XXIII

A la mañana siguiente contemplaba a Menelao, que estaba de pie, lánguidamente, mientras su sirviente le ayudaba a vestirse; sacó varias túnicas y mantos antes de que él eligiese una. Preparó también otras para llevárselas a Creta.

—¿No quieres ir a Creta porque no te gusta viajar por mar, o porque la muerte de tu abuelo te entristece? —le pregunté.

—Ambas cosas.

—Entonces puedes sentirte feliz de que haya llegado al final de esta vida plácidamente —dije—. Ya sabes cuál es el dicho: hasta el último día de vida ningún hombre puede considerarse afortunado.

—Sí, lo sé. La fortuna puede cambiar de la noche a la mañana. Por eso siempre vamos de carrera hacia la tumba, para llegar allí ilesos.

Desde el exterior, los sonidos primaverales de los pájaros y los niños que jugaban entraban en la habitación.

—Ah, no nos pongamos tan siniestros. La vida es algo más que eso. También dicen que nuestra mejor venganza contra la muerte es vivir cada día y extraer sus alegrías al máximo.

—¿Como si pisaras uvas? —Menelao se echó a reír—. Mi querida esposa, ¿cuándo te has convertido en semejante filósofa?

«Desde que llegó Paris. Intento explicármelo a mí misma, hacerlo de formas que pueda entender…». Le sonreí y me encogí de hombros.

Menelao estaría ocupado aquel día, preparándose para su viaje. Llegaron los sirvientes y también algunas mujeres. Una de ellas (aquella linda jovencita en la que me había fijado al presentar el caldo negro) traía una cajita cerrada que decía que era impermeable.

—Para el viaje —dijo, sonriendo.

Yo me preguntaba por qué una esclava de la cocina le traería artículos personales; entonces, recibí un mensaje de mi madre en el que me pedía que acudiera a sus habitaciones.

La encontré en su telar, rodeada de madejas de lana teñida. Tenía varias cestas con ruedas a su alrededor, cada una con distintos colores; vi azul pálido, rosa pálido, rojo intenso, amarillo y un maravilloso morado oscuro, hecho con el molusco que Gelanor había recolectado. Pensé en los vivos que habíamos traído a Menelao; cuando pudo verlos por fin, ya estaban muertos. Me agaché y cogí uno de los ovillos de lana, de un verde oscuro, como un ciprés.

—¿Qué historia estás contando? —le pregunté.

—La historia inconclusa de nuestra casa —dijo ella. Su rostro, más lleno con los años, no se mostraba amable aquel día. Sus líneas y planos parecían afilados.

—¿Hasta dónde has llegado? —Me acerqué intentando ver el dibujo.

—Todo lo lejos que me he atrevido —dijo ella. Miró a nuestro alrededor para asegurarse de que estábamos solas—. ¡Y tú has ido también todo lo lejos que te has atrevido sin destruir el tapiz de nuestra familia!

Mi primera idea fue: ¡lo sabe! La segunda fue: pero no hay nada que saber, todo está en mi mente y en mi corazón. Nadie puede ver ahí dentro. La tercera fue: ¿cómo puedo responder a esto? Y di la respuesta más predecible, la más fácil:

—No sé de qué me hablas.

Ella se levantó de su taburete junto al telar.

—Vamos, Helena. Estás hablando conmigo, Leda. Y digo Leda, y no tu madre. Ya me entiendes.

Sí, la comprendía. Leda, el nombre unido para siempre al cisne. Asentí. Me habían descubierto. Al menos era mi madre, alguien que se había enfrentado a algo similar, y antes de que se hubiera causado ningún mal. ¡No había ocurrido nada! Me tranquilicé.

—Zeus es distinto —dijo ella—. Un marido toleraría a Zeus. No se puede evitar. Pero… —Ella se sonrojó—. Ah, y pensar que debo discutir estas cosas con mi propia hija…

—Madre…

—Ni siquiera con Zeus fue fácil —continuó ella—. Las cosas nunca volvieron a ser igual con tu pa…, con Tíndaro. Ellos intentan olvidar, intentan pasarlo por alto, pero ¿cómo podrían? ¿Podrías pasar por alto tú una… excursión semejante por parte de él?

