XLVII

Durante los días siguientes, todo estuvo tranquilo. Los griegos desaparecieron detrás de sus barcos en fila, donde nuestros espías nos informaron de que estaban construyendo un muro defensivo, y habría sido muy fácil fingir que no estaban allí. Pero los días de fingimiento habían terminado.

Príamo convocó muchas asambleas y dejó que todo el mundo hablase libremente. Se alzaron una o dos voces cuestionando lo que sabían los griegos. ¿Cómo se habían enterado del destacamento que iba a Dárdanos? ¿Cómo conocían los puntos débiles del muro occidental? Tenía que haber penetrado algún espía.

Príamo dirigió a los trabajadores a reforzar el muro occidental de inmediato. Se nos había ahorrado un espantoso destino que habría podido deberse a nuestro anterior descuido.

Todo el mundo estuvo de acuerdo en que la arena caliente había funcionado muy bien, de una manera impresionante, y que los arqueros de las torres habían cobrado muchas presas entre los enemigos. Gelanor informaba de que su trabajo con las bombas de insectos proseguía bien. Esperaba tener contenedores de arcilla y paja llenos de abejas, avispas, escorpiones y hormigas dispuestas a martirizar al adversario bien pronto.

Aquiles había hecho una aparición terrorífica, entrando en el campo con furia. Su velocidad era realmente sorprendente: parecía correr casi sin tocar la tierra, rozándola tan sólo, como si la desdeñara. Pero Héctor señaló que es fácil atribuir características sobrenaturales a alguien que se comporta de manera impredecible. La verdad era que después de unos pocos encuentros, hasta lo supuestamente impredecible se convierte en algo conocido. Aquiles era rápido, eso ya lo sabíamos. No podía sorprendernos ya con esa cualidad.

El consejo de Príamo divergía en el consejo acerca de preparativos futuros. Todo el mundo estaba de acuerdo en que nos habíamos comportado bien en nuestro primer encuentro, pero la prueba auténtica todavía estaba por llegar. ¿En qué momento debíamos enviar a buscar a los aliados? Ahora nos veíamos sobrepasados en número por los griegos, pero los aliados casi igualarían las cosas. Sin embargo, enviar a buscarlos requería alimentarlos y albergarlos, lo que aumentaría mucho el número de refugiados en el interior de nuestras murallas. ¿Estaríamos preparados para ello?

Los hijos de Príamo empezaron a pelearse entre sí. Héctor estaba decidido a ir combatiendo cada batalla a medida que se presentaba, pero no antes de su momento. Deífobo quería dirigir un ataque contra los griegos antes de que acabasen de construir su muro defensivo: llevar la batalla hasta ellos. Heleno aconsejaba precaución, responder sólo a provocaciones directas y quizá negociar antes de eso. El joven Troilo estaba ansioso por unirse a la lucha, aunque Príamo se lo había prohibido. Era demasiado joven, decía su padre. Era la alegría de la ancianidad de su madre. Y había que protegerle porque…, por una profecía sobre él que Príamo mantenía en secreto. Troilo, de pie en la asamblea un día, desafió a su padre a que revelase la profecía que parecía impedirle participar en la guerra. Príamo se negó. Dijo que nuestros enemigos ya sabían demasiado, y en cuanto a él, conservaría la profecía oculta, junto a su corazón. Troilo había declarado que aquello era inaceptable. Inaceptable o no, replicó su padre, así debía ser.

Bajo la débil media luz de nuestro mégaron, en la época del año en que encender el fuego habría representado que la habitación estuviese tan caliente que tuviéramos que salir, nos reuníamos en torno a su hogar apagado. Yo había pedido unos pebeteros con incienso para que nos dieran la sensación de proximidad sin calor, y había colocado flores del prado en unos jarrones en las cuatro esquinas del enorme hogar, junto a cada una de las columnas. Paris languidecía en su asiento; la ociosidad le estaba matando. Tenía que poder salir y entrar, luchase o no luchase. Troilo estaba echado a sus pies.

—Me gustaría ser tú —dijo, apartándose el pelo largo y liso de la frente—. Naciste justo antes que yo, pero eres libre.

Paris se echó a reír.

—El lamento del más joven —dijo—. Nadie quiere ser el más joven, pero al final, el más joven es el que más ventajas tiene.

