—¿Para qué están aquí, en realidad? —le pregunté a Menelao, medio dormida, mientras abría los ojos; le vi abrochándose su manto.
Me dolía la cabeza; notaba como si me hubiesen golpeado en la nuca. No podía creer que lo que recordaba de la noche hubiese sucedido de verdad. Seguramente era un sueño. Me agaché y me toqué el tobillo, y noté una zona dolorida por mi encuentro con la serpiente. Pero aunque hubiese ido al santuario, quizá fuese sonámbula. Ahora, Menelao se volvería y me diría: «¿Que para qué están aquí quiénes? No sé lo que quieres decir», y yo suspiraría, aliviada.
—Les ha enviado el rey Príamo —dijo—. Eso aseguran ellos. Deben de haber llegado a Troya noticias de las murmuraciones de Agamenón, evidentemente. Así que han venido en nombre de Príamo a pedir que se devuelva a Hesíone a su tierra nativa, o al menos que se les permita hablar con ella.
Me incorporé. Así que era verdad. Los troyanos estaban allí.
—¿Y se les ha permitido?
Menelao bufó.
—No, claro que no. Agamenón no lo permitiría. Hesíone diría que está contenta, y entonces Príamo tendría que dejar de lamentarse, y Agamenón no tenía nada de lo que quejarse contra Príamo —suspiró—. Los jóvenes, cosa que les honra, no parecen completamente ansiosos por liberar a Hesíone. Sospecho que han venido más bien para seguirle la corriente a su rey, y para ver Grecia. A los jóvenes les gusta vagabundear un poco.
Yo me puse en pie y di unas palmadas para llamar a mis doncellas.
—Siento mucho lo de tu abuelo.
—Sí —dijo él—. En cuanto este entretenimiento haya acabado, iré a Creta. Protocolo… —Meneó la cabeza—. Por supuesto, los huéspedes son sagrados, y hay que cumplir las obligaciones.
Sí. Aunque alguien se estuviera muriendo o hubiese muerto. Todos conocíamos la historia del rey Admeto, que agasajó en su palacio a Heracles aunque la reina se estaba muriendo, porque la hospitalidad lo exigía. Heracles sólo averiguó que pasaba algo cuando oyó llorar a las esclavas.
—Sí —dije yo—. Tal es la costumbre.
Nueve días con Paris como huésped. Nueve días… Tenía miedo de salir de mi habitación y volver a verle. Pero tenía el mismo miedo de no volver a verle nunca.
De modo que Agamenón podía ponerse en camino rápidamente, y se decidió que se celebrase el tradicional festín para los invitados aquella noche. Así que cualquier idea que hubiese podido tener yo de esconderme en mis habitaciones desapareció. Di órdenes de que preparasen la comida y los cocineros empezaron al mediodía, y siguieron sin descanso. Puse a trabajar a los sirvientes, que formaron una decoración con ramas floridas de peral salvaje y almendro, y ordené a los tañedores de lira más expertos de la ciudad que se presentaran al oscurecer. Envié recado a mi madre, mi padre y mis hermanos, así como a Hermíone, para que estuvieran presentes. Ya no se me hacía extraño convocar a mi madre y a mi padre; había caminado con las sandalias de una reina y llevado la diadema de oro el tiempo suficiente, de modo que, en verdad, yo reinaba en palacio. Procuré emitir todas esas órdenes desde mis aposentos, ya que no quería aventurarme todavía fuera, en el palacio, por si me encontraba a Paris.
La hora del ocaso, el tiempo de la luz azul y lo que algunos llaman «primera oscuridad» había llegado. El sol había desaparecido y en su estela la brillante estrella de Afrodita brillaba en el horizonte, blanca y plena. Un ligero viento, cálido y suave, soplaba desde el sur.