—Pues no lo sé —admití. Sí sabía que se suponía que las mujeres debían hacerlo.

—Pero ¡se trata de Paris! Un muchacho, hijo de extranjeros, posibles enemigos. Sí, ya veo que él puede resultar encantador y nublar la vista, pero… ¡Helena! ¡Piensa un poco!

No podía pensar por culpa de Afrodita. Sólo podía sentir. Le sonreí débilmente.

—Sé que las cosas no han sido… muy apasionadas con Menelao. En el pasado, Afrodita estuvo furiosa con Tíndaro; quizá se esté vengando de él a través de ti. Tal es la conducta de los dioses. Pero te ruego que le hagas sacrificios, que busques su favor. Ella escuchará tus súplicas.

«No, la cruel diosa sólo atiende a sus propios deseos», pensé. Por algún motivo desconocido, había venido hasta mí y me había envuelto. Ella cumple su objetivo secreto, yo sufro. ¡Y cuán dulce sufrimiento! Suspiré y mi madre me miró inquisitiva.

—¡Ah, Helena! —dijo—. ¡No te pierdas con ese… chico!

Estuve tentada de decirle: «Al menos es humano, y no es un cisne», pero contuve mi lengua. Me limité a abrazarla, estrechándola contra mí.

—Madre —susurré—, es una lástima y a la vez una alegría que nos parezcamos tanto.

—Helena, no… —murmuró ella, contra mi cuello.

—¿Acaso desharías lo hecho? —le pregunté—. Es lo único que cuenta en realidad.

—¡Sí! ¡Sí, lo haría! Cambiaría muchas, muchas cosas.

—Entonces harías que yo no existiese. —Estaba afectada. Si ésa hubiese sido realmente la elección de mi madre, entonces yo habría sido expulsada como Paris.

Así que Paris ya había sido la causa de que segase un lazo muy profundo con mi familia, mentalmente. Hasta el momento no había ocurrido exteriormente al reino de la mente aquella triste despedida de mi madre. En apariencia, todo estaba bien conservado, como higos flotando en miel; interiormente, la sustancia se había alterado y convertido en algo completamente distinto.

Esperé en las sombras de la columnata en torno al patio. Las sombras eran breves: era mediodía. Nerviosamente jugueteaba con mis brazaletes, preocupada por lo que había dicho mi madre.

Hermíone vino paseando de la mano de su criada favorita, Nysa. Como siempre, al verlas mi ánimo mejoró. Llevaba su largo cabello recogido con una cinta, como siempre, y su sonrisa fácil me conmovió. Hija de mi corazón. ¿Puede saber alguna hija realmente lo que significa para su madre? Quizá yo me hubiese precipitado con mi madre; a lo mejor ella no habría renunciado jamás al encuentro ni me hubiera borrado. Pero ¿por qué lo había dicho entonces? Si era para sofocar mis sentimientos por Paris…

—¡Paris! —chilló Hermíone, mucho más deleitada que al verme a mí.

Pero él estaba más cerca de su propia edad… ¡Era sólo un niño! ¡Mi madre había dicho que era sólo un chico!

—¡Hola, amiguita! —Paris se arrodilló ante Hermíone, con la cabeza inclinada—. Estoy ansioso por ver a esas criaturitas que guardas tan celosamente —dijo.

—Hola, Paris —le saludé.

Sin ponerse en pie, él levantó la cabeza y me miró. Nuestros ojos se encontraron. Los suyos eran de un color ámbar oscuro, del color de cierto tipo de miel oscura que brilla si le da el sol.

—Vamos a vivir una aventura juntos —dijo, poniéndose de pie.

—Sí. —Cogí aliento con fuerza—. Hermíone nos guiará.

Hermíone debía ir con nosotros. Si huíamos (¿por qué pensaba yo siquiera en aquello?), ella debía venir con nosotros.

Huir. ¿Dejar Esparta y huir? Pero yo era la Reina. Las reinas no huyen. ¿Por qué se me había ocurrido semejante cosa? Él no me había pedido que huyese con él.

