Esperé muchísimo tiempo en el patio, de pie junto a un árbol florido. Oí que venían los sirvientes a buscar a Menelao, le oí partir. Pensé que le oía dudar, buscarme. Pero luego se fue, y los sonidos se desvanecieron mientras los hombres salían por las puertas.
El santuario de la serpiente sagrada… Ya era libre de acudir allí. Nadie podía cuestionar mis movimientos ni mi conducta. Pasé a través del patio y me dirigí hacia los lugares más alejados de palacio, hasta llegar al pequeño santuario. Estaba vacío.
Me sentí aliviada. ¿Dejaría yo todo aquello? Era parte de mí, mi propio ser. Me dejé caer en el banco de piedra y esperé. La parpadeante luz de una lámpara votiva iluminaba el altar. El pastel de miel y el platito de leche estaban allí, pero no había ni rastro de la serpiente.
Noté que me invadía una gran calma. Estaba hecho… ocurriera lo que ocurriese, estaba hecho. Qué extraño decir que estaba hecho algo que no había ocurrido aún. Sin embargo, notaba que era verdad en lo más hondo de mi ser. Quizá ya estuviera hecho antes de que yo naciese.
Un pequeño movimiento, un tic. La serpiente se acercaba. Se deslizó desde detrás del altar y levantó la cabeza, mirando a su alrededor.
Me sentía abrumada por el amor hacia ella. El animal se había consagrado a mí y a mi familia, dejando atrás su vida en Epidauro. Como yo debía dejar atrás su vida. La serpiente lo comprendería. Me agaché y se lo dije. Ella me miró y sacó la lengua. Me había dado su bendición.
—¿Cómo podría decir qué es lo que más amo de ti? —Paris estaba de pie en la esquina más alejada de la pequeña habitación—. Quizá que tratas a todas las criaturas que están a tu alrededor como si fueran igual de valiosas.
Me levanté y corrí hacia sus brazos. Por un momento no hubo nada más que frenéticos abrazos y besos. Yo me regodeaba en el contacto de sus brazos, de sus hombros, de su carne.
Al cabo, él me apartó, me separó un poco de su cuerpo para evitar que me acurrucara en sus brazos.
—Helena, ¿qué vamos a hacer? —Hizo una pausa—. Todo depende de ti. Te llevaré conmigo a Troya, pero eres tú quien tienes que dejar todo esto. Para ti todo es pérdida, para mí todo es ganancia. Por tanto, no soy yo quien debe tomar la decisión.
Qué extraño, aunque nunca habíamos hablado directamente de ello, ambos sabíamos que era la única posibilidad. Quedarme y separarnos o huir y estar juntos.
—¡No puedo dejarte ir! —grité, agarrándome a él.
Que pereciera toda la Tierra, que se hundiera el palacio de Esparta hasta convertirse en polvo, pero no dejaría que Paris viviera fuera de mi vista.
—Pero ¿qué será de Hermíone? —preguntó—. Eres madre. Eres la esposa de otro hombre, aunque he conseguido apartar ese hecho de mi mente. Las esposas se pueden reemplazar, pero las madres no. Créeme, lo sé.
—¡Nos llevaremos a Hermíone con nosotros! —dije yo. Sí, ésa era la respuesta.
—Pero tú dijiste que ella será la próxima reina de Esparta —dijo Paris. Él estaba más sereno que yo, o se sentía más culpable—. ¿Cómo puedes privar de ella a Esparta?
—¡Se lo preguntaremos! Que decida ella.
—Helena —dijo lentamente, haciendo que me volviera y mirándome. Aquellos ojos…, aquellos ojos dorados, de un color miel profundo, a la luz de la lámpara—. Ella sólo tiene nueve años. ¿Puedes obligarla a tomar esa decisión? Cualquier niño de esa edad decidiría irse con su madre. Eso no significa que lo eligiera más tarde.
—Pero…
—No puedes echar esa carga en sus hombros, una carga que cuestionará durante el resto de su vida.
—¿Así que sencillamente deberíamos irnos, sin más? ¿Dejarla sin despedirnos?
—Decir adiós, sí. Pero no pedirle que tome ella la decisión. Te odiará después por ello.
—¿Cómo puedo dejar a mi niña? —exclamé.