Yo tenía que vestirme, y permití a mis doncellas que eligiesen algo para mí. No sabía muy bien qué sería. En realidad no importaba; deseaba ser invisible, y si hubiera tenido una túnica que lo hiciera posible, ésa sería la que habría elegido. Pero resultó que tuve que soportar que me entretejieran ornamentos de oro entre mis rizos, que me abrocharan la diadema de oro con sus dibujos de espirales solares en la frente, y sus murmullos de apreciación ante todo aquello.
—Estás extrañamente quieta esta noche, señora —dijo una de mis doncellas—. Creo que podríamos ponerte una hoja de espada en la cabeza y no pondrías ninguna objeción.
Sus parloteos me ponían nerviosa.
—Ah, hazlo en silencio —le dije.
Después, les dirigí, a ella y a las demás doncellas, una mirada con una ceja levantada.
Ya había llegado la oscuridad plena, y las antorchas ardían en la sala. Oí la música que sonaba ya, vi las luces que se reflejaban en la entrada del vestíbulo. Cogí aliento con fuerza y eché a andar. Apenas había recorrido tres pasos cuando noté que la cabeza me latía con fuerza detrás de la diadema.
Dentro vi a mi madre sujetando la mano de Hermíone, y que señalaba a los extranjeros.
—Querida hija —dijo mi madre, volviéndose hacia mí—, creo que es una buena forma de enseñar a Hermíone cómo son los festines cortesanos. Después de todo, tiene nueve años, y su vida incluirá muchos. —Mi madre y yo habíamos dejado de aludir desde hacía mucho tiempo a la posibilidad de que Hermíone tuviese una hermana o un hermano.
—¡Madre! —Hermíone me hizo una reverencia—. ¡Pareces…, pareces una reina! —Mi hija normalmente sólo me veía con la ropa cotidiana, mientras jugábamos juntas en palacio o dábamos paseos.
—Es que es una reina —dijo mi madre, orgullosa.
—Igual que tú —le recordé. Me incliné y sonreí a Hermíone—. Como tú lo serás algún día, princesa. No es tan difícil. Sólo hay que llevar ropas especiales de vez en cuando. Por lo demás, la vida de una reina es como la de cualquier otra persona, sólo que tiene que soportar que la miren mucho más de cerca.
—¿Y por qué? —preguntó Hermíone. Frunció las cejas.
—Porque mucha gente observa a una reina, y, tristemente, le buscan defectos.
—Pero ¡no encontrarán ninguno en ti! —dijo ella, con firmeza.
No pude evitar sonreír ante su absoluta lealtad. ¡Ah, ojalá fuese yo digna de ella!
—A medida que te hagas mayor, verás defectos en cantidad —le aseguré.
—Esos hombres —dijo mi madre— no me gustan. —Fruncía el ceño en dirección al fuego del hogar, de cedro y sándalo chisporroteante, que perfumaba el aire—. Me temo que están aquí para espiarnos, que Príamo los ha enviado para averiguar nuestras debilidades. Creo que se propone atacarnos.
—¿Por su hermana mayor? —Sus sospechas me sorprendieron.
—Todos sabemos que es sólo una excusa —dijo ella. Se acercó más a mí y pude aspirar el débil perfume a lirio, su aceite favorito—. Troya encuentra que es tentador invadirnos, y Agamenón ya ha decidido en su corazón atacar Troya. ¡Ah, estoy llena de temor! —Su dulce voz temblaba—. Huelo una guerra no lejos.
Recordé las armas y las conversaciones sobre la guerra sostenidas hacía poco allí en Micenas.
—Ruego que estés equivocada. —Eso fue todo lo que dije, notando frío en el corazón.
—¡Vamos, quiero verlos! —Hermíone tiraba de mi mano.
Menelao se volvió mientras nos acercábamos, con el rostro lleno de placer. Abrió sus brazos para recibirnos. Justo más allá de su abrazo pude ver a Paris, de pie, muy tieso. Sólo pude ver parte de su rostro, pero sólo al percibir aquel vistazo noté que el frío y el calor me invadían. «Todavía está aquí. No se ha desvanecido con la noche. No era un sueño».