Pero ¿qué otra cosa podía suceder? Pensé. Él no podía quedarse allí como invitado.

No, no, era imposible. Meneé la cabeza.

—¡Madre, pareces como poseída! —Hermíone soltó una risita—. Mueves la cabeza y saltas cuando no hay motivo alguno.

Poseída. Sí, estaba poseída.

Paris se echó a reír, una risa dorada.

—Vamos, estoy ansioso por ver tus mascotas —dijo, y la siguió, de modo que ella quedase con la vista hacia el camino antes de volverse a mirarme a mí.

El camino por entre los bosques del palacio parecía tan secreto como el oculto redil. Altos árboles lo cerraban por arriba, con las copas susurrantes. Las primeras flores de la primavera surgían en el suelo del bosque, blancas entre las sombras, donde florecerían y se marchitarían, sin ser vistas. Dejé que Paris y Hermíone se adelantaran ante mí. Quería que se conocieran el uno al otro. Recé para que se llevaran bien.

«Pero ¿por qué? Helena, ¿por qué? No puede tener ningún objetivo». Sin embargo, el temible rugido de Afrodita en mi alma sonaba tan alto como…, como la cascada que se oía a un lado del camino.

Anduve más despacio y me volví a ver dónde podía estar. El dulce sonido del agua que fluía siempre me resultaba atractivo. Parecía haber una especie de gruta en la menguada luz que había ante nosotros. Era extraño que no la hubiese descubierto en mis paseos.

La brisa murmuraba con fresco aliento desde aquella dirección al ir aproximándonos, y vi una fuente que manaba y caía por entre las rocas, y se vaciaba en una profunda poza oval, donde sus ondas se extendían hasta las orillas rocosas. Todo era verde, negro y blanco: plantas verdes, negra poza, espuma blanca. Y luego, movimiento: el relámpago de la carne humana.

¡Unos amantes escondidos allí! Casi me reí por mi propia conmoción. ¿Tan inocente era yo todavía? Si me movía, ellos seguramente me verían y se quedarían quietos. Sintiéndome benévola, no quería molestarlos. Me contenté con esperar, para escaparme después. Me senté y contuve el aliento. Mi única preocupación era que el camino hasta llegar a donde estaban las mascotas de Hermíone se desdoblara, y yo no supiera luego cuál elegir. «¡Ah, que acaben ya rápido esos amantes!», pensé, y luego me reconvine a mí misma por ser tan poco caritativa. Sus voces se alzaron hasta mí, amplificadas por la poza.

—Temía que estuvieras enfadado —decía la mujer. Luego siguió un silencio.

Y entonces:

—No, estoy feliz. Más feliz de lo que puedo expresar. Los dioses me sonríen al fin, si me conceden un hijo.

Esa voz… ¡era la de Menelao!

—O quizá dos. Creo que puede haber dos en mi vientre. —No conocía aquella voz… ¿o tal vez sí?

—¡Sería esperar demasiado! Me contento con uno.

Ah, sí, era Menelao. Sin duda alguna.

Vi que algo se agitaba al otro lado de la poza; unos arbustos se movieron y entreví un brazo, una espalda. No podía pensar. Retrocedí, esperando que ellos no me vieran. Pero los arbustos se habían cerrado sobre ellos de nuevo.

Volví dando tumbos al camino, corriendo ahora para cogerlos. Menelao. Menelao y una mujer. ¿Quién? Tenía que ser una sirvienta de palacio, una esclava. Aquella joven que estaba en el banquete, la que le llevó a Menelao la caja impermeable para su viaje por mar.

En lugar de horror, ira o pesadumbre, «¿cómo ha podido?» o «¿por qué?», mi primera sensación fue de alivio. Estaba libre. Menelao y su esclava me habían liberado. ¿Habría arreglado aquello Afrodita también? ¡La diosa lo sabe todo de nosotros!

Corrí, corrí; al final alcancé a Paris y a Hermíone. Me detuve, sin aliento.

—¡Cómo corrías! —dijo Paris, mirándome—. Tu túnica volaba a tu espalda, blanca en contraste con las oscuras sombras del bosque…, como si fueras una ninfa del bosque.

