XVIII

De vuelta a Esparta, dando saltos en el carro traqueteante, me notaba algo aturdida. Me agarraba la cabeza como si pudiera agitarla y las respuestas cayeran como dados. ¿Qué dones me habrían concedido las serpientes? ¿Cómo los reconocería? ¿En qué forma se manifestarían?

Mientras me sujetaba las sienes con las manos, noté lo escaso que tenía el cabello, en tiempos tan abundante. Los dones de las serpientes no se podían desdeñar, pero la razón por la que había acudido a Asclepio, mi debilidad, era más acuciante. No había recibido ningún nuevo conocimiento al respecto, pero a pesar de mi mareo, lo cierto es que me encontraba algo mejor. El temblor de mis brazos y mis piernas se debía a la emoción, y no a la debilidad. No era un esfuerzo tan grande permanecer erguida.

El paisaje pasaba ante mis ojos, pero apenas lo veía, yo, que tanto añoraba ver algo más allá de mi mundo reducido de Esparta. Ahora estaba tan alterada y preocupada que era incapaz de deleitar mis ojos con él, y sólo era débilmente consciente de las colinas rocosas, de las esquilas de tono agudo de las ovejas, del dulce sonido de los arroyos. Desde lo alto, espiaba el mar chispeante, que nunca podía ver desde Esparta, pero que ahora significaba muy poco para mí.

Por el contrario, estaba ansiosa por saber qué había descubierto Gelanor en mi ausencia. ¡Qué alivio sería si había localizado la fuente del veneno y descubierto al culpable! ¡Si fuera cierto!

Llegamos a Esparta muy tarde, al tercer día de viaje. Menelao, mi padre, mi madre, todos corrieron a saludarme y casi me sacan en volandas del carro.

—Pareces estar mucho mejor —dijo mi madre—. Has recuperado los colores.

—¡Sí! —afirmó mi padre.

Menelao me rodeó con su brazo y, murmurando ternezas, me condujo hacia nuestros apartamentos.

De repente se oyó un grito que procedía del carro. Los mozos, cogiendo las riendas de los caballos y quitando las mantas que cubrían el suelo, lanzaron un chillido.

—¡Serpiente! ¡Serpiente!

Empujando a un lado a Menelao, corrí de nuevo al carro. Allí, enroscada en una de las mantas, se encontraba una pequeña serpiente pálida, un bebé. Echó atrás la cabeza y me miró, sacando la lengua.

—Debe de ser una serpiente del recinto sagrado —dije—. De alguna manera se metió en nuestro carro cuando nos fuimos y se ha escondido ahí. —Era como si se nos hubiera concedido nuestra propia serpiente sagrada—. Pertenece a nuestro altar familiar —dije—. Yo asumiré su cuidado.

Seguí a Menelao de vuelta a su habitación, pero enseguida pregunté si Hermíone estaba bien. Él me aseguró que así era.

—Y tú, querida, realmente, parece que estás mucho mejor —dijo—. Las rosas han vuelto a tus mejillas.

Fui a la habitación de Hermíone y la cogí en brazos. Dormía tan profundamente que el movimiento no la despertó. Sí, tenían razón. Parecía muy sana y su color era bueno.

—¡Ah, gracias a los dioses! —dije.

—Apolo la ha respetado —dijo Menelao, solemne.

«No, Apolo no —quise decir yo—. Mi enemigo, quienquiera que fuese».

Hasta el día siguiente no tuve la oportunidad de hablar con Gelanor en privado. Había pasado el tiempo descansando en mi habitación, con las cortinas corridas para evitar la hiriente luz del mediodía. Dejé que se enfriase la comida que me trajeron mis doncellas; finalmente, las moscas se apoderaron de ella, y ésa fue mi excusa para no comerla.

Él se acercó en la habitación en penumbra y tomó asiento en el pequeño banquito junto a la ventana sombreada.

—Tienes mejor aspecto —dijo, haciéndose eco de los demás.

