Mientras caminaba por las murallas con Gelanor, hablábamos de la muerte de Troilo y de la melancolía incesante de Paris. El carácter feliz de éste se había evaporado, como si sólo hubiera existido en compañía de Troilo. La verdad es que eran los únicos hijos de Príamo de risa generosa y sonrisa deslumbrante, y ahora Troilo se había llevado a Paris con él al mundo de los muertos. Incluso la voz de Paris había cambiado, de manera que cuando hablaba desde otra estancia no lo reconocía. Le dije a Gelanor que él estaba especialmente atormentado por la idea de que Troilo había muerto debido a la profecía. Gelanor me preguntó quién sabía de la profecía y yo respondí que muy pocos, no era algo de lo que se hablara habitualmente. Gelanor pensaba que la emboscada del destacamento a Dardania y el hecho evidente de que sabían cuál era el punto débil de nuestras murallas occidentales, así como la elección de Troilo como objetivo, indicaban unas intuiciones increíblemente acertadas…, demasiada suerte, de hecho. Él sospechaba que había espías. Pero ¿cómo habían penetrado en nuestros muros?
—¿Quién entra y sale libremente? ¿Quién es probable que esté presente cuando se discuten asuntos privados? ¿Hablaste de la profecía con Troilo en algún momento?
Traté de recordarlo.
—Príamo se negó a hablar de ella públicamente. En lo que respecta al destacamento a Dardania y a la debilidad de la muralla, mucha gente habrá sabido también esas cosas.
Nos volvimos para mirar por encima de las murallas: mirábamos hacia la ladera sur, donde la parte inferior de la ciudad se extendía bajo nosotros. Al sol de mediodía, la empalizada y la zanja apenas se veían, ya que no proyectaban sombras. A lo lejos nos saludaba el débil azul del monte Ida. El monte Ida. Enone. La saqué de mi mente.
—Hay que proteger a esta gente —dijo Gelanor—. No deben ser traicionados y asesinados por un espía… o por varios. Yo pensaba que era el mejor espía del mundo, y ahora veo que tengo un rival. Alguien del campamento griego me desafía. —Echó los hombros hacia atrás—. Jugamos por estas vidas. Y debemos ganar.
No deseaba volver al palacio, ni con Paris. En aquellos días permanecía dentro, entregado a bruñir su armadura, pulir su escudo y reparar sin cesar sus grebas. Me lo encontraba practicando con la espada, y una vez lo sorprendí tensando su enorme arco, con la cara marcada por el esfuerzo y el sudor. Pensaba en luchar, y todo lo demás había palidecido ante él. Levantaba la vista avergonzado, pero como no había ningún lugar donde esconder la armadura o el arco tenía que quedarse allí en pie, mirándome desafiante. Yo cruzaba el pasillo en silencio y lo dejaba con sus ejercicios.
Podía evitarlo y buscar la habitación donde me esperaba el telar. El gran dibujo que estaba tejiendo me rodeaba; cuando empecé a pasar la lanzadera por la urdimbre en el dibujo que había diseñado, era como si yo misma hubiera entrado en la historia. Con mucho cuidado tejí la lana azul que representaba el Eurotas, haciendo que rodeara el tapiz entero, al igual que había rodeado mi propia vida de niña. Volví a ver los cisnes en él, y al gran cisne que había observado aquel día intenso con Clitemnestra.
Mi madre. Había empezado a dibujar su contorno, pero no había llegado más lejos. Un contorno: eso es todo lo que era para mí ahora. Y su contorno había temblado y luego se había desvanecido y había volado, por mi culpa, por mi huida.
Hermíone. Aún no había empezado a dibujar su imagen en el tapiz. ¿Debía mostrarla todavía como una niña, aún con las tortugas? Las tortugas que eligió en vez de a mí.
Pero no, no debía pensar en eso. «Te preguntó cuánto tiempo estarías fuera —recordé—, y no se lo dijiste. Pensó que volverías».
«No había pensado que llegaría a esto. Pero entonces no pensaba. Afrodita pensaba por mí. Ahora se ha retirado y me ha abandonado aquí. Con Paris, que se inquieta, llora y lamenta el papel que juega en todo esto». Pensaba muy poco en mí. No había nadie más para mí en aquel lugar. Gelanor, claro está, y Evadne, pero a ellos también los tendría en Esparta.
«Y tú —pensé, acariciando el telar—, el dibujo que se está formando. Tú me hablas, tú me consuelas». Y toqué los hilos de color púrpura con la frente.