—Mi madre era corredora —dijo Hermíone—. Cuando era joven —añadió.

—¿Y cuánto tiempo hace de eso? —preguntó Paris, guiñándome un ojo—. ¿Mucho?

—Antes de casarme, cuando tenía quince años, corrí… y gané. Pero una vez casada… —Me encogí de hombros.

—Todavía podrías derrotarlas a todas —dijo Paris.

—Nunca lo sabremos —contesté.

Continuamos por el camino. ¡Menelao! No podía apartar aquella imagen de mi mente. Todo lo que conocía, todo lo que daba por sentado acerca de él, se había convertido en caos.

Entonces, de repente, me sentí furiosa con él. ¿Por qué tenía que añadir aquella complicación? Entonces, igual de rápido, empecé a reír, y Paris y Hermíone se volvieron. Me sentía presa de un amor salvaje, de añoranza y de deseo por un príncipe extranjero, ¿y culpaba a Menelao de dificultarlo?

¿Acaso otras reinas habían sucumbido a una loca pasión por un extranjero? No se me ocurría ninguna. Pero, claro, yo no podía pensar bien entonces. La pasión de Fedra por su hijastro Hipólito, también provocada por la cruel Afrodita, había ocurrido dentro de nuestra propia familia. No se me ocurría otro ejemplo de lo que podía sucedernos. La pobre Fedra se suicidó, e Hipólito fue asesinado por Poseidón. Pero yo no pensaba matarme, ni Paris cometería suicidio tampoco. ¿Por qué íbamos a hacerlo?

—¡Vamos, deprisa! —Hermíone me hacía gestos—. Y deja esas risas tontas, madre. ¡Si no paras, no te dejaremos verlas!

—Sí, querida. —Me uní a ellos en el camino—. Hija mía, te has aventurado muy lejos de palacio.

—Quería un lugar secreto —dijo ella—. Y mis tíos cazan por todo el bosque, de modo que tenía que encontrar un lugar al que ellos no vinieran. Un lugar donde no pudiera haber caza. Es un sitio de piedra, que sólo podría gustar a las tortugas.

—Sí, les gustan las piedras —dijo Paris—. Hay muchas en torno a Troya.

—Junto a la montaña sagrada del Parnaso hay muchas muy grandes, y están todas consagradas a Pan —dijo Hermíone, solemnemente.

Parecía tan lista y tan mayor. Ah, mi niña…, pero ¿era tan mayor y tan lista como para sobrevivir a lo que vendría? Daba gracias de que fuera tan madura y avispada para sus años, pero aun así…

—Tenemos que hacer una excursión ahí algún día —dijo Paris—. Yo mismo estoy deseando ver ese famoso Parnaso —añadió, bajito—. Hay muchas cosas que deseo ver. Creo que podría vivir para siempre y aun así no estar satisfecho, ya que siempre habría cosas por ver ante mí.

—Hemos llegado —gritó Hermíone. Dimos la vuelta a un recodo en el camino y llegamos a un redil improvisado hecho de ramas y troncos. Ella se inclinó por encima del borde y su voz se alzó, llena de feliz emoción—. ¡Oh, oh! Habéis sido malas.

Trepó por encima de la valla y desapareció de nuestra vista. Pero Paris y yo nos buscamos mutuamente, bebiendo la imagen del otro. Su rostro llenaba mis ojos, mi alma, mi mente. No podía apartar mis ojos de él. Él me devolvía la mirada, silencioso. Ya no necesitábamos palabras.

La cabeza de Hermíone asomó entonces.

—Aquí está, mi primer premio. —Cogía una gran tortuga con el caparazón lleno de cicatrices—. ¡Se llama Guerrera!

Miré a aquella criatura. Cuando se la miraba de frente parecía contrariada. Sus ojos negros y diminutos, muy separados, miraban directamente al frente, con olímpico desdén. «A mí me da exactamente lo mismo lo que tú hagas», venía a decir su expresión. Me pregunté brevemente si habitaría en ella algún dios. Pensé que los dioses eran así. Nos miran, pero nunca se conmueven.

