rumor del mar. Todos mis sentidos estaban tocados por la novedad: mis ojos con la desconocida vista de Cranae y de Paris desnudo; mi nariz con el aroma de las flores silvestres especiales de aquella isla y el olor de la piel de Paris con mi rostro apretado contra su cuerpo; mis manos, con el contacto de su cuerpo, tan esbelto y cálido, tan distinto del de Menelao; mi lengua, con el sabor de su cuello cuando lo besaba; mis oídos, con el murmullo de la voz de Paris, lenta y soñolienta, apenas discernible por encima del ruido del oleaje.
La noche pareció durar eternamente, mucho más que una noche corriente. Yo sabía que los dioses pueden hacer días o noches mucho más largos, si lo deciden, y quizás ése fuese el regalo de bodas de Afrodita para nosotros.
Gradualmente las estrellas fueron desapareciendo y el cielo se volvió gris. Con la luz creciente, veía a mi amado durmiendo, podía estudiar cada uno de sus rasgos. Di gracias a Afrodita por aquella oportunidad, porque nunca había podido mirarle de verdad, o más bien mirarle hasta hartarme. El tiempo que habíamos pasado juntos en Esparta había transcurrido en compañía de otros, otros ante quienes no podía traicionarme, o sea, que nunca había dejado que mis ojos se recreasen en él.
No sentía vergüenza ni remordimiento, nada salvo una excitación salvaje y felicidad, una felicidad más allá de toda felicidad, un éxtasis absoluto. Era libre. Había tomado el regalo que se mostraba ante mí, había pasado la prueba del valor, la prueba de si realmente deseaba aquella recompensa. Ahora mi vida podía empezar.
Me esforcé por levantarme y, tras echarme un manto por los hombros, salí de la tienda, dejé la calidez y la protección que me ofrecían. Fuera, el viento soplaba entre los pinos y levantaba el polvo por el camino. Unas nubes oscuras cruzaban veloces el cielo. Me puse de puntillas y miré hacia el mar. En el otro extremo de la isla podía haber visto Gitio, pero todavía no quería verlo. No quería ver el movimiento de los hombres en la costa, buscándome. Quería mirar al otro lado del agua abierta, hacia el horizonte, lo más lejos posible.
Pero cuando salió el sol, emergiendo de las aguas y convirtiéndolas en un camino dorado y resplandeciente, unas formas se dibujaron entre la niebla. Y lejos, en el horizonte, vi una isla que flotaba. Debía de ser Citerea. Gelanor me había hablado de ella cuando la vi desde Gitio. De pronto, sentí la necesidad urgente de estar allí, aunque él me había dicho que no podía. Quería hacer todas aquellas cosas que me habían dicho que no podía hacer.
—¿Me dejas tan pronto?
Paris estaba de pie junto a mí, y me atrajo hacia él, por detrás. Noté que sus fuertes brazos me rodeaban. Por un momento, al ver cómo se enroscaban en torno a mí, pensé en la serpiente sagrada, incliné la cabeza y le besé el antebrazo.
—Nunca —dije—. Nunca te dejaré.
—Ni yo a ti —dijo—. Ni yo a ti.
—¡Ya veo que estáis despiertos! —nos interrumpió la voz de Eneas—. Eso está bien, tenemos que ponernos en camino —dijo, y vino andando hasta nosotros. Vi que examinaba nuestros rostros, intensamente curioso por saber cómo habíamos pasado las horas, esas horas que le costarían tan caras a todo el mundo. Por pura costumbre desterré toda expresión de mi rostro, para que no pudiera leerlo—. Tenemos que estar muy lejos antes de que se dé la voz de alarma. Probablemente ahora se estén despertando y echándonos de menos.
Me imaginé a mi madre abriendo los ojos, bostezando y levantándose; a mi padre que salía del lecho; a Hermíone, todavía soñando. Hermíone. ¡No debía pensar en ella ahora!
