XLV

El vino no conseguía realmente apartar nuestras mentes de los problemas, pero sí que los enmascaraba bajo una suave neblina, emborronando nuestras preocupaciones. Andrómaca intentaba juguetonamente recrear la camaradería de otras reuniones en los tiempos anteriores a la llegada de los griegos. Pero el enemigo había penetrado hasta aquella mismísima cámara.

Paris y yo anduvimos lentamente, con desaliento, hasta nuestro hogar. Luego, pensando en Paris y en mi amor por él, me introduje bajo las suaves sábanas de lino, notando su fría caricia en mi espalda, y le tendí los brazos.

—Ven, amor mío —dije—. Burlémonos del enemigo.

El sol envió sus primeros rayos como sondas a nuestra habitación, pero los recios postigos que Paris había diseñado los repelieron. Luego, a medida que el sol fue subiendo, se abatió inmisericorde sobre la llanura de Troya, haciendo que el terreno castigado devolviese el calor formando oleadas, de modo que el mar ondulaba ante nuestros ojos cuando nos asomábamos por encima de las murallas e intentábamos divisar la costa. Estaba todo muy tranquilo; el habitual viento del norte había caído, y nos había dejado bajo una pesada mano de aire.

Paris y yo intentábamos atisbar el campamento griego, pero las olas de calor, que bailaban y lo distorsionaban todo, evitaban que viéramos nada con seguridad. Justo entonces, Príamo y Hécuba se unieron a nosotros, dirigiendo a un hombre anciano y ciego por los codos hasta el borde de la muralla. Príamo habló con el ciego y luego retrocedió. El hombre se agarró al borde del parapeto y miró hacia fuera, sin ver, hacia la llanura. Luego levantó un brazo esquelético, con la piel colgante:

—¡Oídme, piedras! —Pasó la otra mano por la parte superior de las murallas—. ¡Óyeme, gran muralla! ¡Oídme, altas torres! Yo os bendigo y os conjuro para que protejáis a Troya.

Un estruendo de voces procedente de los vigías troyanos repitió aquellas palabras. Luego, el hombre alzó los brazos por encima del muro.

—¡Óyeme, tierra de la llanura! ¡Óyeme, rumoroso mar! ¡Oídme, ejércitos enemigos! Hoy os lanzo una maldición, si pensáis en hacer daño a Troya o tocar a su pueblo. Vuestras lenguas se secarán y se pegarán al velo de vuestro paladar; vuestras tierras se endurecerán y nunca permitirán que la hierba brote para vosotros de nuevo; vuestras olas se convertirán en veneno. —Dio unas palmadas con fuerza—. De este modo maldigo al enemigo de Troya y a todas las cosas que podrían ayudarle.

Un rugido de aprobación llenó el aire pesado, y Príamo abrazó a aquel hombre. Luego fueron a buscar la sombra al interior.

Héctor se acercó a nosotros y meneó la cabeza.

—Dicen que un ciego tiene el poder para maldecir al enemigo, si habla desde las murallas de la ciudad. Yo no lo creo, pero me encantaría que fuera posible.

—Eh. —Esaco había llegado tras él—. La gente cree demasiado en esas cosas. Son todo bobadas.

Era un hombrecillo enclenque, de los que normalmente creen en magias y fuerzas más potentes que ellos mismos, aunque sólo sea por si pueden ayudarlos. Pero, sorprendentemente, Esaco se burlaba de tales muletas.

Héctor guiñaba los ojos para ver en la llanura.

—En cualquier caso, creo que la maldición para perjudicar a los griegos llega demasiado tarde. Ya están saliendo.

¿Era una nube de polvo lo que se alzaba junto a los barcos?

—No —murmuré, mirando hacia donde él indicaba. Pero veía que algo se movía, aunque no sabía qué era.

—¡Coged las armas! —gritó Héctor a los hombres de la muralla—. ¡A las armas! Llamaré a los demás —dijo a Paris.

Paris se volvió rápidamente hacia mí.

—Mi armadura. Es el momento.

¿Tenía que ser así? ¿Debía ponérsela al fin? Yo quería que se quedase allí tirada, con el bronce volviéndose verde poco a poco, que el cuero se pusiera tieso, encerrado en su baúl para siempre.

—Sí —dijo—. Ven conmigo. Rápido.

