Héctor se había preparado para la ceremonia: como heredero y hermano mayor de Troilo, era su obligación. Su palacio era como él mismo: tradicional y fuerte. Antes de que construyéramos el nuestro, era el mejor de la ciudadela. Y seguía considerándose de muy buen gusto.
—Los gustos cambian —había comentado Héctor, diplomático, al contemplar el nuestro.
Andrómaca me dijo en privado que le gustaba, y que ojalá ellos tuvieran uno o dos aposentos sin los sombríos guerreros decorativos marchando por las paredes. Ahora nos hacía señas para que entráramos en el mégaron, un mégaron como cualquier otro en el que hubiera estado antes.
«Mostradme a la esposa de un hombre, el carro de un hombre y la casa de un hombre, y podré deciros todo sobre él», afirmó en una ocasión Gelanor. Entonces yo miraba a Andrómaca y al mégaron y pensaba: «Sí, son un reflejo de Héctor: convencionales, pero siempre de buen gusto». A Héctor nunca le avergonzaría el comportamiento de su esposa, ya que no elegiría una esposa capaz de comportarse de ese modo.
—Nos reunimos aquí en recuerdo de nuestro querido Troilo —empezó Héctor, levantando las manos—. Un banquete funerario exige alimentos especiales y rituales tradicionales, que ya hemos realizado debidamente. Ahora nos reunimos para consolarnos los unos a los otros en nuestra pérdida, de la manera que más nos satisface. —Señaló a los esclavos que traían copas, vino y comida—. Estarán en la mesa para que los compartamos como deseemos.
Todo el mundo se dirigió hacia la mesa, aunque era probable que ninguno de nosotros tuviera hambre.
Paris vio que Polixena se quedaba sola un instante y, cogiéndome de la mano, hizo que me acercara a ella. Estaba de pie, muy silenciosa, agarrando una copa, pero más por sujetar algo que porque deseara beber, y miraba a la concurrencia, inexpresiva.
—Polixena… —dijo Paris, que intentó abrazarla—. Has visto lo que nadie, y mucho menos tú, debería haber visto. Debería haber recaído sobre unos hombros más amplios y ancianos.
—Me alegro, en cierta manera terrible, de haber estado allí, aunque marcará mis recuerdos para siempre. —Hablaba tan bajo que a duras penas la oía, pero así me acercaba aún más a ella.
—Tenía que haber estado con él —se lamentó Paris—. Debería haber ocupado tu lugar.
Ella sonrió. Una curva muy leve se dibujó en sus labios.
—Pero ¿por qué tendrías que haberlo hecho? Troilo y yo éramos compañeros y pasábamos mucho tiempo juntos. Es natural que yo estuviera allí.
—Como tú digas —dijo Paris—. Pero me lamento por ello.
—¿Crees que si hubieras estado allí podrías haberlo evitado? —La dulce voz de Polixena se demoraba en las palabras—. Ya te lo he dicho, él estaba esperando a Troilo. Quería matarlo. Era una misión, no una casualidad. Por algún motivo sabía que estaría allí… —Su voz se fue apagando—. ¿Y con qué fin? —gritó de repente—. ¡Como si Troilo representara una amenaza para alguien!
Noté una presencia misteriosa junto a nosotros, como si la hubieran atraído nuestras voces. Era Heleno, el peculiar gemelo de Casandra. Tenía el mismo cabello rojo, la misma piel pálida, la misma mirada mortecina e implacable.
—He oído que hablabais de Troilo —intervino.
Aunque sin duda su voz pretendía sonar tranquilizadora y cautivadora, se asemejaba al sonido que hace una serpiente cuando se desliza sobre las rocas y los guijarros: seca, susurrante, amenazadora. ¿La adoptaba como parte de su papel de vidente?
—Es natural que hablemos de él —dijo Paris—. Esta reunión es en su honor, y acabamos de enterrar sus huesos.
—Pero he oído que preguntabas algo…, ¿o acaso me fallaban los oídos?, de por qué habría decidido matar Aquiles a Troilo. Hay —había— una profecía…
—¡No la menciones! —Paris dio un manotazo en el hombro a Heleno—. Ya ha terminado.
—Se ha cumplido —dijo Heleno con tristeza, y respiró hondo—. Por suerte hay otras. Todas deben cumplirse antes de que caiga Troya: Troya no caerá a no ser que el hijo de Aquiles se una a la expedición. Después de eso…
—Entonces una se ha cumplido —interrumpió Polixena.
Heleno frunció la boca.
—Sí, una. Pero todavía se interponen unas cuantas más entre nosotros y la derrota. Las flechas de Heracles, que guarda Filoctetes, deben usarse en contra de nosotros, pero Filoctetes se ha quedado en la isla de Lemnos debido a una mordedura de serpiente infectada…, gracias a los dioses. No es un peligro inmediato.
—Y los demás ¿qué? —preguntó Paris.