—No veo cómo podría ser eso —murmuró Troilo—. No hay nada envidiable en ser el más joven. Siempre vas el último.

—O el primero. Los jóvenes siempre tienen un lugar especial.

—Bah. —Troilo dejó su copa de vino—. No hay nada especial en el mío.

—Yo soy la más joven —dije yo—. Siempre me gustó serlo. Podía observar a mis hermanos y a mi hermana y tomar un rumbo distinto. En cierto sentido, ellos se probaban distintas ropas ante mí, y así yo averiguaba cuál iba mejor.

—Ninguna de sus ropas o de sus vidas te habría ido mejor —dijo Troilo—. No es una buena prueba.

—Troilo —dijo Paris—, debes mantenerte a salvo aquí. ¿Por qué ponerte en peligro por causa de mis… acciones? —¿Había estado a punto de decir «locuras»?

—Tus acciones ahora te sobrepasan. Nos implican a todos.

Descendió un pesado silencio. Troilo tenía razón.

Hillo entró en el mégaron. Nos saludó; iba y venía por allí muy alegre, a pesar del hecho de que su padre era odiado y sus parientes parecían verle como un mal presagio. Se unió a nosotros junto a las cenizas muertas del hogar; en realidad, empezó a formar dibujos en ellas con un palo.

—¿Conoces la profecía sobre mí? —Troilo miró a Paris, suplicante.

—Sí —le contestó Paris.

—¿Y me la revelarás?

—No. Es horrorosa y te apenaría mucho.

—Nada me puede entristecer más que tener que ir por ahí dando tumbos a ciegas bajo la red de una profecía que no conozco, pero que otros conocen demasiado. ¿No es un insulto para mí? ¿Por qué otros pueden conocerla y yo, que soy su objetivo, no?

—A menudo si alguien conoce una profecía, por un motivo que ignoro, acaba cumpliéndola —dijo Paris.

—¡Déjame liberarme de ella! —gritó Troilo, que dio un salto—. Prometo evitarla, pero antes tengo que saberla… —Su rostro pecoso se iba poniendo rojo por la emoción.

—Muy bien —dijo Paris—. La profecía es que si Troilo llega a la edad de veinte años, Troya no caerá nunca.

Troilo sonrió.

—¡Ah! Sólo tengo catorce. Así que debería evitar unirme a la lucha durante otros seis años.

—Sí —dijo Paris—. ¿Es pedir demasiado?

—Pero ¡yo quiero luchar! ¿Debo esperar seis años?

—Si no quieres ser la causa de la caída de tu ciudad, sí —dijo Paris.

—¡Eso no es justo! —se quejó—. Ni siquiera soy soldado todavía. ¿Por qué tiene que descansar sobre mí el destino de la ciudad?

—No hay motivo. —No pude resistirme a decirle, como presa del capricho y las vacilaciones de los dioses—. Los dioses no tienen motivo alguno para aplicarnos sus horribles exigencias.

Troilo se apoyó en los codos, echándose fuera del hogar. Sus piernas eran ya muy largas, y todavía seguía creciendo. Acabaría convirtiéndose en el más alto de todos los hijos de Príamo.

—Solíamos domar juntos los caballos —le dijo a Paris—. Ahora, ni siquiera es seguro salir a cabalgar por la llanura —se lamentó—. Lo único que puedo hacer es llevar a los caballos para que hagan un poco de ejercicio junto al abrevadero. Nada de andar por ahí. ¡Odio esta vida!

—No digas eso —dijo Paris—. Es malo decir eso. —Hizo una pausa, luego se inclinó y alborotó el pelo de Troilo—. Troilo, ten paciencia. Esta guerra no durará mucho. Como otros han dicho ya, los griegos se cansarán de la campaña junto a nuestra costa y se irán a casa para el invierno. Sus intentos de asedio son patéticos; todavía podemos salir y entrar por el lado del monte Ida. No está tan mal.

Troilo suspiró.

—Supongo que no, pero ¡aun así lo odio!

Sus palabras eran tan habituales en los jóvenes que no pude evitar echarme a reír. Todos dicen que odian la vida que llevan, cuando en realidad lo que quieren decir es que no pueden esperar a salir de la cámara cerrada de la niñez para ingresar la arena de la edad adulta.

