Volvimos a Troya y el chico vino con nosotros. Hablaba poco y mantenía la mirada agachada. Pronto el templo no fue más que un puntito blanco y brillante en un valle verde. Sonreí al pensar en el sacerdote y sus apestosos ratones; mi serpiente disfrutaría muchísimo de la oportunidad de retozar entre aquellas deliciosas criaturas. Gelanor parecía preocupado. Sabía que estaba pensando en las poderosas ropas que contenían aquellos cofres, y preguntándose cómo y en qué apuradas circunstancias podía usarlas. Sería una elección terrible, si había que llegar a hacerlo.
Héctor y Deífobo se agarraban a las barandillas del carro, de pie, hombro con hombro. Les oía murmurar palabras por encima del chirrido y estrépito de las ruedas del carro. Héctor estaba preocupado por la debilidad de una parte del muro occidental; Deífobo estaba más preocupado por los líderes griegos, sobre todo por Aquiles. No le había visto nadie desde el desembarco. ¿Qué estaría haciendo? ¿Habría resultado herido al atracar? La voz de Deífobo sonaba esperanzada.
Sentí que debía contarles mi extraño encuentro con Aquiles. Había pensado mucho en aquello desde aquel tiempo en Esciros. Me levanté y toqué el hombro de Héctor.
—Cuando Paris y yo veníamos hacia aquí nos detuvimos en la isla de Esciros —le dije—. Reconocí a Aquiles allí, disfrazado de chica, en la corte real.
Héctor frunció el ceño.
—¿Estás segura? —La duda en su profunda voz demostraba que pensaba que yo lo había imaginado.
—Sí, completamente. Le había visto de niño, unos años antes, y le habría reconocido en cualquier parte. Pero entonces no quise preguntarle nada, y ahora, no entiendo cómo es posible que esté aquí con el ejército.
—¿Una chica? ¿Llevaba ropas de «chica»? —se burló Deífobo.
—¡Sí, lo juro!
Ninguno de los dos me creía.
Paris se acercó a nosotros entonces.
—No recuerdo que me dijeras nada de eso. Me lo habrías contado.
—No veo qué diferencia puede haber —dijo Príamo, mirándonos desde debajo de sus gruesas cejas—. Ahora está aquí, y eso es lo que cuenta.
—Pero ¿no os dais cuenta? A lo mejor está loco —dije.
—Yo sé lo que ocurrió. —Una voz tranquila se alzó desde la parte de atrás de la carreta—. Puedo contároslo —dijo el chico—. Helena dice la verdad. Aquiles fue enviado a Esciros por su madre para protegerle. Ella no quería que fuese a Troya, porque era su único hijo, y todavía era demasiado joven. Pero los griegos estaban decididos a contar con él, de modo que siguieron su pista hasta aquella isla. Entonces, en lugar de luchar con él, porque, a decir verdad, hasta aquellos guerreros tan curtidos le tenían miedo, le engañaron para que se desenmascarase él mismo. —Los ojos de Hillo, suaves y castaños, miraron a los hombres buscando su aprobación.
—Ven aquí, hijo —dijo Deífobo, levantándolo. El chico quedó apretado contra su hombro—. Cuéntanos cuál fue esa trampa.
Héctor se volvió y concentró su atención en Hillo, mientras éste se aclaraba la garganta.
—Fue muy astuto —dijo el chico—. Odiseo todavía se jacta de ello. Él y Diomedes desembarcaron en la isla para visitar a su rey; intentaban encontrar a Aquiles. Pero al cabo de varios días de festines y juegos y todo lo demás no vieron señal alguna de Aquiles. De modo que se volvieron al barco y llevaron unos regalos para las princesas (tiene muchas, muchas): espejos, velos, pulseras y pendientes. Y medio escondidos entre ellos se encontraban un bonito escudo y una lanza. Mientras las chicas se emocionaban con los regalos y Odiseo los disponía, Diomedes, desde el exterior del palacio, golpeaba unos objetos de bronce y lanzaba gritos de guerra, como si estuviesen siendo atacados. Las chicas chillaron y echaron a correr; Aquiles cayó al momento sobre el escudo y la lanza, y corrió a defenderlos.
