XLII

—Gelanor —dijo Paris—, respeto tus ojos y tus oídos. Conoces el incidente del pozo. ¿Qué piensas?

Íbamos andando por nuestra antecámara. El olor a yeso fresco todavía perduraba, tan reciente era nuestro hogar. Evadne estaba con nosotros. Yo ahora tenía dos doncellas troyanas, Scarfe y Leuce, pero las había despedido por aquel día, para que no pudiesen oír nuestra conversación, tanto había llegado a introducirse la desconfianza y la aprensión en mi mente.

Gelanor me miró, como evaluándome.

—Soy nuevo en Troya. Estoy aprendiendo todavía las historias que hay detrás de las caras y de los nombres.

Paris meneó la cabeza.

—Sin embargo, a veces, un extraño ve cosas que un nativo pasa por alto.

—Bueno, entonces…

Esperaba que Gelanor empezase a nombrar troyanos uno tras otro y a analizar la probabilidad de que él o ella fuesen los culpables, y que desmenuzara los motivos. Por el contrario, dijo:

—Creo que han penetrado espías entre nuestros muros. —Hizo una pausa—. Van disfrazados de troyanos. Existe una posibilidad también de que sean troyanos, descontentos, pero es menos probable.

—¡Espías! —bufó Paris.

—Asumo que son extranjeros, expertos en el disfraz —dijo Gelanor—. Es cierto que siempre es preferible corromper a un verdadero troyano. Así no hay que preocuparse por el acento, las explicaciones de cómo ha llegado una persona a Troya, o errores que puedan delatarle. Pero es difícil encontrar a esa persona a menos que tengas la oportunidad de visitar libremente al enemigo y hacer tus acercamientos. El único contacto abierto que tienen muchos extranjeros con troyanos es el mercado, y hace mucho tiempo que pasó.

—¿Podría alguien encarnar de forma convincente a un troyano… ante otros troyanos? —pregunté.

Sabía que en mi caso el acento era diferente, muchas palabras eran distintas, y había cosas a cada momento que indicaban que no era troyana.

—Creedme, se puede —dijo Gelanor—. Es su trabajo, como el de un granjero es uncir los bueyes, y el del herrero forjar los metales. Ellos pueden forjar una persona que no existe.

—Pero ¿cómo pueden mantenerlo? —preguntó Paris—. Los niños juegan a tales cosas, pero se cansan cuando cae la noche.

Gelanor sonrió. Su sonrisa siempre resultaba tranquilizadora y al mismo tiempo extrañamente distante, como si se divirtiera con todo aquello.

—Llegan a creérselo —dijo—. Lo abrazan por completo, y su antiguo ser se desvanece.

—Veo un rostro —dijo Evadne de repente—. Un rostro joven. —Luego suspiró—. Pero es todo lo que veo.

Preguntamos a los testigos más cosas sobre Menelao y Odiseo. ¿Qué dijeron, qué aspecto tenían? Los hombres presentes en la reunión del consejo dijeron que la cámara estaba llena a reventar, que la gente se hacinaba junto a las paredes. Menelao hablaba con voz suave y persuasiva. Su aspecto era atractivo y su discurso racional. Dijo que Paris había violado la ley más básica de la hospitalidad al acudir bajo su techo con pretextos de amistad y secuestrando a su mujer en su ausencia. Aseguró que había sido raptada contra mi voluntad, violada incluso.

—¡No! —grité.

—Pero ¿qué otra cosa iban a pensar los griegos? —dijo nuestro informante, un miembro joven del consejo—. Es necesario para su orgullo creerlo. —Se detuvo—. Menelao dijo también que Paris había robado grandes cantidades de oro y objetos que pertenecían al tesoro de Esparta.

—¡Eso no es cierto! —gritó Paris—. No me llevé nada. Helena cogió sólo cosas suyas…, cosas que, sin embargo, estamos más que dispuestos a devolver, si hace falta.

¡Menelao…, un mentiroso! ¿Acaso le había impulsado Odiseo a hacer aquello, para defender mejor su causa?

—Juro ante todos los dioses que eso es falso —afirmé.

Mientras aquellas palabras salían de mi boca, sabía que los oídos en los cuales tenían que haber resonado habían desaparecido hacía mucho tiempo. Nuestro enemigo ya había procurado que fuese así. Mi testimonio habría aclarado las cosas. Ahora, nunca me escucharían.