—Porque la amas, y no la expondrás a ningún peligro —dijo Paris—. Y amas también a Esparta, y no la privarás de una reina.
—Pero ¡ella no lo sabrá! No lo comprenderá.
—A su tiempo, lo hará. —Él me atrajo hacia sí—. A su tiempo. Igual que me pasó a mí con los actos de mi madre y de mi padre.
Pero ¿tendría razón él? ¡Le habían dejado morir!
—Helena. Si vamos a huir, debe ser ahora. Cuando Menelao lo descubra, habrá… mucho revuelo. Debemos irnos lo antes posible después de él, para coger toda la delantera que podamos. Todo está ya preparado. Debe ser esta noche.
—¡No! ¡Esta noche no! ¡No justo después de Menelao!
—Sí, a sus talones…, pero navegaremos en una dirección distinta.
¡Por todos los dioses! Aquella noche, mientras mi madre y mi padre dormían, y mis hermanos, y Hermíone…
—Sea cuando sea, siempre será demasiado pronto —dijo Paris—. Nunca estaremos preparados.
Yo le miré, maravillada.
—Sólo tienes dieciséis años. ¿Cómo puedes saber todo eso?
—Mis dieciséis años han estado llenos de reveses y giros inesperados —dijo—. Ya me expulsaron una vez de una vida confortable. Fue doloroso. Pero eso hace que tenga más experiencia en esto que tú.
—Dejaste una familia, pero no un reino —dije—. Ni tampoco una esposa.
—Dejé una forma de vivir, la creencia de que era un hombre cuando en realidad era otro. Y sí, ciertamente, no dejé ninguna esposa, pero sí una compañera en las montañas, una mujer que me amaba. Pero ella no estaba a gusto en palacio. Helena, a veces hay que tomar decisiones difíciles. Yo sé que mucha gente intenta conservar las dos cosas, pero a veces no se puede. ¿Me eliges a mí o a Menelao? Es así de sencillo. Yo no puedo pedirte lealtad. Eso le pertenece a él. Sólo puedo apelar a lo que podría unirnos. Afrodita y su magia… o su veneno.
La serpiente se deslizaba por el suelo, y llegó a nuestros tobillos. Se enroscó en ellos ligándonos juntos. Noté su fría suavidad, que nos unía.
—La serpiente sagrada ha hablado —dije—. Indica que la nuestra es la verdadera unión.
—Ya lo sabía —añadió Paris—. Sólo quería que tú también te dieras cuenta.
Nos separamos. Él fue a despertar a Eneas para nuestra fuga, yo a decir mis adioses en privado. Si hubiera sido una partida en toda regla, habríamos tenido que hacernos llevar en carro hasta Gitio con una escolta real a plena luz del día, después de una despedida ceremonial. Pero tal como fue, tendríamos que robar los carros en lo más oscuro de la noche. Tendríamos que aprovechar la velocidad de los carros para llegar a Gitio al amanecer y hacernos a la vela. Aquella vez no habría paseos de placer, no podíamos permitírnoslos.
¿Cómo podríamos robar los carros y los caballos sin alertar a los guardias? Me eché a temblar. Debía dejarles aquello a ellos. Si les cogían…, por supuesto, los acusarían de robo y de falsedad, sufrirían el castigo.
—¡No falléis! —susurré a Paris, cogiéndole el brazo—. No podemos permitirnos un fallo. Sólo tendremos una oportunidad.
—Será difícil —dijo él—. Eneas y yo ni siquiera conocemos el diseño de los establos reales y de la casa de los carruajes. Y no podemos hacer ningún ruido.
—No penséis en las dificultades —insistí—. No penséis en ellas ni por un instante, o si no, estaréis perdidos. Y ahora ve, amor mío. Piensa sólo en cómo hacer esto y en lo que nos espera. —Me volví, pero no sin señalar la dirección en la que debía ir él. Le vi escabullirse como una sombra a la luz de la luna.
La luz de la luna. ¿Sería una ayuda o un estorbo? Significaba que no iríamos tropezando y que no necesitaríamos antorchas. Pero también significaba que nuestros movimientos serían visibles mientras bajásemos por la colina y por la carretera junto al río. Significaba que cualquier espartano que no pudiera dormir y estuviese mirando por la ventana podría decirles a los perseguidores en qué dirección viajábamos.
