XVI

Y ahora empezaba mi nueva vida… ¿o había acabado ya? Había añorado tanto ser libre, y aquel día feliz, abajo junto al Eurotas, pensaba que había llegado el momento, pero Menelao, al abrir la puerta de una jaula, simplemente me había empujado a otra. Yo no podía evitar pensar en el hombre de las ratoneras y sus trampas. Menelao, que al principio me parecía tan fuerte y sencillo, ahora me parecía taciturno y misterioso, ya que mantenía sus pensamientos guardados en su interior. Hablaba, pero no hablaba de nada vital; era agradable, pero de una manera remota. Había pensado que sería amigo mío, pero más bien tenía un compañero protector y sólido. Un amigo puede ser un compañero, pero un compañero no es necesariamente un amigo, como iba descubriendo.

Artemisa, la fría diosa virgen que guía la luna, había mirado hacia abajo, a nuestra habitación, después de aquel día encantador en las praderas, y supongo que se apiadó de nosotros. Ella, de alguna manera, debió de persuadir a la graciosa Deméter, que preside la fertilidad y ama la casa de Tíndaro, para que nos diera sus bendiciones, a pesar de la ausencia de Afrodita de nuestro lecho. Fue capaz de hacerlo porque no es necesaria la pasión para la fecundidad, ni la fertilidad implica deseo…, aunque los dos normalmente van en compañía.

Tres meses después del matrimonio, yo estaba encinta.

Nadie pensó que era demasiado joven. Cumpliría dieciséis cuando naciera el niño, como mi madre cuando dio a luz a Clitemnestra, casi igual que Clitemnestra cuando tuvo a Ifigenia. Ni siquiera yo misma pensé que era demasiado joven. Me pareció enteramente natural que de repente pudiera convertirme en madre. Aquello no requería sabiduría alguna, sólo amor y fuerza. O eso creía yo, y todos los demás.

Entonces la puerta de mi jaula quedó bien cerrada, de verdad. Menelao me trataba como a un pajarito frágil cuyo nido puede salir volando en un día de brisa. Me prohibió caminar sola por las laderas del monte Taigeto, me advirtió de que no debía correr deprisa, y en cuanto a jugar y luchar con Cástor y Polideuces, que todavía me provocaban cuando su vino no estaba lo bastante aguado, se mostró inflexible diciendo que debían cesar de inmediato. Yo tenía que estar protegida y tranquila. Ésas fueron sus órdenes. Sólo la sonrisa y el tono amable de su voz cuando hablaba de aquello traicionaban lo encantado que estaba.

Mi madre estaba agitada y nerviosa, como si la idea de tener un nuevo nieto fuera emocionante e intranquilizadora a la vez. Aquello significaba que era vieja, y también significaba que su linaje continuaba. A veces se mostraba solemne, advirtiéndome de los peligros del nacimiento y de la primera infancia. Otras veces estaba risueña y aturdida.

—Zeus —dijo un día— va a ser abuelo… —Y se llevó las manos a la boca y se rio. Yo también lo hice.

—Madre… —escogí mis palabras con cuidado—, sé que soy mortal. Y también tiene que serlo mi hijo. Pero ¿crees…, piensas… que Zeus podría concederle alguna bendición especial? La verdad es que no sé nada de cómo tratan los dioses a sus nietos.

—Me temo que pierden su interés por ellos —dijo ella, tristemente—. Igual que con los mortales con los que han… estado temporalmente. Pero la gloria de los dioses reside en su linaje. Y eso, pequeño polluelo, no nos lo pueden quitar. Es nuestro para siempre. Nuestra recompensa, si quieres, por arriesgarnos. —Luego, bruscamente, añadió—: Pensemos en nombres…, y necesitarás una comadrona, la mejor que pueda ofrecer Esparta… Ellas saben muchas cosas, cosas que yo no sé. Hay una mujer…, tiene unas manos mágicas, no ha perdido nunca a un niño ni a una madre… Haré que la traigan.

«Ni a una madre». Crudas palabras, un crudo recordatorio de que yo no era como un árbol, un árbol pacífico que nunca muere al dar a luz una pera o una manzana.