—Nuestros huéspedes honrados —dijo Menelao, retrocediendo ligeramente y volviéndose hacia ellos—. Paris, hijo del rey Príamo de Troya; y Eneas, príncipe de Dardania e hijo de…
—Ah, por favor, no —dijo Eneas rápidamente. Se estaba sonrojando de verdad.
—… Anquises —acabó Menelao. Se volvió hacia mí—. Helena, estaba hablándoles de mi viaje a Troya. —Me apretó contra él—. Sí, en mi juventud. La conozco bien. Decidme —ah, se esforzaba tantísimo por mostrarse ingenioso y animado—, la ciudadela en la cresta de la ciudad, el santuario a Atenea, lo recuerdo muy bien…, ¿sigue estando igual?
Fue Eneas y no Paris quien respondió.
—Ah, sí. El santuario con la sagrada imagen de Atenea, a la que llamamos Palas Atenea, sigue tal y como se construyó. Lo honramos con festivales y sacrificios.
—¿Y las cumbres todavía son tan ventosas? —Se rio—. Por supuesto, todavía tienen que serlo, si mi memoria no me falla. Los vientos no cambian. Una vez dejé una bolsa de cuero (bien cargada, os lo aseguro) en un banco junto al roble que crece en el extremo noroccidental de la cumbre. Pensaba que, tras librarme del peso, podría hacer pie mucho mejor. Y mientras miraba, el viento movió la bolsa hasta el borde y finalmente la tiró por el lado. Dio en el suelo con un golpe.
Paris se echó a reír.
—Ha sido siempre así desde que yo estuve allí.
«Esa voz. ¡Esa voz inconfundible!». La oía de nuevo cantar en mi corazón.
—No lleva tanto tiempo allí para saber nada de los vientos. —Se coló entonces otra voz. Hablaba Agamenón—. ¿Verdad?
Si esperaba que Paris retrocediera ante aquella intrusión, se equivocaba. Paris se limitó a sonreír y luego rio, ligero como una mariposa.
—No, es verdad, no llevo tanto. —Se volvió hacia los demás, confiado—. Toda mi vida he sido un príncipe, pero hace poco tiempo que lo sé.
—¿Y cómo es eso? —insistió Agamenón.
—Mi fortuna cambió de la noche a la mañana —dijo Paris—. Pero esperemos a que todo el mundo pueda oírlo. Es una historia que cansa mucho repetir.
Agamenón gruñó. Levantó una copa de oro llena de vino.
—Supongo que todo el mundo tiene vino —observó, con intención. Las manos de nuestros huéspedes estaban vacías.
Menelao se apresuró a disculparse. Yo sentí gran vergüenza al ver que lo hacía.
—Hay muchísimo vino, si los invitados quieren beberlo —dije, y miré fijamente a Agamenón al hacerlo.
—Creo que los obsequios para los invitados deben serles presentados, o nunca empezará el festín en sí mismo. —Paris hizo un gesto a uno de los criados troyanos—. No puedo aceptar otro momento más de hospitalidad de manos del gran rey y la reina de Esparta sin ofrecerles mi más profundo respeto.
Dos hombres entraron en el vestíbulo balanceando un enorme trípode de bronce, exquisitamente cincelado. Sus tres patas tenían unas garras de águila que agarraban unos globos, y de ellas surgían unas patas trenzadas que sujetaban un amplio cuenco para ofrendas.
—Ningún fuego lo ha tocado —dijo Paris—. Ha esperado para vosotros.
Menelao se inclinó y acarició una de las patas. Miró más arriba, al cuenco sutilmente curvado que lo coronaba. Era realmente una obra de arte.
—Magnífico —dijo Menelao.
—Me complace que haya encontrado favor a los ojos del Rey.
—Los artesanos de Troya son muy ingeniosos. —La pesada voz de Agamenón, tan pesada como el cansancio al acabar el día, como un primo tedioso, como un baúl demasiado lleno.