—Una lástima, entonces, que no pudieras jurar tal cosa ante el consejo —dijo el hombre, calmadamente—. Después de Menelao, habló Odiseo. Es el hombre más persuasivo que ha nacido jamás. Ah, al principio no es tan obvio. Cuando se levanta para hablar, al principio, parece insignificante, y sus palabras no resultan ágiles. Pero luego se van acumulando y forman montones de palabras, y éstas te entierran. Habló de la desgraciada conducta de Paris, de Príamo, de toda Troya. Habló de la añoranza que sentía Menelao de su amada esposa. Habló del engaño y del descaro al llevarla allí contra su voluntad. Nos advirtió de que debíamos aplicar un castigo. Príamo insistió en los términos más duros en que ellos estaban equivocados, que era imposible que Paris te raptara contra tu voluntad, ya que él sólo tenía un barco, no una flota. Menelao se limitó a bufar. «Mentiras de los troyanos —dijo—. ¿Qué más se puede esperar de este pueblo despreciable?». Odiseo se golpeó el pecho. «Nos encontraremos con vosotros con nuestras armaduras, en la llanura de Troya», dijo. Luego añadió que Agamenón, líder de los griegos, exigía la entrega no sólo de la persona de Helena y sus tesoros, sino de grandes cantidades de oro para cubrir los gastos en los que habían incurrido los griegos en su expedición para recuperarla. De otro modo, arrasarían Troya hasta los cimientos.

—Hubo un tumulto —le apuntó Gelanor—. Me temo que eso probó su afirmación de que los troyanos son peligrosos y bárbaros, y no siguen las normas habituales de conducta…, el tipo de gente que roba esposas.

—¿Quién inició el escándalo y los gritos? —preguntó Paris—. No lo sé. Parecía venir de la parte trasera de la sala —dijo el hombre.

—Así que eran varios —dijo Gelanor—. Drogaron a Paris, encerraron a Helena, y espiaron en la cámara del consejo. Debemos buscar a muchos.

Una calma expectante descendió sobre Troya después del tumulto de los visitantes griegos. Era como si aquellos dos hombres fuesen dioses, o extraños de un mundo desconocido, cuya existencia, para conmoción de los troyanos, ahora resultaba confirmada.

Yo también estaba conmocionada. Menelao había estado allí, caminando por aquellas calles. Pero las dos mitades de mi vida estaban separadas, completamente hendidas. Así lo creía, y así lo deseaba. ¿Cómo se iban a reunir ambas? No estaba segura de lo que habría sentido al ver de nuevo su rostro.

Nerviosamente, un grupo de mujeres decidió abandonar la ciudad e ir a los lavaderos, como de costumbre. Aquella vez iban con guardias armados. Varias de las mujeres reales quisieron unirse a ellas, pero no para lavar ropas, sino para empapar sus tapicerías recién tejidas y así mezclar los colores. Se había tejido mucho en palacio, y había una pequeña carreta llena de tejidos esperando el siguiente paso del proceso, que sólo podía hacerse en los lavaderos. Mi propio tejido estaba estancado, me pareció. Quería contar una historia, una historia importante, pero las viejas historias habían perdido para mí todo su atractivo, de modo que no había empezado nada. Quizá ver los diseños y trabajos de las demás me ayudase.

El día era bueno, y prometía hacer calor por primera vez en el reciente verano. Tras atravesar la puerta Dardania, las carretas que llevaban la ropa para lavar y los tapices bajaron por la cuesta. Las mujeres reían y andaban junto a ellas; niños que deseaban jugar les daban palmaditas a los caballos y se subían a los carros, saltando de uno a otro. Una suave brisa soplaba desde el campo.

Uno de los chicos se quedó de pie en la pila más elevada de ropa y gritó de repente:

—¡Mirad! ¡Mirad! —Señaló hacia el mar, que era visible desde el lugar donde nos encontrábamos.

—¿Qué pasa? —preguntó el guardia que estaba más cerca.

—¿No lo ves? ¡Hay unas cosas negras allá fuera!

Gruñendo, el guardia trepó al carro más cercano, después de ordenar a todo el mundo que se detuviera. Se hizo sombra en los ojos y los guiñó. Durante unos momentos no dijo nada. Luego gritó:

—¡Barcos! ¡Barcos! ¡Volved a la ciudad!

Las grandes carretas se dieron la vuelta laboriosamente y se dirigieron de nuevo hacia la puerta, con su oscilante carga de ropa y de tapices.

—¡Cerrad bien la puerta! —aullaron los guardias, después de que el último carro hubo entrado, traqueteando.