Cuando Troilo se fue (como hijo menor, vivía en el palacio de sus padres y todavía no tenía sus propios aposentos), dejé mi vino y abracé por detrás a Paris, que estaba sentado en su silla. Sólo era tres años mayor que Troilo, pero parecía un ser totalmente distinto. Quizá se debiese a sus responsabilidades como pastor mucho antes de llegar a palacio, cuando tenía que defender sus rebaños con la vida. Quizá se debiese a su gracia al perdonar a su padre y a su madre por expulsarle. Fuera lo que fuese, el caso es que era un hombre, a pesar de sus diecisiete años. Y más hombre que Aquiles, a pesar de sus abultados músculos y su armadura especial, aunque eran de la misma edad, más o menos.

Le cogí la cabeza y le di la vuelta lentamente para que su rostro se enfrentara al mío. Mi amor por él no tenía límites. Él era el auténtico tesoro de Troya. Debía suceder a Príamo como rey. De todos los hijos de Príamo, era el único que se había enfrentado a la adversidad realmente. Yo sabía que era la voz del amor la que hablaba en mi corazón, pero no me importaba.

—Paris, queridísimo mío —murmuré, cogiendo su rostro entre mis manos.

Él se rio nerviosamente, mirando a Hillo, tan silencioso que apenas se notaba que estaba allí.

—Debo decir buenas noches —dijo Hillo, levantándose de un salto, violento. Rápidamente salió de la sala haciendo una reverencia antes de irse, y tropezó en el umbral.

—Adiós —dijo Paris, haciendo una seña hacia él. Se echó a reír—. Y ahora nuestro observador se ha retirado —dijo—. Es tan silencioso que se olvida uno de él.

Sus palabras despertaron en mí un pensamiento, pero todavía sin formar.

—Quizás ése sea el objetivo —contesté. Estaba incómoda en su presencia, aunque parecía inofensivo. Tal vez no me gustara que hubiese personas innecesarias rondando por ahí.

—Es un muchacho triste —dijo Paris—. Le insultan sin parar a causa de su padre, pero sus actos no son culpa suya.

Me di la vuelta y me senté en su regazo.

—¿Sabes cuál es tu rasgo más noble? —le pregunté, y besé sus mejillas, primero una, luego la otra—. Tus sentimientos por los demás.

Él se echó a reír.

—No es una de las virtudes más renombradas de un guerrero.

—No hablo de las virtudes del guerrero, sino del hombre.

A salvo en nuestra encantadora habitación, nos aferramos el uno al otro. No era cuestión de decidir a qué dormitorio dirigirse. Desafiando a las costumbres, sólo teníamos uno, el de los dos. A diferencia de otros palacios troyanos no había dormitorio del príncipe y de la princesa, sino un solo refugio para los amantes. Los constructores habían accedido a nuestra extraña petición, y nunca lo habíamos lamentado.

—Amor mío, tenemos todas esas habitaciones de sobra, nunca las usaremos —dijo Paris—. ¡Qué derroche tan innecesario!

—No puedo soportar estar lejos de ti —susurré a su oído.

Era cierto. Paris iluminaba mi mundo, daba luz a los rincones de mí misma que se hallaban en las sombras.

—Ni yo de ti —murmuró él—. Y no tenemos por qué separarnos nunca.

Y pensar que de haber escuchado a la razón podía haber estado aún en Esparta, y no allí…, sin poder llegar hasta él ni tocarle, sin poder oír su voz, sin poder ver aquellos maravillosos ojos, tan jóvenes, brillantes y llenos de alegría.

—Paris —murmuré—. Que se desvanezcan.

—¿Quiénes? —preguntaba él, con sus labios sobre los míos.

—Todos nuestros enemigos —le contesté.

—Entonces, todo el mundo —dijo—. Pero no me importa. Todos están equivocados o celosos, son unos entrometidos o unos estúpidos. Nuestro amor vivirá mucho tiempo después de que se hayan convertido en polvo.

Le abracé. Por eso le amaba. Era tan exultante, disfrutaba tanto del momento. Y el momento era lo único que nosotros teníamos, que todos tienen; una sucesión de momentos, una marcha triunfal de ellos, crea una vida incomparable.