—Me siento más fuerte —afirmé.

En lugar de atribuir mi curación a Asclepio, como habían hecho los demás, dijo:

—Eso significa que no has estado expuesta al veneno durante al menos seis días. —Meneó la cabeza—. Siento informarte de que he sido incapaz de descubrir la fuente del veneno. He probado toda la comida que me diste, todos los ungüentos, y los serviciales animales a los que se la di están igual que antes. Limpié bien los zapatos, saqué las flores de los jarrones, inspeccioné los quemadores de incienso. Incluso examiné las mantas y la ropa de cama, y tu ropa. Nada. Nada en absoluto.

—Los peines, ¿los has examinado?

—Sí.

—¿Las puntas de mis broches?

—Nada.

—Pero ¡tiene que estar en alguna parte! Lo sabemos. Y en cuanto me alejé de esto, donde quiera que se esconda, empecé a recuperarme…

—Ya no sé qué más hacer —admitió—. No se me ocurre nada que no haya inspeccionado o probado.

Mis doncellas estaban de muy bien humor mientras me vestían la segunda mañana después de mi vuelta.

—Mientras estabas fuera, me he acordado de esta diadema para el pelo —dijo Cissia—. Te adornaría la frente y te sujetaría el pelo. —Deslizó el frío metal en torno a mi cabeza, y me pareció como una banda de muerte. Pero no me pinchaba ni nada.

—Gracias —dije.

—Y estos vestidos nuevos —dijo Anippe—. El tinte es rosa pálido, como el interior de una concha marina, y siempre te ha sentado muy bien ese color.

Me colocaron el vestido alrededor del cuerpo, y no noté nada.

—Tu brazalete —dijo Euribia, tendiéndome mi pulsera favorita, de oro con una serpiente. La enroscó en torno a mi brazo. Pensé en las otras serpientes, las de verdad, y en cómo se enroscaban a mi alrededor.

—Gracias —dije. Siempre me había gustado mucho aquella pulsera; ahora sabía por qué, ahora conocía mi afinidad con aquellas criaturas y la de ellas conmigo.

Al día siguiente, ya no me encontraba tan bien, y al otro, había vuelto a recaer más incluso. Rogué a Asclepio que renovase su cura, pidiéndole que extendiese su poder más allá de su lugar de enterramiento en Epidauro, y procuré que la serpiente estuviese bien cuidada, en nuestro altar familiar. Pero no sirvió de nada: día tras día notaba la debilidad que iba avanzando en mí, filtrándose en mi interior.

Me esforzaba por vestirme cada día y salir, aunque sólo fuera para enfurecer a mi enemigo. Cada día que él o ella me viesen caminando por el recinto de palacio (¡ah, cuánta fuerza de voluntad me costaba hacer aquello, hacerlo sin vacilar!) aumentaría su rabia, y posiblemente se volviese descuidado, y desesperado. Entonces el envenenador se podía volver más atrevido y, por tanto, más fácil de detectar. ¡Si conseguía sobrevivir a su atrevimiento!

Gelanor me visitaba al anochecer, cuando yo yacía echada y sin fuerzas en mi diván. Apenas podía levantar la cabeza. De hecho, no podía, y la mantenía apoyada en la almohada.

—Perdóname por mi descortesía, por no levantarme —le dije.

Hasta a mí misma me parecía nublada mi voz. Intenté saludarle y lo encontré muy difícil. Temblando, me quité el brazalete que llevaba, como si aligerar mi brazo de esa forma pudiera significar alguna diferencia. Lo dejé en una bandeja, donde fue oscilando, y el oro resplandecía, y las escamas talladas de la serpiente reflejaban las sombras y la luz. Eran muy realistas. Me maravillaba su aspecto.

Gelanor se puso tenso, parecía preocupado.

—Al parecer, no puedo encontrar la manera de detener esto —dijo.

En las oscuras horas de la noche me sentía aterrorizada, pero en aquel momento al menos quise parecer valiente.

