XLVI

—¡Procederemos de todos modos! —Hécuba anunció su decisión a Príamo y le desafió a que diera la contraorden—. Los griegos no le arrebatarán su día a nuestra hija.

Los días antes del asalto, Laódice había encontrado novio al fin: Helicaón, hijo de Antenor. Príamo y Antenor habían hecho todos los arreglos y Laódice estaba llena de alivio y aturdimiento. Ya tenía dieciocho años, y al parecer ansiaba el matrimonio todo el tiempo que yo había pasado en Troya. Helicaón era un joven encantador, aunque perpetuamente despeinado. Probablemente ella pensaba convertirle en una réplica de su atildado padre.

Pero todo aquello fue antes de la batalla en nuestras murallas, antes de que se hubiese derramado sangre troyana, antes de que nuestros heridos anduviesen cojeando por las calles. De modo que la resolución de Hécuba fue una sorpresa.

—Pero la gente… —dijo Príamo—. ¿No lo verían como una burla, después de nuestras pérdidas?

—¡No! Servirá para demostrarles que en Troya no nos doblegamos ni desfallecemos ante nuestras pérdidas.

Laódice se volvió hacia mí.

—Helena, debes ayudarme a elegir mi vestido, y también mis joyas —dijo; sus ojos todavía mostraban la misma reverencia que yo habría deseado eliminar, por si causaba celos entre la familia.

Joyas… Pensé en la extraña joya que me había entregado Menelao, con su amenazador mensaje: «Para Helena, mi esposa, para que pueda calcular el coste de su amor».

Pero ¿el amor de quién? ¿De él? ¿De Paris? En cualquier caso, yo había dejado el broche en su caja.

—Sí, sí, por supuesto —le dije—. Pero Ilona tiene un gusto exquisito para las joyas, estoy segura de que ella…

—No, quiero que me ayudes «tú» —dijo, tozuda.

Al mediodía estábamos en el patio más alto de la casa de Príamo para iniciar la ceremonia de compromiso. Fuera oíamos los gritos de la gente, que sonaban más desafiantes aún que Hécuba. Lanzaban vivas al valiente rey, a la Reina y a su celebración frente al peligro.

En Troya, el compromiso era una ceremonia muy vinculante y solemne, más aún que la boda. Y tenían también otros rituales especiales: siete flores de siete colinas, siete vinos de siete viñas, siete aguas de siete fuentes sagradas. Todo ello debía mezclarse y pasar de mano en mano en una confusa mezcla de cantos y gestos que comprendía el lazo troyano del compromiso.

En lugar de los vestidos ligeros y flotantes que solían vestir siempre las mujeres, entonces iban vestidas con basta lana sin teñir. Era el toque propio de Laódice.

—Ésta es una boda de guerra, y debemos vestir de acuerdo con ello —había dicho.

También pidió a los hombres que llevasen las túnicas y los mantos que portaban en el campo, de modo que formábamos un grupo de tonos oscuros, y el único color vivo era el rojo del pelo de Casandra y de Heleno, y el brillo de amatista, ámbar y oro en cuellos, orejas y brazos.

Todo el mundo estaba allí. Debía de haber más de cien personas, ya que estaban incluidos también los ancianos, los consejeros, los primos y los parientes, en menor grado. Yo me preguntaba por los bastardos y las otras mujeres de Príamo. En todo el tiempo que llevaba en Troya, todavía no me había reunido formalmente con ellos, de modo que aunque hubiesen estado allí aquel día no los habría reconocido. Supuse que Hécuba no toleraría la presencia de las demás mujeres, al menos no aquel día, pero sus hijos podrían ser otro asunto.

—Igual que compartís con nosotros la alegría de nuestro compromiso, nosotros compartimos con vosotros el dolor de vuestras pérdidas —dijo Helicaón—. No nos lo tomamos a la ligera —concluyó; él mismo había estado fuera, en el campo, pero volvió sano y salvo de la refriega.

—¡Contribuyamos! —gritó Troilo, desde la multitud—. ¡Debemos sacrificarnos por la causa! —Se adelantó y cogió una cesta con pan de la mesa del festín, dejando caer las hogazas—. ¡Hombres y mujeres de Troya! ¡Vuestro oro y joyas!

Se quitó un brazalete de oro que llevaba en el brazo y lo arrojó a la cesta. Alguien cogió la cesta y echó un anillo. Más cestas siguieron, y pronto se habían amontonado en ellas muchos tesoros, y las mujeres competían por ver quién se quitaba más rápido collares y pendientes.

Paris se quitó la pulsera que llevaba y la añadió a la colección. Me pregunté si podría salir un momento y traer el broche de Menelao. Sería una ironía que acabase usándose así.

—Para ellos es un juego. —Héctor hablaba bajito a mi lado—. Ellos no lo comprenden. Todavía no. —Sonaba cansado—. Pero nosotros sí, ¿no es verdad, Helena?

Yo retrocedí para que nadie nos oyera. Paris estaba hablando animadamente con Heleno y no se dio cuenta.