Troya permanecía tranquila. Los griegos, al parecer, se habían desvanecido después de aquel primer encontronazo. Me seducía pensar que estaban reabasteciendo sus barcos para partir, que el peligro había pasado. Los troyanos todavía custodiaban sus murallas, y el reforzamiento del muro occidental seguía adelante.

En el interior de las murallas, en el calor del verano, nos íbamos cuajando como la leche que se guarda demasiado tiempo. En las casas sofocantes se iban incubando las peleas, y acababan por explotar en las calles trifulcas personales que no tenían nada que ver con los griegos. La gente que lleva demasiado tiempo en compañía unos de otros, a menos que sean amantes, pronto lo encuentra insoportable. Los únicos que estaban a gusto en aquella tranquilidad eran los viejos consejeros, que iban arrastrando los pies por las calles cada día hasta la cámara del consejo de Príamo, fortalecidos por un punto muerto que les permitía jugar a la guerra. Cuando no hay acción, todos los hombres son guerreros.

Llega un día cada verano que susurra la perfección, que dice: «Recuérdame», y lo haces cuando llega el invierno. El cielo es de un azul casi doloroso, el viento amable, el calor omnipresente, adormecedor. Tales días uno se apoya en el alféizar de la ventana y se rinde al sol que le da en la cara, con los ojos cerrados. A veces, ese día llega al principio de la temporada, a veces justo al final. Aquel día en Troya nos visitó justo cuando las ancianas empezaban ya a hablar de otoño.

Había enseñado a varias mujeres mi telar, así como el diseño que iba surgiendo. Evadne se deslizaba entre nosotras y nos enseñaba diversas cualidades de las lanas: que una era gruesa y tiesa, y se usaba para representar mejor el agua o la hierba, otra muy fina, para formar el cabello o unos dedos muy esbeltos. Allí estaba Andrómaca y las hermanas Laódice e Ilona. Polixena no estaba: cercana a Troilo en edad, se hacían compañía entre sí gran parte del tiempo, aunque últimamente Hillo se unía a ellos mucho más de lo que les hubiera gustado. Aun así no querían herir sus sentimientos, de modo que a menudo le incluían.

A Casandra no le gustaba tejer, ni los asuntos de mujeres, y yo no esperaba encontrarla allí, pero sí echaba de menos a la pequeña Polixena, especialmente desde que me ayudó a elegir la lana escarlata. Me preguntaba dónde estaría, pero con un día tan hermoso, naturalmente, estaría fuera de la muralla.

Nos encontrábamos junto a la ventana, abandonando los telares. Nosotras también podíamos salir fuera de las puertas, o al menos a las calles de Troya. Yo ansiaba pasear una vez más por el campo, pero eso tenía que esperar. Debajo de nosotros se encontraba la ciudad, de color beis, tranquila bajo la luz del mediodía.

—Señoras, salgamos al camino más elevado, el que rodea el templo, y disfrutemos de este viento tan agradable —sugerí—. En un día así…

Un grito penetrante, que al parecer procedía de uno de los patios, desgarró la calma. Sonaba como si alguien hubiese quedado empalado, como si una estaca le hubiese atravesado todo el cuerpo. Se elevó hasta formar un chillido; luego se convirtió en un gimoteo y se extinguió, como si el aliento hubiese desaparecido en un jadeo final.

¡Un accidente horrible! Algún niño había caído sobre la lanza de su padre, o se había caído desde un tejado y se había estrellado en un escalón de piedra. Entonces, otro grito. Era la madre, que chillaba más fuerte aún en el silencio que rodeaba a su niño. Cogí el brazo de Andrómaca, como si aquello pudiese deshacer lo que había ocurrido.

Sin una sola palabra, todas corrimos a la escalera. Los chillidos seguían; más voces se unieron a la primera. Fuera, miramos a nuestro alrededor en las calles vacías, ya que la gente normalmente estaba dentro al mediodía. Ahora que ya estábamos al nivel de la calle, las voces parecían proceder de la parte baja de la ciudad, junto a la puerta este. Corrimos hacia allí, pasando por las calles laterales y entre la gente curiosa que ahora ya corría para ver qué había ocurrido.

