Guerra. Estábamos en guerra. Qué espeluznante era pronunciar esas palabras, asumirlas. En el interior de nuestra habitación estábamos a salvo, con todos aquellos bonitos juguetes de los que se disfruta en tiempos de paz esparcidos por todas partes: liras, espejos, tableros de juego de marfil… Fuera, las calles estaban repletas de ominosos ejemplos de guerra: soldados, por supuesto, pero también chicos que llevaban cestas con flechas, hombres que conducían a unos asnos cargados bajo el peso de las piedras para arrojar desde los parapetos, y que las llevaban para apilarlas en los puestos en torno a las murallas, mujeres que corrían hacia la puerta sur, la única segura, para llevar su colada a los lavaderos exteriores antes de que fuese demasiado tarde. Los caballerizos conducían a sus animales a las fuentes y abrevaderos antes de encerrarlos en sus corrales en la primera barricada, en la ciudad baja. Y por todas partes ondeaban las tradicionales crestas de crin de caballo sobre los cascos de guerra, mientras los hombres caminaban por las calles disfrutando de la limitada visión tras las rendijas para los ojos de sus cascos.
El ánimo en Troya era desafiante. Los troyanos se ufanaban de la resistencia de sus murallas, las más fuertes y altas que había en todo el mundo, decían, y de sus valientes guerreros.
La perspectiva de que muchos hombres jóvenes perdieran la vida me llenaba de espanto. Cuando formulé mi tristeza, Deífobo se limitó a echarse a reír de esa manera displicente que era propia de él. Me había desagradado Deífobo desde el principio, y ese sentimiento iba en aumento.
—Piensas demasiado en los hombres…, y demasiado poco en las necesidades del ejército. Un ejército tiene que ganar. No le importan los soldados individuales.
—Pero la tierra que reúne el ejército sí que se preocupa por cada soldado particular.
—Quizá debería, pero no lo hace. —Se puso el casco, significativamente. Ahora su rostro quedaba enmarcado en bronce; sólo sus tensos labios aparecían debajo de él—. Has elegido un momento muy extraño para mostrarte apiadada, señora —dijo—. Tú eres la causa de todo esto. Deberías disfrutarlo. No puedes deshacerlo, así que deberías mostrarte orgullosa.
—Habría hecho todo lo que hubiese podido para evitarlo, pero un enemigo desconocido me lo impidió.
Él se echó a reír, y aquella risa provocó un eco extraño dentro del bronce de su casco.
—Ah, Helena, no quieras desviar tu culpa de ese modo. —Se ató la traba debajo de la barbilla—. Es una lástima que fuera a Paris a quien eligieras…, pero las mujeres sois volubles, y nada es para siempre.
Me aparté, pero sólo porque me había quedado sin habla. No había respuesta inteligente ni réplica alguna posible a aquel insulto.
La llanura de Troya estaba vacía. Después de su primer y vertiginoso avance a través del llano hasta nuestras murallas, donde chocaron como olas espumosas pero inútiles, los griegos se habían retirado.
Una ciudad fortificada es difícil de atacar. ¿No sabía Agamenón eso mejor que nadie, bien arropado detrás de sus murallas de Micenas? Tuvo que darle muchas vueltas, pensar en cómo podría explotar alguien las debilidades de Micenas para salir victorioso, y luego trasladar aquel plan a Troya.
La extraña suspensión de toda actividad ponía nerviosos a los troyanos, ya que el enemigo al parecer se había evaporado. Nuestros espías informaban de que ellos habían dejado sus barcos en hileras en la costa, con el último remo flotando en el agua, sujeto por unas anclas de piedra en la proa y cabos en la popa. Habíamos conseguido introducir cierto número de espías entre ellos, y un séquito de prostitutas entrenadas por Gelanor pronto los seguiría. Él pensaba que era mejor dejar que la lujuria de los hombres aumentase enormemente antes de proporcionarles el alivio.
—Ya están reuniéndose por la costa —dijo uno de los espías—. Han sacado los barcos en un orden especial, con el guerrero llamado Aquiles en un extremo y un hombretón enorme llamado Áyax en el otro, y uno conocido como Odiseo en medio.
—Así que ésos son los auténticos líderes —dijo Príamo—. ¿Y en qué lugar de todo este tinglado se encuentra Agamenón? ¿Y su hermano Menelao?