—¿Y por qué la llamas «Guerrera»? —preguntó Paris. Parecía genuina y contagiosamente interesado.

—Porque lucha con las demás —contestó Hermíone—. Se golpean unas a otras como los carneros, e intentan volverse boca arriba unas a otras. Ésta sigue y sigue; va golpeando a todas y al final gana siempre.

—Quizá tendrías que haberla llamado «Agamenón», como tu tío —dije yo.

—O Aquiles —dijo Paris—. Ese joven…, que no puede ser mayor que yo, en realidad, ya tiene tal reputación de luchador.

—¿Cómo has oído hablar de Aquiles?

¿Se referiría a aquel agresivo niño que había venido con Patroclo y los demás pretendientes?

—Ah, en Troya están muy preocupados por las nobles hazañas de armas —dijo—. Es una pasión en Troya. Y ese Aquiles se ha hecho un nombre, incluso al otro lado del mar.

—No puedo imaginar por qué motivo —dije—. Era un niño horrible.

—Los niños horribles son los mejores guerreros —dijo—. Y por eso yo nunca seré un gran guerrero. No era lo bastante horrible —dijo, y se echó a reír, y en su risa se encontraba toda la alegría del mediodía veraniego.

¿Estaba enamorada de él o de aquella gracia y amabilidad, esa manera de disfrutar del lado más soleado de la vida? Hay personas así, personas que prometen abrir puertas de secreta alegría para nosotros.

—Aquí hay más —dijo la niña—. ¡Venid a mirar!

Nos inclinamos por encima de la valla y vimos una alfombra de conmovedoras criaturas. Había de todos los tamaños, algunas tan pequeñas como un candil de aceite, otras enormes como un disco. Todas ellas llevaban dibujos amarillos y negros, pero ninguna ostentaba las mismas marcas.

—¿Por qué te gustan tanto? —preguntó Paris—. Debo confesar que nunca he pensado en ellas de una forma u otra —explicó, y trepó por encima de la valla fácilmente; se inclinó a acariciar la cabecita de una que parecía muy venerable.

—Pues no lo sé —dijo Hermíone—. Encontré una en el jardín y estaba tan…, no sé, tranquila. Podías sentarte y quedarte mirándola mucho tiempo. Me pareció… muy sabia. Como si nada pudiera preocuparla ni molestarla. ¡A mí me gustaría ser así!

Deseaba preguntarle: ¿qué es lo que te preocupa o te molesta a ti? Pero Paris dijo:

—Todos desearíamos ser así.

Quizá no debíamos examinarnos demasiado de cerca ni mirarnos demasiado tiempo unos a otros. Ni siquiera a nuestros propios hijos.

—¿Hasta los mayores? —preguntó Hermíone.

—Sí. Especialmente los mayores —le aseguró Paris.

Hermíone recogió hojas y flores para las tortugas y se las puso en un montón. Los animales se movieron lentamente hacia ellas y empezaron a comer, troceando las hojas verdes con sus correosas mandíbulas. Era difícil no reírse. Finalmente dije:

—Lo siento, cariño, pero yo encuentro muy divertidos a esos animales.

Hermíone acarició la concha de una de ellas.

—¡Nunca dejaré que te usen para hacer una lira! —le prometió.

El camino de vuelta fue perezoso, volvimos paseando despacio. Seguía pensando en Menelao y en la esclava, preguntándome cuánto tiempo llevaría pasando aquello. Mi rabia y mi diversión se habían evaporado, y sólo me quedaba curiosidad. Afrodita debía de haberle impulsado a aquello, como me había empujado a mí. Quizá fuese un castigo tardío contra mi padre por sus agravios. Nunca lo sabríamos; sólo podíamos aceptarlo. No teníamos poder para hacer otra cosa.

Mientras Hermíone caminaba con la cabeza muy alta, le dije:

—Bien, Hermíone, así es como andan las reinas. ¿Verdad, Paris?

Él levantó la cabeza.

—Mi madre no anda con tanto brío —dijo—. Por supuesto, es mayor. Mucho mayor. Ha tenido diecinueve hijos, de ellos dieciséis vivos.