—¡Aquí, es aquí! —dijo Laódice, que dobló una esquina, donde la calle se dirigía abajo, hacia la puerta del este.

El sonido se había convertido en un rugido. Dimos la vuelta a la última casa que nos separaba del espacio abierto en torno a la puerta y vimos a Hécuba chillando con las manos en la cara, arrodillada junto a un cuerpo quieto, con la espalda redondeada sacudida por los sollozos. Hillo estaba de pie junto a ella con la cara blanca. Mientras nos acercábamos, la multitud también gritó y un enorme lamento llenó el aire. Aparecieron Paris y Héctor, apartando a la gente de su camino para llegar hasta su madre. Vi que Héctor se agachaba y miraba, y luego rápidamente abrazaba a Hécuba e intentaba apartarle el rostro. Paris cogió a Polixena e intentó consolarla.

Príamo apareció separando a la multitud, corriendo los últimos pasos. Su profundo dolor y su ira se mostraron en el rugido con el que recibió al cuerpo caído. Al caer de rodillas, atisbamos un rostro, el de Troilo, vuelto hacia el cielo; su cabello rubio brillaba como el oro bajo el sol.

Corrí hacia él, cerrando los ojos y volviéndolos a abrir y esperando cada vez que cuando volviera a abrirlos aquella visión habría desaparecido, y Troilo se movería. Pero no se movió. Tenía los brazos caídos a sus costados, y Paris, llorando, le estiraba las piernas y se las colocaba rectas. Le cogió los pies y los besó; luego, como si fuera un precioso fardo, los abrazó y se echó sobre ellos, como si pudiera calentarlos y devolverlos a la vida.

Una mancha roja y oscura cubría la parte delantera de su túnica. Había recibido un lanzazo o una puñalada. No era un accidente.

Polixena sollozaba y luchaba por respirar, y pronunciaba unas palabras: «Él lo hizo, estaba esperando…».

Laódice la abrazó.

—Calma, calma —murmuraba—. Respira despacio. Despacio. Así, así.

—¿Quién lo ha hecho? —La voz de Héctor era tan fría como las aguas de la Estigia.

—Ha sido ese hombre, ese griego… —dijo Hillo, temblando—. Habíamos ido al abrevadero a abrevar los caballos y…

—¿Los tres? —aulló Héctor—. ¿Troilo se había llevado a su hermana? ¡Creía que habíamos prohibido ir incluso a Troilo!

La voz de Polixena se alzó, débil.

—Yo quería ir… He hecho que…, que me llevase. Estaba muy cansada de quedarme dentro de la muralla.

—Has desobedecido. —Hécuba apenas podía articular las palabras, con tanta fuerza temblaba—. Los dos. Sabíais que no teníais que salir fuera. Y ahora… —Cayó de rodillas y se echó encima de Troilo, y cubrió su pecho ensangrentado.

—¿De qué hombre hablabais? —preguntó Héctor—. ¿En el abrevadero?

—Ése tan salvaje. Nos estaba esperando escondido en un lado del abrevadero. Yo llenaba una jarra de agua y Troilo estaba dirigiendo los caballos al abrevadero cuando él… ha saltado encima de nosotros. Saltaba como una pantera. Troilo ha dejado caer las riendas de los caballos y ha echado a correr, pero entonces él le ha cogido y… —Volvió a estallar en lágrimas, sacudiendo la cabeza.

—¿Ese hombre? ¿Ese hombre salvaje? —Héctor miró a su alrededor—. ¿Es que nadie sabe su nombre? ¿O lo sabéis y no os atrevéis a decirlo?

¡Ah! ¿Sería Menelao?

—Ha sido Aquiles —susurró Hillo, que se dejó caer de rodillas; temblando, limpió tiernamente la frente de su amigo asesinado.

El perfecto día de verano miró desde arriba el sacrificio del joven que amaba los caballos y las praderas y al que se le habían arrebatado todos los veranos que vendrían después, e incluso el resto de aquel día.

Las calles de Troya estaban silenciosas al amanecer cuando andábamos detrás de la litera que llevaba el cuerpo de Troilo a la pira funeraria. Se celebrarían los ritos acostumbrados en el exterior de las murallas, y ay del griego que se atreviera a interrumpirlos.