—No estoy segura de lo que quieres decir —susurré.

—Conoces a los hombres que han venido aquí, sabes de lo que son capaces. He reconocido al hombre que se enfrentó a mí ahí fuera…, Aquiles. Ahora temo lo que sé que sucederá.

—Troya puede confiar en su valor —le respondí. Mientras las pronunciaba, aquellas palabras me parecieron una excusa que se le da a un niño.

—Me decepcionas —replicó él—. No digas palabras gastadas, amables. Tú sabes cuál es la verdad. —Miró tristemente hacia aquella multitud emocionada, que se regodeaba con sus sacrificios ligeros y voluntarios—. Que tengan su hora de juego. Pronto vendrán las otras horas.

Laódice miraba encantada a Helicaón, ahora que su futuro ya estaba marcado. Hay mujeres que no pueden descansar hasta que están casadas, y hay otras que no pueden descansar hasta que están libres. Helicaón no parecía consciente de que acababa de liberar a Laódice de su inquietud, y permanecía allí de pie sonriendo por haber bebido demasiado vino, tambaleándose un poco.

Deífobo apareció del brazo del viejo consejero Clitio. Ambos me arrojaron una lasciva mirada, exactamente la misma, una rodeada por arrugas y la otra no. Deífobo siempre me hacía temblar.

Las cestas del tesoro desbordaban su contenido, las guirnaldas de flores se caían y corría el vino. La celebración llegó a su conclusión natural, y la gente se iba alejando ya cuando oímos un tumulto fuera. Una enorme multitud se acercaba al pórtico, haciendo gestos y gritando que alguien tenía un mensaje para Helena.

—¡Pues traedlo! —dijo Príamo, dirigiéndose a ellos desde el pórtico.

—No está en la ciudad, está fuera de los muros, y llama a Helena, reina de Esparta.

—Que entregue ese mensaje y se vaya —dijo Príamo—. El día del compromiso de mi hija no consentiré…

—Sólo hablará con Helena. Si ella no aparece en la muralla, mañana lanzará flechas crueles hacia la ciudad.

—¡Pues matadle!

—No podemos, está protegido por un escudo gigantesco tan alto como él mismo, y semicircular, como una torre.

¡Áyax! Áyax había llegado ante las murallas de Troya para hablarme. Pero Áyax no era hombre de palabras, ni siquiera de pensamientos.

—Iré —dije entonces. No deseaba que el día de Laódice, aunque fuera ya al final, quedase interrumpido o estropeado.

—Pero no irás sola —añadió Paris, acercándose a mi lado.

Cuando llegamos a la muralla junto a la puerta Escea, vi el escudo de Áyax, abajo, en el campo, como si fuera una pequeña fortaleza. Me puse de pie en la parte ancha del muro y grité:

—¡Aquí estoy, soy Helena, princesa de Troya! ¡Habla!

—¡Sólo hablaré con Helena, reina de Esparta! —Una voz terriblemente familiar resonó detrás del escudo.

—Entonces has venido en vano, porque tal mujer no está aquí.

—Ah, sí, señora, creo que sí está, y es la que habla ahora. —Agamenón salió de detrás del escudo.

Su cuerpo robusto y agresivo, su cabeza altiva y arrogante… Había esperado no tener que volver a verlo jamás. El tiempo no había hecho nada por volverle menos repulsivo a mis ojos. Una risa horrenda siguió a sus palabras.

—La reina de Esparta ya no existe —insistí, con voz firme.

Muchos troyanos se alineaban a lo largo de los muros, escuchando, pero Agamenón permanecía solo en la llanura.

—No, es verdad, porque se mató por vergüenza de ti.

Pero ya sabía aquello, y mi dolor no podía ser mayor. No respondí.

—Y la actual reina de Esparta se está matando también de vergüenza —aulló.

Yo seguía sin responder; me quedé lo más quieta posible, como si pudiera echarle de allí con mi inmovilidad.

—¿Te preguntas si tus hermanos están ahí en ese ejército? ¿Si vienen a buscarte? ¿Crees que te rescatarán cuando Menelao busque su venganza? Pues bien, señora, no los busques más, porque descansan bajo la tierra de Esparta.

Entonces sí que me moví, noté que estaba a punto de caer de la muralla. Paris me sujetó.

—Tu madre está muerta, tus hermanos también están muertos, tu hija ha sido trasladada a Micenas y tu marido te odia y quiere destruirte. ¡Así que piensa en todos los estragos que has causado por ese hombrecillo que tienes junto a ti!

En lugar de responderle, me volví hacia los arqueros de la torre.

—¡Disparadle si podéis, pero el cobarde se esconde detrás del escudo de un guerrero mejor que él, agazapado como un perro!

Ante esto, Agamenón volvió a aullar, pero metió la cabeza detrás del escudo. Una estruendosa carcajada resonó entre los troyanos de las murallas.