Mientras abordábamos el barco, vi el mascarón de proa y me eché a reír: era Eros.
—¿Cómo han tallado esa figura? —pregunté.
Eneas le echó una mirada.
—La encargó Paris —dijo él.
Zarpamos. Los hombres izaron la vela cuadrada y corrimos ante el viento del sudoeste, que nos impulsaba hacia Citerea. Para darnos mayor velocidad, los remeros trabajaban también. Nos dirigíamos hacia mar abierto.
—Tendremos que pasar la noche en alta mar —dijo el capitán—. No tenemos elección; no hay fondeadero entre aquí y Citerea. Roguemos a Poseidón que no nos alcancen las corrientes traicioneras cuando todavía estemos en la oscuridad.
—¿Qué quieres decir? —le preguntó Paris.
—El de Citerea es un paso peligroso —dijo—. Muchas corrientes rápidas y rocas ocultas. Ésos son los peligros naturales. Luego están los piratas, pero ésos tienden a andar muy cerca de la costa. Hay un dicho: «Rodea Malea y olvida tu hogar». Debemos pasar por el oeste del promontorio de Malea para llegar a Citerea.
Paris me abrazó.
—Querida mía, tú deseabas aventuras —dijo—. Y las tendremos. —Me dirigió hacia el pasamanos—. Si pudiéramos hacer el amor en alta mar… Pero sería un desafío, con todos esos movimientos y balanceos. Como hacer el amor a lomos de un caballo, imagino.
—¿Cómo? ¿Lo has hecho?
Él se echó a reír.
—No, pero sería una cosa muy troyana.
—¿Por qué?
Él se volvió y me miró atentamente al rostro.
—No lo sabes, ¿verdad? ¿Es que no te han enseñado nada? ¿Y ese mago de palacio, ese hombre que sabía tantas cosas? ¿No te enseñaba nada?
Su acusación, aunque fuese cierta, dolía: dolía porque era cierta.
—Gelanor me enseñó muchas cosas, pero sólo las cosas que tuve ocasión de preguntarle. No era mi tutor.
—Lo siento. No quería acusar ni menospreciar a nadie. Es que…, bueno, Troya es famosa por sus caballos. Mi hermano Héctor es conocido como el «Domador de Caballos». De modo que, por supuesto, en Troya hay muchas hazañas relacionadas con la equitación. Probablemente hay alguien por ahí famoso por su habilidad para hacer el amor en un caballo al galope.
Yo me eché a reír.
—Entonces supongo que el barco será un buen lugar para que practiquemos. Podemos deslumbrar a todo el mundo con nuestras proezas cuando lleguemos a Troya.
Afrodita me había preparado para esconderme con Paris de nuevo, y sólo hacía un trato desde que habíamos estado bien apretados el uno contra el otro. La diosa había encendido en mí un fuego devorador. Yo estaba preocupada por la privacidad que podíamos tener en el barco y susurré mi petición a Paris.
Por un instante, él le miró algo violento, y sus ojos recorrieron el barco con su gran tripulación. Era un dominio masculino, un lugar donde no había privacidad ni sutilezas.
—Sólo bromeaba con lo de la práctica para los caballos. Yo… creo que debemos esperar hasta llegar a la costa. No hay forma de tener más que un espacio muy pequeño para descansar, y no hay posibilidad de protegernos de todas esas miradas. —Hizo un gesto hacia los remeros y sus remos. Me apretó el hombro—. Helena —murmuró—, tendrás que controlarte. Debemos esperar.
—Esperar. Lo único que he hecho toda mi vida ha sido esperar —dije.
Él se rio, para demostrar que estaba bromeando.
—Esperemos que el trayecto sea rápido, pues. Esperar es la forma más exquisita de tortura.