—Muy astuto, realmente —murmuró Príamo.
—Ah, en el campamento imitan a Aquiles quitándose el velo y el manto y arrancándose el broche del hombro, y nunca deja de provocar risas.
—Sí, eso me imagino —dijo Héctor—. Bueno, Helena, ya ves que no está loco. De modo que nos enfrentamos a un adversario muy bien entrenado y ansioso por estar aquí. Y en cuanto a Odiseo, espero que no vuelva contra nosotros toda su astucia.
—Ese Aquiles… —Deífobo se volvió a agarrar a la barandilla del carro—. ¿Por qué arma todo el mundo tanto jaleo con él? Es sólo un hombre. Bueno, en realidad no es un hombre, sino más bien un muchacho.
Hillo se encogió de hombros.
—No lo sé, sólo sé que se habla mucho de él. Quizá necesitaban crear un Heracles para esta empresa, y siempre es más fácil crear algo maravilloso con alguien desconocido.
Gelanor se echó a reír.
—Muy astuto, chico —dijo, observándole de cerca—. Parece que sabes muchas cosas. —Su risa se desvaneció.
—Todos estamos ya familiarizados con las habilidades de los demás —dijo Héctor—. Agamenón es un luchador fiero, pero carece del coraje que inspira lealtad en sus seguidores. Diomedes es un buen soldado, y joven, pero no puede dirigirlos. El enorme Áyax de Salamina lucha bien mano a mano, pero es incapaz de pensar; además, su enorme volumen le hace torpe. El pequeño Áyax de Locria es pequeño en todos los sentidos…, un hombre de espíritu mezquino y brutal al que le gusta atormentar a sus víctimas. Su única virtud como guerrero es que corre muy deprisa, de modo que puede perseguir a los enemigos. Idomeneo es un famoso lancero, y lucha bastante bien, pero su edad hace que ya no pueda correr demasiado rápido; tiene que defender el lugar donde se encuentra. Y Menelao no es un luchador de primera fila. Es demasiado bondadoso. —Se volvió y me miró—. Te ruego que me perdones, Helena —dijo.
—¿Por qué te disculpas? Yo jamás he reivindicado sus habilidades en el campo de batalla —dije; en realidad, ni en ningún otro sitio.
—Estás temblando. —Paris se sentó a mi lado, me agarró una mano y la apretó entre las suyas—. Por favor, no tengas miedo de lo que se avecina. Estaremos a salvo.
—No tengo miedo —dije. Pero sí lo tenía.
La gran puerta Dardania, ya cerrada para la noche, rechinó al abrirse para que pasáramos nosotros, y llegamos sanos y salvos detrás de las murallas. Aquel día no había ocurrido nada; ninguna señal de ataque o de movimiento enemigo. Las tiendas de los sitiadores estaban todavía formando un semicírculo, en sus posiciones poco efectivas que no amenazaban a Troya. Hécuba dio la bienvenida a Príamo y casi vi una sonrisa en su rostro, por primera vez desde hacía mucho tiempo. «Quizás estemos a salvo —pensé—. Esto pasará; los griegos doblarán sus tiendas después del verano, izarán sus velas, declararán una especie de victoria para halagar su vanidad, y se irán. Paris nunca tendrá que llevar su nueva armadura, y las raciones acumuladas en Troya proveerán muchos buenos banquetes. Vaciaremos las ánforas y cantaremos canciones para celebrar nuestra libertad, conseguida con tanta facilidad. Sólo los guerreros jóvenes, tan ansiosos de probarse en el campo de batalla, se sentirán decepcionados».
Muchos días pasaron de ese modo. Príamo celebraba consejo con sus antiguos compañeros de armas en el pórtico soleado y parloteaban como aves, y pasaban más tiempo reviviendo las batallas de su juventud que planeando la que se avecinaba. En medio de todos ellos, Príamo parecía haber alisado sus arrugas e incluso su pelo parecía menos gris. Acariciaba a sus perros preferidos, que se apiñaban a su alrededor con la esperanza de obtener algunas sobras, meneando el rabo con fuerza.
