XVII

Me había levantado aquella mañana como princesa y me retiraba a dormir como reina. Rogué ser capaz de llevar a cabo fielmente mis deberes. De inmediato, mi vida empezaba a exigir audiencias diarias en el mégaron, y mis damas aumentaron en número hasta llegar a tener seis, tres más jóvenes y tres mayores.

Tenía una niñera y un ama de cría para Hermíone, pero seguí amamantándola todo el tiempo que pude. Sujetarla cerca de mi cuerpo era algo que me resistía a abandonar, aun después de que quedase bien claro que yo no le proporcionaba el alimento suficiente y que no crecía como era debido. Consulté con Piele sobre sus cuidados, y ella me respondió trayéndome más queso del que me había recomendado durante mi embarazo.

—Porque el queso no es más que leche cuajada, señora —dijo ella—. De modo que para producir más leche, lo mejor es el queso. Podrías beber jarras de leche de cabra, pero ya sé que no te gusta.

Hice lo que ella me pedía.

Menelao me encontró preparando una bandeja de queso, poniéndolo a rebanadas encima de unos pepinos. Se rio de mí, diciendo que me convertiría en un queso enorme.

—Pero ¡es para Hermíone! —protesté.

—Helena —dijo él—, ¿por qué no se la das al ama de cría, sencillamente? —Cogió uno de los trozos de pepino con el queso encima. Lo probó y meneó la cabeza.

¿Era más feliz ahora? Ciertamente, estaba mucho más ocupado y no tenía tiempo para rumiar. Pero tampoco tenía tiempo para mí, y a veces parecíamos tan formales el uno con el otro como con los enviados extranjeros que recibíamos en el mégaron. Él no venía demasiado a menudo a mi habitación, y cuando me invitaba a la suya, nuestra unión era poco cálida y olvidable: aunque era bastante agradable, como ese vino ligero de Rodas, tampoco te hacía perder la cabeza, como aquel vino. Después se podía memorizar una lista de cosas, o conducir un carro sin desviarse.

Dejé de pedirle nada a Afrodita y renuncié a pensar en ello. No iba a formar parte de mi vida, pero, bueno, podía existir sin tenerlo. Nadie se había muerto por falta de Afrodita, pero muchos habían muerto por exceso de la locura que produce. Debería dar gracias por haberme evitado eso.

No me encontraba bien. Hacía tiempo que no me encontraba bien, pero había ocurrido gradualmente: dolor de cabeza, lasitud, debilitamiento de los miembros, pérdida de apetito… Entonces se me empezó a caer el pelo, y cuando mi doncella me peinaba, se le quedaban mechones enteros en la mano.

—A menudo las mujeres pierden pelo después de dar a luz —decía ella, queriendo tranquilizarme.

Ya lo sabía. Pero ya habían pasado seis meses, y la pérdida de pelo iba en aumento. Y además estaban los otros síntomas.

Me miré largamente y con intensidad en mi pulido espejo de bronce. Tenía el rostro cansado y creí ver manchas, pero el espejo no ofrecía un buen reflejo. El bronce pulido no es tan bueno como el agua a la hora de devolverte tu propia imagen.

Me miré en cuencos con agua, pero la luz era demasiado débil, porque siempre me hacía sombra mi cabeza, de modo que no tenía un retrato fiel de mí misma.

Pero día a día me iba resultando más difícil hacer las cosas que tenía que hacer. No dormía bien, y todo el día tenía la sensación de ir arrastrándome de un sitio a otro.

Hablé primero con Menelao de aquello, pero lo único que me dijo fue: «Consulta a un físico». Lo hice, y éste sugirió que pasara la noche en el templo de Asclepio. Pero el templo más cercano estaba a varios días de viaje, en Epidauro.

Un día, después de cumplir con aire mustio mis deberes públicos, y luego buscar un lugar donde sentarme en el pórtico sombreado, un hombre se acercó a mí.

Yo no había hablado directamente con él desde el festival. Me hice sombra ante los ojos y levanté la vista hacia él.

—Gelanor de Gitio, ¿verdad?