Las mujeres corrieron, calladas, hasta las murallas del lado norte de la ciudad para ver lo que estaba ocurriendo. Cuando llegamos allí encontramos gente apelotonada, mirando hacia el mar. Nos abrimos paso entre ellos para encontrar a nuestros hombres y luego, de pie junto a ellos, vimos lo que ellos estaban mirando.

Extendida por todo el mar, una enorme telaraña de barcos se dirigía hacia nosotros, formando un dibujo como el de un telar, un tapiz que contaba su propia historia espantosa. Los barcos eran tan numerosos como las moscas que se apiñan en torno a un charco de vino derramado y pegajoso…, como un enjambre, empujándose para ocupar un sitio, hambrientas.

—¿Cuántos? —Andrómaca, de pie a mi lado, estaba casi sin aliento por nuestra carrera para llegar hasta allí.

—Cientos —dijo Héctor, mirando ceñudo hacia el mar—. Los vigías de Sigeo y de la tumba de Esietes en el cabo acaban de llegar; han informado de que hay cientos.

—Mil —dijo Deífobo, junto a él—. Al menos mil.

—Eso es imposible —dijo Héctor—. Sencillamente, no puede haber mil.

—¿Puedes contarlos, pues? —exclamó Deífobo—. Uno, dos, tres…

—Se mueven demasiado rápido y están demasiado lejos para contarlos bien —insistió Héctor.

Deífobo dijo con desdén:

—¿Admitirás entonces, querido hermano, que hay muchísimos?

—Sí, eso sí te lo concedo. Veo que tu corazón se alegra.

—Sí, realmente es así. Estoy ansioso por luchar contra ellos.

—Héctor… —Andrómaca le tocó el hombro—. Míralos. —De nuevo señaló hacia el mar, temblando.

—¡Cuantos más mejor! —gritó Deífobo—. Más perecerán. Ningún ejército de ese tamaño puede mantenerse en el campo. Se morirán de hambre, y cuantos más sean más rápido ocurrirá todo. Deben contar con un ataque rápido, con una victoria rápida, antes de que los problemas de sobrevivir en una tierra ajena los agobien. Pero son unos idiotas. Las murallas de Troya son inexpugnables. No pueden asaltarnos aquí. Lo único que pueden hacer es amontonarse en la llanura. Quizá —dijo, con suficiencia—, unos pocos de nosotros nos aventuremos a salir para presentarles batalla. Pero será un individuo o dos. —Se dio la vuelta y me miró—. Aquí está. Éste es el rostro que ha atraído todos esos barcos. Un barco por cada pelo de tu cabeza, cada pestaña, cada dedo del pie o de la mano. ¡Que se estrellen contra las rocas de nuestras murallas! ¡Nosotros tenemos más piedras que cabellos dorados tiene tu cabeza! —Se alejó con una sonrisita placentera en los labios.

Me volví y eché a correr. No podía soportar seguir mirando la espantosa línea negra de barcos que se acercaban. «Un barco por cada pelo de tu cabeza, por cada pestaña, por cada dedo del pie o de la mano». No debía ser así. Pero era así. Los cuarenta pretendientes se habían convertido en un ejército. «Mis» cuarenta pretendientes habían venido a cumplir su promesa.

Las calles de Troya estaban atestadas de gente que se empujaba y se apelotonaba. Miré sus rostros y no parecían asustados, pero actuaban como los niños a los que se entrega un nuevo juguete. ¡Los barcos habían venido a jugar con ellos!

Corrí entre ellos, hacia mi palacio. Deprisa, subí a la terraza superior, y allí tuve mi propia vista privada de los barcos que se aproximaban. Si había creído de alguna manera que se iban a desvanecer, me desengañé enseguida de semejante milagro.

Bajé al santuario doméstico y me senté tranquilamente, esperando que si me quedaba absolutamente quieta, mi corazón dejaría de latir con tanta violencia. Apenas podía respirar, jadeaba en busca de aire.

Pronto, la calma del lugar me tranquilizó, eso y el hecho de que estaba bajo tierra, y en un mundo distinto al de arriba. Lentamente, en silencio, la serpiente sagrada salió de su oscura morada y se quedó junto a mis pies. Levantó la cabeza, como si esperase que yo le impartiese alguna sabiduría, en lugar de ser al revés.

Pero yo no sabía nada. Todo aquello con lo que había contado había resultado equivocado. Que Menelao no me perseguiría. Que los pretendientes no harían honor a su juramento. Que Agamenón no reuniría a un gran ejército, y aunque lo hiciera, que los hombres no seguirían su intimidatorio mando. Todo equivocado, todo equivocado.

