Viendo que Esparta aparecía a la vista, extendida a lo largo de las orillas del Eurotas, mi ánimo se elevó, como me ocurría siempre. Mi ciudad era bonita, abierta, situada entre bosquecillos…, todo lo que no era la fría y recluida Micenas. Ambos palacios estaban situados en la parte más alta, pero el nuestro era como un faro dorado por encima de la llanura.
Hermíone estaba muy contenta de volver a casa, donde podría deambular por los corredores abiertos. Lo único que echaría de menos era a sus primas como compañeras de juegos; estaban también los niños de los sirvientes y esclavos, por supuesto, pero nadie de su propia sangre. Ella me confió que aquella vez su prima Ifigenia no parecía tan interesada en jugar, y que había acumulado una colección de peines de marfil y espejos de bronce y aceite perfumado, y que pasaba mucho tiempo arreglándolo todo.
—Bueno, ella ya está cerca de la edad en que podría casarse —repliqué yo—. Supongo que sólo se está preparando para ello, mentalmente.
—Y Electra es demasiado pequeña y es una pesada, y no es nada divertida. Es muy molesta: no para de hacer preguntas.
Me eché a reír.
—Eso es lo que implica tener tres años. Tú también lo hacías.
Ella meneó la cabeza furiosamente, agitando sus rizos.
—¡No, no, yo no lo hacía!
—No es ninguna vergüenza —le aseguré—. Es mejor hacer demasiadas preguntas que demasiado pocas.
Preguntas… Yo misma tenía tantas… ¿Por qué ansiaba tanto la guerra Agamenón? ¿Estaría aburrido, es eso lo que hacen los hombres aburridos? ¿Estaba acaso celoso de Príamo, con todos aquellos hijos? ¿Quería yo que Menelao fuese a la guerra? ¿Sería más interesante mi vida o menos, si él no estaba?
El invierno se agarraba con sus manos huesudas y tensas a la tierra, dejándola pálida y exangüe. Mientras, nosotros tiritábamos tapados con nuestros mantos y manteníamos los braseros encendidos en el interior. Tuve la idea irreverente de que Deméter quizá no necesitase recurrir a tales extremos para lamentar la pérdida de Perséfone. En cuanto lo pensé, rápidamente me disculpé. No sabía el dolor que podía causar la pérdida de una hija, y no quería provocar que la diosa me hiciera averiguarlo.
Gelanor me pidió que le dejase volver a Gitio, diciendo que con tan poco que hacer en Esparta, podía dedicar algo de tiempo a recoger los moluscos que contenían la púrpura por la costa, de modo que cuando los comerciantes llegasen en primavera, su familia ya tuviese un buen suministro de esas conchas para vender. Decía que cosecharlas no era tan difícil aunque hiciera mal tiempo, si después tenías seguro un buen fuego.
—Ni siquiera los fenicios se hacen a la mar con este tiempo —dijo—. Pero serán los primeros en cuanto amainen las tormentas.
Yo no quería que se fuese; siempre encontraba divertido hablar con él. Las mujeres de palacio sólo hablaban de tejidos, de matrimonios, muertes e hijos; los hombres sólo hablaban de caza, comercio y guerra. De alguna manera, aunque Gelanor hablase de aquellas cosas, era como si estuviera subido en una roca elevada y lo describiera desde arriba, en lugar de formar parte de aquello o sentir alguna preocupación por el resultado. De pronto tuve una idea, algo que podía aliviar el aburrimiento que sentíamos los dos.
—¡Llévame contigo! —le dije.
Él me miró burlón.
—¿Para que vayas correteando por las rocas y recogiendo los moluscos?
—No, para ver Gitio. Y el mar. Nunca he estado en la costa ni he oído una ola.
—Eres una reina de tierra adentro —dijo él—. Y así debe seguir siendo, hasta que Menelao te lleve a ver el mar. ¿No es acaso de Creta su abuelo? ¿Por qué no vas allí con él?