—Quizás esté fuera de nuestra capacidad descubrirlo —dije.

Él miró a su alrededor, en la habitación.

—Pero ¿qué puede ser? Tiene que ser algo con lo que estés en contacto. Debe de ser bastante obvio…, algo que te toca la piel. Pero hemos mirado la cama, las ropas… —Sus ojos descansaron de pronto en el brazalete con la serpiente—. ¿Te llevaste esto a Epidauro? —me preguntó.

—No. No quería llevar joyas ante el dios, y es una tontería viajar con algo tan valioso.

—Hmmm. —Lo cogió y le dio la vuelta a un lado y otro, dejando que captase la luz—. ¿Cuántos días estuviste sin llevarlo?

—Al menos siete.

Se levantó de pronto.

—Me lo llevo. Así es seguro que no lo llevarás mañana. Si alguien te pregunta, diles que lo has perdido. Luego fíjate y mira a ver quién más lo busca.

Salió de la habitación cogiendo con fuerza el brazalete.

El sol entraba en mi habitación. Me quedé mirando la luz que introducía unos largos dedos por el suelo y gradualmente hacía que las cortinas se iluminaran con fuerza.

Pero yo no tenía fuerzas. Estaba tan vacía como un frasco de vino ya bebido, y los brazos me colgaban como muertos a ambos lados del lecho. Mis ojos todavía podían distinguir los bonitos dibujos y mi mente podía pensar en ellos, pero mi cuerpo era casi inútil.

¿Quién querría hacerme esto? Porque yo no creía que fuese un dios. Era otra persona.

Debía de ser alguien que me tenía envidia. Yo era una reina, yo era (o se rumoreaba que era) hija de Zeus. Y los ojos de los demás que me contemplaban reflejaban su creencia de que mi belleza era antinatural y perturbadora. Estaba aprisionada en mi propia buena fortuna, mis dones, que no había solicitado, y que me convertían en blanco del descontento de los demás.

Pero todo aquello no eran más que suposiciones. ¿Había perdido alguien algo por mi causa? ¿Alguien que estaba muy cerca de mí? No se me ocurría nadie.

Y las cosas que se veían con facilidad no revelaban las carencias de mi vida como esposa de Menelao.

Mis damas, parloteantes y felices, entraron en tropel para vestirme. Filira hizo remolinear los vestidos en el aire. Dirce eligió con cuidado las sandalias adecuadas. Y Nomia miró en la caja de las joyas.

—Estos pendientes, creo, los que llevan amatistas —dijo. Los sujetó en su mano, colgando.

—Y tu favorito, el brazalete de la serpiente —dijo Euribia. Hurgó por aquí y por allá, buscándolo. Finalmente, levantó la vista—. Parece que no está aquí. ¿Lo has dejado en algún sitio?

—No lo recuerdo —dije, como por descuido, observando su preocupación.

La contemplé mientras ella registraba metódicamente la caja y luego todos los recovecos de la habitación.

—Bah, no importa, Euribia —dije yo.

—Lo busco tanto porque sé que te gusta mucho —me aseguró.

—Ah, es igual, no te preocupes.

Aquella tarde, en mi paseo lento pero decidido, di por casualidad con una fogata en la cual unos pastores estaban asando carne. Les pedí un poco, porque sabía que no podían estar implicados, y fue la primera comida libre de preocupación que tomé desde hacía mucho tiempo. Aquel cordero medio quemado era la carne más deliciosa que había probado jamás. Estaba libre de todo mal.

Cuando me desperté a la mañana siguiente, mis brazos no estaban tan desmayados, y me sentía un poquito más fuerte. Durante el día me preocupé por buscar de nuevo a aquellos pastores y comí todo lo que pude, de modo que pude declinar el ofrecimiento de comer en nuestro palacio.