—Metidos en algún lugar de la hilera —dijo el espía—. Pero tienes razón, Aquiles, Odiseo y Áyax parecen ser los que lo sostienen todo. Se dice que Aquiles es un guerrero que ha realizado proezas sobrenaturales; Odiseo es astuto y taimado; Áyax sencillamente es enorme e inquebrantable.
¡Aquiles! Pero él estaba en Esciros disfrazado de mujer. ¿Cómo había llegado aquí, a Troya?
—¿Cómo es posible que Aquiles sea un guerrero tan grande? —exclamé yo—. En cuanto a los otros dos, Áyax es más tonto que un burro de carga, y Odiseo lucha con el ingenio más que con la espada.
—Aquiles es alabado como el más sobresaliente de sus guerreros —insistió el espía—. No sé por qué han decidido eso.
—A veces no se sabe —contestó Príamo. Meneó la cabeza—. He oído decir que Aquiles es hijo de una diosa. No podemos igualar eso. En Troya todos somos mortales. Todos nacidos de padre y madre humana.
—Eso supondrá que derrotarle nos proporcione más gloria aún —dijo Héctor, entrando en la habitación. Miró a su alrededor, a todos nosotros—. ¿Estáis escondidos como un grupo de ancianas junto a un pozo? Es lo que parece. —Se quitó el casco y lo arrojó hacia un rincón, donde resonó con voz lastimera, casi como si protestase—. No le doy mucho crédito a esos rumores de que es «hijo de una diosa». Existe el acuerdo en el Olimpo de que los dioses no rescatan nunca a su progenie, a menos que desafíen el destino, de modo que, ¿qué importa? —Se echó a reír con una risa hermosa y sonora—. Apuesto por los hijos de los hombres ante los hijos de un dios, siempre —dijo—. Nosotros no tenemos ideas poco realistas de ser rescatados, y eso inspira a los hombres a luchar hasta el límite de sus fuerzas.
Paris y yo habíamos vuelto a nuestro palacio cuando fuimos convocados por Antenor para que nos reuniésemos en su casa. Ésta se encontraba situada a medio camino bajando la colina de la ciudad, un alojamiento muy bonito con las ventanas con celosías. El interior era espacioso y ventilado; había pocos objetos que entorpeciesen la vista. Nos condujo al interior y entramos en una sala pequeña; después cerramos la puerta.
—Mis queridos príncipe y princesa —dijo, tirando ligeramente del lugar donde su broche sujetaba el manto que llevaba, de un marrón oscuro. Como siempre, iba impecable y no necesitaba arreglárselo, en realidad. Pero a él le preocupaba muchísimo su aspecto, le gustaba que le conociesen como el hombre de mejor gusto de toda Troya—. Ahora contemplo el rostro que tanto añoraban ver Menelao y Odiseo.
Yo extendí las manos.
—Como sabes, nos impidieron por la fuerza estar presentes cuando ellos llegaron a Troya.
Antenor se acercó y bajó la voz hasta que ésta no fue más que un susurro.
—Sin embargo, dejaron algo para ti —dijo. Se volvió y cogió una cajita pequeña, y luego me la tendió—. Es segura. Examínala si quieres.
Levanté la tapa lentamente. Dentro se encontraba una pieza ornamental de joyería: una piedra de un rojo oscuro montada en oro brillante y luminoso. Estaba destinada a llevarla como un broche, colgando de un aro de oro. Pasé un dedo por la suave superficie.
—Menelao me dijo que te la diera —dijo Antenor—. Quería que la tuvieras tú.
De inmediato aquello me pareció muy extraño. ¿Por qué iba a regalarme Menelao una joya, cuando aseguraba que yo había saqueado su palacio? Y aquello no se parecía en nada a las cosas que a él le gustaban: prefería las joyas más pesadas y ostentosas.
Aun así, quizá fuese una señal de que su corazón no estaba totalmente endurecido hacia mí. Podía existir una esperanza, algún medio de enviarle un mensaje y disponer otra reunión.
La saqué de la caja, pero Paris me sujetó la muñeca.
—¡No te la pongas! ¡Ni siquiera la toques! Podría estar envenenada. O maldita.
Lentamente, la volví a colocar en su estuche. Odiaba pensar aquello, pero debía ser precavida.
—¿Qué dijo exactamente cuando te entregó esto? —pregunté a Antenor.
Antenor se alisó el pelo plateado.
—Dijo, con voz estrangulada: «Para Helena, mi esposa, para que pueda calcular el coste de su amor».
—Razón de más para no llevarla —dijo Paris—. Quiere comprarte para que vuelvas, sin decir nada, con ese… juguete.