—Su abuelo está muy anciano, y Menelao… —al propio Menelao no le gustaba el mar, me daba cuenta de ello, y evitaba la navegación siempre que le era posible— va allí lo menos posible.
Mientras hablábamos, una ráfaga de aire me arrancó el manto que me cubría la cabeza. Gelanor se echó a reír.
—Te llevaré a Gitio cuando haya pasado lo peor de estos vientos. Ahora sólo conseguirías quedar empapada en agua de mar y helada hasta la muerte, y Menelao me ejecutaría por robarle a la bella Helena su salud. —Atisbó el horizonte, fingiendo que veía el mar—. A Poseidón le encanta esta época del año, porque puede enfurecerse y remover montañas de agua y olas, pero la gente prudente se mantiene apartada de él.
—Entonces, ¿por qué vas tú?
—Nunca dije que fuese prudente, y de todos modos, la ociosidad forzada acaba por destruir toda prudencia.
Menelao se mostró dócil ante mi partida; confiaba en Gelanor. Diría que confiaba en él como en un hermano, pero tenía la sensación de que no confiaba en Agamenón, al menos no ciegamente. Su única condición era que debía esperar a acompañarle hasta que hubiesen pasado las peores tormentas invernales, y que no me llevase a Hermíone conmigo y tuviese cerca siempre a dos guardaespaldas.
En realidad, Menelao se mostraba muy dócil con la mayoría de las cosas, en aquellos tiempos. Parecía muy calmado. Quizás al final estuviese averiguando que ser rey satisfacía sus talentos.
—Tráeme uno de esos moluscos cuando vuelvas —dijo—. Creo que en sí mismos no tienen color en absoluto, sino que sólo liberan ese fluido púrpura cuando se aplastan.
—Sí, así lo haré —le prometí.
Mi sangre se aceleraba ante la perspectiva de caminar junto al mar, al fin.
Existe una época del año en que el invierno y la primavera se enzarzan en una lucha cuerpo a cuerpo y se van venciendo uno a otro por turnos: primero cae uno, luego la otra. Un día es frío, el siguiente cálido. Las hojas precavidas siguen aún enroscadas; las más imprudentes se abren al sol. En tal momento, Gelanor y yo partimos hacia Gitio, una caminata que duró un largo día, con los guardaespaldas siguiéndonos detrás. Pero a mí me sentó muy bien; llevaba un calzado resistente y un manto abrigado. Comprendí que debía llevar un velo que me tapase la cara. Estaba acostumbrada a que me mirase la gente, pero Gelanor no, y quizá fuese una molestia si intentábamos avanzar lo más rápidamente posible. Quería pasar sin entorpecimiento alguno.
—Vaya, tienes un aspecto muy raro —dijo Gelanor al unirme a él justo ante las puertas de palacio.
—¿Qué quieres decir? —Miré mis pies y mi manto.
—Sólo te había visto ataviada como reina —dijo—. Nunca como peregrina. —Sonrió—. ¡Vamos!
Supongo que tenía sus dudas acerca de mi capacidad de seguirle, porque cuando pasamos el santuario de Artemisa Ortia, ese lugar misterioso y oscuro donde los muchachos deben soportar unas pruebas físicas secretas, se detuvo y sacó un odre lleno de agua.
—Vaya, vaya —dijo—. Ciertamente, eres ágil. A mí me falta un poco el resuello.
—En tiempos fui corredora —dije. Pero parecía que hacía una eternidad.
—Aaah —dijo Gelanor—. Entonces doy gracias de que no estemos compitiendo —dijo, y me pasó el agua.
Seguimos por el sendero de tierra hacia Gitio. Al principio se mantenía pegado al valle del Eurotas; el río, crecido por la nieve fundida y las lluvias primaverales, buscaba el mar igual que nosotros. A lo largo del camino había pueblos, pequeñas granjas. Los campos, sembrados a finales del invierno, mostraban la cebada y el farro, ya a la altura de la rodilla. Nadie nos prestaba atención, cosa que me encantaba. Así se lo hice saber a Gelanor.