La luna, redonda y resplandeciente, colgaba en medio del cielo como una antorcha blanca. Las sombras eran breves; todo estaba bañado en una luz fría y mágica, haciendo que las cosas que eran suaves y redondas a la luz del sol pareciesen duras y afiladas. Era imposible, desde luego, pero las cosas parecían más claras que a la luz del día.
El palacio…, cada losa, cada talla de las puertas, cada rincón del tejado estaba grabado al rojo en mi conciencia. Ahora lo recorría mirándolo por última vez. Quería tocar cada poste, cada aldaba, y despedirme de ellos.
Todo estaba silencioso. Todo contenía el aliento. Miré hacia la entrada del gran edificio.
«Volverás. Y habrá luz de luna».
¿De dónde venían aquellas palabras, susurradas a mi oído? Las serpientes de Asclepio…, ¿sería otro de sus dones? ¿Podría discernir los perfiles del futuro? Ah, que no fuera aquello. Sería una maldición, más que un don.
Y sin embargo, seguía experimentando aquella sensación abrumadora. Yo volvería allí, caminaría de nuevo por aquel suelo. Aparte de eso, nada. Ningún conocimiento más.
«¡No importa! —me dije a mí misma—. Ésos son fantasmas, espíritus del futuro. Esta noche hay algo que hacer, hay que emprender unas acciones».
Me deslicé, tan silenciosa como las serpientes, en las habitaciones de mis padres. Ambos dormían profundamente. Los guardias del exterior dormían también, y no los desperté. El reflejo de la luz de la luna los mostraba bastante bien, respirando de forma regular, tumbados tranquilamente en sus lechos, con las gruesas mantas echadas por encima, porque la noche todavía era fresca.
Me incliné hacia ellos. Los miré, luego cerré mis ojos para convocar sus imágenes, luego los volví a mirar para fijarlas en mi mente.
Ansiaba inclinarme hacia ellos y besarlos, pero temía despertarlos. Me dolía el corazón.
—Adiós, madre, padre —les dije, en silencio—. No me condenéis, no me odiéis.
Me volví, no podía permanecer allí más tiempo. Me dirigí hacia la habitación de Hermíone. Quería decirle adiós en silencio, pero cuando la vi supe que no podía dejarla.
Me incliné hacia ella y la vi dormir pacíficamente, con una ligera sonrisa en los labios. Era tan encantadora… Formaba parte de mí, y mis días con ella todavía no habían terminado.
Toqué su hombro.
—Hermíone —susurré.
Lentamente abrió los ojos y me miró.
—Ah…, madre —murmuró.
—Hermíone —dije, hablando con la voz más baja que pude—. ¿Te gustaría ir a una aventura?
Ella suspiró y se acurrucó en el lecho.
—No lo sé…, ¿qué? —Todavía estaba medio dormida.
—Paris y yo vamos de visita a su casa. Está muy lejos, al otro lado del mar, en un lugar llamado Troya.
Ella se esforzó por sentarse, pero no pudo. Todavía estaba adormilada.
—¿Y cuánto tiempo estaréis fuera?
—Yo… no lo sé. Eso es lo que pasa con las aventuras…, cuando te vas, no sabes cuánto tiempo te costarán. Normalmente, cuestan más de lo que crees.
—Ah —dijo—. No, creo que no quiero ir.
¡No! No podía decirme aquello.
—Pero Hermíone, yo quiero que vengas conmigo.
Ella agitó la cabeza, tozuda.
—No, no. No quiero irme. Tengo a mis amigos y mis tortugas, que tengo que cuidar, y en realidad no quiero ver Troya. No me importa nada Troya. —Sonrió y estiró los brazos por encima de su cabeza.
—Pero Hermíone…, te echaré mucho de menos. Necesito que vengas conmigo.
—Pero ¿y mi padre? —preguntó—. ¿Él irá también?
—No.
—Ah, bueno. Entonces volverás pronto —dijo con una risita.
«No —quise decirle—. No, no volveré pronto». Pero no pude.
—Hermíone, por favor, ven.
—Bueno, déjame que lo piense. ¿Por qué me despiertas para preguntármelo?
—Porque debo irme ahora.
—¿De noche?
—Sí. Es algo del barco…
Ella me echó los brazos al cuello.
—Ahora no puedo ir, en medio de la noche. Está oscuro. No quiero ir.