—Eso no puede ser —dije yo. Pero parecía tan mísero, comparado con los tesoros de Troya, allí colocado en aquella cajita, que me sentí conmovida. «¡Ya basta!», me dije a mí misma, muy seria—. ¿Y cómo estaba él? ¿Qué aspecto tenía? —le pregunté a Antenor. Eso me preocupaba más que el regalo.
—Estaba decaído y cansado —dijo Antenor. Estuvo a punto de decir: «Tenía el corazón roto»—. Miraba todo el rato hacia la puerta de la sala del consejo, esperando que aparecieses. Al no aparecer tú, cuando los mensajeros volvieron diciendo que no te encontraban, se encogió.
—¿Qué quieres decir con eso de que «se encogió»? —preguntó Paris.
—Pareció empequeñecerse mientras lo miraba. Pronto se quedó de la misma estatura que Odiseo.
Era doloroso oír aquello. Mi odio hacia el enemigo que me había encerrado se revolvía en mi interior.
—Hay que decirle…, yo podría explicarle…, quizá si yo fuese allí, a los barcos…
—¡No! —gritaron al mismo tiempo tanto Antenor como Paris—. El momento ha pasado —dijo Antenor—. Aunque te capturasen y saliesen huyendo contigo de vuelta a Esparta, es demasiado tarde. El resto de los griegos se quedarían y nos atacarían pese a todo. Ellos no han recorrido todo este camino para nada, y, te ruego que me perdones, señora, ahora me doy cuenta de que no han hecho todo este camino sólo para recuperarte. Menelao se contentaría con eso, el resto creo que no. Esta expedición ha supuesto unos gastos tremendos. Deben recuperar su coste.
—¡Sería mejor que se dieran la vuelta y se fueran, porque Troya nunca recompensará sus pérdidas! —exclamó Paris.
—Toma la joya —dijo Antenor—. No quiero tenerla en mi casa. —Me arrojó la caja y, a pesar de las advertencias de Paris, la cogí.
Durante cierto tiempo todo estuvo tranquilo. La gran llanura de Troya estaba vacía, y en nuestra inocencia, creímos que sería más fácil pensar que todo era igual, y que podríamos aventurarnos fuera a jugar y a correr como antes. Pero la costa había cambiado; en lugar de una línea clara donde el mar se unía con la arena, ahora se encontraban negras hileras de barcos.
Al cabo de un tiempo (ya estábamos a mediados del verano), grupos de soldados empezaron a moverse por los campos verdes y acampar allí. Al principio eran sólo unos pocos, y Príamo envió unos hombres afuera para acosarlos y atacarlos, y consiguieron echar a algunos, pero luego vinieron más y más, y al cabo formaron un semicírculo en torno al extremo norte de Troya, el lado que daba al Helesponto. A medida que su número aumentaba, empezaron a intentar bloquear nuestras puertas para impedir que nadie entrase o saliese de Troya. Pero dejaron sin custodiar el lado sur de la ciudad, y los troyanos todavía podían salir y entrar libremente por aquellas puertas. Se abrieron en abanico: se trajo más madera, antorchas y grano; se dedicó un tiempo a construir un escudo por encima del conducto de desagüe, de modo que nadie pudiera escabullirse de la ciudad por aquella vía.
Eneas se aprovechó de la calma para volver a su reino de Dardania, que se encontraba inmediatamente al este de nosotros. Dio noticia formal a Príamo, prometiendo volver rápidamente si se le necesitaba, pero diciendo que entonces debía proteger a su propia gente.
—Porque cuando los griegos se aburran y se cansen de intentar someter Troya mediante el asedio, y su moral sufra y sus suministros escaseen, buscarán víctimas en otros lugares. Volverán sus ojos hacia Dardania, Adrasteia y Frigia —dijo, mientras se despedía de Paris y de mí—. Príamo no estaba demasiado contento de que yo me llevase a vuestra hermana Creusa conmigo, pero es mi esposa —dijo a Paris—. Y mi padre Anquises debe de sufrir por mí.
—Como desees —dijo Paris. Iba recorriendo el mégaron de nuestro palacio, dando vueltas en torno al hogar ya frío en su centro—. Pero amigo mío, primo mío, ¡cuánto te echaré de menos! —Abrazó a Eneas, apretándole bien fuerte durante un momento, y luego le soltó. Sus dos perfiles, agudos y perfectos, se reflejaron el uno en el otro.
—Y yo a ti —dijo Eneas, bajito.
