Sólo había que atender a una costumbre más antes de que pudiera empezar realmente mi nueva vida. Abajo, en el Eurotas, mi padre y mi madre transformaron la ancha pradera en un campo de celebración y dieron la bienvenida a toda Esparta, de modo que Menelao pudiera conocer a toda la gente a la que gobernaría algún día.
Los fuegos abiertos en el campo crepitaban; por encima de ellos, daban vueltas unos bueyes, asándose. Cualquiera que levantase una copa la vería llena del mejor vino de mi padre. La gente de la ciudad se congregaba en los prados, los artesanos para mostrar sus cacharros y sus joyas, los forjadores de armas con sus cuchillos y espadas. Las amas de casa ofrecían sus pasteles de cebada y de pasta de higos; aspirantes a bardos pulsaban sus liras y cantaban. Vi pastores, porqueros y cabreros apiñados. En un extremo del campo se llevaban a cabo competiciones atléticas: boxeo, lucha y carreras. Cualquiera que procediese de Esparta o de la zona que la rodeaba podía competir. Yo pensaba nostálgica en mi última carrera como doncella. Aquel día en el campo sólo había chicos y hombres. Junto a ellos, los criadores de caballos ofrecían sus animales, esperando que se produjera una venta. La nuestra no era la zona que tenía los mejores caballos, pero uno aprovecha lo que tiene a mano.
Menelao y yo íbamos paseando entre la multitud. Yo notaba todos los ojos clavados en mí, pero con su brazo en torno a mi hombro conocí la libertad por vez primera. Ya no tenía que ocultarme. Le cogí la mano y la apreté. Él nunca comprendería lo agradecida que le estaba.
—¡El futuro! ¡Os leo el futuro! —Pasamos junto a una anciana que nos tiraba de las ropas con sus manos como garras—. ¡El futuro! ¡El futuro! —exclamaba, con voz ronca.
—¡Vete! ¿No ves que…? —empezó Menelao. Entonces se dio cuenta de que la mujer era ciega, y que tenía los ojos sellados como una bolsa de cuero. Retrocedió.
—¡Pociones! —dijo una mujer junto a ella. Ésta sí que podía ver, y demasiado incluso: sus agudos ojos negros parecían los de un ave de presa—. No le prestes atención. ¡Sea cual sea tu futuro, una poción puede cambiarlo! —dijo, y me colocó un frasquito en la mano.
—No. Es veneno —dijo otra voz, con tranquilidad—. Necesitarías un antídoto antes de que hubieras caminado cincuenta pasos. —El que hablaba era un hombre—. Halia, de verdad, ¿todavía estás intentando vender esa poción mortal? ¿Y a tu futura reina? ¿Qué problema tienes? ¿Acaso ella no te gusta?
La mujer se irguió.
—Era para que la «usara» la Reina —dijo—. No me has dado la oportunidad de que se lo explicara mejor.
—¿Para que la Reina pueda envenenar a sus enemigos? ¿Por qué no haces una demostración de sus poderes? De otro modo, podríamos pensar que le estás pasando simple grasa de oveja.
Menelao miraba al hombre que había aparecido de repente, vestido con un polvoriento manto rojo.
La vendedora de pociones se encogió de hombros. Sin dudar, cogió el perro de su compañero, que había estado sesteando a su lado en el suelo, y le embadurnó el hocico con la pasta espesa. El perro gruñó y se lamió los labios.
El enigmático hombre levantó una ceja y miró al perro.
—Estas cosas pueden tardar un rato —dijo. Había un humor o un juicio comedidos en sus palabras. De alguna manera estaba provocando a la mujer, o quizá burlándose de ella, o quizá todo aquello no le importase en absoluto. Su tono de voz se podía interpretar de todas aquellas formas.
El perro saltó hacia delante, inestable sobre sus patas. Dio unos círculos extraños antes de caer de nuevo y empezar a gemir y temblar.
—Mejor tener el antídoto cerca —dijo el hombre.
El propietario del perro empezó a sacudirlo y a gritar.
La vendedora de pociones estaba buscando tranquilamente en una cesta, y al final sacó una botellita de líquido.
—Hummm…, aquí está. —Abrió la boca salivante del perro un poquito y vertió el líquido en la rendija.
—Impresionante, Halia —dijo el hombre—. Veo que conoces las plantas. ¿Qué era eso…, adelfa?
Ella le miró.
—No pienso decirte todo lo que sé.
—¿Y qué has usado para invertir el efecto? ¿Jugo de belladona?
—¡Te he dicho que no pienso decírtelo!