Empecé a evitar a Paris. ¿O era él quien me evitaba? Nos cruzábamos en los pasillos del palacio, nos sonreíamos y murmurábamos excusas por tener que ir a ver al armero o al orfebre, u ocuparnos de Hécuba, o inspeccionar los caballos. Ahora entendía por qué eran tan útiles los aposentos separados para hombres y mujeres: de noche no podíamos prescindir el uno del otro, sino que debíamos aletear, como mariposas agotadas, en la misma habitación. Aun así, era posible pasar junto al otro sin decirle nada e incluso despertarse en la misma cama de espaldas al otro, uno mirando hacia el este y el otro hacia el oeste.
Aquello empezaba a recordarme mi vida con Menelao: la cortesía superficial, la conducta serena, la parte central de la cama fría e intacta. Aunque no era lo mismo. Yo no había estado loca por Menelao, y la pasión estaba ausente desde el inicio. Ahora con Paris me sentía incómoda: su cambio de comportamiento hacía que me preocupara por afligirle. Cualquier mención descuidada del nombre de Troilo, cualquier tarareo accidental de una canción relacionada, en cualquier sentido, con Troilo, o un millar de cosas que poseían algún significado privado para Paris en relación con su hermano, lo sumergían en la desesperación… o en la ira. Me había puesto en la balanza, con Troilo en el otro platillo, y al parecer había días en los que yo pesaba menos que Troilo, en los que me habría intercambiado por él. De ahí las falsas sonrisas cuando nos cruzábamos en silencio.
No había ningún troyano a quien pudiera expresar mi infelicidad. Gelanor y Evadne eran los únicos a los que podía recurrir, que sabían lo que estaba ocurriendo sin que yo lo dijera, ya que habían venido conmigo, habían hecho el viaje conmigo hasta allí.
Evadne tenía habitaciones en mi palacio, y Gelanor había recibido una casita de Príamo a mitad de camino de la ciudad. A Príamo le gustaba saber que podía visitar a Gelanor para pedirle ideas cuando quisiera: últimamente yo había tenido que competir con el Rey por el tiempo de Gelanor.
Un día en el que Paris se mostró particularmente distante y hundido en la melancolía, Evadne y yo nos dirigimos a toda prisa a casa de Gelanor. Su casita estaba repleta de objetos que le habían llamado la atención y de los que se había prendado: cajas de mariposas, pedacitos de rocas, puntas de lanza de bronce, arcos en varios estadios de montaje, conchas marinas, botes de pintura, bridas de caballos con bocados metálicos. Estaban colocadas en filas ordenadas en estanterías, pero aun así me seguía pareciendo la típica habitación con la que sueñan los niños. Mis hermanos se habían dedicado a coleccionar cosas y traerlas a casa, pero mi madre les hacía limpiar las habitaciones regularmente, ya que se trataba de una práctica desordenada e impropia de príncipes.
Gelanor salió de un rincón caminando con los brazos extendidos y rígidos delante de él.
—Saludos —dijo. Le goteaba sangre de los antebrazos. ¿Qué clase de accidente habría tenido?
—¡Oh, déjame que te ayude! —Me acerqué corriendo a él, dispuesta a limpiarle las heridas y vendárselas.
Riendo, me apartó.
—No, déjalo —agitó los brazos para secar la sangre—. Me he cortado yo mismo.
—¿Estás loco? —exclamó Evadne—. ¿Qué clase de loco se corta a sí mismo?
—Un loco que pretende ver si una cicatriz se puede provocar deliberadamente para imitar otra conocida —explicó Gelanor—. Y ahora… —Cogió un frasco de arcilla de una estantería que corría por una pared y le quitó la tapa—. Esto servirá para una de ellas. Tráeme la jarra gris de esa mesa. Y el cuenco pequeño junto a ella.
Se los llevé y los colocó en fila junto al primer frasco. Metió los dedos con cuidado en cada recipiente y restregó su contenido en los cortes sangrantes de su antebrazo, estremeciéndose al hacerlo.
—¿Puedo crear una cicatriz como yo desee? —preguntó—. Ya veremos. Éste —señaló la jarra gris— tiene arcilla de las orillas del Escamandro. Los otros tienen cenizas del fuego de una chimenea y tierra de un campo de cebada. Todos son productos bastante comunes, y los puede recoger cualquiera sin problemas.
—Pero ¿y si las heridas se infectan? —exclamó Evadne—. ¿Y si el brazo se atrofia?
—No he terminado —protestó Gelanor, y buscó detrás de él una jarra de vino, y la vertió lentamente sobre las heridas—. Esto hará que se fije la suciedad y evitará que la herida se infecte.
Todo aquello llevaba a hacer una pregunta: ¿por qué lo estaba haciendo?