—Dime —me preguntó él—. Nunca he querido preguntártelo, porque no quería entrometerme, pero ¿qué se siente cuando todo el mundo te mira, no importa lo que hagas?
—¡Es horrible! ¡Espantoso, no se puede ni describir!
—Pero peor sería lo contrario, la persona que quiere hacerse notar y siempre es invisible, ¿no? —preguntó.
—¿Y cómo voy a saberlo? ¿Cómo puedo compararlo?
—Mi opinión es que esas personas invisibles causan todos los problemas del mundo. Quieren que las miren, y hacen cualquier cosa para llamar la atención. Matan, hacen acusaciones falsas, alardean y presumen de hazañas que no han conseguido.
—Eres muy duro —dije—. A veces, una persona muy visible quiere más. Es codiciosa… o codicioso. —Pensé en Agamenón, que estaba claro que se aburría con su vida tranquila en Micenas, aunque era rey—. Y mucha gente sencilla es feliz con su vida.
Gelanor gruñó.
—Aun así, muéstrame a un solo hombre que sienta que le hacen demasiado caso…
A última hora de la tarde nos enfrentamos a una larga hilera de montañas que se extendía como una muralla. El sol, suspendido sobre ellas, hacía que pareciesen formidables.
—Justo detrás nos esperan Gitio y el mar —dijo Gelanor—. Y no tenemos que subir por las montañas. Hay un paso.
Nos introdujimos por el paso, y allí, tendido y brillante ante nosotros, estaba el mar. Era enorme, mucho más ancho y largo que cualquier tierra. El horizonte resplandecía, muy lejos. Era un reino de verdad: el reino de Poseidón.
Justo antes de ponerse el sol llegamos a las rocas, donde el oleaje era muy intenso, a pesar del día claro.
—Mañana al amanecer volveremos aquí —dijo—. Es el mejor momento para la recolección.
Aspiré el extraño aroma del mar, un olor raro y metálico por las algas y el musgo de las rocas resbaladizas.
Pasamos la noche en la casa de la familia de Gelanor. Todos intentaban no mirarme; Gelanor intentó no alardear en ningún momento de estar a mi servicio. Era gente abierta y sencilla. Me di cuenta de que Gelanor no era en absoluto como ellos, y que por eso ya no podía vivir allí.
Frío, oscuridad, humedad. Gelanor había insistido en que bajásemos a la costa a aquella hora, antes de que rompiera la aurora. Estaba dispuesto a meterse en el agua para recoger los moluscos mientras yo esperaba en la orilla y miraba.
—Habías dicho que querías hacer esto —me regañó agitando el dedo.
—¿Cuánto tiempo tardarás? —le pregunté.
—Ah, no sé —dijo, encogiéndose de hombros—. Hasta que no encuentre ya ningún múrice más.
Yo debía vigilar el saco donde él guardaba los moluscos que cogía. Intenté conservarlo cuidadosamente, pero al cabo de un tiempo, cuando él se desvaneció detrás de un grupo de rocas, lo coloqué en un sitio donde estuviese seguro y él pudiera encontrarlo. Fui trepando por las rocas resbaladizas y me dirigí a la orilla. No podía permanecer más tiempo allí sentada mirando al horizonte, aunque el amanecer había sido magnífico. Yo temblaba y estaba empapada por el relente del mar.
Decidí ir andando por la orilla, buscando el camino entre las rocas con mucho cuidado y esperando que el movimiento me hiciera entrar en calor. Ordené a los guardias que se quedaran con Gelanor. Agité las piernas e intenté caminar deprisa. No había ningún otro ser humano a la vista por ninguna parte; todavía era demasiado temprano para que salieran los pescadores. Yo miraba las olas que rompían entre las rocas y luego llegaban a la playa como dedos que fuesen hurgando, con las yemas blancas de espuma.
Veía una islita junto a la costa, no muy lejos. Estaba cubierta de árboles que se inclinaban con el viento, y parecía llamarme.