—Nos enorgullecemos de nuestras habilidades —dijo Paris—. Pero todo está a vuestro servicio.
Aquella efusión era repugnante. Sin embargo, era lo acostumbrado. Ahora, Menelao tenía que entregarles nuestro regalo, algo mucho más pequeño, que se pudieran llevar fácilmente.
«“Te entrego a Helena, mi esposa. Aquí está, tómala. Como verás, es de la mejor artesanía. Confío en que te complazca”. Menelao me coge por la mano y me entrega a Paris».
Lo vi todo mentalmente, en una imagen perfecta. Ah, si se pudiera hacer así, de una manera tan fácil, tan sencilla. Porque al final todo se reducía a eso.
Dos de nuestros esclavos trajeron un enorme caldero de bronce. Paris y Eneas fingieron sorpresa y placer.
—Esto tampoco ha sido tocado jamás por el fuego —dijo Menelao.
Todo formaba parte del ritual del intercambio de regalos. Un recipiente no usado nunca era del valor más elevado. Nadie usaba los recipientes después. Se guardaban como prueba de lo mucho que los estimaban los demás. Así, los materiales y las habilidades más preciosas se desperdiciaban en cosas que nunca se consagrarían a su uso real.
Luego siguieron regalos menores. Espadas, cuencos, copas.
—Y más fuerte que todo ello, más fuerte que el bronce —dijo Menelao—, es el lazo sagrado entre huésped y anfitrión, la xenia. El propio Zeus estableció sus normas, las normas de la confianza y del honor.
Paris y Eneas inclinaron la cabeza.
—Y ahora, que empiece el banquete —dijo Menelao, que levantó el brazo como señal.
En un extremo del mégaron se había colocado una larga mesa donde debíamos sentarnos y comer. Normalmente comíamos en muchas mesas pequeñas, aunque tuviéramos mucha compañía, pero mi padre parecía dispuesto a oír todas las conversaciones y no perderse nada.
La larga mesa, un enorme tablero apoyado en unos caballetes, acogió a los troyanos, la actual familia real y la antigua familia real. Mis hermanos se unieron a nosotros, se sentaron más tarde murmurando disculpas. Yo estaba sentada entre Paris y Menelao. No me atrevía a pedir que cambiaran de sitio a Paris, aunque lo deseaba. Cuanto más cerca se encontraba él, más difícil resultaba para mí.
—Mis hijos —dijo mi padre—. Cástor y Polideuces.
—El famoso luchador y boxeador —dijo Paris—. Es un privilegio conocerte.
—Paris también es boxeador —dijo Eneas, desde el otro extremo de la mesa.
—No… —Paris meneó la cabeza.
—Ah, sí, sí que lo es. O más bien reclamó su herencia mediante el boxeo.
—¿De verdad? ¡Cuéntamelo! —dijo Polideuces, el boxeador.
Paris se levantó y miró a los congregados. Sus nudillos se apoyaron en la mesa y noté que ésta se movía.
—Te prometí, rey Agamenón, contarte mi llegada tardía a la casa de mi padre. Ésta es parte de la historia.
—Esto sólo conseguirá aumentar nuestro apetito —manifestó mi padre—. Mientras que si esperamos hasta tener el estómago lleno, quizá estemos demasiado embotados para escuchar. Te lo ruego, cuéntalo.
Paris debió de sonreír entonces; no veía su cara, pero lo notaba en su voz.
—Muy bien. Intentaré contarlo brevemente, a diferencia de los bardos, que prolongan una historia durante días. —Tomó aliento—. Fui criado como un pastor en las laderas del monte Ida —dijo.
—La montaña que hay cerca de Troya, donde se crió Zeus —entonó Hermíone, que había pasado mucho tiempo aprendiendo esas cosas—. Tiene muchas flores y fuentes preciosas.
—Sí, así es, princesa —dijo Paris—. Y por eso era feliz allí. Cuidaba el ganado y…
—Y evitó a una banda de ladrones de ganado cuando era apenas un chiquillo —dijo Eneas. Hizo una seña hacia nosotros—. Es demasiado modesto, nunca lo contaría.