—Llámame Piele, «regordeta» —dijo la mujer de la nariz bulbosa—. Todo el mundo me llama así. —Se puso las manos en las caderas y me examinó—. Ya te vi una vez —dijo, como disculpa—. Presencié la carrera de doncellas. De modo que no me vas a cegar con tu belleza. No me preocupa tu cara, sino más bien tus órganos internos. Y te garantizo que son iguales a los de cualquier otra. Y de todos modos, no podemos verlos. —Hizo una pausa para tomar aliento—. La cuestión es: ¿funcionan como es debido? Es lo único que debe preocuparnos. Échate aquí en este banco y deja que te examine.

Obediente, me eché y ella palpó con los dedos y puso el oído contra mi vientre. Sus manos eran suaves, aunque sus modales no lo fueran.

—Todo parece en orden —dijo, gruñendo mientras se volvía a incorporar—. ¿Dices que esperas al niño en lo más crudo del invierno?

—No, más bien hacia el final.

—Bien. No podría subir por la colina si está cubierta de hielo. —Suspiró y se sentó en el banco que había junto a mí—. Y ahora, niña, debes procurar comer sólo los alimentos que aseguran el agua, no los que son picantes y pueden provocar un parto prematuro. Eso significa que no debes comer ni puerros ni vinagre. Ya sé que la comida es mucho más sosa —se encogió de hombros—, pero lo que necesitas es un parto aburrido. Muy aburrido. Bien —se incorporó—, mándame llamar cuando tengas cualquier pregunta. —Se inclinó hacia mi cara y susurró, como si fuera un secreto—: La mayoría de la gente no sabe nada del nacimiento ni de los niños. ¡No hagas caso de sus tonterías! ¡Pregúntame siempre a mí!

Piele era un regalo de los dioses, y la paciencia en persona cuando venía a responder a mis muchas preguntas acerca del alumbramiento. Pero a la pregunta más importante de todas (por qué no había cambiado mi silueta) ella sólo podía responder: «Depende, cariño, depende».

Pero yo me preguntaba si mi parte de diosa me mantenía esbelta tanto tiempo. Y me preguntaba también si era posible que una mujer que tenía parte de diosa pudiera morir en un parto. ¿Me protegería mi naturaleza contra eso? No podía preguntárselo a ella, porque no tendría ninguna experiencia al respecto.

Menelao actuaba como una vieja, más que mi propia madre, armando mucho escándalo y advirtiéndome de todos los peligros. Pasaba su brazo protector por encima de mi hombro siempre que íbamos juntos. Una vez incluso intentó hacer que llevase la cadena de oro matrimonial, espantosamente pesada, para mi protección, pero hice que la guardara en su caja. No podía soportar su peso.

A continuación, empezó a recoger armas y armaduras para lo que suponía que sería un hijo.

—Será un guerrero —dijo, empuñando un escudo y una espada de bronce recién forjados y enseñándomelos, orgulloso.

Pasé la mano por la superficie del pomo de la espada, con finas incrustaciones que representaban guerreros persiguiendo a un león, de oro y plata. Brillaba a la luz de la mañana temprana. Todas las espadas tienen un brillo muy bonito cuando las ves por primera vez, antes de usarlas para trabajos mortales.

—¿Y cómo vamos a llamar… al niño? —le pregunté.

—¡Ya tengo el nombre! —exclamó él, orgulloso—. ¡Nicóstrato! Significa: «ejército victorioso».

—Ya sé lo que significa, pero ¿deberá soportar el peso de un nombre semejante?

Menelao parecía abatido.

—No se me ocurre mayor honor.

—¿Y si es una hija?

Él se encogió de hombros.

—Entonces debería recibir el nombre de algo bonito…, de una flor, de una ninfa.

—Yo pensaba en Hermíone.

—¿Reina-columna? ¿Por qué? —Se echó a reír.

—Porque quiero que sea fuerte. El tipo de mujer a la que recurren los demás como apoyo. Una gran gobernante.