Sólo con pensarlo me daba vueltas la cabeza.

—¡Diecinueve!

¿Qué sentiría realmente Paris por su madre y su padre, sabiendo que le habían dejado tirado para que muriese? ¿Cómo podía dejar pasar aquello, perdonarlo, olvidarlo? Yo no habría podido. Me había sentido herida cuando mi madre había insinuado solamente que habría renunciado a su encuentro con Zeus, cosa que quizá no tenía intención de decir.

—Por supuesto, si Hermíone es reina o no dependerá de si se casa con un rey —dijo Paris—. Si se casa con un guardián de tortugas… —Hermíone soltó una risita al oír aquello—, entonces sólo será la «Reina del Redil».

—Ah, no, será reina —dije yo—. En Esparta es la mujer quien ostenta el título. Su marido se convierte en rey por ella.

Así era como yo había convertido en rey a Menelao. «Bueno, esclavita, tú no podrás soñar nunca con que tu hijo suceda a Menelao en el trono, ya que él no tiene poder alguno para transmitirlo», pensé.

—Interesante —dijo Paris—. Inusual.

De vuelta al palacio, pasamos junto al plátano de Hermíone. Había crecido tan alto que ya daba sombra; sus hojas se estaban abriendo entonces, y se expansionarían plenamente al sol del verano. Pero ¿estaría yo allí para sentarme bajo su sombra?

El palacio parecía igual, pero de repente yo era una simple visitante, uniéndome a Paris y viendo a través de sus ojos. Aquella columnata…, aquellas recias puertas…, la forma que tenían las sombras de las columnas de irse alargando por el patio… Todo aquello, conocido por mí desde mis primeros días, ahora era de nuevo extraño.

Los preparativos para el viaje de Menelao a Creta ya estaban completos. Esa noche marcaba el final del noveno día desde que llegaron Paris y Eneas, y ninguna costumbre retenía ya a Menelao allí.

Menelao. La joven esclava. No podía borrar la imagen de los dos de mi mente, pero era una imagen despojada de todo dolor. Menelao no era el fiel esposo que yo había supuesto. Quizás él también estuviese cansado de esperar a que Afrodita bendijese nuestra unión. No podía culparle.

La cortina se abrió y entró Menelao. Iba sucio y manchado de sudor, y rápidamente se despojó de su túnica y se quitó las sandalias; se dirigió a los baños.

No quería hablar con él, por si se me escapaba lo que sabía, lo que había visto. Simplemente asentí, mientras él pasaba veloz. Tan pronto como se hubo marchado, convoqué a mis doncellas e hice que me vistieran para la cena, que sabía que sería la última. Aun así, me mostraba sorprendentemente poco preocupada por mi aspecto. Cualquier cosa me parecía bien. Sólo presté atención a mis joyas. Me parecía extrañamente importante llevar mis favoritas: mi collar de gruesas cuentas de ámbar, mis pulseras de oro con escenas de caza, los pendientes de lágrima, delicadamente trabajados en filigrana de oro.

El sol se desvaneció y una penumbra de un azul oscuro inundó las habitaciones como una niebla, hasta que el amarillo de las lámparas de aceite lo desterró. Nos reunimos en torno a una pequeña mesa en un lado del mégaron. El resto de la sala, a oscuras, se abría como la boca de una cueva a nuestro alrededor. No había cantantes aquella vez, sólo nosotros: mi padre, mi madre, mis hermanos, Menelao, Paris y Eneas.

—¿Qué mensaje llevarás de vuelta a Troya? —preguntó Menelao a Paris.

Paris se encogió de hombros.

—He recibido mensajes distintos de ti y de tu hermano —dijo—. Pero ninguno de los dos parecéis inclinados a dejarnos hablar con Hesíone, y mi padre se sentirá muy desgraciado al saberlo. —Levantó su pesada copa de oro y la estudió como si su decoración contuviese algo de la mayor importancia.

—¿Por eso habéis venido de verdad? —preguntó Menelao.

—¿Y por qué íbamos a venir si no? —Paris parecía sorprendido.