De repente, el parlanchín Heleno miró a su alrededor, alarmado.
—Quizá no debería decirlo. Confío en vosotros, pero ¿cómo supo Aquiles lo de Troilo y lo de la profecía? Era un asunto muy privado. Temo que tengamos un espía entre nosotros.
—Entonces susúrramelo al oído —pidió Paris.
Heleno se inclinó hacia él, se echó el cabello rojo lacio y sin vida hacia atrás y murmuró algo al oído de Paris. Vi que éste fruncía el ceño.
—Creo que esas cosas nunca llegarán a suceder —dijo. Sabía que luego podría preguntarle en privado cuáles eran.
La sala entera era un hervidero de voces en aquel momento, como un enjambre de abejas en un día cálido de verano. En algún lugar fuera de nuestras murallas, la gente aún podía yacer bajo un árbol y escuchar a las abejas de verdad. Me preguntaba si Eneas y su familia podrían. Había hecho bien en marcharse de Troya y volver a casa, a Dardania: todavía seguirían libres en su tierra.
Un grupo de consejeros y guerreros mayores estaban apiñados al final de la mesa, y Paris se dirigió hacia ellos, llevándome con él. Eran los antiguos mastines de guerra: Antímaco, Pandaro, Esaco y Pantoo. Vi que Antenor, como consejero de paz y de negociaciones, estaba en un rincón de la habitación, excluido…, ¿o se había excluido él mismo?
—¡Te digo que tenemos que aplastarlos donde estén, en ese mismo lugar! ¡Prender fuego a sus barcos! —gritaba Antímaco. No le preocupaba que hubiera espías—. Pronto habrá luna llena y tendremos luz abundante. ¡Digo que ataquemos!
Dos grupos deseosos de que hubiese luna llena: los amantes y los soldados. La luz que todo lo ilumina podía servir para múltiples propósitos.
Pandaro puso reparos.
—¿Cuántos podríamos llevarnos en una misión de asalto? Es verdad, puede que tengamos éxito en varios ataques sorpresa y que prendamos fuego a algunos barcos, pero entonces estaríamos atrapados en su campamento.
Antímaco resopló.
—Pues envía un grupo que no espere volver, pero que consiga desbaratarles los planes antes de que los maten. —Ya había separado los pies adoptando una postura desafiante—. Un asalto a tiempo puede cambiarlo todo —añadió—. Reclutemos a un grupo de hombres valientes dispuestos a llevarlo a cabo. Puede que nos ahorren guerras posteriores.
—Nunca conseguirás persuadir a Príamo —objetó Esaco.
—Pues a Héctor —sugirió Antímaco—. Acerquémonos a él.
—Príamo sigue siendo el rey. Él es quien debe dirigir la estrategia.
—La estrategia no es el dominio de los ancianos. —Antímaco fulminó con la mirada a los rostros que lo rodeaban mientras flirteaba con la traición.
—Los ancianos tienen una clarividencia que puede que no tengamos nosotros —intervino Pandaro, que había apartado los labios del borde de la copa—, y eso debemos respetarlo.
Antímaco se encogió de hombros y añadió:
—Entonces quiero que recuerdes lo siguiente en los días venideros: Antímaco recomendó un ataque rápido y preventivo, para quebrar su voluntad y su espíritu. —Alzó sus amplias manos—. Cualquier otra cosa significa dejar que el enemigo dicte las condiciones de la lucha. Le da ventaja. Sabéis que el asedio en la guerra resulta ruinoso. Nuestros vecinos de Oriente son expertos en ello. Usan ingenieros, zapadores, arietes. Es un asedio activo. Los griegos no poseen esos medios. Recurrirán a un asedio pasivo, nos rodearán hasta que nos veamos obligados a salir por el hambre. Su presencia ya ha alejado a las naves comerciales que navegaban por el Helesponto, y ha terminado con nuestra feria comercial. ¿Deseáis perecer de esa manera tan poco lucida? ¿Desvaneceros, derrotados por un ejército torpe que lo único que ha hecho es acampar en nuestro territorio? ¡Yo digo que los aplastemos! Y que los aplastemos ahora. Se volverán con el rabo entre las piernas y correrán a casa.
Hubo murmullos entre los hombres. Sus palabras eran sensatas. Lo cierto es que eran la esencia de la planificación estratégica inteligente. Pero el comandante supremo no era Antímaco, sino Héctor, y éste estaba a su vez sometido a Príamo, le recordó Paris.
—Héctor confía demasiado en la habilidad y en la valentía individual —protestó Antímaco—. Yo te digo que ésa no es la manera de ganar las guerras. Se trata de ser más listo que el enemigo, anticiparse y atacarlo, tanto si es justo como si no, en su debilidad, con la fuerza. Algunos dicen que eso no es glorioso. Pero yo digo: ¿dónde radica la gloria de luchar valientemente por una causa perdida? ¡Usad la cabeza, hombres, además de los brazos de las espadas!