—Pero hay luna llena. Veremos muy bien.
—Madre, no quiero ir a tu aventura —dijo ella—. Con luna o sin luna. —Su voz era firme.
—Entonces dame un abrazo —dije, intentando que mi voz se mantuviera firme y que las lágrimas no salieran de mis ojos.
No pude decirle nada más. No podía explicarle nada. Lo único que podía hacer era decirle adiós, y abrazarla por última vez. Aunque seguramente no sería la última vez.
«No. Volverás a verla de nuevo, a abrazarla de nuevo. Pero entonces será ya una mujer adulta, mayor de lo que tú eres ahora».
La visión del futuro, el misterio que me había sido desvelado. Una bendición, pues, una bendición. ¡Volvería a abrazarla! Eso era lo único que necesitaba, lo único que pedía, por el momento.
—Adiós, amor mío —susurré, apretando mi mejilla contra la suya.
—Ah, madre, no te pongas tan seria… —Ella se echó hacia atrás y al momento se quedó dormida.
Sollozando salí de su cuarto. Me apoyé en una de las columnas iluminada por la luna, hasta que la visión de lo que tenía ante mí dejó de estar borrosa por las lágrimas y se aclaró.
Afrodita debía de estar escondida entre las columnas, porque podía oír sus suaves susurros.
«¿Qué más quieres saber? Tu hija te esperará…, no la perderás…, ahora puedes buscar tu destino con Paris…».
«¡Cruel diosa! —la amonesté—. Para ti y para los dioses inmortales, el tiempo no es nada. Pero para nosotros lo es todo. Veinte años es un tiempo larguísimo para nosotros, diez años, todos esos años, no significan nada para ti. Nosotros cambiamos; Hermíone dentro de muy poco ya no será una niñita que se acurruca medio dormida en su cama y me echa los brazos al cuello, hablando de tortugas. Pero ¡todo eso a ti no te importa!».
«No, es verdad», admitió ella. Casi podía ver cómo se encogía de hombros. «Y tú misma le estás dando demasiada importancia. ¿Deseas tomar todo lo que la vida puede concederos a vosotros, los mortales, o quieres echarte a un lado, decir: ay, no puedo, no soy lo bastante fuerte?».
La fuerza no tenía nada que ver con aquello, afirmé. Tenía que ver con la decencia, con el honor, con todas esas cosas que parecía no comprender.
«Entonces te abandono —dijo—. Adiós, Helena».
Y noté, por un instante, que me dejaba. Noté que me dejaba vacía, hueca y sin color, como había sido mi vida antes de las rosas. «¡No! —grité—. ¡No, no me dejes!».
«Muy bien. Entonces, haz lo que te digo. No sigamos con estas tonterías, con estos arrepentimientos. ¡Ve a los establos! Paris te está esperando. ¡Obedéceme!».
Como si me arrancaran de un tirón, salí y corrí hacia los establos. El palacio estaba detrás de mí. Pasé junto al plátano, con sus ramas y su tronco que se iba engrosando. El árbol de mi matrimonio, recién plantado cuando yo era una novia y una madre reciente. Me tapé los ojos para no verlo y seguí corriendo.
Eneas y Paris habían enganchado unos caballos a dos carros. Estaban muy ocupados cargando sus cosas en ellos cuando levantaron la vista y me vieron.
Nunca me había sentido más desarraigada ni separada de mi alrededor. Me iba. Necesitaba llevarme algunas posesiones. No podía llevarme a Hermíone, no podía llevarme a mi serpiente sagrada. Quizás estuviese poseída por una especie de locura, la sensación de que debía coger algo, algo aparte de mi persona y las ropas que llevaba.
—Me llevaré mis joyas —dije—. Son mías. Y parte del oro de palacio. Soy reina; es mío por derecho. Podemos… ¡quizá lo necesitemos!
Volví corriendo a mis habitaciones y cogí los joyeros, hasta la espantosa cadena de oro del collar matrimonial; aunque si hubiese pensado con claridad, quizá la habría descartado por ser un mal presagio. Luego fui hacia la tesorería del palacio y cogí copas y bandejas, y las metí en cestas. Las arrastré a los establos.
—¡Helena! —exclamó Paris—. ¡Esto es una locura! Harán que los carros vayan más lentos.