Eneas se fue. Yo también le echaría de menos, ya que le había conocido a la vez que a Paris, y aquel momento permanecería para siempre en mi mente, los dos como parte integrante de mi destino.
Paris estaba ansioso por tener su armadura preparada. Había ordenado que le hicieran una nueva, y los artesanos le visitaban en sus habitaciones trayendo versiones de tela de lo que más tarde se forjaría en bronce.
—Quiero un peto con un diseño en relieve que muestre los muros de Troya —dijo.
Le midieron el pecho, los brazos y los hombros, murmurando acerca de sus hermosas proporciones. Luego empezaron a poner objeciones sobre el tiempo que les costaría completar la armadura y la calidad del bronce. Se quejaron por la pureza del estaño que habían recibido del lejano norte, y dijeron que no era de la calidad habitual. Paris también quería glebas para las pantorrillas y un grueso casco de bronce, con una traba para la barbilla de cuero bien flexible.
—Y encima llevaré mi piel de pantera —dijo—. Es mi insignia especial.
Los artesanos hicieron una reverencia y se retiraron, y Paris se quedó intranquilo.
—No creo que esté lista a tiempo —dijo—. Tendría que haber atendido este asunto antes.
—No ha ocurrido todavía ninguna batalla, excepto la escaramuza cuando desembarcaron —le recordé—. Estoy segura de que tu armadura estará dispuesta a su debido tiempo. Pero ruega no tener que usarla. Podemos colgarla en nuestra sala y enseñar a nuestros hijos la gloriosa armadura de su padre.
Él suspiró. Nuestros hijos…, ¿habría alguno, acaso? Pero raramente hablábamos de aquel tema, a medida que nuestra decepción crecía y nuestras esperanzas se desvanecían.
—Quizá sea necesario que yo luche contra Menelao por ti. Hombre a hombre. También tengo pensado hacerlo. ¿Por qué deben enfrentarse y matarse dos ejércitos, cuando en realidad se trata sólo de un duelo entre dos hombres?
—¡No, no debes hacerlo!
No es que temiese que él saliera herido, oh, no, no podía ni siquiera pensar en ello, pero si Menelao ganaba, aunque a Paris no le pasase nada, yo tendría que irme con él. Tendría que dejar que me reclamase, que me abrazase, que me tocase, que me llevase consigo. Me pondría las manos en los hombros, me acariciaría el rostro, me llevaría a su lecho, su lecho frío, su lecho muerto.
—¿Tan poca fe tienes en mí? —preguntó. Su rostro blanco, desprovisto de color, parecía herido.
—No es eso —dije—. Es que los dioses son arteros y podrían engañarte.
Evadne y yo estábamos sentadas tranquilamente en la cámara más recluida. Siempre la encontraba tranquilizadora y sabia. El resto de mis damas eran alegres y parlanchinas, pero lo único que conseguían era distraerme. Como siempre, ella llevaba su caparazón de erizo y una bolsa de lana sin cardar, y nada más sentarse en su taburete sacó la lana enmarañada y empezó a pasarla por las púas del erizo, estirando sus fibras. Sus brazos se extendían amplios y la lana color pardo iba convirtiéndose en unas hebras largas, y una gran paz descendía sobre nosotras.
—¿Ha salido Paris, señora? —preguntó finalmente.
—Sí. Ha ido a inspeccionar su reserva de flechas y hacer que le preparen más. —Algunos pensaban que alguien que mata desde lejos es un cobarde, pues no se atreve a enfrentarse cara a cara con su enemigo—. Héctor dice que el mejor presagio es luchar por el país de uno, morir por él. Me parece que el mejor presagio es hacer que los soldados del otro bando mueran por su país. —Aunque fuera con flechas.
Evadne se echó a reír.
—Sería mucho mejor si las mujeres determinásemos el curso de las guerras —dijo ella—. Entonces se procedería de acuerdo con el sentido común —añadió, y cogió otro copo de lana sin cardar, oscura y enmarañada.
—Paris habló de un duelo entre él y Menelao.
—Eso sería muy sensato —contestó ella—. Después de todo, realmente, la cosa es entre ellos dos. No hay por qué implicar a otros miles.
—Pero ¡no puedo irme con Menelao! —exclamé—. ¡Aunque ganase él, me escaparía!
Me levanté y le tendí la caja con el broche a Evadne.
—¡Tuvo la audacia de traerme esto! ¡Una joya! ¡No esperará que la lleve! —La saqué y le di vueltas entre mis dedos.