Menelao y yo empezamos a retroceder, y la mujer protestó.
—¿Después de todo esto no lo vas a comprar?
El hombre misterioso había desaparecido. Menelao y yo nos miramos el uno al otro.
—¿Le hemos visto de verdad? —le pregunté.
—Uno nunca puede estar seguro —dijo Menelao—. De alguna manera, él era mucho más inquietante que los venenos. Los venenos se pueden explicar, pero él parecía tener un conocimiento extraordinario de estas cosas.
—En realidad, no lo sabemos —dije yo—. Lo único que sabemos que sí sabía era el nombre de la mujer, y cómo funcionaban los venenos.
—He tenido la sensación de que sabía mucho más.
—¡Ah! ¡Aquí estáis, ocultándoos en este lugar tan humilde! —Una voz imponente resonó con fuerza detrás de nosotros. Nos dimos la vuelta y nos encontramos frente a Odiseo. Sonreía, ya que su matrimonio con Penélope había sido aprobado y se había establecido el día de la boda. Ya tenía lo que deseaba—. Estáis en una compañía de dudosa reputación. —Señaló a la adivina y a la vendedora de pociones.
—¿Has visto al hombre que estaba con nosotros hace unos momentos? —le preguntó Menelao.
—No, ¿por qué? —Odiseo estaba levantando un hombro de su túnica y ajustándose el sombrero—. ¿Era un ladrón?
—No lo creo —respondí.
—Entonces, ¿qué importa? —Se echó a reír—. Vamos. Parecéis contentos. —Levantó su brazo y lo pasó en torno a los hombros de Menelao—. Debo felicitarme por apoyar tus pretensiones. ¿Has oído algún rumor de descontento por parte de alguno de los pretendientes rechazados? El juramento que prestamos en aquel campo sangriento debería evitar cualquier problema.
—¿Y cuándo es la boda? —preguntó Menelao—. He oído hablar de una carrera a pie. Por supuesto, ganaste tú.
—Por supuesto. Ya me aseguré bien de ello. —Hizo un guiño—. De repente pasé a todos los pretendientes de Penélope. Nos casaremos antes de que la luna esté llena de nuevo. Luego volveré a Ítaca con mi esposa. Su padre, por supuesto, no está demasiado ansioso de dejarla partir. Pero yo no quiero quedarme aquí. Quiero volver a mi isla. Me gustan sus rocas y su soledad.
Dos hombres pasaron junto a nosotros, ambos de una belleza increíble, uno mayor y el segundo en aquel primer brote de la madurez, cuando un chico se acaba de convertir en hombre. El mayor tenía el pelo de un color dorado; el chico, muy oscuro, con espesas cejas. No eran gente del pueblo, sino soldados, lo sabía por la forma que tenían de andar.
—Bien, bien —dijo Odiseo—. ¿De dónde serán ésos? ¿Del monte Olimpo, quizá?
Volviendo al lado de mi padre, vi que los recién llegados se habían unido a él. Una compañía de soldados los rodeaba, con petos de lino y espadas cortas. Un hombre arrogante, con la cara brillante y expresión de regodeo le estaba hablando.
—Quienesquiera que sean, los aplastaremos —estaba diciendo. Sus compañeros soldados asintieron, murmurando.
¿De qué estarían hablando? ¿A quién tenían que aplastar? Estábamos en paz.
—Tendréis el lugar preparado mañana —dijo mi padre.
—Los espartanos sois demasiado confiados —dijo el soldado fanfarrón—. Ya es hora de que tengas algo de protección. Bueno, dicen que ni siquiera tienes espías…
—Si un rey es justo y sus soldados fuertes, no importan las maldades que estén planeando sus enemigos —dijo mi padre—. Por tanto, no necesitamos espías. Sea lo que sea lo que planeen, quedará en nada.
Resonó una breve risa detrás de mí. Me volví a ver quién era, pero sólo vi más soldados. Luego, por el rabillo del ojo, vi un manto rojo polvoriento. ¡Aquel hombre otra vez! ¿Por qué estaría ahí?
Cogí el brazo de Menelao.
—¡Líbrate de él! —susurré—. Ese hombre es…, tiene que ser un espía. Pero ¿de quién?
Menelao se volvió y miró, pero al parecer el hombre había desaparecido una vez más.
—Bueno, Linceo, como general, ¿te contentarás con compartir los barracones con tus hombres? —preguntó mi padre al hombre grandilocuente.
Linceo asintió, condescendiente.
—Si valoras tu trono, Tíndaro, deberías mostrarlo a plena vista en el palacio, y no fuera de la vista, en unos barracones privados. —Una voz tranquila surgió de la multitud que rodeaba a mi padre.