—¿Quién dice que tendría que gobernar? Ninguna mujer gobierna sola. —Parecía enfurruñado al guardar la espada y el escudo.

Menelao se retiró después de aquello, y apenas me llamaba para que me uniese a él en su dormitorio. Decía que era por preocupación por el niño, que quería que estuviese sola para no sufrir daño alguno, pero yo me preguntaba qué hacía solo todas aquellas noches. Parecía taciturno; a veces, le encontraba deambulando por las salas del palacio, con aire pensativo. Siempre me dedicaba una nostálgica sonrisa cuando se cruzaba conmigo.

Al cabo de un tiempo, me puse más pesada y abultada, y fui notándome cada vez más y más torpe, pero mi extrañeza por Menelao también fue en aumento. Él no era feliz, al parecer, pero yo no sabía por qué. Había querido casarse conmigo, y había llevado a cabo aquella hazaña espectacular para conseguirme, y ahora estaba a punto de tener un heredero. Heredaría el trono de Esparta. Sin embargo, paseaba melancólicamente. No podía ser la falta de pasión en nuestro matrimonio, suponía yo. Un hombre no nota esa carencia tanto como una mujer.

No, concluí. Tenía que ser algo más.

Quizás había encontrado que la vida con nosotros era lo mismo que la vida con Agamenón, siempre en segundo plano. Mi padre era el Rey, ¿y qué podía hacer Menelao? ¿No tenía otro objetivo en la vida que pedir nuevas armaduras y esperar a que mi padre muriese? Eso acabaría por destrozar a un hombre orgulloso como Menelao, y dado que era el tipo de hombre que ni siquiera pensaría en la posibilidad de acelerar la sucesión, lo haría más rápido todavía.

Pero si yo hablaba con mi padre, y le preguntaba si estaba dispuesto a compartir el trono, aunque fuese como pura formalidad…, quizá lo considerase. Y eso podía hacer mucho para liberar a Menelao de las garras de su pesar.

Le busqué una tarde que estaba despachando a unos mercaderes extranjeros de Gitio. Tras dejar el palacio, se pusieron a parlotear y cogieron los regalos que les había entregado mi padre mientras bajaban por la colina. Sus ropajes de vivos colores facilitaba el verlos incluso desde cierta distancia.

—Sirios —dijo mi padre—. Siempre son tan chillones…, tanto por sus voces como por su ropa. No me extraña que quisieran llegar a un acuerdo para procurarse algo del tinte púrpura de nuestras costas. Pero no estoy seguro de querer tratar con ellos. Puedo obtener un precio mayor de los egipcios.

—¡Ah, padre, siempre buscando el precio mayor! —Nunca cambiaría; una de las cosas que admiraba de Menelao era que parecía poco preocupado por tales cosas.

Él sonrió y levantó las manos para darme la bienvenida.

—¿Preferirías que buscara el más bajo? —Se echó a reír—. Así no es como piensa un rey.

—Precisamente de ser rey era de lo que venía a hablarte —dije. Me lo había puesto fácil.

—¿Y eso? Nunca podrás serlo, querida, así que no tienes que preocuparte por los deberes de la realeza. —Se enderezó un poco—. Y yo tengo bastante buena salud, así que no tienes por qué preocuparte. —Tenía un aspecto fuerte y vital, mucho más joven de lo que correspondía a sus años.

—Estoy muy agradecida de verlo con mis propios ojos. No, padre, de quien quiero hablarte es de Menelao. Es joven y saludable; sin embargo, se ve obligado a permanecer ocioso. Me temo que eso le está debilitando moralmente.

Mi padre lanzó un gruñido.

—¡Necesita una guerra! ¿En qué se va a ocupar de lo contrario un joven como él? Un guerrero necesita una guerra. Esta paz es lo que le está agobiando. Es muy natural.

—La paz es una bendición.

—Para las mujeres y los campesinos, pero no para los hombres —dijo mi padre—. Los hombres necesitan acción. Sin ella se marchitan. Yo ya he tenido mis guerras y mis batallas, y puedo descansar contento en el mégaron y escuchar a los bardos. Pero Menelao… debe encontrar una guerra.