—Los mataremos a todos, hasta al último hombre —dijo Héctor con su profunda voz tan baja que sonaba como el traqueteo de los carros sobre las piedras.

Un contingente entero de hombres armados nos acompañaba, protegiéndonos por todos lados. Ya habían protegido la preparación de la gran pira funeraria, en la que se usó parte de la madera preciosa que guardábamos para el invierno, y mientras nos aproximábamos, la vi alzándose hacia el cielo. Qué montículo más alto para un joven tan ligero.

Con toda solemnidad, le sacaron delicadamente de la litera y le colocaron en la alta plataforma que le esperaba en la cima. Le dobla ron los brazos en el pecho y le arreglaron la ropa. Vi sus pobres pies blancos, aquellos pies que fueron los primeros en recorrer las calles de Troya para saludar a Paris a su regreso, sobresaliendo muy tiesos de la plataforma, que era demasiado corta para él.

Habían pasado dos días de su muerte. Estuvo tendido en un lecho ceremonial, rodeado por dolientes rituales que entonaron cantos fúnebres desde el primer día. Aquellos cantores formaron una procesión que acompañó a la litera hasta la pira, pero luego se dispersaron, una vez realizada su tarea. El auténtico duelo lo celebrarían aquellos que le amaban, y no seguiría ningún ritual, sino que iría y vendría, en oleadas.

Se sacrificó a la oveja y a los perros en la pira, y sus cuerpos se colocaron en torno a la base, y se vertió fuera su sangre. Luego se pasó una cesta entre nosotros y allí colocamos mechones de pelo que nos habíamos cortado antes, para que los colocaran también en la pira. Jarras llenas de miel y de aceite se dispusieron en torno a la pira. Yo misma había llevado algo para añadirlo a la pira, para que se consumiera como ofrenda y como penitencia.

Príamo, circunspecto, se acercó a la pira. Se apartó la capucha; el sol que se estaba poniendo iluminó su rostro. Estaba tan arrugado, y el de Troilo era tan liso… La muerte es codiciosa y sólo quiere consumir a los más bellos.

—Apelo a los dioses para que venguen esta cruel muerte —dijo—. Ruego al señor y a la señora del averno que le reciban con amabilidad. Sed amables con él. Él no…, no está acostumbrado a la oscuridad. —Su voz se rompió, y se apartó rápidamente, tomó la antorcha ardiente y la introdujo en la madera, para iniciar así el fuego.

Hécuba le cogió la mano entonces y le apartó, y juntos, abrazados, contemplaron las llamas que iban prendiendo y la madera que crujía. El fuego ardió con rapidez, alto y caliente. Se superpuso al sol y lo emborronó.

—Ahora su alma ya está liberada —dijo Paris—. Es libre de su cuerpo. —Lloraba—. Pero ¡no tenía deseo alguno de ser liberada! ¡Era feliz donde se encontraba!

La pira ardió toda la noche. Por la mañana fuimos y apagamos los restos de fuego en rescoldo con vino. Entonces, cuando se enfriaran las cenizas, se recogerían los huesos y se colocarían en una urna, que sería enterrada en la tumba consagrada. En tiempos normales se habrían celebrado unos juegos funerarios en su honor. Pero aquéllos no eran tiempos normales.

Cuando volvíamos a la ciudad, vi manchas rojas en la parte delantera de mi corpiño, unas gotas que resplandecían, húmedas. Toqué una y mi dedo quedó manchado con algo que parecía sangre. Lo probé y tenía un gusto salado y metálico, como la sangre. ¿Me había cortado acaso? Entonces recordé: ¡el broche! Me había puesto aquella odiosa piedra que Menelao me regaló, con la intención de arrojarla a la pira funeraria de Troilo para librarme de ella y como símbolo de que repudiaba a los griegos y sus actos. Pero dominada por la pena por Troilo, me había olvidado, y todavía lo llevaba.

Lo toqué, esperando encontrar algún borde afilado con el que hubiera podido pincharme. No había nada, pero estaba resbaladizo con la sangre. La sangre (aunque era imposible) parecía rezumar de la propia piedra.