Y de nuevo, a la mañana siguiente, estaba algo mejor. Todavía cubrían mis almohadas algunos cabellos caídos, pero ya no me temblaban los brazos ni las piernas.

Volví a mi telar. Me había convertido en una tejedora bastante buena, creando nuevos diseños para contar historias. Un diseño abstracto repetido podía quedar muy bonito, pero era mucho mejor ilustrar una historia. Yo representaba uno de los trabajos de Heracles, aquel en el cual se enfrentó a la Hidra de Lerna, el monstruo de muchas cabezas, una de las cuales era inmortal. Los cuellos retorcidos tenían una agradable simetría, y me permitían hacer un retrato mucho mejor que usando otro motivo popular: el pulpo. El pulpo sólo tenía ocho tentáculos, mientras que la Hidra tenía cien cabezas. Los tejedores siempre evitaban la Hidra porque era maligna, pero como motivo artístico era soberbia.

De pronto, Gelanor apareció a mi lado.

—Ya lo tengo —dijo.

Sus palabras me conmovieron. Sin saberlo, yo había olvidado ya la esperanza de abandonar la fuente de mi mala salud.

Agitó el brazalete de serpiente.

—Es esto —dijo.

Lo cogí de sus manos.

—Cuidado —me advirtió él. Levantó una ceja mientras yo lo cogía con mucha cautela—. Pero, primero…, ¿te sientes más fuerte? ¿Y con qué frecuencia llevabas el brazalete?

—Yo…, la mayoría de los días, creo. Era una de mis piezas de joyería favoritas.

—Ya me lo imaginaba. Muy bien. Mira por la parte de dentro. —Lo cogió y separó un poco las espirales—. Esto debería ser liso. Pero no lo es. Mira estos surcos. —Me apartó la mano—. No, no lo toques. Sólo míralo. ¿Ves los arañazos y las superficies irregulares que hay dentro? Alguien ha hecho esos huecos para poner veneno en ellos, sabiendo que estaría en contacto con tu piel durante las horas del día al menos. He encontrado una sustancia cérea en esos fragmentos, y la he probado. Estaba llena de veneno. Tu piel bebía de él.

—¡No! —dije yo, recuperando el brazalete—. ¡No!

Él pensaba que me lamentaba por el mal uso del bello brazalete.

—Podemos hacer otro —dijo.

—No, no es eso —dije—. Esto… significa que es alguien muy cercano a mí.

—Sí, así es.

Nos gusta imaginar que sólo aquellos a quienes no conocemos desean hacernos algún mal. Pensar que aquellos entre los que caminamos, comemos y reímos nos odian y planean hacernos daño es algo que nos hiela el alma. Un enemigo disfrazado de amigo es el más mortal de todos.

Menelao vino a visitarme, ansioso por enseñarme las flechas especialmente calibradas que Gelanor había diseñado para él.

—Ese hombre —dijo, meneando la cabeza—. Su mente siempre anda buscando, hurgando. Doy gracias de que trabaje para mí, y no para mis enemigos.

—¿Qué enemigos? —pregunté, esperando que pareciera una pregunta ociosa.

—Es una forma de hablar —dijo él, levantándose—. Pero dicen que no hay nadie cuya muerte no sea un alivio para «alguien».

Un escalofrío me recorrió.

—Así que, en ese sentido, todos tenemos enemigos. —Miró a su alrededor en busca de Leuco, su asistente—. ¿Dónde está ese chico?

Echada en la cama al día siguiente, contemplaba, con los ojos entrecerrados, a mis propias damas reunirse en mi habitación. Vino Nomia, esbelta y alta, invariablemente animosa (a veces, tenía que admitirlo, de una forma molesta). Su padre era lo contrario: uno de los guardias más adustos de Agamenón. Quizás ella hubiese decidido ser agradable después de una niñez oscurecida por el resentimiento de su padre.