—Yo no puedo crear una guerra.

—Escucharé atentamente a ver si oigo hablar de alguna batalla por aquí cerca a la que se pueda dedicar. Lo único que hacen los griegos es luchar… Estoy seguro de que debe de haber alguna batalla en marcha en este mismo momento.

—Que comparta alguna de las obligaciones del reino contigo —le dije—. Eso sería mejor que una guerra.

—No estoy seguro de que un hombre esté preparado para ser rey si no ha combatido en ninguna guerra.

—Menelao ha combatido en batallas en torno a Micenas —le recordé—. ¿No podrías hacerle corregente?

Él me miró con gravedad.

—Debes de querer mucho a ese hombre, verdaderamente —dijo.

—Es mi marido. Quiero ayudarle.

—Lo pensaré, pero no te prometo nada. Y te advierto de que esta consideración puede requerir mucho, mucho tiempo.

Mi esbeltez se vio reemplazada gradualmente por una figura rellena, pero era una redondez suave y graciosa. A medida que avanzaba el año, a medida que cada cosecha y cada animal llegaba en su momento preciso —las ovejas tenían sus corderos, los olivos daban su fruto—, yo me sentía acunada en las manos de Deméter, vigilada por esa benévola diosa de las cosechas. Cuando ella empezó a lamentarse porque su hija había partido hacia las tierras cálidas, yo me preparé para su ausencia. Pero por aquel entonces ya había aprendido lo que necesitaba de la comadrona, había reunido todas las cosas necesarias para el cuidado del bebé y me había rodeado de todas las personas que me amaban. No quería sentir temor ante el abandono de la diosa.

La época más oscura del año llegó y se fue. El sol empezó a salir mucho más al este y a ponerse mucho más al oeste, y a trepar un poco más arriba por el cielo, aunque todavía hacía frío y humedad. Entonces supe que mi momento casi había llegado, y me preparé en lo posible para algo que sólo sabía que no sería, en absoluto, como esperaba…, algo para lo que era imposible prepararse.

La vieja comadrona tenía razón: era inconfundible.

Yo había estado en mi telar, tejiendo lo que pensaba que era un diseño complicado (eso fue antes de que viera lo que hacían en Troya), cuando noté un dolorcillo ligero. Seguí tejiendo, inclinándome hacia delante, alimentando la lanzadera y diciéndome: no, todavía no. Seguramente sería un movimiento raro, una falsa alarma.

Pero los pinchazos persistieron y se volvieron más intensos. Alterada, dejé la lanzadera y mandé llamar a mi madre.

—¡Ah, polluelo! —gritó ella—. Ven rápido a la habitación del parto. ¡Mandaré a buscar a la comadrona!

Ella me condujo a una habitación que habían dejado deliberadamente desnuda y sin muebles. No había nada más que un banco de madera dura, unas mantas y algunas jarras y unos cubos. Yo me agarré de su mano y me subí al banco. Mirando a mi alrededor, no veía más que unas paredes desnudas y blancas.

—No tiene ningún sentido tener paredes con bellos dibujos —dijo ella—. No te proporcionarían ningún placer y después, cuando los vieras, te echarías a temblar.

Las oleadas de dolor se amontonaban una sobre otra, y venían tan rápidas que me dominaban. Pronto empecé a jadear.

Miré hacia arriba y vi el rostro de Piele.

—¡Debes contenerte! —me ladró—. No puedes dejarte caer ahora. ¡Pasará mucho tiempo antes de que puedas descansar de nuevo!

—¿Cuánto tiempo? —exclamé.

—¡Mucho tiempo! —me contestó—. Mucho, mucho tiempo.

Me pareció una eternidad, pero los que asistieron dijeron que sólo fue una noche y parte de una mañana. Vi cómo iba oscureciendo gradualmente (habían encendido lámparas y antorchas, de modo que era difícil saberlo) y pensé que veía aumentar la luz, pero por entonces ya veía poca cosa. Había una ventana en la habitación y me pareció que cambiaba de color, pero no lo recuerdo. Lo que sí recuerdo es el intenso dolor y cómo gritaba yo: «¡Padre!, ¿no puedes ahorrarme esto?», y cuando el dolor continuaba, sin disminuir lo más mínimo, supe que mi lado mortal era con mucho el más fuerte que había en mi interior. Una diosa no siente las agonías que sentí.