—Mira cómo se esconde y tiembla —dijo Paris, que cogió un arco de uno de los arqueros de la muralla y preparó una flecha rápidamente. La lanzó y ésta rebotó en el borde del escudo de Áyax con un sonido hueco. Agamenón se encogió aún más para evitarlas.

Paris envió una segunda flecha hacia el escudo; esta vez, se clavó en la gruesa piel de toro, y quedó temblando.

Justo entonces apareció un carro a toda prisa, conducido por un auriga feroz. Agamenón saltó al carro, colocando el escudo tras él; el carro salió disparado y levantando nubes de polvo con las ruedas. El escudo se enfrentaba a nosotros como un muro. Paris intentó disparar alto para que la flecha describiese una parábola, superase el escudo y aterrizase al otro lado, pero estaba demasiado lejos.

—El discurso de un cobarde y la retirada de un cobarde —gritó Paris a la multitud—. Tal es el temple del comandante más alto del ejército enemigo.

La multitud rio histéricamente y le vitoreó.

Pero ya solos en nuestras habitaciones, yo lloraba. Mis hermanos, mis queridos hermanos, desaparecidos… ¿Cómo? ¿Cómo habrían muerto? ¿Juntos, en un accidente o en la batalla? ¿Separados, de enfermedad?

—Puede que no sea cierto —dijo Paris, sabiendo por qué lloraba sin que yo tuviera que decirle una palabra—. Es un mentiroso, y eso lo sabemos. Dijo lo que sabía que más daño podía hacerte.

—Era verdad lo de mi madre —repuse.

—Quizás haya mezclado verdades y mentiras. Después de todo, atrajo a su propia hija a la condenación con una mentira, diciéndole que se casaría con Aquiles.

Y lo de Hermíone, ¿sería verdad? ¿Enviada a Micenas?

—Hermíone…

—Tu hermana la adora, y quizá sería mejor para ella estar con una mujer que le hablase cariñosamente de ti —dijo Paris—. Helena, has pagado un precio muy elevado por venir aquí conmigo. ¿Retrocederás ahora, sabiendo lo que sabes? —Me atrajo hacia sí, con tanta facilidad como si yo fuese una pluma. Me sentía tan inconsistente como si lo fuera en realidad.

—No —dije entonces—. Si estuviera de nuevo contigo a la luz de la luna, en aquel patio de Esparta, y Eneas acabase de ir a preparar los carros, y pudiera decir: «No, vete sin mí…», no lo haría. Más bien diría, con más fuerza aún: «Subamos a los carros y huyamos».

—El camino ha sido duro y peligroso desde aquel primer recorrido. Parece que estamos huyendo siempre y que nos persiguen desde entonces.

Pero los recuerdos eran cálidos.

—Cranae…, las islas…, las puertas de Troya…, pensaba que estábamos al fin a salvo.

Ahora el calor se veía reemplazado por un frío que se iba extendiendo, como si Troya se viese envuelta de repente en una niebla invasora.

—Estamos a salvo —me aseguró él.

Yo no le dije, no quería decirle, que Héctor pensaba lo contrario.

Aquella noche, incapaz de dormir, las imágenes de Cástor y Polideuces pasaban a toda velocidad por mi mente, y salí de la cama. Una no se siente nunca más despierta e insomne que echada junto a un compañero dormido.

Paseé por las habitaciones, llegando al fin a aquella en la cual estaba instalado mi telar vacío. De repente, supe cuál era el diseño que quería crear. Mostraría en él los dos lados de mi vida, convertidos en uno al entretejerlos en un solo dibujo. Hasta que me enfrenté a Agamenón en las murallas había pensado que mi vida anterior ya no formaba parte de mí. Ahora sabía que sería siempre Helena de Esparta, igual que Helena de Troya. Dentro de Helena podía haber muchas Helenas. Sólo admitiendo a la Helena de Esparta de nuevo en mi presencia podría hacer que resultase totalmente inofensiva.

Absorta mientras esbozaba el dibujo mentalmente, pensé que en los bordes exteriores del tapiz representaría a Esparta, rodeada en el lado externo por el Eurotas, representado con un hilo de un azul grisáceo. El círculo interior sería de un azul más claro e intenso, el mar entre Esparta y Troya, y en el corazón del tejido estaría Troya, con su ciudadela en el centro. Y en los bordes entre ambos mundos se encontrarían Perséfone y Afrodita, que me vigilaban.

No debía olvidar aquello. Debía capturarlo todo, por si había desaparecido por la mañana, ahora que lo tenía tan claro. Busqué las piezas de cerámica rota que guardaba para tal fin, y a la débil luz de una lámpara de aceite casi apagada tracé el diseño, el diseño que uniría todas las piezas rotas de Helena y las convertiría en una sola.

La luz del sol y un leve toque en el hombro me despertaron. Paris estaba de pie junto a mí. Era la primera hora de la mañana.

—Estoy aquí —dijo. No dijo: «No te preocupes», o «Aparta todo eso de tu mente». Me conocía tan bien que sabía que eso sería imposible.