Las aguas se fueron poniendo más agitadas a medida que dejábamos atrás Cranae. La isla, con sus grupitos de árboles, se iba volviendo más pequeña en nuestra estela. El viento empezó a azotarnos y los remeros tuvieron que esforzarse mientras el barco escoraba. A medida que íbamos avanzando por las aguas abiertas, toda la tierra parecía equidistante, y débiles imágenes aparecían en el horizonte a la izquierda, a la derecha y delante de nosotros. Las gaviotas nos seguían, dando vueltas y cayendo en picado, mientras chillaban agudamente; sus graznidos se los llevaban los vientos.
—Arriad las velas —ordenó el capitán al anochecer—. Tenemos que ir más despacio en la oscuridad, y además, no podemos pasar cerca de Malea de noche. Debemos estar plenamente alerta y ser capaces de ver cuando hagamos ese trayecto.
Temblando, me acurruqué en un lugar protegido, junto a la popa del barco. Paris me trajo comida; el barco estaba bien abastecido, en lo que respecta a ese tipo de provisiones, pero todo estaba frío y había que comer deprisa y con la menor ceremonia posible, y hacerlo pasar con vino. Bebí un largo trago, apoyé la cabeza en la borda del barco y me eché a reír. Y pensar que yo había imaginado aquel viaje como una ocasión de complacencia y privacidad… ¡Qué ingenua era! ¡Qué protegida había estado…! Ni siquiera sabía cómo era en realidad un viaje… ¡Cuántas cosas tenía que aprender!
Paris me trajo una manta para que me envolviera en ella y la usara como almohada. Me trataba como yo trataba a Hermíone. Pero allí él era el mayor; tenía razón, en algunos aspectos había vivido mucho más que yo, si la experiencia constituye la longevidad.
—Cierra los ojos —dijo, besándome en los párpados—. Yo vigilaré. Por supuesto, no creo que haya piratas en la oscuridad, pero no dormiré.
Pobre Paris… Su voz traicionaba lo cansado que estaba. Ninguno de los dos había dormido de verdad aquella noche en Cranae.
Apreté su mano y traté de relajarme en el barco oscilante y cabeceante. Me sentía como si estuviera suspendida en una hamaca, acunada por una mano gigantesca. Intenté no pensar en las profundidades de agua fría que tenía debajo. No me ayudaba nada que el capitán hubiese dicho que «sólo tres dedos» de madera nos separaban del mar.
El puro cansancio me impulsó a una especie de sueño, como si alguien sumergiera mi cabeza en el reino de los sueños. Pero no puedo recordar ninguno, cosa por la que me siento muy agradecida. De haber presagios en ellos, no habría podido soportarlos. No quería más presagios. Estaba mortalmente cansada de tanta profecía. Ellas me habían gobernado desde mi nacimiento…, no, desde antes incluso. Ahora dejaba atrás las profecías como había dejado atrás Esparta.
Tenía que vivir cada día como si fuera sólo un día, pensé. No ver ni más ni menos que lo que contenía ese día.
Paris todavía me sujetaba la mano. Eso era suficiente para mí, era todo lo que necesitaba.
La aurora llegaba. Era algo rígida y fría; notaba las manos entumecidas. Echado junto a mí, debajo de la manta, estaba Paris.
—Creía que ibas a quedarte despierto toda la noche —susurré, con mis labios pegados a su oreja.
—Y así lo he hecho —dijo—. Sólo me he echado cuando he visto que empezaba a haber luz. El mar estaba claro. —Se sentó, meneando la cabeza—. Sólo falta un día más para llegar.
Para llegar a Citerea. Y luego…, pero ahora no podía pensar en aquellos términos. Sólo tenía que pensar en el día de viaje a Citerea. Y una vez en Citerea, pensar sólo en ese día, y luego…
—Aquí llega la parte más peligrosa —dijo el capitán, dirigiéndose hacia nosotros—. Estamos en la peor parte de las corrientes, las que pasan por el canal, y nos estamos aproximando a Malea. Mirad ahí. Podéis ver el cabo Malea lejos, a nuestra izquierda, y Citerea justo delante.