—¡Debo llevarme algo! —chillaba, aunque Paris me puso la mano sobre la boca para silenciarme. Pero yo se la quité y dije—: Debo tener algo, debo coger algo. ¡Me has prohibido que me lleve a mi hija!
Paris negó con la cabeza.
—Yo te dije los motivos por los cuales no debería venir, pero no te he prohibido nada. No tengo ese poder.
No, no era Paris quien me lo negaba. Era la propia Hermíone.
—Pero ¡necesitaremos estas cosas! —dije.
Paris intentó sacarlas de los carros.
—Me llamarán ladrón, y no soy tal cosa. Bueno, casi…, sólo me llevo a la Reina. Nada más. Tenemos un montón de oro en Troya.
Eneas lo cogió del brazo.
—Ella necesita llevárselo —dijo—. Después de todo es la Reina. Esas cosas son suyas por derecho. Y ella no desea ser una suplicante ni una mendiga, sino tener sus propios medios de fortuna. No desea arrojarse como una refugiada en las costas de Troya.
Paris negó con la cabeza.
—Nos retrasará.
—Si la tranquiliza y calma su ánimo, déjala.
Vi que Paris respetaba la opinión de su primo, mayor que él, algo inusual en un joven. Pero Paris era muy sabio, de una forma muy poco convencional.
—Muy bien —dijo. Y metió las cestas en el carro—. ¡Vámonos pues!
Saltó al carro y me hizo señas de que le siguiera. Eneas cogió el segundo carro y azuzamos a los caballos para que salieran del establo y fueran hacia la puerta.
—No podemos pasar por la puerta principal —dije—. Los guardias nos detendrían y nos interrogarían. Puedo ordenarles que abran las puertas, pero ¿por qué dejar que sepan lo que hacemos? Hay otra puerta atrás, muy poco usada. Por aquí. —Señalé hacia el lugar.
¡Menos mal que había una luna brillante! Pudimos encontrar el sendero que conducía al exterior del palacio. Éste no se unía a la carretera principal hasta llegar a las orillas del Eurotas. El camino era empinado, pero pudimos atravesarlo. Los artículos de oro, amontonados en las cestas, iban dando sacudidas y nos sujetaban los pies contra el suelo del carro. La colina corría a nuestro paso; íbamos demasiado rápido, demasiado rápido, apenas podía atisbar los oscuros árboles a nuestro alrededor, y mucho menos lamentarme por la despedida.
Tierra plana: estábamos ya en las praderas que bordeaban el río, corriendo con los carros a través de los campos silvestres y buscando la carretera. Saltábamos y corríamos entre nubes de polvo y surcos en el suelo. A cada salto queríamos gritar en voz alta, por miedo y emoción en aquella loca empresa, pero teníamos que permanecer en silencio. La ciudad se encontraba justo delante, y debíamos pasar por ella. Las murallas eran altas, y escudriñando a la luz de la luna se podían ver las sombras entre las rocas gigantes que las formaban, profundas y secretas. Murmuré algo sobre su fuerza a Paris.
—¡Espera a ver las murallas de Troya! —dijo él—. Son muy lisas y tres veces más altas que éstas… ¡Estas defensas son infantiles! —Agitó la mano despectivamente hacia las piedras redondeadas—. No hay lugar donde asirse, ni con los pies ni con las manos, en las murallas de Troya.
Ya habíamos encontrado la carretera y corríamos junto al Eurotas, que también corría, muy crecido por la nieve fundida en las montañas. Veía la espuma blanca en su superficie.
Qué distinto era todo aquello de mi ocioso paseo con Gelanor. Entonces íbamos deambulando por el camino, deteniéndonos a comer, a beber y a descansar cuando nos apetecía.
¡Gelanor! ¿Qué pensaría cuando le llegasen las noticias?, pensé, horrorizada. Y a continuación pensé: «Será a Gelanor a quien envíen a buscarnos. Y nos encontrará. Pero ¿nos encontrará a tiempo?».
—¡Corre! —apremié a Paris.
En el terreno liso, los caballos iban al galope. Los carros volaban tras ellos, a veces incluso levantándose del suelo. Por delante, la luna aparecía y desaparecía entre las nubes. Cuando salía, el paisaje se veía claramente ante nosotros como una escena finamente grabada. Cuando desaparecía, nuestro entorno se convertía en una pesadilla: indistinto, desvanecido, cambiante.