Al fin, después de un gran brote de dolor, éste se detuvo de pronto.

—¡Ya está aquí! —gritó la comadrona—. ¡Ya está aquí!

Apenas oí nada, unos pasos, un murmullo. Pero ningún llanto. Y luego llegó. Un llanto intenso.

—¡Helena tiene una hija! —gritó Piele, sujetando en alto un bulto rojo.

Una hija.

—¡Hermíone! —susurré yo. Mi reina-columna.

Piele me la puso en los brazos. Miré aquel diminuto rostro arrugado. Justo en ese momento ella abrió la boca y enseñó la lengüecita rosa. Sus gritos arreciaron.

—Querida mía —dije. Le di la bienvenida con todo mi corazón, y sentí en aquel instante que nada nos separaría jamás. Éramos una sola.

Aquella misma mañana, después de trasladarnos de la desnuda sala del parto a nuestras habitaciones, Menelao corrió a vernos. Tendió los brazos y nos apretó a las dos entre ellos.

—Aquí está Hermíone —dije, apartando la cubierta que le ocultaba el rostro.

Él le miró la carita, arrobado. Finalmente, habló:

—Es igual que su madre —dijo lentamente, con una voz que era un simple susurro.

—Casi tan bella como Helena cuando la contemplé por primera vez —dijo mi madre—. Casi.

Más tarde, mi madre se sentó a mi cabecera y me tendió un pequeño objeto de arcilla marrón. Yo lo levanté y vi que era una muñequita que tenía la cabeza y los ojos y los dibujos del vestido delineados con pintura roja. Del final de la falda de arcilla colgaban unas recias piernas, unidas con una pequeña clavija.

—Era tuya, polluelo —dijo—. Y ahora será de Hermíone.

El sol brillaba en nuestros hombros mientras permanecíamos de pie formando un pequeño círculo en torno a un agujero recién cavado en la tierra. Allí se encontraban dos sacerdotisas de Deméter, una de las cuales tenía en brazos a Hermíone, y el resto estábamos repartidos a cada lado. Junto al agujero preparado esperaba un pequeño plátano para ser plantado, con las hojas ya un poco mustias.

Mi padre se adelantó.

—Tenemos un nuevo miembro en nuestra familia, el primero de la nueva generación nacida aquí, en el palacio real de Esparta. En su honor, plantaremos un árbol que crecerá al mismo tiempo que ella. Mientras sea pequeña, podrá jugar en su base. Cuando sea mayor, podrá medirse apoyada en su tronco. Cuando sea una mujer adulta, verá alcanzar al árbol también su máximo crecimiento. Podrá sentarse a su sombra, y disfrutar de sus dones. Y cuando sea vieja, se puede consolar pensando que el árbol todavía está vigoroso y joven.

Tomó una paletada de tierra y la arrojó, ceremoniosamente, en el agujero. Entonces, una de las sacerdotisas se adelantó y realizó una libación. Mi madre se inclinó hacia delante y enterró algo en la tierra. Cástor y Polideuces hicieron otro tanto. ¿Qué le habían entregado al árbol? Menelao echó una daga en el agujero, diciendo que el hombre que le pidiera a su hija tendría que recuperarla. Por último, yo me asomé al borde del agujero y esparcí en él pétalos de flores. La pequeña Hermíone se limitó a quedarse mirando, solemne.

Los jardineros empezaron a trabajar, trasplantando el arbolito y colocándolo bien erguido, y luego amontonaron la tierra a su alrededor. Vaciaron grandes recipientes de agua en torno a sus raíces, dictaminando que estaría sediento.

—Pero ¡prosperará! —aseguraron también.

Mi padre ocupó su lugar ante el árbol.