A continuación venían Cissia y Anippe, a las que conocía desde la niñez. Siempre había encontrado la sensible placidez de Cissia muy tranquilizadora, el tipo de antídoto que me hacía falta después de todas mis preocupaciones y emociones. Confiaba en ella más de lo que me gustaba admitir, aunque sólo fuese por resaltar conmigo misma. Y Anippe había compartido mi gusto por las muñecas y las ropas.

¿Podía odiarme alguna de ellas? ¿O estar actuando bajo las órdenes de otros?

¿Quién sentiría alivio con mi muerte?

Se movían por la habitación, abrían las cortinas y llenaban jarras de agua. Sus dulces voces se murmuraban unas a otras.

¡No, no podía ser ninguna de ellas!

Luego vino Filira, esposa del arquero jefe de mi padre, a quien en aquel mismo momento se estaban presentando las flechas de Gelanor. Ella, como yo, tenía el cabello rubio, y a menudo habíamos reído hablando de la sutil diferencia de tono. Ella me había halagado proclamando que el mío era de puro oro, mientras que el suyo tendía más al rojo dorado del anochecer.

—Creo que el ocaso es mucho más precioso —le había dicho yo. Y pensaba de verdad que su pelo era mucho más bonito.

La sacerdotisa de Deméter, la sabia y recatada Dirce, entró a continuación. La presencia de Dirce siempre se imponía a todos los demás que estaban en la habitación, y aquel día no era distinto.

Vi las sombras movibles que invadían mi habitación. Parecía que aquel día era capaz de ver más de lo normal, mi visión estaba captando mucho más de lo que había visto nunca.

No vi nada en aquellas cinco mujeres que pudiera causarme alarma.

La última en llegar fue Euribia, porque había tenido que subir por la colina desde el pueblo. Era una mujer gruesa, musculosa, con una mata de pelo que debía de pesar tanto que requería que su cuello fuese muy ancho para poder soportarla.

Se inclinó hacia mí detectando que estaba despierta.

—Querida Helena —dijo—, ¿te encuentras mejor hoy? ¡Ah, por favor, dime que sí!

Me incorporé sobre los codos.

—Pues sí, Euribia —dije—. Eso creo. Eso espero.

Ella sonrió. Y viendo que sonreía, vi también algo más. No podía describir exactamente de qué se trataba, pero había algo más.

Saqué las piernas de la cama y ella me ofreció la mano. Yo la tomé y me puse en pie. La habitación parecía dar vueltas, pero yo dominé mis piernas para que permanecieran bien rectas.

Mis damas se arremolinaban a mi alrededor, y me ayudaron a permanecer en pie. Me trajeron mi ropa y me ofrecieron diferentes elecciones, omitiendo las que se podían arrugar mucho cuando yo (más tarde o más temprano) tuviera que echarme. Me ofrecieron también bandejas con joyas, collares grandes y macizos de ágata y cristales de roca, ajorcas de oro fino. Con mucho tacto no me trajeron la bandeja con ornamentos de oro para el pelo, que quedarían aplastados si me echaba en alguna almohada.

—Tus brazaletes —dijo Anippe, sujetando una bandeja llena.

Todos parecían demasiado pesados. Hice una seña para que los apartaran.

—Aún no ha aparecido el brazalete de las serpientes, ¿verdad? —preguntó Euribia—. Es ligero de llevar y no… —Lo que quería decir es que podía tumbarme y seguir llevándolo puesto, si era necesario.

—Pues no, no ha aparecido —dije—. Quizá me lo hayan robado. —Las miré a todas, una por una.

Cuando llegué a Euribia, lo supe. Era algo…, algo que podía ver y que iba más allá de lo que estaban captando mis ojos. Oía sus palabras, pero era como si tuviera una traducción secreta de ellas y de su verdadero significado.

—Pero ¡tenemos que encontrarlo! —dijo.

—¿Por qué? —le pregunté—. Hay muchas otras piezas para elegir.

—Sí, claro, por supuesto. —Rápidamente apartó la vista.