—¿Quién habla? —Mi padre levantó la cabeza.
El hombre del manto rojo dio un paso al frente.
—Sólo quiero ofrecerte algunos consejos de sentido común —dijo—. Algo que estoy seguro de que tú mismo habrías comprendido sin que pasara mucho tiempo. —Su tono ocultaba un «pero para entonces quizá sea demasiado tarde».
—¿Quién habla, he dicho? —insistió mi padre.
—Soy Gelanor de Gitio.
—¿Un marinero? ¿Un capitán de puerto?
Gitio era el puerto de mar más cercano a Esparta, aunque para llegar allí, al caer la noche, se podía salir poco después de amanecer.
—Ninguna de las dos cosas, aunque mi padre sale al mar.
—¿Y por qué no le has seguido?
—En tierra ocurren cosas mucho más interesantes.
—¡Dime una! —le gritó el truculento general.
—El hombre —dijo Gelanor—. Los hombres suelen estar en tierra, y son mucho más interesantes que los peces.
—No me has respondido —dijo mi padre—. ¿Cómo te ganas la vida? No pareces un soldado.
—Ni tampoco un porquero —susurró Menelao, y ambos ahogamos una risa. Era verdad, el hombre no apestaba, después de todo.
—Hago que las cosas…
—¿Qué cosas? —preguntó mi padre.
—Que las cosas ocurran.
—¿Qué respuesta es ésa? ¿Acaso eres un mago?
Gelanor rio.
—No. Lo único que quiero decir es que si alguien quiere algo, yo puedo ayudarle a conseguirlo. Sólo —levantó las manos— con mi ingenio y experiencia. No domino las artes mágicas. Ni tampoco trafico con los dioses. He averiguado, augusto rey, que la mente es la única magia que uno necesita.
Mi padre se encogió de hombros.
—Aquí tenemos otro tipo loco. —Le hizo señas de que se fuera. Entonces, el general le susurró algo al oído y se volvió de nuevo a Gelanor—. Quizá pueda darte algún uso…
Nos apartamos del soldado y de su poco apetecible líder.
—¿De qué va todo esto? —le pregunté a Menelao—. ¿Por qué ha contratado mi padre a todos esos hombres?
—Su líder es un hombre adecuado para la guerra —dijo Menelao—. Quizá sea útil tener a una persona así.
Cortésmente rechazamos al esclavo que iba por entre la multitud rellenando las copas. El vino espeso y dulce era demasiado fuerte y tendrían que haberlo aguado.
—Pero no hay guerra —dije yo—. Así, pues, ¿qué hará mi padre con él?
—Quizá sentirse más seguro —dijo Menelao—. A ese tipo no parece que se le escapen muchas cosas.
—¿Qué tipo? ¿Gelanor o Linceo? ¿El general o el hombre del manto rojo?
—A ambos. La mente de Gelanor es más aguda que fuerte el brazo de Linceo… Una competición interesante, si alguna vez llega a producirse.
—Pero mientras ambos sirvan a mi padre, trabajarán juntos. —Lo dije como una afirmación, pero en realidad era una pregunta. Menelao no la contestó.
Nos aproximábamos a la tienda donde los bardos estaban actuando; los dulces sonidos de las cuerdas de la lira penetraban el aire.
Esparta era conocida por sus músicos y sus poetas, y yo estaba ansiosa por oírlos. Formaba parte de mi nueva libertad. Estaba ansiosa por probarlo todo, por regodearme con cada nuevo plato.
—No le escuches. —Un hombrecillo oscuro estaba de pie junto a la entrada de la tienda haciendo un gesto de menosprecio—. Pierde todos los concursos.
Su música me parecía bastante buena.
—¿Y se supone que tú los ganas? —preguntó Menelao.
—Pues claro —dijo él encogiéndose de hombros, como diciendo: «ganar contra gente así apenas es una victoria».
—Déjanos que juzguemos a ese hombre por nosotros mismos —dije yo, dirigiéndome hacia la entrada.
El bardo que estaba dentro acababa ya. Estaba cantando acerca de las poderosas hazañas de Heracles, especialmente su victoria sobre el león de Nemea.
—… las garras. ¡Oh, tan agudas que ellas solas podían cortar el pellejo! ¡Ah, la fuerza de Heracles, incomprensible para cualquier mortal! ¡Ah, Heracles!
—Creo que el hombre de fuera tenía razón —susurró Menelao, haciéndose eco de mis propios pensamientos.