Corrimos hacia nuestro hogar y sin mirar atrás. Paris subió las escaleras del interior hacia la habitación más alta, la que dominaba toda Troya y su llanura. Allí, mucho más abajo, yo podía ver ahora al ejército moviéndose hacia la ciudad. La nueva armadura de Paris estaba guardada allí, y él la cogió y la sacudió. Resonó cuando las piezas de metal se encajaron unas en otras.

—¡Vamos, ayúdame! —gritó de una manera muy impropia de él—. Corre. —Había llamado a su sirviente, pero el muchacho no apareció—. No puedo esperar.

Temblando, abroché las hebillas y las correas, celebrando los ritos de un escudero. Poco a poco, el Paris que yo conocía desapareció bajo un muro de bronce y cuero.

Qué joven era. No, no puedes ir, gritaba yo por dentro. Recordaba, ah, tanto tiempo atrás, cuando elegía marido entre los pretendientes, que había desdeñado a alguien igual de joven. Había dicho que se mostraría demasiado deferente conmigo, y que sabría menos que yo. Ahora sabía que aquello era falso, y que su juventud era algo tan precioso que no podía soportar sacrificarla por el motivo que fuese antes de que llegase su hora. Brillaba como una estrella. Pero ahora su luz se veía oscurecida bajo el casco.

—No vayas —dije. Pero no pensaba que él me oiría.

El hombre desconocido que se encontraba ante mí esperó un momento antes de responder.

—Precisamente tú no deberías decir eso. —Fue lo único que me respondió. Se inclinó y me dio un abrazo metálico.

Los griegos estaban en pleno ataque, marchando resueltamente hacia los muros de Troya. Parecían llenar toda la llanura, arremolinados como insectos, y mientras caminaban, sus armaduras, desde la distancia, formaban un sonido seco y rasposo como las patas de las langostas al frotarse.

—Ocupad vuestras posiciones —dijo Príamo, dirigiendo a los hombres más veteranos para que se situasen junto a las pilas de piedras, chillando y aullando.

—¡Helena, vete atrás! —Hécuba me cogió por el hombro e intentó apartarme—. ¡Debemos apartarnos de las murallas!

Príamo se había echado atrás, reuniendo a su alrededor a sus viejos consejeros y retirándose.

—Ahora les toca a los jóvenes —dijo, corriendo hacia la cima, donde podía contemplarlo desde su terraza.

Los troyanos salieron a la carga, corriendo desde la entrada, pero los superaban en gran número los griegos, que eran como langostas. Me encogí al verlos: la valentía produce gloria, sí, pero no puede prevalecer en contra de un número aplastante. Me aparté de Hécuba y volví a las murallas. No podía apartarme de allí. Por debajo de mí, vi la compañía de troyanos, pero no a Paris entre ellos. Desde las torres, los defensores disparaban flechas de cobertura para mantener a los atacantes a raya. Desde muy lejos en las filas griegas, los honderos lanzaban piedras por encima de nuestras murallas. Éstas formaban un arco en el cielo y caían con fuerza dentro de los muros, causando el daño que una flecha, con diferente parábola de vuelo, no podía. Los troyanos gemían y caían allí donde se encontraban, alcanzados por las piedras volantes.

Una compañía de griegos se acercó a la Gran Torre y a la puerta Escea, pero iban muy despacio, curiosamente. Los troyanos se reagruparon y enviaron andanadas de flechas hacia ellos, pero los griegos no se acercaron lo suficiente para que les alcanzara ningún proyectil. En el extremo oriental de la ciudad se oían gritos. La muralla estaba sometida a asalto también por allí.

Justo entonces, un grito que helaba la sangre surgió desde muy cerca, y oí los chillidos de todo el mundo a mi alrededor. Un rostro feroz apareció por encima de la muralla, y un hombre consiguió trepar hasta arriba. Fue rápidamente abatido, pero otros se apiñaban tras él.

—¡El muro occidental! —gritaba uno de los guardias—. ¡Están en el muro occidental!

Al menos diez soldados griegos treparon por el lado del muro occidental antes de que los mataran los troyanos que esperaban. Pero tras ellos venían centenares, que se afanaban por encontrar apoyo para pies y manos en las piedras pequeñas de los tramos más débiles de las murallas de Troya. Un rugido de excitación surgía de la tierra.