Ahora. Ahora era el momento de hacerlo, ahora, ante las demás. Antes no habría sido tan atrevida, pero aquello también había cambiado.

—Euribia, ¿por qué has intentado matarme? —Mi voz sonaba tan extrañamente tranquila que ni siquiera parecía mía—. Sé que has sido tú.

Aquél era uno de los dones de las serpientes, lo supe de pronto: podía discernir los caracteres en tiempos de peligro, casi como si fuese una diosa. Eso era lo que me habían concedido.

Mi súbito ataque la cogió desprevenida.

—Yo…, yo…

—¡Has sido tú! —La señalé.

Las otras se quedaron mirando.

—¿Por qué lo has hecho? —Me enfrenté a ella, apelando a todas mis fuerzas para parecer segura y no temblar.

Esperaba que ella lo negase, que dijese que era mi enfermedad la que hacía que hablase así.

Por el contrario, se irguió y dejó la bandeja de joyas con gran dignidad.

—Bien. Así que estoy condenada. Moriré de todos modos por amenazar la seguridad de la Reina. Muy bien. Déjame entonces que te diga una cosa, niña ciega y estúpida. Sí, niña. Porque no eres más que una niña, aunque te han puesto el mundo entero en las manos… ¿Y por qué ha pasado todo esto? Sencillamente, por tu cara. Quería verte de cerca, ver a qué se debía que te adulasen tanto. Y lo que he visto no me ha impresionado. Así que he decidido eliminarlo.

Yo luchaba por encontrar las palabras.

—¿Eso es todo?

—¡No! Tú no tenías suficiente con toda la adoración que despertaba tu aspecto, sino que eras codiciosa y tenías que arrebatarle cosas a las demás personas. ¡Tú no tenías por qué ganar aquella carrera! Tenías todo lo demás. ¿Por qué le quitaste eso a mi hija?

Así que era la madre de la chica a la que había derrotado en la carrera de doncellas…

—Ella nunca se habría convertido en reina. Nunca habría tenido cuarenta pretendientes que le trajeran sacos enteros llenos de oro. Ella es de lo más mortal. Pero su velocidad…, siempre habría podido atesorar el recuerdo de haber ganado aquella carrera. ¡Y tú le robaste eso!

—Yo no le robé nada —dije—. Gané. Yo corría más rápido.

—Sí, porque hiciste trampas.

—¿Trampas?

—Tú eres hija de Zeus. Y claro, tenías más velocidad.

—No, no es cierto. Los hijos de un dios, suponiendo que eso sea cierto, son mortales. ¿No lo sabías?

—Pero son más rápidos y más bellos… No son como el resto de nosotros.

—Pero ¿no lo entiendes? —proseguí—. Imagina que de lo único que habla todo el mundo siempre es de tu cara. ¿No querrías tener reconocimiento por algo más? Yo sabía que era buena corredora, y tenía que correr. Si tu hija hubiese sido más veloz, ella me habría sobrepasado a mí.

—¡No! Tú hiciste trampas.

—¿Qué clase de veneno pusiste en el brazalete de serpiente? —le pregunté.

Las demás que estaban en la habitación se habían quedado conmocionadas, en silencio.

—No pienso decírtelo —dijo—. Ha servido desde hace mucho tiempo a mi familia. Y sólo porque tú, con tus poderes especiales, me hayas descubierto…

Pero había sido Gelanor, con sus poderes humanos, quien la había desenmascarado. Yo era inmensamente afortunada, como Menelao, de que no trabajase para nuestros enemigos.

Llamé a los guardias.

—Lleváosla —dije—. Lleváosla.

Mi padre y Menelao querían que la ejecutaran. Pero yo no. Lo único que quería era la seguridad de que ni ella ni ningún posible cómplice tuvieran jamás acceso a mí de nuevo.

Ahora me quedaba bien claro, finalmente, y qué descubrimiento más dulce era, el don que me habían otorgado las serpientes: la clarividencia, que es un tipo de sabiduría.