Tras volver al palacio y separarme de los demás, rápidamente me dirigí a mis habitaciones y me quité aquel vestido. Evadne sabría cómo quitar las manchas en la lana blanca. Evadne sabía esas cosas. Ya se lo preguntaría. Mientras sujetaba el vestido para examinarlo, no veía las manchas. Le di vueltas a un lado y otro, del derecho y del revés. Habían desaparecido y el vestido estaba tan blanco como si estuviera nuevo.

¿Cómo podían haberse esfumado de aquella manera? Yo había notado las manchas húmedas, incluso había probado su sabor. El broche estaba húmedo…

¡Ese maldito broche! Paris tenía razón: era maligno. Menelao me lo había dado con algún propósito maligno.

Mientras alisaba el vestido y lo examinaba, asombrada, Evadne entró.

—Ese broche… He sido tan idiota que me lo he puesto. No tenía que haberlo tocado. Pero quería que lo consumieran las llamas, destruirlo…

Ella me cogió las manos y las sujetó en las suyas, apartándolas del vestido que aún seguía acariciando.

—¿O destruir a Menelao? —me preguntó—. ¿Destruirle en tu mente, expulsarle, sacarle fuera?

—Él no está en mi mente…

—Pero sí en tu pasado.

—¡Sí, claro, eso ya lo sé!

¿Qué quería decirme?

—Y en tu presente.

—Sí, está en Troya, es verdad. —Sus palabras no parecían tener sentido alguno—. Y éste es el presente. Pero él no está en «mi» presente, no en mi mente.

—Está en tu futuro.

—No, eso es imposible.

—Está escrito. Y yo lo veo. Y el broche lo ve.

Coloqué el broche en su mano, apretándolo en ella.

—Nada está escrito, a menos que lo escriba yo —dije—. Llévate esa cosa horrible, métela en su caja.

Pero al no ordenar que lo destruyera, ¿acaso no confirmaba sus palabras?

Se celebraba un banquete por Troilo, su banquete funerario. Sus huesos habían sido recogidos y colocados en la urna; los habían conducido, en otra solemne procesión a través de las calles de Troya, hacia su tumba, construida a toda prisa. Ahora su espíritu presidiría como huésped el festín del tercer día después de su muerte, como decretaba la costumbre troyana.

Como era demasiado joven para tener sus propias habitaciones, el banquete debía celebrarse en el palacio de su padre, cosa que en sí misma ya representaba una gran pena: no había crecido lo suficiente para dejar la casa de su madre y su padre.

A medida que entrábamos en la gran sala debíamos ser purificados primero. Teano, la sacerdotisa de Atenea, vertía agua sagrada en nuestras manos y limpiaba así la contaminación inherente al funeral. Luego debíamos coger unas guirnaldas de flores. Había una cesta llena colocada junto a la puerta. Paris y yo nos inclinamos a cogerlas. Las hojas y hermosas flores veraniegas de los prados, recogidas con gran peligro en el exterior de los muros, parecían un tributo adecuado para el chico que había perdido la vida en aquellas mismas praderas.

Príamo estaba esperando para recibirnos. El fuego estaba apagado en el hogar, pero el solemne perfume de mirra, el perfume de los muertos, llenaba el aire. A su lado, Hécuba permanecía en pie, rígida, tan carente de vida como la estatua de Palas Atenea en el templo.

Todos sus hijos acudieron al festín. También vinieron los troyanos de alto rango. Príamo les hizo señas a todos para que se acomodasen en la larga mesa, donde se sentarían de acuerdo con su rango. Era una mesa de madera basta, o más bien varias mesas juntas, ya que no existía una sola mesa que pudiera acoger a tanta gente. Él no se situó en el lugar de honor, sino más bien a un lado.

—He llamado a nuestro hijo Troilo para que nos acompañe —dijo Príamo. Su voz, normalmente recia, sonaba débil—. Hijo, ven desde los campos de asfódelos, ven desde las sombras del Hades, en las que todavía no te has adentrado demasiado. Te esperamos. —Indicó la silla vacía, en el lugar de honor.

Una presencia honda y pesada llenó la habitación. Príamo cerró los ojos. Cuando los abrió, apretó nuestras manos y dijo:

—Mi querida familia, mis troyanos más estimados… Yo, Troilo, os ruego que os sentéis como invitados míos.