—¡Ah, no, no! —dijo ella. Se acercó y la tocó ligeramente—. Es mucho más que una bonita gema. —Meneó la cabeza—. ¿Dónde la adquirió? ¿Y por qué te la dio como regalo?
Yo la volví a guardar en su caja. Al apartar los dedos noté que tenía las yemas ligeramente enrojecidas. Me las limpié con un paño, pero el paño quedó blanco.
—Llora —dijo Evadne, maravillada—. Quizá como el propio Menelao.
—Las lágrimas no son rojas —le contesté—. Es otra cosa.
La reserva de armas de Príamo iba en aumento. Tenía dos almacenes donde guardarlas: uno en la ciudad inferior, donde se conservaban los objetos de mayor tamaño como partes de carros, escudos, mangos de lanza sin terminar y armaduras, y otro en la ciudad superior, donde tenían las lanzas, dagas, arcos, flechas y aljabas. Grandes cantidades de piedras estaban amontonadas en el interior de los muros para arrojárselas al enemigo, si éste intentaba traspasar la muralla.
Antímaco, el truculento antiguo guerrero, parecía regodearse con la idea de que nuestros enemigos intentasen atacar las murallas.
—Sus patéticas escalerillas de asalto serán trampas mortales para ellos —decía, y bufaba, andando a un lado y otro, junto a un montón de piedras. Las aletas de su nariz se dilataban en medio de su rostro tostado por el sol—. Para trepar tienen que colocarse junto a la base de los muros y subir en vertical, con armadura. Ah, sí, he oído hablar de las correas para los escudos que les permiten colgarse el escudo a la espalda, convirtiéndose así en tortugas, pero es tan pesado que la mitad pierden el equilibrio y se caen. El resto…, ¡ya nos encargaremos nosotros del resto!
Se agachó y cogió una enorme piedra, con tanta facilidad que podría haber sido de lana. Su antebrazo mostraba unos abultados músculos, y sobresalían las venas. Se echó a reír y arrojó la piedra por encima del muro. Un momento después, un sordo golpe señaló su caída.
—Augusto rey, ¿a quién ordenarás que dirija a los soldados cuando se inicie la lucha en la llanura? —preguntó entonces a Príamo, que supervisaba sus defensas.
—¡Ah, eso podría dirigirlo yo mismo! —exclamó Príamo. Parecía más joven desde que habían desembarcado los griegos; extraía su vigor de la guerra que se avecinaba—. ¡Los llenaría de terror a todos, a todos ellos, hasta a Aquiles y Agamenón! —dijo, despidiéndose de su sueño—. Pero el comandante supremo será Héctor. —Príamo indicó la puerta de entrada al palacio—. Venid, vamos adentro.
No deseaba hablar de lo que sabía en la calle. Un rumor de decepción surgió en la multitud que esperaba y que los había seguido a él y a su partida hasta las murallas.
Una vez en el patio, Príamo nos ordenó que ocupásemos nuestros lugares según nuestra posición. Los soldados debían quedarse en pie a su izquierda, sus hijos y familiares en el centro, y consejeros y consultores a la derecha.
—Valoro mucho todas vuestras opiniones, pero es más fácil para mí, a mi edad —inclinó la cabeza levemente, como invitando a la contradicción—, saber desde qué lugar proceden los ataques.
Nadie discutió; nadie dijo: «¿Qué quieres decir con eso de “a mi edad”? Pero ¡si tú eres todavía un guerrero!». Esperó, pero al fin tuvo que continuar.
—Mi sabio consejero, el hombre que vino con Helena de Troya, ha conseguido situar espías entre los griegos.
Miré a mi alrededor, pero Gelanor no estaba a la vista. Le susurré a Paris que le hiciera llamar, y Paris envió a alguien a buscarle.
—Parece que los barcos están colocados en varias filas, algunos muy metidos en la playa, y que los últimos que han llegado están flotando en el agua. Son demasiados para poder entrar en el agua todos a la vez. Usan los barcos como cuartel general, custodiados a cada lado por los guerreros más fuertes.
—Desde el principio conocíamos sus posiciones —se burló Deífobo—. ¿Qué hay de nuevo en todo esto?
—Si se avecina una batalla, es mejor recibirla preparados —aseguró Príamo—. Todas las noticias que tengamos sobre el enemigo son valiosas, ya sean viejas o nuevas.
Cuando la reunión se dispersó, Príamo se dirigió hacia el altar arrastrando los pies.