—Ah, señora, ya ves cuán lejos estoy dispuesto a llegar para protegerte a ti y a los tuyos en Troya. —Alzó la ceja de ese modo burlón que yo detestaba—. Ya sabes lo que se dice: «Daría mi brazo derecho». ¡Bueno, pues aquí lo demuestro! —exclamó, y levantó su brazo sangrante y embadurnado.
—No demuestras nada salvo que has perdido el juicio —le dije—. No consigo entender qué tiene que ver nada de esto con Troya ni conmigo.
Su rostro cambió, de ese modo repentino que era habitual en él.
—Ah, te equivocas. Dime lo que sabes de las cicatrices, y de su importancia.
Eso resultaba fácil.
—Sé que nos acompañan de por vida. Si caemos de rodillas de niños, la cicatriz queda como testimonio de esa caída el resto de nuestras vidas. Los guerreros hablan orgullosos de sus cicatrices como pruebas de sus batallas.
—Ah, ya has dicho la palabra: prueba. Dependemos de las cicatrices para demostrar que un hombre es quien dice ser. ¿Cuántas historias se cuentan de un hombre que vuelve para reclamar su herencia y tiene que demostrar quién es mediante sus cicatrices? Normalmente, en estos relatos, una vieja enfermera o su madre o alguien los reconoce. Ah, sí, dicen: «Al pequeño Áyax lo mordió un lobo en la pierna. Lo recuerdo…, bienvenido a casa, Áyax». Pero ¿y si una cicatriz puede reproducirse? ¿Especialmente una que es muy inusual? Y así queda despejado el camino para que un impostor se gane la confianza de alguien. No estoy seguro de que sea posible, pero estoy dispuesto a averiguarlo. —Se detuvo para tomar aliento—. Hay un espía en Troya, un espía que tiene una posición muy elevada. Escucha nuestras conversaciones más privadas. Va y viene de nuestras casas sin despertar sospechas. Tengo una idea de quién puede ser. Pero ahora tengo que demostrarlo.
—Pero ¿quién?
—Fíjate en lo que se ha revelado, que no debería haberse dicho, y pregúntate quién estaba presente y podía oírlo. Es un camino muy claro, si tienes ojos para verlo. Pero esa persona es joven y no pensó en cubrir mejor su rastro.
—¿Quién? ¿Quién? —insistí.
—Ahora no —me interrumpió Gelanor—. Es mejor que nadie sepa de mis sospechas hasta que esté seguro. Al fin y al cabo, ¿por qué mancillar el buen nombre de alguien que puede que sea inocente?
Evadne y yo nos marchamos meneando la cabeza. Estaba preocupada por él: sabía que no había querido venir aquí, y ahora estaba atrapado. ¿Acaso su frustración y su rabia le habían conducido a realizar aquellas extrañas acciones?
—Evadne, ¡si pudieras ver quién es! —exclamé.
Ella meneó la cabeza.
—Lo he intentado, señora, pero la visión sólo se concede cuando los dioses la permiten. No puedo exigirla. No han revelado nada próximo: parecen deleitarse en el pasado y el futuro. Y ni siquiera de eso me han revelado nada recientemente. Puede que mis fuentes se hayan secado.
Mi propio don de ver (no, de saber) también parecía haber menguado. Se mostró muy intenso en Esparta cuando volví por primera vez de Epidauro
—Quizá deberíamos consultar a la serpiente de la casa, que con tanto cariño te trajiste de Esparta —propuse. A fin de cuentas estaba conectada con mi don—. Visitémosla.
Podíamos ir allí sin peligro de encontrarnos a Paris. Nunca entraba en la habitación que habíamos asignado a la serpiente, aunque ésta nos había unido en una ocasión, en aquella extraña y alocada noche, cuando nos encontramos a solas la primera vez… ¡No, no quería pensar en aquello entonces!
—Dichoso encuentro, señora. —La voz de Deífobo me arrancó de mis pensamientos. Abandoné a la serpiente en mi mente y me volví a mirarlo. Se había puesto en mitad de nuestro camino, con las manos en las caderas, y me miraba lascivamente—. Ah, la visión de tu hermoso rostro hace que la mañana se ruborice.
—Ya ha pasado la mañana —objeté, sujetando mi vestido al pasar junto a él por el camino empinado. Traté de no mirarlo.
—Ah, ¿es el sol lo que está por encima de nuestras cabezas? —Se negaba a moverse, y miraba hacia el cielo—. Pero Febo aún no ha fustigado a sus caballos para que alcancen el cenit más elevado. Estás equivocada. —Se inclinó hacia delante y me susurró al oído—: He oído que te gustan esas historias antiguas, señora, de Febo y similares. Lo entiendo: a fin de cuentas, corresponde a la hija de un cisne creer en tales cosas. ¿Guardó alguna pluma tu madre? —Se rio.