—El mismo, majestad —dijo, e hizo una ligera reverencia. Luego me miró directamente con aquellos ojos a los que no se les escapaba nada—. ¿No te encuentras bien? —me preguntó.

—Sólo estoy cansada.

—¿Estás segura? —De nuevo sus ojos se clavaron en los míos. Y no había deferencia en ellos, ni humillación—. Temo que llevas cierto tiempo así.

—¿Cómo lo sabes?

—He estado presente en muchas ceremonias.

—Sí, ¿y por qué ha ocurrido esto? Cuando mi padre te conoció y mostró interés por ti…

—Lo que quieres decir es que cómo es posible que un hombre humilde de Gitio se haya encumbrado tan deprisa. ¿Verdad?

—Bueno…, sí. —Me sentía un poco desconcertada por su franqueza.

—Yo tenía habilidades que el Rey necesitaba y valoraba —dijo—. El rey anterior, claro está. El nuevo rey todavía tiene que descubrir mis… talentos. Y por tanto quizá parta para Gitio antes de que pase mucho tiempo. —Hizo una pausa—. Pero estoy preocupado por tu salud.

—Ah, no tienes por qué… —empecé, volviendo la cabeza en lo que esperaba que fuese un gesto ligero. Se me cayó un mechón de pelo.

El protocolo de palacio exigía que él lo ignorase. Gelanor, por el contrario, se inclinó y lo recogió.

—Esto es alarmante —dijo.

—¿Ah, sí? —Mi voz se alzó. Todos los demás habían intentado tranquilizarme.

—Pues sí. Este tipo de pérdida de cabello normalmente significa… veneno.

—Ah, sí, claro. Ya recuerdo que eres experto en venenos —respondí e intenté reír.

—Afortunadamente, sí —dijo—. No hay nada misterioso en los venenos. Resultan bastante obvios cuando se emplean.

—Si tienes ojos para verlo —repliqué.

Él me dirigió lo que más tarde conocería como su triste sonrisa característica.

—No hace falta tener los ojos bien entrenados para ver esto —dijo—. Ahora, dime cuáles son los otros síntomas que padeces.

Yo se los había enumerado al físico de la corte, y éste me dijo que fuese al templo. Pero Gelanor me escuchaba atentamente. No apuntó nada, pero yo sabía que estaba todo bien guardado en los registros de su mente.

Sólo faltaba por preguntarme una cosa: ¿cuándo había empezado todo?

Era difícil decirlo, porque yo estaba débil después del parto, y la recuperación me costó un tiempo, y de ese modo, se disimuló el verdadero comienzo de la enfermedad.

—Hmmm…, sí, muy astuto. Disfrazarlo, disimularlo con la recuperación normal. —Se echó atrás y frunció el ceño—. ¿Quién ha estado más cerca de ti durante este tiempo?

Estaba mi madre, por supuesto, y las nuevas doncellas. Y la comadrona, que me había cuidado tan bien. No podía pensar que ninguna de ellas quisiera hacerme daño. No, eso no podía ser. Era imposible…

—No pienses en la personalidad de los sospechosos, sino sólo en sus posibles motivos y en su acceso a ti —dijo Gelanor.

—¿Debemos llamarlos «los sospechosos»?

—Es el primer paso a la hora de verlos tal y como son. Olvida sus nombres, olvida sus amables palabras, y transfórmalos en tu mente en «los sospechosos».

—Pero ¡eso es horrible! ¿Cómo podría hacerlo?

—Porque así descubrirás la verdad. Lo que es horrible no es ponerle a nadie la etiqueta de «sospechoso», sino lo que esas personas, amparadas por tu confianza, están queriendo hacerte. —Se inclinó hacia delante y susurró—: No están interesados en si se te cae el pelo o no. Es sólo un efecto secundario del veneno. Quieren hacerte un daño mucho mayor. Piensa en tu hija. —Se incorporó, abruptamente—. Examinaré algunas cosas en tu habitación, con tu permiso. Y también con tu cooperación, probaré toda la comida que te vayan trayendo. Por favor, sin atraer la atención en ningún momento, guárdame muestras de todo. Y vigila. Recuerda que pueden ser más de uno…, es posible que haya varios trabajando juntos. Procura que nadie sospeche que «tú» sospechas.