Paris amenazó con un dedo a Eneas.
—Calla, o si no nunca acabaremos la historia. Descubrí que se me daban bien los toros. Podía controlarlos, y pronto se me buscó para las competiciones locales de toros. Tenía reputación de ser justo, ése era el motivo. Y luego, se llevaron a uno de mis mejores toros para que fuese sacrificado en Troya, como tributo. Yo perdí la compostura…, ¡amaba a aquel toro, lo había criado desde que era un ternero! ¿Por qué me lo exigía aquel egoísta rey de Troya? Decidí seguir tras él, competir en los juegos de los tributos y ganar de nuevo el toro —dijo, y se inclinó hacia delante.
Aún estaba de pie, aunque los demás seguíamos sentados, y bebió un largo trago de vino. Levantando la vista, vi moverse su garganta. Rápidamente aparté la vista.
—Mi padre intentó detenerme. Yo no sabía por qué. Me aconsejó que no fuese a Troya, me dijo que olvidase al toro. «Los deseos del rey son leyes, hijo mío», me dijo. Pero nada más.
»Yo no lo tuve en cuenta y acudí a Troya. En la llanura, ante las puertas de la ciudad, se había construido un campamento para la competición. Nunca había visto nada tan elaborado, todas mis carreras habían sido con los pies desnudos, a través de los prados de la montaña, pero aquéllas eran más formales, a lo largo de una pista. Aun así, estaba tan furioso por lo del toro que competí. Y gané. La rabia puso alas a mis pies. Y llegó la competición final, el boxeo. Yo nunca había boxeado antes, pero, como decía, la rabia me impulsaba. Gané también. Pero no sé si podría repetirlo. No comprendo ni siquiera cómo lo conseguí. No había recibido entrenamiento, no tenía método.
—Lo consiguió mediante el valor, más que mediante la habilidad —dijo Eneas—. Así se dictaminó en justicia. Pero aquello le calificaba como el campeón de los juegos de los tributos. Y se disponía a pedir el toro como recompensa, cuando, de repente, los hijos de Príamo se volvieron contra él e intentaron matarlo, tan furiosos estaban por haber sido derrotados por un simple pastor, un rústico de las montañas. Sólo cuando su padre, que había seguido a Paris hasta allí, les rogó que se detuvieran porque aquél era su «hermano», quedó todo revelado. —Cogió aliento—. Quiero decir que aquel hombre no era su verdadero padre, sino que sólo le había criado. Paris era hijo del rey Príamo. De modo que, una vez probado aquello, Príamo dijo: «Antes prefiero que caiga Troya que perder de nuevo a mi hermoso hijo». Y así fue como la casa de Príamo ganó un hijo.
—Como si no tuviera ya bastantes —dijo Agamenón.
Si lo había oído, Paris no lo demostró.
—Eneas, querido primo, veo que no me permitirás contar mi propia historia. Sea, pues. —Bebió otro sorbo de vino—. Yo podría haber tardado mucho más y haber entretenido mucho más rato a estos excelentes anfitriones, apartándoles de la comida. ¡Y eso no puede ser! —Se sentó y dejó su copa en la mesa.
—¿Por qué te había expulsado tu padre, el rey Príamo? ¿Por qué te perdiste? —Por supuesto, era Agamenón quien lo preguntaba, la pregunta impronunciable, descortés.
Los criados traían ya las bandejas de comida: cabra y cordero hervido, y jabalí asado; tuvimos que suspender la charla mientras nos llenaban los platos.
—Porque había…
Apareció un segundo grupo de criados, que traía embutidos con sabor a hierbas, y tarros de miel ahumada de las colmenas, y cuencos de higos silvestres y de peras, y finalmente queso de cabra y nueces.
La gente empezó a hablar con sus compañeros, a hablar de cosas agradables, intrascendentes. Pero la voz de Agamenón se impuso entre los murmullos.