—Mi hermano era de la opinión de que vosotros erais espías —dijo Menelao.

Paris y Eneas se rieron a un tiempo.

—¿Crees que vendríamos nosotros en persona para eso? —dijeron los dos casi a la vez—. Como debes de saber ya, hay muchísimos espías por ahí, con mucha experiencia, y no teníamos por qué hacerlo tan evidente.

—¡Ah! Pero ningún espía habría tenido una invitación a nuestra mesa privada, aquí —dijo Menelao.

Deseé que se callase. Parecía tan torpe, tan obvio. Por primera vez vi el parecido familiar entre él y Agamenón.

—Las conversaciones pueden ser menos reveladoras aquí que en un comedor de soldados o en un barco —dijo Eneas—. Las mesas reales no son conocidas por divulgar información.

—Os he admitido en mi palacio —dijo Menelao—. Os he dejado ver lo que ningún otro espía podría ver.

«¡Ah, por favor, que se calle!».

—Habéis comido con mi esposa, un honor buscado por muchos —continuó—. Habéis visto su famoso rostro.

—Haces que parezca una cerda de competición —dije. Estaba furiosa con él, furiosa por sus torpes amenazas y bravatas…, y ahora me metía a mí por en medio—. ¡Aquí tenéis! —Me incliné por encima de la mesa, mirando directamente al rostro de Eneas. No podía hacer lo mismo con Paris, que estaba sentado justo a mi lado—. ¡Mirad hasta hartaros!

Eneas tosió y se echó hacia atrás, violento, como habría hecho cualquier persona educada.

—¡Helena! —dijo mi madre.

Yo me volví a sentar y la fulminé con la mirada.

Menelao se aclaró la garganta y levantó su copa.

—Sólo quería decir que os he acogido en el seno de mi familia —dijo.

—Sí —dijo Paris. Había derramado un poco de vino en la mesa y dibujaba cosas con él, como un niño.

Bajé la vista y vi lo que había hecho: había escrito «Paris ama a Helena» con el vino, brillante contra el fondo de la mesa.

Mi corazón se detuvo. ¿Y si alguien lo veía? Adelanté mi mano izquierda y lo borré, pero vi que mi madre miraba. Al mismo tiempo, me sentí abrumada por su osadía.

Luego, por el rabillo del ojo, vi mi copa de vino, la especial, la que Menelao me había regalado como presente de boda, que se movía. Paris la cogió para sí y dio un breve sorbo, colocando sus labios exactamente donde antes estuvieron los míos. Yo estaba conmocionada, congelada e inmóvil, obligándome a mí misma a permanecer rígida, investigando las caras y los ojos de los demás en busca de respuesta.

—Volveremos a Troya inmediatamente —dijo Eneas al momento. Lo había visto—. Nuestro barco espera en Gitio.

—¿No está junto a Micenas? —preguntó Menelao—. Pensaba que habíais tomado tierra allí.

—Así lo hicimos —dijo Paris—. Pero nuestros hombres han traído el barco a través del Peloponeso, para que estuviese más cerca y no tuviéramos que volver a Micenas.

—Yo también partiré desde Gitio —dijo Menelao—. De hecho…, es la hora ya. Perdonadme, pero debo partir enseguida.

Había esperado los nueve días exactos, ni una hora más. De repente, me pareció odiosa su precisión.

Se bebió un último sorbo de vino, pronunció unas palabras de despedida y luego indicó que debíamos abandonar la mesa con él.

Me volví para dirigir una despedida formal a Paris y vi que sus labios formaban las palabras silenciosas: «la serpiente sagrada». Cerré los ojos para demostrar que había recibido el mensaje: quería que me reuniese con él en el altar de la serpiente sagrada doméstica.

Mientras tanto, debía seguir los pasos oficiales y acompañar a Menelao a su habitación para desearle buen viaje. Él salió rápidamente, dejándome atrás.

Yo le seguí, más despacio. En el palacio había tranquilidad ahora, una enorme tranquilidad.