No pude contenerme: retrocedí y lo abofeteé.
—¡Déjanos pasar! O por todos los dioses que el Rey se enterará de esto —dije, y lo empujé.
Pero en vez de dejarnos pasar, se inclinó hacia delante y me agarró fuerte del antebrazo.
—No puedes caminar entre nosotros y pretender escapar a nuestros deseos —me dijo entre dientes—. Eso es lo único que haces: crear deseo. No pienses que hay ningún otro valor en ti.
Me solté de su brazo y le empujé tan lejos como pude.
¡Y era el hermano de mi esposo! ¿Acaso no tenía vergüenza? ¿No sabía contenerse? Quería creer que eran su amargura por Troya y sus peligros lo que le habían hecho hablar así. Pero había visto la lujuria en sus ojos desde el principio.
La serpiente. La serpiente, fría e impasible en su gruta. Debía buscarla como antídoto a toda aquella fealdad. Me eché a temblar, así que me cogí del brazo de Evadne y la llevé por las calles, puede que más rápido de lo que ella habría deseado. Pero necesitaba desesperadamente a la serpiente, así como su consuelo y su sabiduría.
Había una entrada a la sala en la planta baja. Evadne y yo bajamos juntas las escaleras hasta la cámara subterránea. Siempre estaba iluminada con lámparas de aceite. Un acólito traía leche y pastelitos de miel para la criatura al amanecer. Los ramos de hierbas secas que se cambiaban cada día mantenían el aire fresco.
Pero, aun así, nos pareció que estaba muy oscuro cuando entramos en la sala, tras la luz brillante del exterior. A mis ojos les costó adaptarse y las siluetas tardaron mucho en definirse, dejar de temblar y permanecer quietas. Cuando lo lograran, yo rezaría ante el altar y atraería a mi amada serpiente para que saliera y pudiera verla, y le susurraría mis preocupaciones desesperadas.
La oscuridad se desvaneció rápidamente. Vi el suelo pulido de piedra. Sus baldosas brillaban a la luz de las lámparas de aceite. Respiré hondo y olisqueé las dulces hierbas en las urnas junto al altar. Evadne se sentó junto a mí. Sólo su respiración revelaba su presencia.
Entonces, cuando la habitación empezó a dar vueltas ante mis ojos, vi que algo parecido a una soga yacía justo delante del altar. No estaba colocada como una ofrenda intencionada. Sentí un escalofrío al verla.
¿Era algo inocente o realmente malvado?
Los ojos de Evadne no lo veían.
—Quédate aquí —le ordené, intentando que mi voz pareciera lo más normal posible.
Me deslicé hasta allí y al acercarme comprobé la horrible verdad: mi serpiente yacía muerta, asesinada. Los tajos…, no puedo describirlos, no quiero volver a verlos nunca más.
Caí de rodillas, alcé las manos y grité. Grité a los cielos, supliqué a los dioses que devolvieran la vida a mi serpiente, mi guardiana.
Silencio y quietud. El pálido cuerpo de la serpiente yacía extendido ante mí.
Olvidé al Paris que había evitado y corrí al piso de arriba en busca del Paris que amaba, huyendo de la horrible visión de la gruta. Jadeando, llegué al piso más alto y, como pensaba, estaba allí, rodeado de sus armas y su armadura. Levantó la vista cuando entré a trompicones por la puerta, y alzó lentamente los ojos hacia mí.
—¿Qué ocurre? —Su voz era helada, pero no me importaba. Sólo me importaba que me habían atacado, que nos habían atacado.
—¡Paris, Paris!
Me arrojé en sus brazos en busca del calor que faltaba en su voz. Debía de estar en su abrazo. Pero no, su cuerpo estaba tan inánime como el de la serpiente. Dio un paso apartándose de mí.
—¿Qué? —repitió, pero su tono de voz gritaba: «No me importa».
—¡Paris…, alguien ha matado a la serpiente! Alguien ha entrado en esta casa y la ha aplastado, y ha destruido a nuestra…, ¡nuestra… primera compañera!
Por fin su rostro recobraba la vida.
Le temblaban los labios.
—¿La serpiente?
—Sí. Ve a verlo. Se te partirá el corazón.
Lo agarré de la mano y lo conduje a la entrada de la cámara, pero me aparté antes de entrar. No podía volver a mirar ahí dentro. Oí los pasos de Paris, cómo murmuraba a Evadne, y cómo los dos salían de la pequeña habitación, mientras yo esperaba con la cabeza inclinada.
La mano de Paris me tocó el hombro delicadamente.
—La lloraremos juntos.
Le miré a los ojos. Me pareció ver, aunque la luz fuera débil, que el antiguo Paris me devolvía la mirada.