Pronto le acompañaron fuera, y el extraño al que habíamos conocido fuera de la tienda ocupó su lugar. Nos miró como diciendo: «y ahora veréis lo que vale la pena».
—Cantaré sobre algo que ha ocurrido en nuestros tiempos —dijo, haciendo una reverencia y cogiendo su lira en la mano.
—¡Lo de Heracles ocurrió hace poco! —objetó alguien.
—Cierto, pero esto ocurrió hace menos tiempo aún. —Se arregló el manto en el lugar donde lo sujetaba su broche, como un atleta que se prepara para una competición.
—Yo, Oeno de Terapne, cantaré sobre el festín de bodas del rey Peleo de Ftia y la diosa del mar Tetis.
—Eso no sería muy inteligente —murmuró alguien en el fondo. La voz era baja, pero el hombre la oyó.
—Los bardos deben cantar lo que es cierto, y eso no siempre es inteligente —contestó, y cogió de nuevo su lira y comenzó.
Tenía una voz muy agradable y su habilidad con el instrumento era impresionante, parecía formar parte de su propio discurso. Se perdió en las palabras y pareció que éstas brotaran de su propio interior. Luego las notas plateadas se fueron extinguiendo.
Los oyentes rugieron aprobadoramente tras su canción.
Cuando salía, le detuvimos.
—Tenías razón —dije—. Acerca de ti y del otro cantante.
Fuera de la tienda, un hombre soltaba una perorata a una multitud de mirones interesados. Llevaba una caja de madera con un asa.
—¡Funciona! ¡Funciona! —proclamó—. ¡No más ratones!
—Es mejor una serpiente doméstica —dijo alguien.
—Ah, sí, es verdad. —El rostro se iluminó con una sonrisa—. Nada supera a una serpiente a la hora de librarte de los ratones. Pero ¿puedes sujetar a una serpiente? Está ahí, y al día siguiente desaparece. Cuando más la necesitas, se ha deslizado y ha desaparecido. —Dio unas palmaditas a su caja—. Pero esto siempre te está esperando. Se ceba así (levantó la portezuela y puso un bocado en su interior) y la trampa funciona así. —La tocó con una ramita y la puertecita se cerró de golpe—. ¡Llevaos dos! —Y levantó otra.
Pero nadie compraba sus artículos, y el hombre se dirigió a otro grupo.
—Dime, amigo, ¿llevas mucho tiempo haciendo esto? —le preguntó Menelao, acercándose a él.
—Sólo un año, más o menos —dijo el otro—. Antes yo… tenía un oficio muy desagradable.
—¿Puedes decirme cuál era?
—Yo era el que llevaba a los niños al monte Taigeto.
A los bebés espartanos que no eran considerados dignos de vivir, ya fuera por su debilidad o por enfermedad, o simplemente por un mal augurio, se los abandonaba para que murieran a la intemperie, en las laderas de la montaña. No era de extrañar que hubiese cambiado de oficio y se dedicara a fabricar trampas para ratones.
—¿Alguna vez intentaste… salvar a alguno? —le pregunté.
—Dos o tres veces —dijo—. Si el niño estaba condenado sólo por una profecía, y si había pastores o cazadores por allí que podían llevárselo a casa y cuidarlo. Pero eso ocurría pocas veces.
—¿Y esas historias de osas y lobas que amamantaban a los niños? —pregunté. Todo el mundo las había oído.
Él negó con la cabeza.
—Una loba se los habría comido. Una osa probablemente los habría matado de un manotazo. Son sólo eso…, historias.
—¿Y quién se encarga de ese trabajo ahora?
—No lo sé —respondió el otro—. Alguien. Siempre encuentran a alguien.
Temblando, nos dimos la vuelta. No teníamos que buscar demasiado lejos para encontrar algo que nos llamara la atención, al llegar al borde del campo de las competiciones atléticas.
Un grupo jadeante de jóvenes acababa de cruzar la meta de una carrera, y ahora descansaba en la hierba, dando volteretas y respirando entrecortadamente. El sol incidía en sus cuerpos resplandecientes, y el sudor marcaba todos y cada uno de sus músculos, haciendo que brillasen como la piedra pulida. Contra el verde de la hierba reciente, su juventud parecía eterna, fija, segura para siempre.
Burlándose de ellos se encontraba un hombre mayor apoyado en un bastón, allí cerca, contemplándolos. Se estaba masajeando la rodilla, y luego se balanceaba a un lado y otro para soltar la articulación tiesa.