Fui andando, y andando. El sol subió y me dio en la espalda y empezó a calentarme al fin. Entonces vi algo delante, a mi izquierda, una cueva o abertura donde parecía haber un acantilado, a un lado de la costa. Me dirigí hacia allí, no sé por qué. A medida que me acercaba notaba un viento cálido que procedía del interior.
Imposible, me dije. Las cuevas son más frías que el aire exterior. Pero fui entrando, dando traspiés, en el oscuro hueco de su boca. Allí dentro hacía tanto calor como en verano.
El calor iba en aumento. Un suave viento me acariciaba. Olía a rosas. Rosas como las salvajes que había encontrado en los campos y praderas…, las que tenían cien pétalos, las que florecían donde querían y perfumaban el aire, pero se resistían a los jardines, se negaban a crecer allí.
«Las rosas no crecen en las cuevas. ¡Buscan el sol, necesitan el sol!».
El corazón me latía acelerado. Apenas podía respirar. Me agarré la garganta. El aire a mi alrededor estaba empapado de rosas, eran puras rosas. Caí de rodillas de inmediato. Sabía que aquello procedía de los dioses.
Incliné la cabeza y cerré los ojos, menos por reverencia que por temor. ¿Qué iba a ver? No podría soportarlo.
—Hija mía —susurró una voz—. Escúchame. Te he mandado llamar. Ha sido una larga espera. Tu padre me desdeñó, rechazando mis ofrecimientos. Y tú misma, a punto de casarte, me olvidaste. ¿Cómo pudiste? Por lo que respecta al matrimonio, yo soy la diosa sin la cual no puede prosperar. ¿Hera? ¡Ah, olvídate de ella! Ella no sabe nada de lo que une a un hombre y una mujer. ¡Si ni siquiera es capaz de satisfacer a Zeus! Me ha rogado que le preste mi cinturón, que otorga el deseo.
—¿Afrodita? —susurré.
—Sí, hija mía —dijo ella—. Eres mi vivo retrato. He intentado olvidarte porque tú y tu padre me habéis insultado, pero no puedo. No ocurre a menudo que una mujer mortal sea casi mi igual, pero tú lo eres. De modo que estamos emparentadas, y he llegado a reconocer esto al fin. —Hizo una pausa—. Ven adentro. Ven al interior de la cueva.
Nunca me habían gustado las cuevas ni las grutas; me asustaban. Pero obedecí y pasé junto a las rocas que custodiaban la abertura de la cueva. En lugar de reinar la oscuridad, estaba teñida por una luz difusa y el aire era más cálido aún. A cada lado hacía erupción un estallido de color: macizos de rosas, todas en plena floración, rojas como heridas, rosas y delicadas como la parte interior de una concha, exuberantes como el remolino de las nubes al anochecer, escarlata como cualquier amapola de los campos. Mientras yo miraba, los pétalos caían como una suave ducha. El suelo de la caverna estaba alfombrado por ellas, tan hondamente que su fría suavidad me acariciaba los tobillos y yo iba vadeándolas.
—Muéstrate a mí —murmuré. Necesitaba verla, ver a aquella diosa.
—Es peligroso. Ver a una diosa cara a cara puede matar a un mortal.
—¿Siempre ocurre eso? —Deseaba tanto verla…
—Nunca se sabe —dijo su suave voz—. A veces es seguro. Pero tú, querida Helena… ¿Vale la pena que te arriesgues a la muerte? Zeus, tu padre, se pondría furioso conmigo si yo la causara. Tú eres la única hija que tiene de una mujer mortal. Te adora. No me atrevo a incurrir en su ira. ¡Sí, hasta las diosas le tememos! De modo que, hija mía, debes creer en mi palabra. Pero algún día, quizá, puedas contemplarme con total seguridad.
¿Qué quería decir? ¿Que me convertiría en una diosa y subiría al monte Olimpo?
—No pienses eso, porque pocos van al monte Olimpo.
La forma de leerme la mente había sido más rápida y completa que la habilidad que las serpientes sagradas me habían conferido, pero era el mismo don, en resumidas cuentas.
—Pasa ante mí —le rogué—. Que se muevan las rosas.