—Dinos, buen príncipe. Dinos por qué te expulsó tu padre en un principio —insistió.
—Mmmm… —Paris estaba masticando la carne.
—¡Joven, no eludas la pregunta! —Agamenón intentó que su voz sonase alegre.
Paris se tomo su tiempo para acabar el bocado de carne y al final dijo:
—Si estás decidido a tener una respuesta, pues bien, aquí está, aunque temo que pueda sonar algo discordante en esta feliz compañía. Había un mal augurio sobre mi nacimiento, un augurio que decía que yo sería la destrucción de Troya. Así que intentaron evitarlo.
Oí el pequeño temblor en su voz. Maldito fuera Agamenón por haberle obligado a decir aquello…, aquello que le causaba tanta aflicción.
—Así que eso era lo que quería decir Príamo cuando dijo: «Mejor que caiga Troya antes de que mi maravilloso hijo vuelva a perderse de nuevo» —dijo mi padre—. Ya veo. —Se secó la boca—. ¡Bueno, es un padre valiente!
—¿No harías acaso tú lo mismo por nosotros? —dijo Cástor, en broma, inclinándose hacia mi padre.
Él se echó a reír.
—Pues no lo sé. Quizá sería mejor que os enviara al monte Taigeto, como otros padres hacen con los malos hijos.
—Bueno, tendrías que mandarnos a los dos —dijo Polideuces—. No podemos estar separados.
—Eso no ocurre muy a menudo —dijo Agamenón—. Las familias reales no suelen arrojar a sus niños, hoy en día. Sólo la situación más espantosa requeriría algo así —dijo, y bebió largamente de su copa; luego volvió a dejarla lentamente, con precisión. Dirigió a Paris una mirada de fascinación, arrellanándose en su silla.
Mi madre, junto a él, miró a ambos huéspedes y preguntó, animadamente:
—¿Y estáis casados?
Supe que la pregunta no era inocente, y que estaba destinada a Paris, y no a Eneas.
—Sí, señora, lo estoy —dijo Eneas. Su cabello oscuro brillaba como el ala de un cuervo, mientras él inclinaba educadamente la cabeza, captando los reflejos de la luz de la antorcha—. Tengo el privilegio de estar casado con Creusa, la hija del rey Príamo.
Mi madre levantó las cejas.
—Vaya, vaya. ¡El yerno del Rey en persona! Pero ¿no había una profecía acerca de que tus descendientes gobernarían Troya y por lo tanto…?
—¡Basta, basta de profecías! —Paris agitó las manos, despectivo—. Nos quitan el apetito, el apetito de esta excelente comida, y nos convierten en huéspedes rudos.
Hasta el momento no le había mirado, en realidad, porque estaba demasiado cerca de mí.
No podía verle a menos que volviera la cabeza por completo. Empecé a hacerlo y vi que mi madre me miraba.
—¿Y tú, estás casado, Paris? —insistió ella.
—No, no lo estoy —dijo él—. Pero rezo cada día a Afrodita para que me envíe la esposa que ella decida.
Cástor se echó a reír de tal modo que salpicó el vino que tenía en la boca por toda la mesa. Lo frotó, intentando limpiarlo.
—Ah, ah, chico, tienes mucho sentido del humor.
—Está tan acostumbrado a decirlo que creo que se lo ha empezado a creer —dijo Eneas—. Lo sigue repitiendo siempre que la familia le insta a que se case.
—No es lo suficientemente mayor —dijo Menelao. Me di cuenta de que eran las primeras palabras que había pronunciado durante la cena—. Y es lo bastante inteligente para saberlo.
—Pero ¿qué edad tienes, Paris? —preguntó mi madre, con esa ligereza artificial. ¿Por qué le disgustaría tanto?
—Dieciséis —respondió él.
¡Dieciséis! ¡Nueve años más joven que yo!