—Ahora que Helena y Menelao han tenido una hija —dijo—, veo que la línea debe continuar. Y como estoy un poco cansado de mis deberes, quiero nombrar a Menelao para que adopte el yelmo como rey de Esparta mediante el matrimonio con Helena, reina de Esparta por derecho de nacimiento.

¡Padre! Yo no deseaba que él abdicase, sólo que compartiese alguno de sus deberes con Menelao. Estaba conmocionada.

—No deseo hacerme viejo en el trono, y ponerme a chochear —dijo mi padre, antes de que nadie pudiese objetar—. El cetro del trono debe empuñarlo un hombre joven. Es él quien debe saborearlo mejor, y conservarlo mejor. No, yo no soy viejo todavía…, pero ¿cuándo sabré si lo soy o no? Dicen los hombres más sabios que en la edad anciana no te sientes distinto de cuando eras joven. Así, pues, ¿qué o quién me dirá cuándo es el momento de apartarme? Nadie. Ahora siento en mi corazón que ese momento ha llegado, y me obedeceré a mí mismo. Es mejor así que inclinándose de mala gana ante la decisión de otro.

Miré a Menelao. Estaba tan asombrado como yo, o mejor dicho, no, mucho más.

—Pero, majestad… —empezó.

—He hablado —dijo mi padre—. Y los deseos del Rey son vinculantes. —Sus ojos se encontraron con los míos, y él me dirigió una señal casi imperceptible.

La ceremonia continuó, pero yo no oí apenas nada de su conclusión. Estaba aturdida por la fuerza con la que el pesado manto de la responsabilidad había caído sobre mí, igual que sobre Menelao.

—Menelao —dije con calma, cuando nos encontramos a solas—. La generosidad de mi padre me ha dejado asombrada. Tú estás dispuesto a ser rey, pero yo no estoy preparada para ser reina.

—Serás una reina magnífica —dijo—. Yo tendré que esforzarme para ser digno de estar a tu lado.

—No hables así —le dije—. Tú serás un rey digno de Esparta.

Él sería justo y generoso; no sería como Agamenón, ferozmente absorto en sí mismo y en su ambición. Sus pensamientos siempre serían para lo que era bueno para Esparta.

—Entonces, ¿debemos ir a pedir nuestros cetros? —Mi voz sonaba temblorosa.

—Haremos lo que tengamos que hacer —replicó él, al tiempo que me pasaba el brazo en torno a los hombros. No se había recuperado todavía de la sorpresa; aún era demasiado pronto para decir si estaba complacido o no.

Los cetros eran los que se habían fabricado en los talleres de artesanía de palacio: un mango de madera de fresno envuelto en oro finamente trabajado. La ceremonia de abdicación fue igual de sencilla. Mi padre y mi madre, cada uno con su cetro, nos los entregaron a nosotros con unas pocas palabras. Mi padre reconoció que elegía a Menelao como sucesor, y dijo que todos los hombres debían obedecerle. Mi madre me tendió su cetro y dijo:

—He deseado entregarte esto desde el día que naciste. Sabía que eran tus dedos quienes debían empuñarlo. Y ahora, los dioses han respondido a mi petición, y es tuyo. —Me lo entregó y colocó el esbelto mango en mi mano.

—Gobierna bien y con sabiduría —dijo mi padre.

Los testigos (mis hermanos, el comandante de la guardia de palacio de mi padre, el tesorero del reino, el escriba en jefe, las sacerdotisas de Deméter) asintieron indicando su aceptación. Entonces vi un rostro entre ellos que me chocó. Era el de Gelanor de Gitio, el espía a quien mi padre había reclutado en el gran festival del reino, cuando me casé. El hombre que sabía de venenos. ¿Cómo había conseguido una posición tan elevada como para estar presente en aquella ceremonia tan solemne?

Tuve la sensación de que él sabía exactamente lo que yo pensaba. Especialmente, al ver que se encogía de hombros. Me quedé mirándole, y deseé preguntarle qué estaba haciendo allí.

Pero cuando le busqué después de la ceremonia, se había desvanecido tan misteriosamente como había aparecido antes.