Hasta el momento, la gente podía ir y venir libremente a las fuentes y al monte Ida, y Troilo podía abrevar sus caballos en el abrevadero que se encontraba junto al templo de Apolo Timbreo. Hacia el norte, todo el paso estaba cortado, por supuesto, de modo que las ramas inferiores del Escamandro estaban fuera de nuestro alcance. De ese modo se perdían los acostumbrados beneficios que obtenían los troyanos de los barcos que atracaban en busca de agua, pero no se podía evitar. Héctor decidió enviar una partida al este, hacia Dárdanos y Abidos, para ver si había alguna incursión griega por allí. Eligió a un pequeño grupo de hombres y trazaron una ruta entre colinas y bosques, usando senderos sólo conocidos por los cazadores. Mientras tanto, las espías prostitutas nos proporcionaban información divertida, aunque no estratégica, sobre los griegos en sus campamentos.
Al parecer, Agamenón se había hecho construir una choza de madera y la tenía llena de mujeres. Pasaba la mayor parte del tiempo dentro con ellas, y sólo salía con las rodillas temblorosas y el rostro nublado para pasar revista a sus tropas y para comer. Un soldado corriente muy malhablado, Tersites, era el que dirigía a toda la tropa a la hora de insultarle a sus espaldas. Todo el mundo se reía de aquello, pero mi corazón ardía de rabia al pensar cómo se comportaba él mientras Clitemnestra le esperaba en Micenas, llorando a su hija. ¡Aquel cerdo con cara de perro!
Menelao paseaba por el campamento gruñendo y murmurando: ninguna de las mujeres le había visto sonreír nunca. Odiseo, por otra parte, estaba lleno de animación y de cumplidos para todo el mundo, y ansioso de dar un buen revolcón a las damas en el lecho. Pero sin saber cómo, siempre se había quedado sin dinero a la hora de pagar. Idomeneo tenía una mesa bien provista con entretenimientos y mucho vino, tan elegante como si estuviera en su corte, en Creta. Su manera de hacer el amor era igual de refinada, aunque un poco lenta, debido a su edad. Siempre pagaba con gran derroche. Los Áyax (el grande y el pequeño) no eran nada recomendables. El uno era demasiado grande; el otro, demasiado pequeño; los dos, muy tacaños. Diomedes era probablemente el mejor de todo el grupo, en cuanto a gusto y habilidades, en eso estaban todas de acuerdo.
Gelanor se atareaba estudiando cómo nuestros «amigos plantas y animales», como los había llamado, podían ayudarnos en los esfuerzos de guerra. Entendido en venenos ya en Grecia, redoblaba sus esfuerzos para aprender qué venenos locales se podían usar para flechas y humo. Existían ciertos tipos de plantas tan venenosos que la miel hecha con sus capullos y el humo de sus ramas resultaban fatales. Por supuesto, el problema al usar el humo es que podía desviarse hacia atrás y perjudicar a las personas que lo estaban provocando. El uso de venenos requería el máximo cuidado. Era importante construir unas aljabas con tapas para proteger al arquero de las puntas envenenadas, o quizás incluso hacer una bolsita donde guardar el veneno y mojar la flecha en el último momento. Lo mismo se podía decir de los animales de ataque, las bombas de escorpiones o de avispas que podían arrojarse al campo enemigo, o perros rabiosos que se pudieran soltar: eran en todo caso armas de último recurso, ya que resultaban difíciles de controlar. La única excepción a ello era una mezcla de tierras y piedras molidas que se inflamaban cuando el sol las calentaba. Muy útil para embadurnar las tiendas o carretas enemigas, pero había que acercarse lo suficiente y eso era bastante improbable.
—Y pensar que un simple arco se considera que ya es una trampa —le dije a Gelanor—. Me parece heroico, comparado con todas esas cosas…, humo que forma nubes en el aire, escorpiones que llueven del cielo, trajes que propagan la peste…
—¡Por favor! Llamémoslo «flechas de Apolo». Creo que es lo más cortés para referirse a la peste.