—Sólo un muchacho —dijo Agamenón—. Pero, bueno, eso es lo que suelen ser los pastores…, niños.
—¡No es un pastor! —exclamé yo.
—Ahora no, pero sí que era pastor, y muy bueno además —dijo Paris rápidamente—. Pasé unos días maravillosos allí en las montañas…, los cedros con sus sombras moradas y azules, el viento del sur entre los árboles, las cascadas, los prados con flores… Sí, son unos recuerdos que atesoro, los días que pasé con mi ganado.
—¿Es muy alta esa montaña de Zeus? —preguntó Hermíone.
—Mucho, realmente, y es grande, amplia, con muchas montañitas pequeñas a su alrededor. No es tan alta como el monte Olimpo, ¿sabes?, al que no puede trepar ningún hombre, porque es lo bastante alta para estar siempre nublada y fría, y pierdes tu camino.
Justo entonces llamaron nuestra atención y se anunció un plato especial. Una de las esclavas, una jovencita muy linda, hizo un gesto hacia un caldero que traían y dijo:
—¡El famoso caldo negro de Esparta! —Un esclavo que iba tras ella colocó unos cuencos ante cada uno de nosotros.
El caldo negro de Esparta: se suponía que sólo los verdaderos espartanos podían tragarlo.
Había crecido bebiendo aquel caldo y no lo encontraba desagradable, aunque prefería el caldo de almendras claro. La negrura de aquel caldo procedía de la sangre de cerdo; su gusto fuerte del vinagre y la sal que llevaba mezclados. Los esclavos me sirvieron unos cucharones en mi cuenco y lo salpicaron con queso de cabra. El olor característico de la sopa, que me recordaba el momento en que estás de pie en dirección al viento de un sacrificio recién hecho, se elevaba desde los cuencos.
Cuando sirvieron a Paris y a Eneas, todos los ojos se clavaron en ellos. Ambos sonrieron, pero después del primer sorbo, Eneas puso cara de sufrimiento. Retuvo el líquido en la boca y tuvo que ordenar a su garganta que se abriera y lo aceptara. Luego le tocó el turno a Paris, que se llevó el cuenco a la boca; le oímos tragar. Luego vi que dejaba el cuenco vacío en la mesa. Se lo había bebido de un trago.
—Ah —dijo—. Memorable.
Supe que se lo había tragado deprisa para no tener que saborearlo y notar el gusto.
Mi madre hizo una seña al sirviente.
—Más para el príncipe Paris —dijo, y le llenaron de nuevo el cuenco.
—Vuestra amabilidad es increíble —dijo Paris. Cogió el cuenco y lo sujetó entre sus dedos—. ¿Y los demás? —preguntó.
Nadie se tomó una segunda ración. Pero no habría importado: estábamos acostumbrados.
—Yo tomaré un poco más —dijo Agamenón, levantando su cuenco.
No se podía evitar. Paris se lo bebió todo. Noté que su garganta intentaba cerrarse, pero él se dominó.
—¡Bravo! ¡Bravo! —dijo Cástor—. Y sin hacer ni una mueca.
—Supongo que estarás acostumbrado a los alimentos fuertes, habiendo crecido en la choza de un pastor —dijo mi madre—. Probablemente esto sea demasiado delicado para ti.
—No, señora —dijo Paris—. No es delicado, sino especial. Y en la choza de mi padre adoptivo comíamos bastante bien, comida sencilla; pero lo sencillo siempre es lo mejor…, está más cerca de lo que nos dan los dioses.
—O sea, ¿que estás a gusto en las chozas? —Mi madre no podía parecer más sorprendida y disgustada.
—Puedo encontrarme a gusto en cualquier parte —dijo Paris—. Hasta en un lugar extraño como Esparta. Soy afortunado, ¿verdad? El mundo es mi hogar.
—Sí, es afortunado —dijo Menelao—. Eso significa que nunca estarás exiliado.
Un ruido junto al hogar llamó nuestra atención. Me volví mientras Menelao decía:
—¡Aquí están los bailarines! Dejemos la mesa.
