XXIX

La travesía de tierra adentro hacia donde se encontraba Troya no resultó nada emocionante. Tendría que haberlo sido, pero no lo fue. Tendría que haber notado el roce de las alas de Afrodita en mis mejillas, tendría que haber contemplado algún presagio o escuchado una música distante, pero todo era normal y corriente.

El suelo que pisaba era vulgar: tierra corriente, con algunas hojas de hierba dispersas. Soplaba una brisa también bastante normal, que no traía consigo perfumes o aromas inusuales. Suspiré, extrañamente decepcionada.

—¿Qué ocurre, amor mío? —preguntó Paris, que oyó mi ligero suspiro—. ¡Ya casi estamos en casa!

«En tu casa —pensé yo—. Tu casa».

—Estoy algo nerviosa —admití.

Él me miró, sorprendido.

—¿Helena nerviosa? Por qué, si todo el mundo se inclina ante ti.

«Eso está a punto de acabar», pensé. ¿Y no había deseado yo que acabase? ¿No me había quejado sin parar de ello?

—¡Un nuevo mundo para conquistar! —dijo él.

—Tú estás más seguro de eso que yo.

Íbamos caminando lentamente hacia un grupito de árboles corrientes, donde nos prepararíamos para la última etapa del viaje. Detrás de nosotros, Eneas gritaba órdenes a los hombres y el capitán gritaba también para asegurar el barco.

—¡Ven!

Paris me cogió de la mano y corrió conmigo hacia un montículo y desde allí señaló hacia el norte. El paisaje inacabable, sin rasgo distintivo alguno, se extendía bajo su dedo.

—Si pudieras volar directamente, como un águila, ahí encontrarías Troya. —Volvió mis hombros y me atrajo hacia él—. Pero tú no serías un águila; no, serías una de esas aves de vivos colores que viven en algún lugar lejano al sur. Nunca he visto ninguna, pero sí las plumas… amarillas, rojas y de un verde intenso.

Si yo fuera un ave…, pero mis pies estaban anclados a un suelo firme y pétreo, y eran mis pies los que me llevaban hacia Troya. Se lo dije.

—Podemos buscar unos caballos. Ahora estás en la tierra de los caballos. Te dije que Troya era famosa por ellos. Podemos conseguir carros y carretas…

—¡No! No quiero que sepan que llegamos. Caballos y carros nos anunciarían.

Él parecía extrañado.

—¿Por qué no quieres que sepan que llegamos?

—Quiero…, quiero que sea algo inesperado —dije.

De alguna manera, pensaba que sería más seguro. Pero más seguro, ¿por qué? ¿Pospondría aquello la desaprobación y la consternación que ahora temía?

—Pero ellos querrán recibirnos adecuadamente.

—Antes de llegar, debes enseñarme cosas sobre los troyanos. Toda tu familia y la corte. Tengo que saber qué aspecto tienen, cuáles son sus fuerzas y sus debilidades, y qué relación tienes con ellos. Quiero ser capaz de reconocerlos a todos la primera vez que los vea. —De alguna manera, tenía la sensación de que aquello me protegería. Y estaba deseando conocer a aquellos a quienes Paris más quería…, y a los otros, a los que no quería.

Viajamos muy despacio a través de la llanura. Habíamos desembarcado en un largo y estrecho cabo que sobresalía mucho en el mar, como si fuesen unos dedos rocosos extendidos hacia Quíos. Durante un tiempo pudimos ver el mar a ambos lados, pero pronto nos vimos envueltos por las suaves colinas y llanuras.

Las carreteras, si es que llegaban a tal cosa, eran estrechas y toscas, y no pasamos por ninguna ciudad. Pocas personas salieron a vernos, y aquellos que lo hicieron eran granjeros y pastores.

—¿Dónde están los aliados de Troya de los que me has hablado? —le pregunté a Paris mientras avanzábamos.