Yo me levanté, con las piernas temblorosas. El viento me azotó el rostro, frío y punzante. Veía el perfil de Malea, y justo delante la montaña de Citerea. Había aparecido entre las neblinas de un sueño.
—¡Al fin! ¡Al fin podré poner los pies en ella! —dije.
—No tan deprisa, señora —dijo el capitán—. Primero han llegado ellos.
—¿Cómo? —preguntó Paris.
—Ellos —dijo, y el capitán señaló hacia un barquito apenas visible, junto a Malea.
Paris se echó a reír.
—¿Esa cosa tan pequeña? Nunca nos cogerá, y además, aunque lleguen hasta nosotros, ¿qué importa?
El capitán meneó la cabeza.
—¿No sabías, príncipe, que los barcos piratas son pequeños y ligeros? Tienen que serlo para resultar veloces y poderse esconder. Y éste tiene todo el aspecto de un barco pirata. No creo que sea un inocente barquito de pesca, aunque puede ir disfrazado como si lo fuera. —Se volvió hacia los remeros—. ¡Más rápido! ¡Lo más rápido que podáis! —Hizo una señal hacia la tripulación—. ¡Izad las velas! ¡Izad las velas! ¡Hay que aprovechar este viento!
Los hombres corrieron a desplegar las velas e izarlas bien alto, y éstas se sacudieron como si las llenara el impaciente viento. El barco voló por encima de las olas. El barco sospechoso quedó muy atrás.
El capitán pareció relajarse un poco, pero seguía mirando a popa, manteniendo el barco a la vista. Hizo señales a los hombres que manejaban el timón para que girasen hacia la derecha, y así lo hicieron. Luego, unos momentos después, les ordenó que girasen a la izquierda rápidamente, y ellos obedecieron. La oscuridad se extendió por su rostro.
—¿Qué ocurre? —le pregunté.
—Sí, son piratas. Van cambiando de rumbo igual que nosotros.
—¿No podría ser un barco más pequeño que nos usa sólo como un medio seguro para establecer un rumbo? —preguntó uno de los hombres más jóvenes.
—Posiblemente —admitió el capitán—. Y ahora que tenemos el viento a favor, y una vela mayor que la suya, les cogeremos ventaja. Si tenemos suerte, llegaremos a Citerea mucho antes que ellos.
—Pero tendremos que acampar muy tierra adentro —dijo el hombre—. ¡Los piratas atacan las costas y se llevan a la gente!
—Entonces tendremos que subir a las montañas y vivir allí durante un tiempo —dijo Paris, con sus labios junto a mi oído. Al decirlo él, parecía que allí había un paraíso, un retiro donde podríamos permanecer mucho tiempo.
—A los piratas les gusta caer por sorpresa sobre las mujeres y los hombres desarmados que están celebrando algo —se quejó el hombre más joven—. A mi tía se la llevaron de esa manera y nunca la volvimos a ver.
Las incursiones de los piratas proporcionaban la mayor parte de los esclavos vendidos para el trabajo doméstico; en tiempos de paz, sin ningún cautivo de guerra, los piratas cubrían esa necesidad. Yo me eché a temblar.
—Valor, muchacho —dijo el capitán, no sin amabilidad—. Es mucho más difícil llevarse a la tripulación entera de un barco. Sólo hay una mujer a bordo, y podrían pedir tal rescate por ella que estará a salvo. —Me guiñó un ojo—. ¡Más rápido! —ordenó a los remeros.
Pero Citerea estaba mucho más lejos de lo que parecía, o quizá la corriente nos hubiese llevado a un lado. Cuando el sol ya casi tocaba el horizonte, Citerea todavía estaba a una gran distancia. Y luego el viento, de repente, se detuvo, como si descendiese más allá del océano, junto con el sol. Las velas colgaron flácidas, flojas e inútiles. Nuestra velocidad disminuyó y sólo nos movíamos ya por la fuerza de los remeros.