—Oh, Zeus —murmuró—, dame fuerzas. —Se arrodilló y se agarró al pedestal donde se encontraba el peculiar Zeus de madera de tres ojos, cerró los ojos y rezó.
Paris, Héctor, Deífobo y Gelanor (el último que había llegado) y yo éramos los únicos que quedábamos.
—Todavía podemos hacer algo más —dijo Gelanor—. Príamo ha hablado sólo de la ofensiva, tropas, comandantes, armas. Pero como atacados, nosotros también podemos luchar a la defensiva. Vivimos aquí, y tenemos ventajas que un ejército acampado en una costa extraña no posee.
—¿Qué tenemos —preguntó Héctor—, aparte del valor y la fuerza de nuestros guerreros?
Gelanor le miró extrañado, casi con desdén.
—Ah, tenemos mucho más. ¿Cuál es tu objetivo, ganar esta guerra o ser noble? No es lo mismo.
—Debemos ganar —dijo Príamo, volviendo de su llamamiento a Zeus—. Ya lo revestiremos de nobleza más tarde. Después de la victoria.
Gelanor se adelantó y tocó el hombro de Príamo.
—Tu edad engendra sabiduría. Muy bien, entonces. Hay muchas cosas que podemos hacer para defendernos. Debemos aprovechar la naturaleza. —Miró con intención a Deífobo y a Héctor—. Ya sé que vosotros desdeñáis cualquier cosa que no sea hinchar músculos y empuñar lanzas, y el espíritu humano que dirige esas lanzas —dijo—. Pero nuestros amigos, entre los animales y las plantas, están ansiosos por echarnos una mano. No debemos insultarlos sin hacerles caso. —De repente sacó una flecha—. Una flecha puede llevar en sí la muerte. La muerte garantizada. Si está impregnada en veneno de serpiente, puede llevarse consigo al enemigo.
»Y podemos usar también otras cosas. ¿Decís que arrojemos piedras a las escalas con los que trepan? ¿Y qué os parecería arena, que penetra entre las diversas capas de la armadura de un guerrero? ¿Tenéis un sistema de alarma aquí en Troya que avise de la ruptura de vuestras líneas? ¿Por qué no? Yo conozco muchos. —Se encogió de hombros—. No estáis preparados.
—Señor…, ¡muéstranos cómo!
Me sobresalté al oír la petición desnuda de Príamo. Pero su única preocupación era Troya, y no su orgullo.
—Las cosas mencionadas no son más que juegos de niños —dijo Gelanor—. Cosas obvias. Pero hay otras…, ¿conocéis las ropas envenenadas?
—¿Untadas con veneno, quieres decir? —preguntó Príamo.
Gelanor se echó a reír.
—No, eso no. Quiero decir ropas que hayan sido frotadas contra víctimas de la peste o de alguna otra enfermedad. Tienen el poder de contagiar la enfermedad a personas sanas.
—¡No! —grité. No podía permitir que se usara tal truco contra mis propios compatriotas.
—¿Preferirías entonces las flechas de Apolo? —Por primera vez me enfrentaba a la dureza de Gelanor—. ¿Aquellas que golpean aquí y allá sin objetivo para ningún bando? ¿El cruel dios de la peste? Si un hombre muere de peste, ¿por qué no debería hacerlo por un objetivo? —Me miró—. ¿Acaso no debemos aprovechar también a Apolo?
Príamo parecía horrorizado.
—Dices blasfemias.
—Pensar en aprovechar a un dios para tus fines es un desafío a ese mismo dios. —Héctor se unió a su padre—. Por favor, retíralo.
Gelanor se echó a reír.
—Muy bien. Temible arquero, dios del arco de plata, no quería faltarte al respeto. —Guiñó los ojos hacia el sol—. Míranos aquí abajo. Y guíanos a tu templo.
—No necesitamos que nos guíe hasta él, ya tenemos uno aquí, en Troya —dijo Deífobo.
—No, ése no —dijo Gelanor—. He oído que hay otro a alguna distancia de Troya, llamado Apolo Esminteo. Ése precisamente es el que deseo inspeccionar.
—¿El templo de los ratones blancos sagrados? —preguntó Príamo.
—Pues sí —dijo Gelanor—. Creo que ese templo puede contener algunas respuestas para nosotros.