—Un poco más adentro —dijo—. Tenemos a los licios y a los meonios. Muy pronto los verás. —Se rio—. Quizás hasta las amazonas vengan a la corte a saludarte.

—Las amazonas… ¿Existen de verdad? —Ya sabía que a Paris le gustaba bromear. A veces me preguntaba si hablaba realmente en serio en alguna ocasión.

—Ah, sí. Más allá del mar Negro.

—Pero ¿has visto a alguna amazona, en realidad?

—No… Pero mi hermano Héctor sí. Recuerda que yo mismo no llevo mucho tiempo en Troya. Héctor dice que la que vino a la corte era tan alta como él, y con unos brazos muy fuertes y musculosos…, ¡daba bastante miedo!

—Esta noche… tienes que contarme cosas de Héctor y de los demás. ¡Me lo prometiste! —Al cabo de unos pocos días llegaríamos a Troya, y yo tenía que saberlo.

—¡Ah, sí! —Hizo bocina con las manos y llamó a Eneas—. ¡Querido primo, esta noche tú y yo vamos a interpretar una función!

El fuego ardía intensamente, nos sentamos en unas alfombrillas tejidas y nos recostamos con unas copas de vino en la mano.

—Ya no admito más retrasos —le dije a Paris—. Ahora quiero aprender para saber cómo reconocerlos y saludarlos por su nombre.

Llamé a Gelanor y a Evadne para que se unieran a nosotros.

—Muy bien. —Paris hizo una señal a Eneas, que se puso de pie y se volvió de espaldas a nosotros.

Al cabo de un momento, se volvió y se quedó de cara frente a nosotros con una mueca en el rostro y un bastón largo cogido en la mano, que supuse que quería representar una lanza.

—¿Quién es?

—Ése tiene que ser Héctor.

Era el hijo mayor, el mejor guerrero, del que ya había oído hablar. Pero ¿sería también así de orgulloso y desagradable?

Paris se echó a reír.

—¡Te he engañado! No íbamos a empezar con el más obvio. Aprenderás mejor si están todos mezclados. Éste es Deífobo, un poco mayor que yo. Quiere ser como Héctor, pero no lo es. Lástima. —Hizo una seña a Eneas—. Siguiente.

Eneas volvió medio encorvado y llevando un tocado como de mujer. Unos pendientes hechos con un hilo colgaban de sus orejas, y llevaba una especie de peluca, pero que se parecía sospechosamente a un manojo de paja.

Una mujer mayor…, pero no podía ser la reina Hécuba, ¿o sí? ¿Arrastrando los pies de esa manera, encorvada hacia delante?

—¿Una vieja sacerdotisa? —aventuré.

—¡No, no! Hay una sacerdotisa de Atenea de alto rango llamada Theano. Pero es más joven. Ésta es mi madre, la reina Hécuba.

—¿Tan anciana? —pregunté.

—Bueno…, hemos exagerado un poco —admitió Paris—. Después de todo, mi hermano Troilo es más joven que yo, y hay una hija más joven todavía. De modo que ella no está tan lejos de la edad fértil.

—Háblame de Troilo —dije.

—Es muy guapo y le encantan los caballos. Sabe domarlos muy bien y es un estupendo auriga. Pero aunque es realmente hermoso, no parece darse cuenta y es muy simpático y encantador.

Eneas volvió llevando todavía la peluca, pero ahora con un manto envuelto en torno a su cuerpo sugiriendo un vestido. Dio vueltas a un lado y otro, apuntando aquí y allá y abriendo la boca en silenciosos gritos.

—Ah, nunca lo adivinará —dijo Paris—. No es justo. Ella ni siquiera sabe que existe.

—¡Fatalidad! ¡Fatalidad! —bramaba Eneas.

—Casandra —dijo Evadne, en voz baja.

Paris respingó.

—¿Cómo lo sabes?

—Cuanto menos veo con mis ojos, más oigo desde lejos. Otras mentes me dicen cosas, incluso en Esparta. Ésta es tu hermana Casandra, la que ha profetizado la fatalidad para Troya.