—Oh —murmuraba—. ¡Oh, cómo duele! —Hizo chasquear la rodilla—. Malditos vendedores de ungüentos, charlatanes… —Se inclinó y olisqueó la rodilla—. ¡Huele fatal, pero no funciona! —Cogió un botecito de arcilla que tenía a sus pies y nos lo tiró—. Oled un poco —nos ordenó.
Menelao olisqueó un poco e hizo un gesto de desagrado.
—Amigo, tienes razón. ¡Qué hedor! Apesta como tripas de cabra podridas.
—Y probablemente sea eso —gruñó el hombre—. Me lo han vendido como perlas molidas y aceite de narciso, y así olía el primer día, pero ahora… —Con un siseo, el hombre lo arrojó por encima de su hombro. Voló lejos, sorprendentemente lejos.
Se volvió a mirar a los jóvenes atletas.
—Como son ahora, yo también fui un día —dijo, con aire cómplice—. ¿No me creéis? El brazo de la jabalina todavía lo tengo fuerte, y en tiempos podría haber superado en una carrera a cualquiera de esos jovenzuelos que están en el suelo. Hace veinte años, cuando nació Agamenón —hizo una pausa, pensó un momento—, bueno, más bien treinta años —admitió.
—Eso está mejor —dijo Menelao—. Porque mi hermano Agamenón está más cerca de los treinta que de los veinte. Yo también estoy más cerca de los treinta que de los veinte.
—¡Menelao! Perdóname, tendría que haberte reconocido. —El hombre se inclinó doblándose por la cintura.
—Dime, amigo —dijo Menelao—, dices que eras un famoso atleta hace treinta años. ¿Dónde corriste? ¿Y contra quién?
—Corrí por Esparta en muchas carreras, muy lejos, en Argos y Nauplia —dijo—. Incluso derroté a Calipo en Atenas, en el doble stadia, dos veces. Mis seguidores me llevaron a hombros por toda la ciudad. —Su voz primero se hinchó, llena de orgullo, y luego se volvió más dulce ante los recuerdos atesorados de un tiempo ya desvanecido, y una fuerza también desvanecida—. Yo también boxeaba —dijo—. Y gané unos cuantos combates. Y pagué por ello —dijo, y señaló sus orejas llenas de cicatrices, que asomaban bajo su cabello gris—. Era mejor corredor —admitió.
—Dinos tu nombre —dije.
—Eudelo.
—Eudelo, Esparta debería estar orgullosa de su hijo —dijo Menelao.
—Y lo estuvo…, en tiempos. —Miró a los atletas en el campo, ya en pie de nuevo, que bebían agua fresca y que llevaban al ganador a hombros. Una corona de flores campestres caía de medio lado en su cabeza.
—Guarda la corona —dijo—. Muchacho, guarda esa corona.
Nos mezclamos con la multitud; a medida que iba cayendo la oscuridad, la gente empezó a escasear, y quedó un grupo más pequeño reunido en torno a los fuegos y comiendo más, y luego se quedaron a oír a los bardos, que no parecían cansarse nunca. Pero los artesanos, los vendedores de ratoneras, las adivinas y los atletas habían desaparecido, y justo cuando salió la luna, la partida real regresó al palacio, y nos acompañó el nuevo contingente de soldados. El camino por la colina arriba era muy agradable a primera hora de la noche, iluminado por antorchas y acariciado por el viento que susurraba al pasar sobre nosotros.
Mi padre y mi madre hicieron una pausa antes de que nuestros caminos se separasen para dirigirnos a nuestros aposentos privados.
—¡Contempla tu reino! —dijo mi padre—. Hoy lo has visto por primera vez, y ellos te han visto también a ti. ¿Te ha gustado lo que has visto?
—Sí, mucho —dijo Menelao. Pero su respuesta parecía extrañamente distante.
—Me ha gustado verlo a mí también, por fin —dije.
—Pequeño polluelo, ahora puedes nadar por las aguas todo lo que quieras —dijo mi madre.
De vuelta a nuestras habitaciones, las lámparas ya estaban encendidas y habían aplastado unas hierbas aromáticas en un plato para que el aire estuviese fragante. Yo estaba feliz y emocionada; seguramente aquella emoción me llevaría consigo y me levantaría en una oleada de deseo, como el atleta que había sido elevado a hombros de sus compañeros. Los acontecimientos del día me impulsarían hacia los brazos de Menelao, directamente hacia el sol de su deseo. Mi frialdad se fundiría en aquel sol.
Pero no ocurrió tal cosa; la luna, esa diosa fría, miraba hacia abajo, a nuestro lecho de plata por la ventana, y su aire helado desterró el amor.