—Como quieras —le contesté—. ¿De modo que el templo de Apolo atesora las enfermedades de la guerra, y Atenea las armas guerreras?
—Sí. Cada dios tiene su propio arsenal. Y Ares, de alguna manera, está en medio… Su guerra no es disciplinada, como la de Atenea, sino que va acompañada por el pánico y el terror, como la peste que se extiende.
Mi sonrisa se desvaneció.
—Oh, Gelanor… Espero que nunca tengamos que usar ninguna de esas cosas.
—Yo también lo espero. Pero, aun así, es consolador tenerlas a mano.
Nuestros hombres se dirigieron hacia el este, un día perfecto y soleado. Era un día para salir a galopar a través de los campos, si hubiesen sido normales aquellos días. Los hombres se escabulleron por la puerta del este, pasando a través de su salida complicada, como un laberinto, nos hicieron señales al vernos de pie en las murallas y siguieron su camino a través de los campos, desvaneciéndose entre los bosques.
—Estoy preocupada por Eneas y Creusa, por su situación en Dardania —dijo Hécuba, mirando desde las murallas—. No puedo evitar desear que se hubieran quedado en Troya.
—Madre, sabes muy bien que Eneas es rey de Dardania. Tiene que estar con su pueblo —dijo Héctor. Su voz sonaba tranquilizadora. Dominante y fuerte, había algo que apaciguaba de forma innata en la manera de hablar que tenía—. No creo que ningún griego se haya aventurado más allá de esa cabeza de playa, ahí. Pero por eso enviamos una partida, para averiguarlo.
—Los griegos están demasiado tranquilos —dijo Príamo de repente, al otro lado de Héctor—. Esto no me gusta.
Héctor se rio, con una sonora carcajada.
—Eso es porque tú y tus viejos camaradas queréis salir de aquí y luchar.
Príamo se volvió y le miró.
—No. Yo no soy un viejo idiota, Héctor. No me tomes por tal. Quería decir lo que he dicho. Los griegos están demasiado tranquilos. No han hecho todo este camino para sentarse ahí sin hacer nada ante sus tiendas y divertirse con prostitutas.
—Quizá la batalla les parecía más atractiva en la rocosa Grecia —dijo Héctor—. Las cosas que uno ve en su mente nunca son iguales que las que contempla luego en la realidad.
—No me gusta —repitió Príamo.
Pasaron los días. Los hombres tendrían que haber vuelto ya. Continuaron los maravillosos días de verano, que se burlaban de nosotros dejando que contemplásemos la vacía llanura de Troya. Pronto tendría que haberse celebrado la feria del mercado, pero ahora no podía ser. Más ingresos de Troya que se desvanecían de repente. Y todo aquello era mucho más importante que la pérdida de los derechos del agua. La misma presencia de los griegos, sin luchar en absoluto, ya empezaba a cobrarse un peaje.
Después de quince días, Héctor dijo finalmente que enviaría un destacamento de exploración para ver lo que había ocurrido. Antes de que pudiesen equiparse, un superviviente del primer destacamento salió de los bosques tambaleándose y se derrumbó en los campos más cercanos a Troya. Le vimos allí tirado y enviamos una carreta a rescatarlo.
Con el rostro sombrío, los portadores de la camilla pasaron por las calles de Troya y lo llevaron a su hogar. Los físicos trabajaban frenéticamente para salvarle la vida. Le habían golpeado y apuñalado; una pierna estaba rota y el hueso sobresalía a través del tobillo. Cuando uno de los doctores abandonó la casa, meneó la cabeza. La pierna ya se estaba poniendo negra por la podredumbre. Justo cuando el hombre caía en el delirio, Héctor le interrogó. Agitado y febril, apenas capaz de formular palabras, dijo que su partida había sufrido una emboscada.
—Es como si supieran exactamente dónde estaríamos —susurró—. Nos estaban esperando.
—¿Quiénes? ¿Quiénes?
—Griegos —dijo el otro—. Ésa era su lengua, el griego especial que usan en otros lugares. No nuestro griego. —Hizo un gesto de dolor cogiéndose el tobillo dolorido—. Se regodearon apuñalándonos. Oeax…, a él fue al que primero atacaron. Antes de que Hileo pudiera moverse, le alancearon desde detrás. Estaban por todas partes. Por todas partes.