Eneas dejó de representar.

—Parece que tú también podrías ser una profetisa.

—No —replicó Evadne—. Simplemente, uso lo que ha aparecido ante mis sentidos. Pero esa Casandra…, ¿no se ha convertido en enemiga tuya, Paris?

Paris me cogió la mano con tanta fuerza que me dolió.

—No tengo enemigos.

—Pero cuando volviste, ¿tu hermana no intentó que te expulsaran otra vez? —insistió Evadne.

—¡No! —dijo Eneas con rapidez—. No, en absoluto. Y nadie hace caso a Casandra. Está loca.

—No está loca —dijo Evadne—. Y lo sabes. Simplemente ha recibido una maldición de Apolo porque ella le rechazó. De modo que el gran dios de la profecía se vengó de ella haciendo que tuviese el don de la profecía, pero que nadie la creyera. ¿Existe un castigo más cruel para un adivino?

—No fue Apolo quien la convirtió en adivina —dijo Paris—. A ella y a su hermano gemelo Heleno le lamieron las orejas unas serpientes cuando eran muy pequeños, y les concedieron el don de la profecía.

Serpientes. La profecía. Éramos iguales en ese don. ¿Nos reconoceríamos la una a la otra?

—Pero fue Apolo quien transformó el don en una maldición para ella —dijo Eneas.

¿Habría transformado Afrodita el mío en una especie de maldición, si yo la hubiese rechazado? Me eché a temblar. Obedeciéndolos, resistiéndonos a ellos…, de cualquier forma, los dioses nos infligen toda clase de sufrimientos.

Paris se levantó de la alfombrilla.

—Me toca a mí —dijo. Eneas ocupó su lugar y miró.

Paris se pavoneó ante nuestros ojos, con la cabeza muy alta y un trozo de madera en la mano.

—Un consejero o algo así —dije. Pero ¿sería un consejero bueno o malo?

Paris se acicaló un poco, y se inspeccionó las mangas.

—Ni siquiera yo sé lo que quieres decir —dijo Eneas—. Hay muchos consejeros pomposos.

—Pandaro —dijo Paris—. Admito que hay muchos tipos como Pandaro.

—Pandaro es un idiota irritante —dijo Eneas.

—¡Puedes ocupar su lugar! —dijo Paris, señalando a Gelanor—. Necesitamos sangre nueva en las cámaras del consejo.

Gelanor se echó a reír.

—¿Un espartano sirviendo como consejero en Troya? Creo que no.

Yo me di cuenta de que no añadía: «Y además yo no me voy a quedar en Troya».

—Pero la reina de Esparta ahora será… princesa de Troya. La gente puede cambiar de país. ¡Sí, y ella será honrada más allá de todo lo imaginable!

—Entonces asistiré a las ceremonias, como invitado —dijo Gelanor—. Antes de volver a casa. —Me sentí muy decepcionada al oír aquellas palabras.

Paris siguió con el bastón, pero dejó las florituras. Adoptó un aire mucho más solemne.

—Un consejero… o quizá un vidente —dijo Eneas—. Pero uno respetable. ¡Ah! —Se dio una palmada en la mejilla—. ¡Por supuesto! ¡Su hermano Calcas!

—Excelente. Excelente. —Paris hizo una reverencia—. Sí, Helena. Calcas es uno de nuestros consejeros y adivinos de mayor confianza. Le incordia mucho Pandaro, pero no podemos elegir a nuestros parientes.

—Exactamente lo que podrían decir tus hermanos de ti cuando vean lo que has traído a Troya —dijo Eneas, bajito—. Paris, ¿has pensado cómo presentarás a Helena?

—Como mi esposa —dijo él. Su rostro era abierto y valiente.

—Pero ella no es tu esposa —respondió Eneas—. Es la esposa de otro hombre.

—¡No! Ha renunciado a él. Nos casaremos ahora, en este mismo momento, de manera que pueda mirar al Rey, mi padre, a los ojos y decirle con toda honradez que Helena es mi esposa.