Pantoo se acercó a él arrastrando los pies.
—He estado trabajando en unos mecanismos nuevos de disparo para nuestras puertas —le dijo a Antímaco—. Cuando el enemigo los pise, le caerá la arena caliente.
Antímaco se rio.
—Si el enemigo atraviesa las puertas, será un poco tarde. Primero tenemos que llegar a «sus» puertas. Pero gracias por tus esfuerzos, Pantoo.
A su manera torpe, Pantoo parecía perplejo.
—Pero es un plan innovador y astuto —protestó.
—¡Un plan para los tímidos, que se esconden tras sus muros! —exclamó Antímaco—. Eres como un carro con un par de bueyes torpes y entrenados, entrenados para permanecer en su viejo camino trillado. —Miró a su alrededor—. Lo cual resulta perdonable en una bestia torpe, que no piensa ni razona, pero en un rey, un pueblo… —Se volvió repentinamente. Sus duras palabras no ocultaban su profunda aflicción, su miedo.
Héctor se acercó justo cuando Antímaco se estaba marchando.
—¿Qué ocurre, mis buenos soldados? Oigo discrepancias.
Su sola presencia, su noble rostro, parecía contradecir las preocupaciones planteadas por Antímaco.
—¿Qué ocurre? —insistió.
—Nada, mi señor —respondió Pantoo, extendiendo las manos—. Tan sólo hablábamos del espantoso hecho de que los griegos hayan ahuyentado a los mercaderes que normalmente atestaban nuestras costas en esta época del año. —Se rio—. Una molestia menor, y el año que viene volverán muchos más.
Héctor sonrió y se apoyó en los talones; cruzó sus musculosos brazos.
—Esperemos que sí, Pantoo, esperemos que sí.
Agotados, Paris y yo nos arrastramos hasta el lecho, en casa. El día entero había estado tan lleno de dolor que me sentía como si me hubieran golpeado. Si mi cuerpo hubiese sido el que absorbía los golpes, en vez de mi corazón, habría quedado cubierta de magulladuras. Sea como fuere, el caso es que casi no me podía mover. Paris yacía boca arriba junto a mí y miraba hacia el techo.
—Ha terminado —acabé diciendo. Él no contestó—. El día se ha cerrado finalmente.
—Nunca se cerrará —intervino él—. Troilo siempre faltará en nuestras vidas. —Tenía una voz monótona y apagada.
—Quiero decir que…, que lo peor ya ha pasado. El funeral, y el banquete, donde él debía ser el anfitrión. He sentido que él estaba en la habitación, ¿acaso tú no?
—Sí. Estaba allí. Y yo quería arrancarlo del aire y obligarle a adoptar forma carnal otra vez. Helena…, yo lo he matado. No puedo soportar esa idea.
—Aquiles lo ha matado, Paris. No tú.
Los ojos de Paris estaban llenos de lágrimas.
—Troilo… Héctor me explicó que cuando Troilo era un bebé, uno de sus primeros recuerdos era el de Hécuba sujetándolo, mientras él alargaba la mano y le tiraba del pelo. —Sonrió a pesar de todo—. Ella le daba golpes en la manita. No soportaba que le tocaran el pelo. Sigue sin soportarlo.
La imagen de Troilo como un bebé feliz y risueño era como una puñalada.
—Paris…, si tuviéramos un hijo, un niño, como Troilo… —Ahora yo suspiraba por ese hijo perdido.
—¿Estás loca? —Su voz leve se volvió ruda, y se incorporó—. ¿Para que pudieran matarlo también? ¿No hemos matado ya a suficiente gente? Te digo que yo he matado a Troilo. ¡Si no… hubiera hecho lo que he hecho, Aquiles no estaría aquí!
—Lo hemos hecho los dos —le corregí—. No tú solo, sino los dos juntos. Y… —De repente me sentí desconsolada, atacada injustamente—. ¡Mi madre se suicidó! Y mis hermanos…, ¿quién sabe cómo murieron? ¡He tenido más pérdidas que tú! Y mi hija, la he perdido…
—Dijimos que estábamos dispuestos a pagar el precio.
—Pero ¡al parecer tú no lo estabas!
Ya estaba, ya lo había dicho. Él se conformaba con mis pérdidas, pero que Troilo hubiera sido sacrificado ya era una historia distinta.
—No creo que sepamos nunca cuánto cuesta algo hasta que nos enfrentamos a ello. Pero ahora, en este mundo que hemos creado, tener un hijo, la sola idea de tenerlo… —Meneó la cabeza—. ¡Oh, Helena, siento un dolor muy profundo!
—Lo sé. Igual que yo.
—Deberíamos morir nosotros, no los demás. Sería más fácil que muriera yo.
—Puede que lo hagamos —le dije, como si eso pudiera consolarlo.