Así que subrepticia y astutamente (o al menos así lo pensaba yo) sustraje trocitos de todo lo que comía y se los fui entregando a Gelanor. A veces me reunía con él en el pórtico de palacio; a veces los dejaba envueltos y ocultos debajo de una piedra determinada, en el jardín. Yo observaba cuidadosamente a aquellos que me servían, y no podía discernir quién era el culpable.

Mis tres jóvenes doncellas: Nomia, que era la hija del jefe de la guardia de Agamenón; Cissia, hija de una de las doncellas de mi madre de toda la vida; Anippe, de mi edad más o menos, a quien conocía desde la cuna. Era posible que las dos últimas tuviesen algún tipo de agravio contra mí, pero no podía imaginar cuál era éste. En cuanto a la primera, seguramente no arriesgaría jamás la posición de su padre, ya que Agamenón no se distinguía precisamente por su misericordia.

Las mayores: Filira, esposa del arquero en jefe de mi padre; Dirce, sacerdotisa de Deméter, que mantenía el santuario de la diosa en los bosques de palacio; y Euribia, esposa del ciudadano más importante de la ciudad de Esparta, que estaba abajo. ¿Por qué iba a desearme algún mal cualquiera de esas mujeres?

Estaban los cocineros de palacio…, no había que pasarlos por alto. Y también había otras formas de envenenamiento posibles, además de la comida. Podía ser algún ungüento aplicado, humo letal de fuegos o de incienso, vino envenenado, agua… Podían haber empapado mis ropas con algún tipo de veneno. Después de todo, era la camisa de Neso lo que había matado a Heracles.

Mil cosas en las que pensar. ¡Mil cosas que evitar!

Gelanor se echó a reír. Admitió que aquéllas eran cosas «sólo de último recurso».

Bueno, era un alivio. Porque una vez empiezas a analizar todas las cosas con las que has estado en contacto, la tarea se revela olímpica.

—Querrás saber por qué —me dijo. Sí, en efecto, pero no se lo había preguntado—. El motivo es sencillo. Los otros métodos diluyen el veneno. Piensa en ello. El veneno desvaneciéndose, convertido en humo…, poco efectivo. Tendrías que permanecer envuelta en él durante horas, cada vez. ¿Qué ocurre cuando el incienso llena demasiado la habitación? Agitamos una ropa y lo dejamos salir. Y poner gotas de veneno en el baño… no basta. Tendrías que bañarte durante horas en puro veneno. Y en cuanto a las ropas…, a menos que tuvieran veneno de la Hidra, y Neso lo tenía en su sangre, es una manera muy poco efectiva de intentar matar a alguien. Algún día, las malas personas perfeccionarán algún veneno de modo que una sola gota diminuta baste para matar —dijo—, pero ese tiempo tardará mucho en llegar.

—¿Y las serpientes venenosas? —pregunté.

—Sí, la serpiente lo ha perfeccionado. Pero no conozco a nadie que haya podido amaestrar serpientes para que maten. Y no conozco a nadie que haya podido ordeñar a una serpiente para extraerle el veneno. Si se pudiera —el rostro de Gelanor se iluminó—, entonces lo único que habría que hacer es untar una gota o dos en un corte de la víctima. ¿Sabes que se puede beber una copa entera de veneno de serpiente y seguir andando como si nada?

—¿Y cómo puede ser eso?

—Tragarlo no produce ningún daño. Sólo si entra por una herida. De modo que la serpiente crea su propia herida para asegurarse. Por tanto, creo que podemos descartar esos otros venenos, aunque cualquier cosa es posible. Pero lo más probable es que sea la comida o la bebida. Sigue vigilando.