—Pero… ¡no tenemos poder para celebrar ese rito! —La alarma creció en la voz de Eneas.

—¿Poder? No se necesita ningún poder especial. ¡Los dioses nos oirán! Lo único que tenemos que hacer es cogernos de las manos y consagrarnos el uno al otro, ante testigos. Y aquí hay tres testigos. Con eso basta.

De modo que allí, en aquella llanura, en algún lugar de camino hacia Troya, en algún momento de la tarde, pero no en el momento sagrado (ni al ponerse el sol, ni a medianoche, ni al amanecer), vestidos con nuestras ropas de viaje, sin dote ni regalos nupciales, me casaría con Paris.

—Sí —dije—. Hagámoslo. —Me volví a los demás—. Os pido que traigáis todo lo que encontréis para celebrar esto. Hagámoslo a nuestra manera, usando sólo lo que tenemos a mano.

Mi manto era de un marrón oscuro, manchado con agua de mar y tierra. Mi traje estaba arrugado, y el dobladillo lleno de barro. Llevaba el pelo recogido en un moño, y tenía los pies polvorientos del camino.

El atuendo nupcial se supone que tiene poderes proféticos. ¿Qué significaría pues aquello, que Paris y yo seríamos viajeros polvorientos? ¿Que nos veríamos reducidos a la pobreza? No veía cómo podría ser aquello, pero ya no me burlaba ante la idea de que pudiese ocurrir algo inimaginable.

Gelanor trajo su saco de resina seca de Quíos; Eneas, un odre de vino y unos vasos de barro; Evadne, el saco con la serpiente. Paris cogió una antorcha y salió a los campos, y buscó flores que se abrieran por la noche, pero era demasiado temprano y no había llegado aún la estación.

Eneas clavó dos antorchas ante la entrada de nuestra tienda y luego nos llamó junto al fuego.

—Ahora, decid lo que tenéis que decir —dijo.

Paris me cogió de la mano y me condujo hasta la calidez del fuego. Se había levantado un vientecillo ligero y helado, que soplaba a través de los campos y hacia el mar. Yo tenía las manos frías cuando él me las cogió, cubriendo mis dedos con los suyos. ¿Cuántas veces nos habíamos cogido de las manos? Y sin embargo aquella vez el gesto parecía diferente, cargado de significado.

Si yo me limitaba a retirar los dedos, a deslizarlos fuera…, todo podría quedar deshecho. Si no lo hacía entonces, quedaría atada para siempre. La presa de sus manos en las mías me parecía que me aprisionaba, como si fuera un cepo. No podía mover los dedos.

—Hablad —dijo Eneas—. Sólo vosotros debéis hablar ahora. No hay sacerdotes ni sacerdotisas, ni madre, ni padre. Como ocurre cuando desaparecen todas las demás cosas y estás solo.

Paris cerró los ojos e inclinó la cabeza, pensando. Nunca me había parecido más juvenil, más encantador. Su pelo claro caía formando hermosas ondas. La luz del fuego convertía en oro su piel perfecta. Con aquella luz, hasta su ropa parecía de oro. ¿Le habría tocado Midas, convirtiéndole en estatua de metal, en lugar de ser vivo?

—Soy Paris, hijo del rey Príamo y de la reina Hécuba de Troya —dijo, levantando la cabeza—. Nací de ellos la noche en que mi madre soñó que daba a luz a una tea ardiente. Uno de mis hermanos proclamó que aquello significaba que yo llevaría el fuego y la destrucción a Troya. De modo que mi madre y mi padre me desterraron, dejándome a la voluntad de los dioses. Pero su voluntad era que yo viviese, y me proporcionaron una maravillosa niñez en las cañadas y los prados del monte Ida, la montaña donde reside el mismo Zeus. —Se detuvo y tomó aliento—. Entonces, cuando estuve preparado, los dioses me llevaron de vuelta a mi verdadero hogar y familia.