Más tarde, tras haber averiguado que no había griego alguno al sur, nuestro grupo se dirigió hacia la puerta Dardania en un carro custodiado por soldados. Pero era maravilloso escapar a los confines de la ciudad y aventurarse en el campo. A medida que Troya se iba alejando detrás de nosotros, me volví a mirar sus resplandecientes torres y sus altos muros, y en la cumbre el palacio que habíamos construido Paris y yo, lo más alto de toda Troya. Allí estaba, exhibiéndose, proclamando nuestro amor y nuestra presencia.
—Que Agamenón vea eso —susurré al oído de Paris—. Se volverá loco.
Si él se había dado cuenta de que yo no había dicho «Menelao», no dio señal de hacerlo. «Menelao» era una palabra que yo procuraba evitar, por lo violento que nos resultaba a los dos.
Después de muchos saltos y traqueteos, llegamos al templo a primera hora de la tarde, cuando el fuerte sol se reflejaba en las columnas de piedra y las volvía de un blanco puro. Un bosquecillo sagrado rodeaba el edificio, y los árboles se erguían silenciosos en el aire pesado, sin viento. Al principio el edificio parecía desierto. La tarde no era hora adecuada para los visitantes. Pero al subir los elevados escalones hasta el edificio vimos a un sacerdote con ropaje oscuro que nos esperaba con las manos juntas.
Inmediatamente habló Príamo, como líder de los troyanos.
—Buen sacerdote, venimos a honrar la encarnación de Apolo que aquí reina —inclinó ligeramente la cabeza.
—Damos la bienvenida a vuestra presencia —dijo el sacerdote—. Hemos oído que llegaba un ejército griego para sitiar Troya. —Se acercó a mí, contemplándome—. ¿Es ella la causa de todo esto? ¿La ilustre Helena?
En lugar de dejar que Héctor hablase por mí, intervine:
—Sí, soy Helena. Traigo a mi amigo de Esparta, así como a mi marido, a sus hermanos y a su padre.
—Ah, bien —dijo él. Siguió mirándome—. Quizá deberías cubrirte el rostro aquí, porque si no Apolo… —Su voz se apagó.
No tenía que enumerar a todas las mujeres y hombres de los que Apolo se había encaprichado y a quienes había perseguido sin misericordia, para su mal. Sí, Dafne había escapado, pero sólo convirtiéndose en árbol, una solución poco satisfactoria. Yo no tenía deseo alguno de convertirme en árbol.
—Muy bien —dije, y me puse un ligero velo.
—Sé que tenéis aquí ratones blancos sagrados —dijo Gelanor. Miraba a su alrededor—. ¿Alguna otra cosa?
El sacerdote puso reparos.
—Los ratones, sí, están detrás de la estatua sagrada. ¿Conoces la historia? Una multitud de ratones mordisquearon los correajes de cuero de los escudos y espadas de un ejército enemigo, y por eso los honramos desde entonces.
—Y otras cosas, ¿verdad? —insistió Gelanor.
—Sí, otras cosas. Las mantenemos a salvo, protegidas, en la cámara subterránea.
Nos condujo hasta la estatua de Apolo, en un recinto oscuro. El hedor anunciaba de inmediato que allí había animales. Hasta los animales sagrados apestan. Tosí, esperando que hubiera sonado de forma discreta.
Las jaulas estaban repletas de ratones que se amontonaban unos sobre otros, luchando por el espacio.
—¿Y si los dejáis sueltos? —preguntó Gelanor.
—Sólo son simbólicos —dijo el sacerdote—. Cierto que los ratones se comieron partes esenciales del armamento justo antes de una batalla. Pero no tenemos poder para dirigirlos. De modo que, en respuesta a tu pregunta…, si abrimos las jaulas ahora, los ratones saldrán corriendo y probablemente destruirán todos los campos que nos rodean. Atacarán lo que se encuentren en su camino.
—Entonces te ruego que los contengas —dijo Príamo.
—Enséñanos las otras cosas del arsenal —pidió Héctor—. Tenemos que saber.
Haciendo ruidos de descontento, el sacerdote pidió una antorcha. Uno de los sacerdotes de nivel inferior le puso en la mano una rama de pino resinosa.
—Muy bien, pues, bajemos. —Volvió la espalda y nos condujo hacia abajo por unos húmedos escalones—. Son antiguos. No sé qué es lo que podrán enseñaros.
Una vez bajo tierra descubrimos que el recinto era frío, húmedo y fétido, muy diferente del aspecto soleado que tenía la parte superior del templo. Unas paredes bastas y mal talladas se alejaban de nuestra visión vacilante. Se oía el rumor de algún arroyo cavernoso muy lejos. Un moho verdoso cubría las piedras, y el silencio nos envolvía.