En silencio ocupamos nuestros lugares. Unos esclavos traían bandejas de cabrito recién asado. Otros seguían con vino y jarras de agua para aclararlo. Trajeron el plato funeral que contenía frutos, nueces y raíz de asfódelo asada. Más tarde lo llevaríamos a la tumba.

Lentamente, la gente empezó a hablar, aunque con cautela.

—La memoria de Troilo vivirá para siempre —dijo Antenor, a unos lugares de distancia de donde yo me encontraba. Su voz resultaba tranquilizadora.

—Troilo habría crecido hasta convertirse en un gran guerrero como Héctor —dijo Pantoo, el nervioso consejero que sabía más de la ingeniería de las puertas que de ningún otro tema.

—Troilo no tenía parangón —dijo Antímaco, sonriendo. Levantó su copa hacia él.

—¡A la gloria de Troilo! —gritó Deífobo, que agitó el brazo y bebió una copa de vino… que, resultaba demasiado obvio, no era la primera.

—No debemos hablar mal de él —me dijo Paris—. Está presente aquí, y por tanto sólo podemos alabarle. —De repente, se puso en pie y miró hacia la mesa, a un lado y otro—. Habláis del futuro de Troilo, de lo que habría sido. Pero yo digo que no es necesario. Era perfecto tal y como era. Mi hermano menor. Yo le amaba —dijo, y volvió a sentarse; las lágrimas inundaron sus ojos.

—Dices la verdad. —La aguda y característica voz de Hécuba—. No hay necesidad de invocar lo que podría haber sido. Si los dioses lo hubiesen permitido, nos habríamos contentado con tenerle para siempre tal y como era: un muchacho acariciado por el sol y la amabilidad.

Pero los dioses no lo habían permitido, me grité a mí misma. Nunca lo hacen.

Trajeron el último plato, higos y granada, una ofrenda preciosa de nuestras limitadas reservas.

Príamo se puso en pie de nuevo, alzando su copa.

—Las granadas son sagradas para vosotros, oh, temidos señores de los reinos de la muerte. Os ofrecemos este sacrificio de nuestra mismísima sustancia, que no puede ser reemplazado fácilmente.

Todos compartimos el plato, y el dulzor de los higos amortiguó el gusto astringente de las granadas.

Príamo tomó un pequeño brasero y fue andando lentamente en torno a la gran mesa.

—Troilo, las lágrimas me ciegan, y me resisto a dejar que nos abandones. Yo te mantendría aquí para siempre. Pero eso sería muy cruel. Debemos liberarte para que vayas a tu nuevo hogar, el hogar donde nos reuniremos contigo. Iremos a ti, pero tú no volverás a nosotros. Y por tanto debemos renunciar a ti en favor de los dioses del mundo inferior. Adiós, mi querido hijo. —Se secó los ojos con el brazo doblado y dejó el brasero.

Todavía en silencio, seguimos a Príamo y a Hécuba al exterior del palacio, a la calle, donde llevaron unas ofrendas a Troilo. Las antorchas iluminaban nuestro camino, y yo no podía ver a Príamo colocando los tributos en la tumba debido al gentío que se amontonaba a su alrededor.

Una vez concluida la ceremonia, Héctor se dirigió de pronto a la comitiva.

—Os doy la bienvenida a mi hogar —dijo—. Todo está preparado. Deseo que nos reunamos para honrar aún más a mi hermano perdido.

Ya sin la sombra de Troilo entre nosotros, corrimos hacia el palacio de Héctor. Las antorchas ardían, los sirvientes esperaban para proporcionarnos alguna comida más sustanciosa, y el vino fluyó sin cortapisas. Nos quitamos las guirnaldas funerarias y las dejamos en una cesta ya dispuesta.

La vida inundó las habitaciones de Héctor, y reemplazó la muerte que caminaba por las de Príamo. «Todavía estamos aquí —se decía la comitiva—. Estamos aquí para defender Troya, para destruir a nuestros enemigos. Debemos hacer lo que se requiera de nosotros, pero tenemos que vencer. No podemos fallar. Luchamos para proteger nuestras propias vidas, nuestra supervivencia, en realidad, nuestra mera existencia». Lo que no decía el coro era lo siguiente: «Nunca hemos tenido que defendernos a nosotros mismos, nunca de este modo. ¿Podremos hacerlo de verdad? ¿Seremos capaces?».