Ella se echó a reír, una risa que era mucho más dulce que la miel y más profunda que el deseo. O más bien era el puro deseo, en un solo sonido. Las rosas temblaron y se movieron, y sus pétalos cayeron.
—Ya lo tienes —susurró.
—¿Por qué me has hecho venir aquí? —le pregunté, después de inhalar la maravillosa fragancia.
—Hija mía, me has convocado tú.
—No, cómo…
—Hace tiempo que me convocas y me deseas. Mi ausencia en tu vida, deliberada, debo confesarlo, ha sido un tormento para ti.
—No, un tormento no…
Después de todo, había aprendido a vivir sin aquello, sin lo que nunca había probado. ¿Se puede echar de menos algo que nunca se ha tenido?
Oí su risa grave, emocionante, íntima.
—Ah, no, no te avergüences. Mucha gente me ha buscado, muchos me han lanzado maldiciones… cuando les he ignorado. Pero ¡tú! Ah, creo que no deberías desdeñar unos dones de los que nada sabes. Los que moran en una caverna (supongo que no te importan nada) quizá desprecien la luz del sol, pero no tienen experiencia de ella. De modo que tengo que enseñarte lo que falta en tu vida. Te falto yo, y es una carencia grave.
—Entonces, dame tus dones. Tócame con ellos. Ábreme los ojos. —Esperaba que sonara lo bastante humilde, y mientras lo pensaba me reprimía. Ella podía oír mis pensamientos.
—De buen grado. Con todo mi corazón.
—¿Qué debo hacer? —le supliqué.
—Quédate muy quieta, cierra los ojos. Levanta las manos y toca las rosas de cada lado. Cuando vuelvas a la orilla del mar, entra en el agua y espera una ola que venga cargada de espuma. Deja que te empape toda. Entonces estarás impregnada de mí.
Extendí los brazos y cogí puñados de pétalos, aplastándolos. Una explosión de perfume inundó el aire.
—Cierra los ojos —dijo Afrodita—. Necesitas los demás sentidos ahora.
En cuanto cerré los ojos, noté el calor del aire, inhalé el intenso aroma de las rosas y oí el susurro de su voz con mucha mayor claridad.
—Te toco —susurró ella a mi lado—. Te entrego mi visión. Zeus es tu padre, pero yo soy tu hermana. Y nunca me separaré de ti. Estaré a tu lado todos tus días.
¿Sentía yo algo? ¿Un brillo, una calidez? No. Sólo oía su dulce susurro.
—Abre los ojos.
Los abrí y las rosas eran más llamativas que nunca; vibraban con una intensidad que nunca habría imaginado. Miré al techo de la caverna. Sus huecos oscuros y sombreados parecían bellos y misteriosos y llenos de infinitas promesas, no húmedos y fríos.
—Ahora ves las cosas a través del velo de Afrodita. Es una visión distinta.
Noté que me estaba despidiendo, que la diosa ya había acabado conmigo.
—Ah, no —me aseguró—. Tú eres mi elegida, mi hija, así como mi hermana. Porque… nunca he tenido una hija. Y ya era hora, diría. ¿Sabías que los dioses y las diosas normalmente sólo dan a luz varones? Así que tú eres la única mujer entre nosotros.
—Pero ¡yo no soy una diosa!
—Pero casi lo eres —suspiró ella—. Y muchos te tratarán como tal. Tienes ciertos privilegios reservados a nosotros.
—¿Y cuáles son?
—Ah, cuando los demás morirían o serían canjeados… —Se detuvo y se echó a reír. ¡Aquella risa encantadora!—. Me olvidaba de que a vosotros los mortales os gustan las sorpresas. Y por eso los oráculos hablan en clave. Deciros demasiado es estropear el suspense. —Hizo una pausa—. No querría arrebatártelo.
Y de repente desapareció. La caverna se quedó oscura y goteante. Sin rosas. Sin aire cálido.