Entré en sus aposentos, que estaban extrañamente oscuros, aunque ardían una o dos lámparas en los rincones más alejados. Pero oí un bajo murmullo de voces que procedían de la habitación que conectaba con la otra. Me acerqué sigilosamente a la puerta y escuché. No me atrevía a mirar para no traicionar mi presencia. Sabía muy bien lo que pasaba. Quizá quería confirmar simplemente lo que había visto aquel mismo día, reivindicar mi propia decisión.

Durante un momento las voces se detuvieron y eso significaba que aquellas personas se estaban besando y acariciando. Ninguna conversación normal se detiene en medio de una frase…, sólo los murmullos de los amantes.

Entonces volvieron a hablar. «Ah, cómo odio que te vayas… Ten cuidado en alta mar, ¿has hecho los sacrificios a Poseidón…? No, eres tú quien debe cuidarse, tú llevas a mi hijo…».

Atisbé por el marco de la puerta y les vi: Menelao y aquella mujer, aquella esclava que le había llevado la cajita decorada. Y la suya era la misma voz que había oído junto a la cascada.

Entré de pronto en la habitación. No dije nada, pero dejé que la cortina cayese detrás de mí, y su sonido les hizo dar un respingo. Dos caras sobresaltadas se volvieron hacia mí. Menelao empujó a un lado a la mujer…, ¿tendría nombre?

—¡Helena! —jadeó. Él parecía horrorizado; ella, enojada—. No es lo que parece —barbotó.

Yo seguía sin decir nada.

—Te juro que ella no significa nada para mí…

Pobre, estúpido Menelao. Qué cruel y estúpido era decir aquello delante de ella. Por un momento me puse de su parte. Pero en realidad no sentía nada.

La mujer se encogió, susurrando: «¿cómo has podido?», y se escabulló, sollozando, corriendo hacia la puerta y hacia el extremo más alejado de la habitación. Menelao no la siguió ni le prestó ninguna atención.

Por el contrario, se volvió directamente hacia mí, levantando los brazos.

—Oh, querida, querida Helena, por favor…, eso no significa nada… Te lo ruego, perdóname… Oh, por favor…

Yo me quedé allí en pie como una de las columnas del patio. ¿Cómo podía refugiarme en sus brazos cuando yo misma había cometido una transgresión mucho mayor? Yo amaba a Paris, estaba loca por él, aunque apenas nos habíamos tocado. Menelao se había acostado con aquella mujer, pero su lealtad seguía siendo absoluta. ¿Quién era el mayor adúltero? Y si abrazaba a Menelao y le «perdonaba», ¿qué pensaría él más tarde de mi hipocresía?

—Oh, Helena, por favor… No, no me mires así, con esos ojos de piedra… Yo lo arreglaré todo…, la venderé, la enviaré lejos… No me importa, nada me importa excepto tú…

Yo aún no conseguía hablar, pero era por honradez, y no por cálculo. Aquello sólo servía para espolearle hacia una emoción mucho más elevada.

—Te amo por encima de todas las cosas. Nada, ni siquiera los dioses, que me perdonen, significa más para mí. Te entregaré toda mi vida… —continuó extendiendo los brazos.

Podría haberme refugiado en ellos. Pero no era capaz; sin embargo, me creía honrada. Y por encima de todo, tenía que ser sincera conmigo misma.

—Menelao, debes partir. El barco espera. Debes irte. —Me volví. No podía hacer nada más.

—¡Que espere el barco! —gritó él—. Mi abuelo ya está muerto. —Ahora su obediencia a los rituales se desvanecía.

—Tu hermano Agamenón navega contigo. No puedes alterar la ceremonia y el protocolo por un… asunto personal. Ve con las bendiciones de los dioses. Y con la mía. —Le sonreí lánguidamente, y luego me di la vuelta y me fui.

«¡Ah, que no me siga! ¡Que se vaya!». Corrí más allá de nuestros aposentos y volví al patio para evitarle. Pero no se oían pisadas detrás de mí.

Él también se sentía aliviado al aplazar todo aquello.

Ninguno de los dos sabía entonces que quedaría aplazado casi veinte años, y que sólo volveríamos a vernos en Troya, con el fuego de la destrucción rugiendo a nuestro alrededor.