—¿Cuántos había? —preguntó Héctor.
La cabeza del hombre cayó a un lado.
—Inténtalo. Inténtalo. ¡Tenemos que saberlo! —dijo Paris.
—Muchos. Diez. Veinte. ¡No lo sé! —Su voz se alzó hasta convertirse en un chillido, luego cesó. Se le quedó la boca abierta.
El físico se inclinó y puso el oído junto al pecho del hombre.
—Está muerto —dijo al fin—. De modo que la masacre ha sido completa.
Héctor estaba consternado. De algún modo, el enemigo había conocido todos nuestros movimientos. Ahora, las excursiones al monte Ida y a las fuentes ya no parecían tan invitadoras.
—¿Cómo podremos ganar, si los griegos conocen todos nuestros movimientos?
—Quizá simplemente dieron con nuestro destacamento —dijo Troilo.
—No, el superviviente dijo que los estaban esperando, preparados para ello —replicó Deífobo.
—Quizás uno de sus adivinos se lo dijera —dijo otro hombre—. Ese Calcas, por ejemplo.
—¡No, mi padre no es capaz de saber cosas de ese tipo! —La fina voz de Hillo se elevó desde una esquina, donde se encontraba—. Sólo puede interpretar profecías, vuelos de aves y entrañas, y cosas así.
—Nos están acorralando aquí —murmuró Héctor, cuando nos hubimos reunido en su mégaron con sus amigos.
No era un consejo habitual; no había ningún anciano presente, y Príamo no estaba incluido. Era sólo una conversación entre guerreros jóvenes. Él no se había sentado en el lugar de honor, sino que iba andando arriba y abajo, con la mandíbula tensa. Su voz, normalmente afable, estaba teñida de ira y de algo más.
—Lentamente, nos estrangularán.
—No podemos enviar más partidas desarmadas —dijo Deífobo—. Debe haber siempre protección.
Un murmullo se alzó al discutir todos aquella afirmación. El joven Troilo habló y dijo que él pensaba que el abrevadero, que estaba muy cerca, y que además se encontraba junto al templo de Apolo Timbreo, que los griegos estaban obligados a respetar como territorio neutral, debería ser un lugar seguro, y que se proponía seguir usándolo para abrevar sus caballos. No quería pedir reservas de agua del interior de las murallas, cuando había tanta justo en el exterior. Varios hombres lamentaron la pérdida de la feria comercial, diciendo que los mercaderes eran todos unos cobardes, y eso lo probaba. Se volvían con el rabo entre las piernas y salían corriendo al menor atisbo de peligro.
—¿Atisbo? —dijo Heleno, apartándose el espeso cabello de la frente—. Yo diría que esto es mucho más que un atisbo. Ni siquiera queda un lugar donde puedan atracar los barcos; los griegos han tomado toda la costa. —Como de costumbre hablaba con suavidad, pero sus palabras estaban bien meditadas. Nunca parecía hablar sin haber sopesado completamente sus ideas.
—Entonces irán a otros lugares —se lamentó Héctor—. Mucho más al sur. Y lo perderemos todo.
—Sí, puede que ocurra eso, si la guerra no ha terminado por esta época el año que viene —dijo Heleno.
Se estaba haciendo tarde y a través de las puertas abiertas del mégaron podíamos ver cómo iba desapareciendo la luz. Las esposas y mujeres se unieron a nosotros; como ya he dicho, yo estaba presente en muchas reuniones de las que se excluía a las mujeres normalmente. Ahora entraba Andrómaca, seguida por sus cuñadas Laódice y Casandra, y las esposas de los otros hombres. Los músicos entraron tras ellas, y también los portadores de antorchas.
—Habéis dejado que se hiciera la oscuridad a vuestro alrededor —dijo Andrómaca, con el aire más despreocupado que pudo—. ¡Hombres! —Se acercó a Héctor—. Y ahora, dejad de hablar de guerra y disfrutemos del vino y de las canciones.