Una vez empiezas a sospechar de la gente, todo el mundo te parece peligroso. Estaba el hombre que traía jarras de agua caliente para llenar la bañera…, ¿era agua normal y corriente? Estaba el hombre que perfumaba el aceite que iba en la bañera, y que flotaba en gotitas brillantes por encima del agua. El aroma (a lirios) siempre me había gustado. Ahora me parecía un olor mortal. Quizá Gelanor tuviese razón al decir que el envenenamiento en el baño no era probable…, pero ¿sería imposible?

O quizás estuviese en los peines de madera que usaban mis doncellas para peinarme el pelo… Y últimamente me habían pinchado varias veces cuando me abrochaban el pasador de bronce del hombro…

Al vestirme, metía los pies en unas sandalias de piel de cabra y notaba que el cuero estaba resbaladizo…, ¿no podría estar untado con alguna sustancia ponzoñosa? Las examiné bien, intentando ver cualquier polvo sospechoso.

Y en cuanto a la comida, no podía comer ya nada, y le pedía al propio Menelao que me trajera agua de la fuente para tener mi propio suministro. Menelao era la única persona de la que podía estar segura. Y al mismo tiempo, tenía que fingir que comía y bebía como de costumbre, cosa que entrañaba un engaño tal que no podía imaginar cuánto tiempo podría mantenerlo. Escupir el vino cuando nadie miraba, mover la comida por el plato para fingir que había comido, no eran cosas fáciles de hacer de manera convincente.

—Menelao, estoy dispuesta a hacer lo que tu físico tan sabiamente me sugirió hace algún tiempo. ¡Debo ir a ver a Asclepio! —Tenía que salir de palacio.

—Sí, querida, veo que no has mejorado. Y… esas exigencias tuyas sobre el agua… —Parecía tan ansioso que por un instante pensé: ¿no serás tú? Y me di cuenta de que él esperaba que todo aquello pudiera significar que yo volviese a estar encinta.

—Debo ir para que lo que esperamos… pueda suceder —le aseguré.

—¿Te llevarás a Nomia y a Euribia?

—¡No! Debo alejarme de ellas. De todo el mundo. Es…, me han dicho que debo ir sola.

—¿Quién?

—Apolo —mentí. Menelao no discutiría con un dios, como lo habría hecho con Gelanor. Apolo, como todo el mundo sabía, podía causar una súbita enfermedad con sus flechas. Quizás estuviera él detrás de todo aquello…, o eso podía pensar Menelao.

—Me llevaré una escolta de soldados —dije—. Estaré muy segura.

Lamenté no poder confiar en Menelao. Una vez pensé que sí podía, que él sería mi verdadero amigo al mismo tiempo que mi marido, pero había resultado ser sólo mi marido, y no quería invitarle a sentir una alarma prematura.

Gelanor se quedó allí observando. Le había dejado las suficientes muestras de comida, de bebida y de ungüentos como para mantenerle ocupado. También había preparado un experimento para las flechas de los arqueros de Menelao que proporcionaría una excusa para que estuviera en palacio a horas intempestivas.

Cuando me preparaba ya para salir hacia el carruaje que me esperaba, me cogió del brazo.

—Ten cuidado. Mantén los ojos bien abiertos a tu alrededor, incluso dormida, si es posible. —Su habitual sonrisa había desaparecido, y mostró la preocupación en sus ojos.

—Lo haré —le aseguré.

Después de un viaje largo y polvoriento al fin estaba en pie en la sala de piedra mal iluminada donde se encontraba el altar de Asclepio. Ante él se encontraban las ofrendas dejadas por los suplicantes que buscaban ayuda de su dios para su curación. Las serpientes sagradas, compañeras de Asclepio, se enroscaban en torno a su base. Amaestradas y alimentadas por los sacerdotes, sólo traicionaban su vida por algún movimiento ocasional.

Yo estaba casi demasiado débil para permanecer erguida; notaba cómo me temblaban las rodillas, y cuando levantaba los brazos, me dolían. Pero los levanté bien alto y hablé directamente a Asclepio, el hombre cuyo don, no sólo de la curación, sino de devolver la vida a los muertos, había enfurecido a Zeus y a Hades, ya que estaba entrometiéndose en sus dominios. De modo que Zeus le golpeó con un rayo y allí yacía, en Epidauro. Sin embargo, hasta sus huesos conservaban poder, y continuaba curando desde la tumba.