Me subí a una pila de piedras y miré hacia abajo, desde un lugar seguro. Los troyanos habían vuelto para luchar contra los griegos en la base del muro occidental, intentando rechazarlos. Nuestros defensores desde arriba arrojaban piedras a los adversarios, mientras nuestros guerreros luchaban contra ellos mano a mano.

Gelanor venía corriendo en un carro cubierto, dando tumbos por la calle.

—¡Aquí! ¡Aquí! —gritó.

Un grupo de guardias le rodeó y corrieron todos hacia el muro. Arrancaron la cubierta y apareció un montón de arena que empezaron a echar por encima del muro con cacharros de barro. La arena estaba muy caliente, casi al rojo vivo, de modo que picaba y abrasaba entre las aberturas de la armadura. Al caer sobre sus víctimas, empezaron a resonar aullidos que llegaban hasta el cielo.

Gradualmente, los griegos fueron retrocediendo, dejando el muro occidental. Yo ya distinguía a algunos de los troyanos, y podía ver a Héctor plantado junto al gran roble que crecía al lado de la puerta Escea. Con la retirada de los griegos, los troyanos se dispersaron. Todavía no veía a Paris.

De pronto, distinguí una figura que corría hacia el roble y que se dirigía hacia Héctor. Se movía a una velocidad asombrosa, saltando y dando brincos como un animal, aunque llevaba la armadura completa. Casi antes de que pudiera verle, Héctor ya llegaba hasta él, blandiendo una lanza formidable. Héctor se volvió y retrocedió para asentar bien los pies, con el otro hombre casi encima de él. El hombre arrojó la lanza y falló solamente por el grosor de un cabello; corrió a retirarla y apuntó de nuevo. En aquel instante, Héctor se arrojó hacia delante y pudo escapar al siguiente lanzamiento, que se alejó mucho de él. Entonces, el asaltante se quedó sin lanza, y fue a coger la espada, adelantándose a Héctor. Éste levantó su escudo y luego, levantándola todo lo que pudo, lanzó su propia lanza. La lanza zumbó junto al casco del hombre, tan cerca que seguro que susurró en su oído al pasar. Por un instante, el hombre se volvió a ver dónde caía para ver si podía recogerla, y Héctor aprovechó la pausa para escapar dirigiéndose hacia la puerta Escea, que habían abierto a toda prisa para él. La lanza dio en la puerta con fuerza en cuanto él hubo entrado, y su adversario luego golpeó con los puños y gritó:

—¡Cobarde! ¡Cobarde!

Sus puños debían de estar hechos de metal, para dar semejantes golpes en las puertas de madera. Más tarde vi que en realidad habían formado unas muescas, una serie de depresiones en la madera forrada de bronce donde habían golpeado los puños apretados.

Héctor, con los ojos muy abiertos, se quitó el casco. El sudor corría por su rostro y su pecho se movía agitadamente.

—Ya veo —murmuró— que lo que dicen de él es cierto.

—¿Quién? ¿Quién? —pregunté a uno de los guardias que rodeaban a Héctor.

—Aquiles —dijo el guardia—. Ese demonio era Aquiles.

—Dicen que puede superar corriendo incluso a un ciervo —dijo Héctor—. Lo había oído decir, pero pensaba que era una exageración. Ahora sé que no lo es. Está por encima de cualquier guerrero humano que haya visto jamás.

—¡Cobarde! ¡Cobarde! —Las palabras todavía resonaban.

Héctor meneó al cabeza, como para quitárselas de encima.

—Ningún hombre me había llamado así jamás —murmuró.

—No lo eres —dijo Príamo, que había venido corriendo desde la cima, con su túnica flotando a su alrededor.

Miré por encima del muro para ver dónde estaba Aquiles. Sus gritos y golpes habían cesado, y se estaba apartando de la puerta, echándose la lanza al hombro. Debajo de las placas que protegían sus mejillas y la larga guarda para la nariz, vi sus labios apretados formando una línea recta. Su armadura era espléndida, decorada con escenas en relieve en peto y escudo. Nadie tenía nada que se pareciese ni remotamente a aquello; hasta en las grebas brillaba la plata de sus hebillas. Aquél era el niño que había insistido en hacer una carrera con el fatigado Menelao colina arriba, el muchacho que escondía sus musculosos brazos bajo una túnica femenina en Esciros. Todavía era, a la edad de dieciocho años, más o menos, un corredor rápido, pero al parecer sólo corría para cumplir la apuesta de Menelao. Justo en aquel momento levantó la cabeza y me vio.