El fuego crujió y las llamas se alzaron en aquel momento. Paris se echó a reír.

—Entonces yo pensaba que no me faltaba nada para mi felicidad. Conocí a mi madre, a mi padre, a mi familia, a primos como Eneas. Pertenecí a su mundo. Pero esa felicidad era tan pálida como el humo moribundo comparada con el fuego que me consumió cuando te vi por primera vez, Helena. —Me cogió el rostro y lo volvió hacia él—. Desde entonces ha sido como si el sol nunca se pusiera, no hay noche. Y por eso ante ti, aquí, me consagro a Helena para el resto de mi vida. No me preocuparé de nada, excepto de ella; no miraré nada más que a ella; no pensaré en nada más que en ella; mientras viva. Me ofrezco a ti por completo, Helena. Por favor, tómame.

Sus ojos me rogaban, como si fuera la primera vez que habíamos hablado de verdad. Como si todo estuviera empezando justamente entonces.

—Te tomo a ti, Paris —respondí, en voz baja. Me costaba hablar, tan afectada estaba por la solemnidad de aquel momento—. Soy tuya para siempre. —No podía decir cuánto y qué significaba aquello. Seguramente, aquellas cuatro palabras lo decían todo.

—Asistimos como testigos a estas promesas —dijo Eneas—. Y ahora, beberemos una copa de vino juntos. —Sirvió el vino y pasó las copas. Antes de beber, vertió una libación en el suelo e invocó a Hera como diosa del matrimonio—. Únelos, oh diosa —suplicó—, en la sagrada unión del matrimonio.

Todos levantamos los vasos y bebimos el dulce vino en silencio.

Gelanor cogió un puñado de las bolitas de resina y las arrojó al fuego. La humeante fragancia de aquella famosa sustancia se alzó, densa y atrayente.

Evadne se adelantó y sujetó la serpiente con ambas manos.

—Tomadla —dijo—. Que ella os una. —La colocó en torno a nuestros cuellos, donde se enroscó, buscando nuestro calor.

Ya nos había unido una vez, en Esparta. Ahora sellaba nuestra unión, juntando el pasado, el presente y el futuro en sus hermosos anillos.

Eneas nos hizo una señal hacia la tienda.

—Ahora tomad posesión de vuestro nuevo hogar. Aquí os acompañaremos en esta corta distancia con antorchas y canciones, como si fuese una procesión matrimonial normal.

Nuestro reducido cortejo caminó hasta la tienda y luego los dejamos y fuimos al interior.

Hasta la conocida tienda parecía distinta. Aquellos votos rápidos e improvisados me parecían más genuinos que la larga ceremonia que había soportado con Menelao, con su pesado collar de oro, sus promesas tradicionales, sacerdotisas y sacrificio incluidos, ahora ya todo borroso. Pero nunca olvidaría la mirada de los ojos de Paris mientras me hacía aquellas dramáticas y absurdas promesas.

—Tu regalo —dijo él, arrodillándose y tendiéndome un botecito.

Abrí la tapa y miré en su interior. Percibí un ligero aleteo contra la arcilla.

—Es una mariposa de la luz —me dijo—. La he cogido mientras buscaba flores nocturnas. Creo que la mariposilla también las buscaba.

—Ah, es preciosa —dije. Las alas blancas temblaban suavemente en el fondo del tarro—. Pero ahora debemos dejarla suelta. Esta noche todas las criaturas deben ser libres como nosotros. Vamos.

Juntos nos acercamos a la entrada de la tienda y sacudimos el tarro y liberamos a la mariposa. Ésta se alejó volando, buscando los campos.

—Nosotros somos esa mariposa —dije—. Ahora vamos libres por los campos, los campos que no pertenecen a ningún reino, ni a Troya, ni a Esparta, ni a Argos ni a Misia. —Le pasé los brazos alrededor del cuerpo, toda duda ya desvanecida con la mariposa.