—Cúrame —susurré—. Revélame qué es lo que debo saber para mi recuperación. —Me incliné hacia abajo y añadí mis ofrendas a las de los otros, allí amontonadas.

Uno de los sacerdotes vino hasta mí, moviéndose tan silenciosamente como una de las serpientes sagradas.

—¿Helena? ¿Helena de Esparta? —susurró. Me había reconocido. Incluso en aquel estado, bastante desmejorado, no podía pasar como una suplicante cualquiera.

Asentí.

—He venido a buscar curación —dije.

—Los demás pacientes se retirarán a dormir fuera —dijo el sacerdote—. Pero tú puedes permanecer aquí, junto al altar del dios. Espera, y él vendrá a ti.

El suelo era de dura piedra, pero yo me sentía segura y en paz allí, a los pies del altar.

La débil luz fue menguando y desapareció por completo, y la gran sala de piedra fue oscureciendo como un cielo sin luna. Pequeñas lámparas votivas aquí y allá proporcionaban destellos de luz, como estrellas.

Acercándome lo más posible al altar, me acurruqué en mi grueso manto de viaje y me eché. La suave oscilación de las lamparitas parecía latir al mismo tiempo que mi corazón, y me quedé dormida.

Noté una corriente fría. Venía en dos partes, que se retorcían a mi alrededor. Fui nadando entre capas de sueño y luché por abrir los ojos, pero los tenía bien cerrados. Había algo grueso y escamoso encima de ellos. Luego noté que se deslizaba hacia delante. Noté que me tocaban los oídos, acariciados por algo cosquilleante. No me atrevía a moverme. ¿Formaba todo aquello parte de un sueño?

Un objeto duro y redondo rozaba mi oído derecho, mientras el otro era… acariciado, aliviado, lamido. Cautelosamente, moví mi brazo derecho hacia la espalda, donde notaba apoyado algo pesado, y palpé la forma redondeada de una serpiente.

¡Las serpientes sagradas! Las serpientes sagradas habían venido hasta mí, y se estaban enroscando en torno a mi cabeza…, lamiéndome los oídos con sus diminutas lenguas.

Debía de ser un mensaje, algo simbólico. Me sentía honrada por el hecho de que hubieran acudido a mí. Asclepio había respondido a mi ruego, pero ¿cómo? Yo no comprendía a las serpientes, no sabía si intentaban decirme algo.

Estuvieron enroscadas en torno a mi cuerpo largo tiempo, y sólo se alejaron cuando unos pasos titubeantes resonaron en el pavimento. La aurora debía de acercarse ya: los sacerdotes debían de estar preparándose para volver al interior.

Levantando la cabeza lentamente, contemplé a las serpientes que se retiraban hacia el altar de piedra apenas desbastada, con sus pálidos lomos brillando a la débil luz de las escasas lámparas de aceite que no habían ardido todavía. Me quedé allí echada con el corazón a mil por hora, sin estar segura de lo que había ocurrido exactamente.

Cuando los inconfundibles sonidos de la mañana inundaron el santuario, supe que tenía que levantarme. Doblé mi manto y me puse en pie. Ya había dos sacerdotes ante el altar. Estaban preparando platos de leche para las serpientes.

Me acerqué a ellos. Quería contarles lo que había ocurrido, para ver si podían explicármelo. Al mismo tiempo, no quería traicionar mi encuentro secreto con las serpientes…, si es que era un secreto. Quizá no lo fuese. No lo sabía. No quería cometer ningún error.

—Han venido a ti —dijo el primer sacerdote.

¿Cómo lo sabía?

—Me ha sido revelado. Yo las conozco, y ellas me conocen a mí. Hija, ¿sabes lo que significa eso?

—No —admití.

—Con el permiso de Asclepio, te han transmitido tres dones. —Hizo una pausa—. Ahora debes descubrir cuáles son.