Con los caballos, llegamos al mar mucho antes del amanecer. Si hubiésemos ido a pie, nos habría costado muchísimo más. El mar, las rocas…, la cueva de Afrodita, allí fue donde empezó todo. ¿Estaría allí todavía? ¿Existiría de verdad? Levanté la cabeza para intentar verla, pero se perdía entre las sombras que cubrían en las rocas de la costa. Y quizá nunca debía volver a verla. La primera vez fue mágica; otra vez, puede que pareciera como otra cueva cualquiera, vacía y húmeda.
—El barco nos espera. —Eneas señaló hacia un barco grande, anclado cerca.
Un pequeño bote nos transportó hasta él. Mis pies dejaron las arenas de mi tierra natal al entrar en aquel bote, chorreando agua. Contemplé las gotas que caían ominosas.
Abordamos el barco troyano. El primero en el que subía yo, la primera vez que dejaba la tierra. No tenía nada con que compararlo, pero me parecía un barco bueno. Los hombres se pusieron en fila en la cubierta para saludar a Paris y Eneas, y el capitán hizo una reverencia.
—Princesa, dime adónde debo conduciros y allá iremos.
—Primero, suelta amarras —dijo Paris—. Debemos abandonar estas costas lo más rápido posible.
—Es peligroso navegar antes de que haya plena luz —advirtió el capitán.
—Pero ¡debemos irnos! —exclamó Paris.
—Hay una pequeña isla ahí fuera —dijo el capitán—. Se llama Cranae. Podemos anclar allí, fuera de la vista, y hacernos a la mar con la luz del día hacia puertos más lejanos.
—¡Pues hazlo! —le contestó Paris—. ¡Vamos!
Fuimos capeando el agitado mar en torno a la isla de Cranae; hasta yo, que no sabía nada del mar, me di cuenta de que una isla tan pequeña junto a los bajíos de la costa tenía unas aguas mucho más turbulentas a su alrededor de las que había en alta mar. Al capitán le costó toda su habilidad llevar el buque al extremo más alejado de la isla, a una costa no visible desde tierra.
—Aquí no podrán vernos —dijo—. Cualquier partida de búsqueda pensará que nos hemos hecho a la mar.
Miré hacia el cielo del este, todavía oscuro.
—Descansaremos aquí, en la costa —dije. En realidad estaba exhausta. No había dormido en absoluto.
Con aquella luz tan escasa, la isla parecía acogedora y silenciosa. Estaba cubierta de altos árboles, árboles que se mecían en la brisa. Aquí y allá había claros, porque los pescadores debían de acudir allí a veces, pero nadie vivía en ella.
—Construyamos un refugio —le dije a Paris.
—Tenemos tiendas a bordo —dijo.
—Haz que nos manden una.
Yo me quedé esperando allí mientras la traían del barco. Paris insistió en despedir a los hombres y montarla él mismo.
—Sé muy bien cómo hacer esto —decía—. He montado muchos refugios.
—Más que tus principescos hermanos de Troya, supongo —dije. Pensaba en unos niños mimados de la realeza, incapaces de rebajarse a preparar un lecho por sí mismos.
Él me dirigió una mirada curiosa, pero continuó preparando aquel refugio improvisado. Al final se quedó en pie frente a él y me invitó a entrar.
—Mi reina, tus aposentos están listos —dijo.
Me agaché y entré a gatas por la pequeña abertura. En el interior estaba oscuro, aunque el cielo en el exterior había empezado a iluminarse. Él desenrolló unas mantas e incluso preparó unas almohadas para los dos con unos sacos de lino rellenos con ropa.
—¿Es esto lo que usas en Troya? —le pregunté.
Él se echó a reír.
—No. Seguramente habrás oído decir que Troya es conocida por sus lujos. No, éste es el refugio adecuado para un vagabundo o un pirata. —Dio unas palmaditas a la manta—. ¿No te cansas de ser reina? Prueba lo que es ser una don nadie, tener que vivir en el campo.
Me apoyé en la manta. Estaba tan cansada que aquella manta basta en el duro suelo me parecía un conjunto de plumones de cisne. Estaba tan exhausta que no podía ni pensar, no podía ni representar en mi mente la importancia trascendental que tenía lo que acababa de hacer.