Y el misterioso barco que nos seguía ahora se veía más grande detrás de nosotros. Cuando el viento soplaba, nuestra vela de mayor tamaño nos llevaba con más rapidez por encima del agua, pero sin el viento, los remeros impulsaban su barquito más ligero con mayor velocidad. Nos estaban alcanzando, y no importaba lo duro que remasen los nuestros, el espacio entre ambos se iba reduciendo. Yo me agarré a la borda del barco. ¿Acabaría mi libertad al cabo de un solo día? ¿Sólo se me concedería una noche y un día con Paris? ¿Me capturarían, me atarían y me mandarían de vuelta a Esparta como un animal acorralado?
—¡No! —grité—. ¡No, no!
Estaban lo bastante cerca para poder ver ahora cuántos iban a bordo: unos treinta, más o menos, dos con caras torvas. No parecía haber capitán alguno; todos eran remeros. Quizá todos los piratas fuesen iguales, o hiciesen de capitán por turnos. Supuse que era necesario, ya que muchos podían morir en las incursiones.
—¡Armaos! —ordenaron Paris y Eneas a sus hombres.
Los soldados troyanos se abrocharon los petos y se pusieron los cascos. Seguramente al ver hombres con armadura, los piratas se echarían atrás. Pero no, seguían viniendo, más rápido aún si cabe, como si les alegrara mucho que hubiese una auténtica lucha en perspectiva.
A medida que las aguas eran menos hondas junto a Citerea, los piratas iban acercándose a nosotros. En lugar de ir recorriendo las aguas lentamente en busca de una abertura entre las rocas para fondear el barco en la costa, el capitán tuvo que ordenar a los remeros que continuasen tirando de sus remos con fuerza para apartarnos de las rocas escarpadas, mientras cogíamos posiciones para protegernos de los piratas. Desde luego, ellos intentarían forzarnos a estrellarnos contra las rocas. Nuestra situación era el sueño de todo pirata.
Paris me llevó hacia la parte media del barco, entre las dos filas de bancos de los remeros, y allí nos quedamos rodeados de soldados.
—Debes estar en el centro del centro, protegida por todas partes —dijo.
Se oía un ruido extraño, como de rascar (los piratas estaban subiendo por las bordas del barco, trepando). Luego, unos gritos penetrantes procedentes de los piratas, destinados a aterrorizarnos. Después, el barco empezó a balancearse salvajemente mientras los hombres luchaban, batiéndose en cada espacio por diminuto que fuese. Aunque era grande, yo temía que el barco se inclinase de costado y acabase por entrar el agua por encima de la borda, se llenase de agua y se hundiese. En un momento dado me vi arrojada de rodillas al balancearse súbitamente hacia la izquierda, cuando los combatientes se amontonaban allí. Me agarré a la borda con todas mis fuerzas y a la pierna de Paris, y mientras tanto no veía nada, protegida por la muralla de hombres que me custodiaban.
El ruido fue en aumento, gritos de dolor mezclados con aullidos de guerra, el metal golpeaba el metal, los remos de madera acababan destrozados, y alguien hizo caer la vela de modo que nos envolvió a todos y parecía que los hombres luchaban dentro de una red. Yo solté la presa en la pierna de Paris y luego le perdí. Había desaparecido, y la sólida muralla de soldados que había a mi alrededor se rompió; me levanté y vi la confusión en todo el barco, los hombres atrapados en la vela, otros luchando desesperadamente, los cuerpos muertos tirados allí donde caían, algunos echados a través de los remos. Vi a Paris y a Eneas luchando juntos contra los piratas, vi que Paris ensartaba a uno con su daga…, parecía tan sorprendido como el propio pirata por su éxito. El hombre se arqueó y se agarró el vientre con las manos agitadas, y vi entonces que no era un hombre, sino un chico. Murió con la sorpresa todavía en el rostro. ¿Había sido aquella su única incursión en el mundo del saqueo? ¿Era su primer día como pirata?