¿Por qué parten tan bruscamente los dioses? ¿Para zaherirnos, para castigarnos, para reírse de nosotros? Me vi obligada a salir a tientas, palpando para encontrar el camino. Quería cogerla de los hombros, sacudirla, decirle: «¿Cómo te atreves a tratarme así?». Pero no había remedio.
Los dioses son como son; los mortales somos como somos. A veces podemos hablar y entendernos los unos a los otros, pero normalmente no.
El tiempo no había existido, no había transcurrido en la cueva, pero cuando salí era mediodía. El sol estaba alto en el cielo, y convertía el océano en un espejo. Volví al lugar de donde había salido. Podía ver que el saco de recolección todavía estaba a salvo, y di gracias por ello.
Gelanor estaba de pie allí cerca, con las manos en las caderas, buscándome por todas partes. Le hice señas, aunque en realidad no deseaba hablar con él ni con nadie. Quería sentarme a solas en la arena y pensar en lo que acababa de ocurrirme.
—¡Helena! ¡Helena! —Gelanor agitaba los brazos, haciéndome señas.
Caminé hacia él, notando el suave rumor de la arena bajo mis pies y oliendo más que nunca la sal, la arena, el mar.
—¿Dónde has estado? —me preguntó.
—Hacía frío, así que he dejado el saco en un lugar seguro y he ido a caminar para calentarme un poco.
—¡Ya te dije que haría frío! —se burló él.
¿Qué importaba? Quería decírselo. Todas las cosas de la vida cotidiana habían dejado de importar.
Llegué hasta donde estaba él.
—¿Qué has recogido? —Sabía que era una pregunta que debía hacer.
—Tengo muchas. —Dio unas palmaditas al abultado saco. Luego se volvió hacia mí—. ¿Qué te pasa? Yo le miré.
—Nada. No me pasa nada.
—Parece que estás sonámbula.
La imagen del sol acariciando las rocas era maravillosa. Parecían más que rocas, parecía alguna ofrenda especial de los dioses. ¿Por qué no lo había visto así antes?
—Nada —repetí—. Nada.
—No te creo. —Me cogió el brazo—. Estás enferma.
Justo entonces, una enorme ola se formó cerca de la orilla, elevándose primero, formó una cresta y corrió hacia nosotros. Yo me solté de su presa y corrí hacia las olas, y me preparé para esperar la ola que debía romper encima de mí, con los brazos levantados, como me había ordenado Afrodita.
—¡No! —gritó Gelanor, corriendo detrás de mí.
Pero era demasiado tarde. La gigantesca ola me inundó, y me tragó con un bocado verde y enorme. Me rendí a ella: era cálida, tan cálida como el aliento de una boca contra mi cuello, tan cálida como el agua que se quedaba fuera, en lo más intenso del verano, en una jarra de arcilla a plena luz del sol. La mitad era espuma, ligera, ligera espuma que me envolvía y me bañaba. La ola retrocedió y yo me quedé de pie, cubierta de espuma, blanca como un fantasma.
—Estás loca —dijo Gelanor, que rodeó mis hombros con sus fuertes brazos—. Estas aguas son frías y letales… —Metió la mano en el agua—. Es peligroso.
¿Acaso él no notaba su calidez? ¿O sólo era cálida para mí?
Insistió en envolverme en una manta y correr a llevarme lejos de la línea del agua.
—Pero ¿qué te pasa? —me preguntó, sacudiendo la cabeza y quitándome la espuma.
Yo no dije nada. La espuma me había ungido. Ahora era de Afrodita. Pero ése era nuestro secreto, nuestra prenda secreta.
Muy lejos, en el horizonte, aparecía la silueta de una isla. Me di cuenta de que debía decirle algo a Gelanor, algo inocente.
—¿Qué isla es ésa? —le pregunté.
—Citerea —respondió—. Está a dos días de navegación de aquí, con buen viento.
—Me atrae.
—Es donde nació Afrodita, donde apareció en la orilla dentro de una concha, emergiendo de la espuma. Es mejor visitar Cranae, más cercana. —Señaló hacia la isla que estaba justo fuera de la costa, y que antes me había intrigado—. Es mucho más fácil llegar.