—Aquí está una de las cosas —dijo finalmente el sacerdote, acercándose a un baúl de madera cerrado—. Dicen que en tiempos de peste, el atuendo de un rey y una reina fueron guardados aquí para mantenerlos a salvo, después de que ellos murieran de la enfermedad. —Empezó a abrir la tapa.
—No, no lo hagas —dijo Gelanor—. Déjala cerrada. No necesito verlos, mientras me jures que están ahí guardados.
—¡Lo juro! —exclamó el sacerdote.
—Muy bien, entonces. ¿Qué más tienes aquí? Puede ser de gran importancia algún día para la defensa de Troya.
El sacerdote parecía sorprendido.
—Yo…, aquí hay más ropas, dedicadas por sus propietarios después de morir de espantosas enfermedades. Están guardadas, intactas. Algunas de las enfermedades atacan rápidamente, en la parte mejor de la vida de un hombre. Otras prefieren esperar hasta el anochecer, hasta que la persona está debilitada y el ataque no es tan obvio. Pero todas las plagas súbitas se atribuyen a Apolo, y por tanto las ofrendas se traen siempre aquí.
—¿Qué dirías si te dijera que sacar las ropas, sacudirlas y sujetarlas junto a tu cuerpo haría que cayeses víctima de la misma enfermedad? —preguntó Gelanor.
—Diría que quizá deberíamos mantenerlas guardadas bien seguras. Como están ahora.
—Justamente —dijo Gelanor—. Pero si alguna vez te enviamos la orden de que las mandes a Troya, sabrás que la situación es desesperada.
—Sí —afirmó el sacerdote.
—Busquemos de nuevo la luz del día —dijo Héctor—. Todo esto es demasiado opresivo.
Se volvió y nos dejó allí de pie en la oscuridad. Al cabo de un momento le seguimos hacia el templo. El aire limpio y el cielo azul cantaron para nosotros. Entonces vimos la figura encapuchada que estaba ante la estatua de Apolo. Parecía un montón de trapos; sin embargo, respiraba, suspiraba y lloraba.
—¿Qué es esto? —gritó el sacerdote, corriendo hacia allí. Extendió la mano y la colocó suavemente en el tembloroso montón.
Al cabo, de éste surgió una cabeza, los hombros se enderezaron y el hombre se puso en pie.
Pero no era un hombre, sino un muchacho, que meneó la cabeza y tartamudeó:
—Pe…, perdóname, pero buscaba refugio aquí. Troya está sitiada. ¡Se me ha ocurrido venir aquí!
—¿Quién eres? ¿Cuál es tu nombre, hijo? —Príamo avanzó hacia él.
—Soy Hillo, hijo de Calcas. No comparto su traición. He abjurado de mi padre. ¡Dejadme volver a Troya, mi hogar!
Príamo fue hacia él, pero antes de aceptarle, retiró el pelo de la frente del muchacho. Una cicatriz irregular de un rojo intenso sobresalía en ella.
—Ya veo que realmente eres el hijo de Calcas —dijo Príamo—. Pero ¿cómo has llegado hasta aquí?
El chico se encogió y luego se recuperó un poco.
—Cuando mi padre fue a Delfos, el oráculo le ordenó que se pasara a los griegos. Y así lo hizo. Pero yo no pude. ¿Habéis visto alguna vez a esos griegos? Se pelean constantemente, y ni siquiera se sintieron contentos ni dieron la bienvenida a mi padre. ¿Qué decían? «¡Nos encanta la traición, pero odiamos a los traidores!». Como si pudiera haber una cosa sin la otra. Y mi padre no era un traidor, sino que la Pitia era quien le había ordenado que se uniese a los griegos. ¿Quién podía desobedecerla? Hay que inclinarse ante el oráculo. Pero yo no pude seguir a mi padre. El oráculo no me dijo nada a mí. Está mal, a menos que uno reciba instrucciones especiales de los dioses, desertar de la propia ciudad. Y por tanto os ruego que me aceptéis de nuevo. Dejadme volver a Troya.
Los ojos de Príamo estaban llenos de lágrimas. Los de Héctor también.
—¿Cómo sabemos que realmente eres el hijo de Calcas? —Fue Gelanor quien pronunció aquellas palabras—. ¿Debemos contentarnos con las palabras de este muchacho?
—No necesitamos palabras, lo vemos con nuestros propios ojos. —Príamo señaló la cicatriz.