Me di la vuelta, echándome de espaldas. Paris me miraba, apoyado en un codo. Fuera, oía el estruendo fragoroso de las olas contra las rocas cercanas.
—En una isla tan pequeña, el ruido de las olas es constante —dijo Paris—. A donde vayamos, no podremos escapar de él.
—Nos proporcionará el coro —dije.
Y era verdad. La repetición resonante de las olas estallando en las rocas era como un redoble de tambor que ahogaba todo pensamiento. Las fuertes olas, los silbidos, las largas resacas, martilleaban en mi corazón. Miré a Paris, pero su rostro vacilaba ante mí.
«Aquí estoy —pensaba—. Aquí, con Paris. Hemos dejado atrás Esparta. Todo ha desaparecido…, todo menos nosotros. Le tendí los brazos y rodeé su cuello, y atraje su cara hacia la mía».
Paris. Besé sus labios, aquellos labios que había visto formar palabras mientras bromeaba con Hermíone, que habían esquivado los insultos de mi madre. Los había visto también acariciando morosamente el borde de mi copa de vino. Los había visto moverse, queriendo sentirlos de nuevo contra los míos, ya que los había probado sólo una vez y brevemente. Eran todo lo que yo había deseado, y me arrastraban con más fuerza hacia su mundo, hacia él. Lo estreché contra mí. Noté su cuerpo fuerte y joven contra el mío, y me eché a reír.
—¿Qué? —preguntó él.
Dejé caer la cabeza en la manta.
—Ah, no sé qué deseo hacer contigo —dije, acariciándole la mejilla—. Quiero tocarte, quiero adorarte, ¡no sé qué es lo que quiero!
—No me adores —contestó él, con su aliento junto al mío—. Es demasiado distante. Es lo que tendría que hacer yo contigo, pero lo que deseo es acariciarte —dijo, y se echó a mi lado y me rodeó con sus brazos.
En ese momento, toda idea de adoración y de reverencia desapareció de mi mente. El contacto de la carne con la carne puso en movimiento todo lo demás. Yo temblaba con su simple contacto. Sorprendida por lo que pasaba, no dejaba de maravillarme de aquello que nunca antes había sentido, por lo que tanto había rezado, y suplicado; lo que tanto había añorado. Estaba allí, allí, y tan rotundo que me abrumaba. Volví a reír.
—¿Qué ocurre? ¿De qué te ríes? —murmuró Paris. Temía que me estuviera riendo de él.
—Sólo de la alegría de los dioses —dije—. Sólo de la alegría de los dioses. ¡Al fin me dan sus bendiciones!
«Afrodita, amante de la risa…», sí, así la llamaban. Ella sonreía a los amantes, pero también sabía, en su sabiduría, que ellos debían reír.
—Conviérteme en tu esposa —dije, atrayéndole hacia mí.
¡Ah, sí, que lo hiciera! ¡Quería ser una esposa al fin!
En torno a nosotros, las olas se hicieron más ruidosas, hasta que resultó difícil hablar. Yo tenía que poner la boca directamente en su oído para que él oyese mis palabras. Estábamos en nuestra propia ciudadela, nuestra propia ciudad fortificada, rodeada por las olas y las rocas y los gritos del agua chocando contra ellas.
Todo lo que se me había negado ahora se me concedía de pronto: Afrodita es una diosa generosa. Yo ardía, me consumía, latía de deseo por Paris. La menor duda, la menor barrera entre nosotros era insoportable, debía arrancarla. Debía tenerle, debía tenerle hasta el extremo, nada más importaba. Y la maravilla de aquel hecho valía la pérdida de un reino, la pérdida de todo.
Después nos agarramos el uno al otro, unidos ante lo que nos esperaba. Lo que estaba hecho no se podía deshacer. Pero ¿quién pensaba siquiera en deshacer aquella magnificencia?
Estaba allí, echada, mirando al techo de la tienda, en la oscuridad. Así que era de esto de lo que hablaba la gente. Ah, mis más profundas gracias, Afrodita, por concedérmelo. Ahora sé que morir sin haber probado esto es no haber vivido en realidad. Para esto y sólo para esto hemos vivido: para sentirlo todo, para atrevernos a todo, para intentarlo todo.