Paris me vio cerca y chilló:
—¡Vete! ¡Vete!
Pero ¿adónde podía ir yo? Todo el barco era una batalla campal, desde el mascarón de proa hasta la popa, con los remeros tratando animosamente de seguir remando mientras los soldados luchaban a su alrededor. Algunos habían abandonado sus puestos para unirse a la lucha, otros estaban inutilizados por la vela caída. En algún lugar en medio de todo aquel caos estaba el baúl con los tesoros de Esparta en su interior; no había pensado en ello hasta aquel momento. ¿Se habría acercado alguien? Pero no, estaba bien a salvo, debajo de la vela. Miré a mi alrededor frenética, buscando por dónde escapar a la refriega, pero lo único que pude hacer fue agacharme y deslizarme en torno a los hombres enzarzados.
De nuevo, el buque se escoró tan agudamente que el agua golpeó en la cubierta; a algunos hombres se los llevó el mar y los soldados con sus armaduras se llevaron la peor parte, ya que el peso de sus petos los arrastró hasta el fondo. Algunos dieron en las rocas con un estrépito sordo de metal; los piratas que cayeron dejaron escapar un surtidor rojo. El rugido de las olas en torno a las rocas se mezclaba con los gritos de los hombres moribundos y formaba un lúgubre quejido. A bordo, el estruendo de la lucha se fue elevando hasta adquirir el volumen de un vendaval fragoroso.
Lentamente, el gran número de soldados y sus mejores armas empezaron a imponerse a los invasores. Cada vez más hombres de los nuestros salían de debajo de la vela y se unían a sus hermanos en la lucha, y finalmente los dos últimos piratas quedaron arrinconados junto a la proa del barco. Eneas y otro soldado los mantenían contra la borda, y un montón de hombres se agolpaban detrás, de modo que era más probable que los piratas acabasen asfixiados que muertos por las dagas de Eneas y de su compañero.
Eneas ladró unas órdenes y los otros retrocedieron. Conteniendo el aliento, preguntó a uno de los piratas:
—¿Quién eres? ¿Dónde está tu escondite?
El pirata meneó la cabeza y se negó a responder.
—Habla o morirás —dijo Eneas.
—Moriré, hable o no hable —dijo el otro.
Con un asombroso despliegue de astucia y habilidad, aprovechándose del diminuto espacio entre él y su captor, de repente se retorció y se soltó, y trepó al mascarón de Eros. Allí se agazapó, como un gato.
—Troyanos, por lo que veo —gritó, burlón, quitándose el sombrero—. ¿Y qué os trae tan lejos de casa? Bonitas armaduras tenéis, y bonitos soldados también. Y un bonito tesoro que acompaña a la hermosa mujer, eso desde luego.
Eneas se abalanzó hacia delante, casi volando por el aire, y agarró la pierna del pirata. Pero el hombre dio una patada y se soltó, y se retiró aún más hacia el extremo del mascarón, mientras Eneas caía despatarrado, fuera de su alcance.
—Adiós —dijo el pirata—. Me entrego a la merced de Poseidón —exclamó, y se arrojó al agua.
Murmurando, Eneas miró por encima de la borda y meneó la cabeza.
—Desaparecido —dijo.
En la confusión con aquel pirata, la atención se había apartado de su compañero, todavía sujeto junto al pasamanos. Con un grito, Paris súbitamente se abalanzó hacia delante y le apuñaló. Esta vez, ni la víctima ni el verdugo parecían sorprendidos. El pirata gruñó y cayó hacia delante, y Paris sacó su daga y se la secó en la túnica, con el rostro adusto.
—¡Oh! —grité yo, corrí hacia él y le abracé.
Él me apretó contra su cuerpo con las manos temblorosas.
La muerte yacía a nuestro alrededor, los cuerpos como flores caídas en la cubierta empapada de sangre.