—¡Helena! —gritó—. ¡Así que es verdad que estás aquí en Troya! ¿Has salido a mirar a los tuyos? ¿A reírte de nosotros? ¡Mirad, hombres, ésa es! —Aquiles hizo una seña a sus cohortes, señalándome.

—¡Te había dicho que no te acercaras a las murallas! —Hécuba me apartó de allí—. ¡Si te dejas ver puedes causar gran daño!

Aquélla había sido la maldición de toda mi vida.

—Debemos estar seguros de que estás a salvo —dijo Hécuba, punzante—. Es nuestro deber protegerte.

Nuestros guerreros volvían en tropel a la ciudad; la escaramuza había concluido. Fueron bienvenidos con gritos y rugidos de aprobación. Más tarde, los viejos consejeros y comandantes comentarían los errores cometidos, los puntos débiles en la defensa troyana y la manera de corregirlos. Pero por el momento bastaba con que los hombres hubiesen vuelto sanos y salvos, y con que el ataque al muro occidental hubiese sido repelido. Varios soldados griegos yacían muertos al pie de las murallas, aplastados por las piedras que les arrojábamos, o muertos al caer al suelo.

No hubo celebraciones oficiales, pero la moral estaba alta, y aquella noche muchas bandas de hombres jóvenes, recién estrenados en la primera incursión de la guerra, fueron de juerga por las calles, cantando y bebiendo. Paris y yo oíamos sus voces haciendo ecos entre las paredes, en las calles, pero nosotros temblábamos en nuestra cámara. Paris se sintió muy contento de poder quitarse la armadura, que yacía en un montón en el baúl de madera, y decía:

—Es verdad. Es verdad. Están aquí para hacer la guerra.

Era como si sólo en aquel momento empezase a creerlo.

—¿Dónde estabas? No te he visto —dije.

Le había pedido que se echara en la cama para poder masajearle la espalda con aceite perfumado. Varias antorchas parpadeaban en las paredes, pero la luz, aun así, era débil, y la habitación permanecía en sombras.

—No tendrías que haber mirado —dijo. Resultaba difícil oír sus palabras pues estaba boca abajo—. Era peligroso.

—Eso me ha dicho tu madre. Pero he podido mirar un rato antes de tener que echarme atrás.

—Estaba en el lado este de la ciudad. Habían atacado también esa puerta —murmuró—. Ah, qué sensación más maravillosa. —Le estaba masajeando los músculos debajo de los omóplatos, deshaciendo sus tensiones—. Temo, sin embargo, que mañana estaré dolorido, porque no estoy acostumbrado a llevar un escudo pesado encima. Me duele el brazo izquierdo.

—¿Has visto…?

—No he reconocido a nadie. Todos eran extraños para mí. —Se estiró, y arqueó la espalda—. Es raro que conocieran la debilidad del muro occidental —musitó—. Normalmente no tenían que haber atacado por allí, ya que está muy cerca de la puerta Escea y de la Gran Torre. A menos que de alguna manera conocieran que aquel punto era vulnerable.

—Como si alguien se lo hubiese dicho.

—No resulta visible desde el otro lado —replicó él—. Nadie podría tener motivos para sospechar que es delgado y débil en ese punto. Quizás un adivino…

—O quizás alguien menor que un adivino, un simple y vulgar traidor —sugerí—. ¿Fueron capturados hoy algunos troyanos?

—Ninguno, que yo sepa.

—Bien. Porque un hombre no tiene por qué ser un traidor para decir lo que sabe, si le torturan lo suficiente.

Paris se escurrió de mis manos y se incorporó.

—¿Tortura? ¿Tus compatriotas torturan a los cautivos?

—Aseguran que no lo hacen, pero ¿por qué entonces suelen matarse los prisioneros capturados?

—Entonces será mejor que ningún troyano caiga en sus manos —dijo finalmente.

El comandante griego, Agamenón, no dudó en sacrificar a su propia hija, de modo que no era muy probable que tratase con gentileza a los prisioneros enemigos. Nadie debía caer en sus manos. Qué lástima me daba mi hermana.