Diez niños pequeños, vestidos sólo con unas cortas túnicas, permanecían en fila con unas pelotas en cada mano. Su líder hizo una reverencia y nos explicó su danza. Venían de Creta. Al mencionar Creta, Menelao suspiró. Pronto estaría navegando hacia allí.
Al dar una palmada, los bailarines empezaron a entretejerse y moverse rápidamente formando unas figuras que me parecieron muy intrincadas, uniéndose en un círculo, luego separándose hacia atrás, luego intercambiando sus puestos en un diseño muy elaborado. Justo cuando parecía todo más confuso y complicado, empezaron a arrojarse las pelotas unos a otros, cogiéndolas mientras se movían, de modo que el baile era un remolino de movimientos y color. Su habilidad al lanzar y coger la pelota mientras se movían era extraordinaria.
Todos estábamos alrededor de ellos formando un círculo también, y yo estaba en el lado opuesto a Paris. Sólo podía verle fugazmente entre los movimientos. Con aquella luz tan pobre, quedaba casi oculto.
Los bailarines salieron de la sala y entraron los cantores con sus liras. Hicieron una reverencia, miraron a su alrededor y se dirigieron a todos nosotros, diciendo las cosas habituales de que no eran dignos de aquello, tal y cual. Menelao agitó el brazo impaciente para que siguieran. Aquélla era la parte del banquete ceremonial que todo el mundo hubiera querido evitarse, pero la costumbre exigía que hubiese muchos entretenimientos, y dado el elevado rango de los huéspedes, más extensos aún.
Los cantantes se quedaron de pie, erguidos, como las columnas de la sala, con las liras en las manos y cerrando los ojos. Uno a uno cantaron dulces canciones al amanecer, al anochecer y a la belleza de las estrellas. Paris se había acercado más a mí; ahora sólo se interponía Hermíone entre nosotros. Vi que ella tiraba de la mano de Paris y señalaba hacia una lira.
—¡Está hecha de concha de tortuga! —murmuró.
—Sí, es verdad —dijo Paris, animadamente.
—¡Eso es malo! —dijo Hermíone, demasiado alto—. ¡No deberían matarlas para hacer eso!
Paris se inclinó y le hizo señas de que se callara, pero ella continuó.
—Yo las tengo como mascotas. ¡La gente no debería matarlas por sus caparazones!
—¿Ni siquiera para esta música tan dulce? —dijo Paris.
—¡Ni aun así!
Paris se arrodilló sobre una rodilla.
—¿Y dónde tienes esas mascotas? —le preguntó—. ¿Me las enseñarías?
—Están en un lugar secreto —dijo Hermíone.
—Pero ¿me las enseñarás? Yo soy un visitante especial.
—Sí…, sólo es secreto para los cantantes, porque no quiero que me roben ninguna de mis mascotas.
—¿Mañana, entonces? ¿Me lo prometes?
—Sí —dijo ella, inclinando la cabeza y sintiéndose muy importante—. Pero debes encontrarte conmigo aquí, a mediodía, y te llevaré.
—¿Puedo ir yo también? —le pregunté yo. No sabía nada de esas tortugas secretas.
—No —dijo—. Tú eres amiga de los cantantes y se lo dirías.
—No soy amiga suya. Nunca les había visto.
—Déjala que venga —dijo Paris—. Te prometo que no le contará a nadie que existen.
—¿Y cómo lo sabes tú? —dijo Hermíone—. ¡Tú no eres ella!
«Sí, lo soy», dijo la boca de él, sin sonidos.
—Vale —dijo Hermíone—. Si de verdad quieres que venga…
Los cantantes estaban acabando ya, al fin, y pudimos dar por terminada la velada. Los huéspedes extranjeros tuvieron que hacer un pequeño discurso, y también mi padre, Menelao y yo. Yo sólo dije, cortésmente, que agradecía mucho que los dioses nos los hubiesen enviado.