Evadne lo había visto en su visión, la gente había avistado a la flota de camino hacia aquí, pero ver que llegaba a nuestras costas era algo completamente distinto.

Ese enorme número de barcos…, ¿cómo iba a soportarlo Troya? Y si…, una idea inimaginable…, ¿y si caía Troya? Sí, era una idea inimaginable, pero las otras posibilidades anteriores también eran inimaginables; sin embargo, los barcos estaban allí.

«A causa de ella se librará una gran guerra, y muchos griegos morirán».

Pero si morían muchos griegos, también morirían muchos troyanos. Y todo porque yo había decidido huir con Paris…

Empecé a desgranar la letanía que siempre había desgranado ante los demás: que no era culpa mía, que Agamenón simplemente buscaba una excusa para la guerra. Pero no tenía que tocar aquella música ante mí misma. «Yo» les había dado la excusa.

Una mezcla de pánico y de culpa surgió en mi interior, apoderándose de mí con tanta fuerza que me dolía respirar. Esos hombres… venían a atacar a mi nueva familia, mi nuevo hogar. Pero entre ellos, ¿podría estar mi antigua familia? ¿Estarían mis hermanos? ¿Irían Cástor y Polideuces en el barco de Menelao? ¿Vendría mi padre? Pero no, no podían haber abandonado todos Esparta. Alguien tenía que quedarse para gobernar.

¡Ah, que no estuvieran aquí mis hermanos!

La serpiente se deslizó por encima de mi pie, acariciándolo con su frío vientre.

«¡Dímelo, dímelo!», le rogué. Pero sus oscuros ojos no me dieron respuesta alguna.

Cayó la noche, pero con la última claridad del crepúsculo, antes de que la oscuridad de la noche se mezclase con la oscuridad de los barcos, vimos lo mucho que se habían acercado a nuestras costas. Al día siguiente atracarían.

Príamo convocó una reunión del consejo de emergencia; nos envío órdenes a la luz de las antorchas. Pronto estuvimos todos reunidos en el mégaron, a la luz débil que hacía difícil reconocer los rostros. Príamo, en su agitación, no esperó a que llegasen todos para empezar a hablar.

—Ya sabemos por qué están aquí —dijo, pasando por alto las habituales sutilezas—. ¡Los griegos se nos están echando encima! ¡Al amanecer estarán aquí! Nuestros vigías han informado de que el número de barcos es de más de quinientos. No podemos contarlos, por supuesto, hasta que hayan atracado. Es la última noche tranquila que pasaremos. —Se detuvo para recuperar el aliento.

Vi que le temblaban las manos, pero apretaba los puños para ocultarlo. Hizo un gesto a los ancianos para que vinieran a su lado. Timetes, Lampio, Clitio e Hicetaonte aparecieron y ocuparon sus lugares junto a él, mientras Hécuba retrocedía, desapareciendo entre las sombras.

—Antímaco. Antenor.

Ellos se adelantaron.

—Hijos míos.

Paris se fue de mi lado y se acercó a sus hermanos.

—Vosotros sois lo que se interpone entre nuestros enemigos y nuestros ciudadanos, nuestras mujeres e hijos. —Miró a su alrededor, a todos ellos, dejando que sus ojos se entretuvieran en cada rostro—. Troya nunca se ha enfrentado a un ataque semejante. Pero sé que está a salvo en vuestra sabiduría y fuerza. Que los vigías hablen primero, que nos digan a qué nos enfrentamos.

Los vigías, jóvenes soldados apostados en Sigeo y en la tumba de Esietes, se adelantaron.

—Creemos, señor, que en una estimación aproximada hay, más o menos, quinientos barcos.

Al oír esto Príamo gritó y escondió la cara entre las manos.

—¡Quinientos! Aunque sólo fueran quinientos, y en cada barco sólo fueran cincuenta hombres, aun así, son… ¡veinticinco mil hombres! Y si resulta lo peor, que son mil barcos, con cien hombres en cada uno… ¡serían cien mil!

—Sí, señor —afirmó el vigía.

Lentamente, Príamo bajó las manos y se sujetó la cabeza entre ellas.

—Muy bien. Así son las cosas. Os lo pregunto a todos: ¿cuál, según vuestra opinión meditada, debería ser nuestra primera acción?

—¡Es obvio! —dijo Antímaco—. Ataquémosles en la playa mientras intentan desembarcar. Los podemos coger en el momento más vulnerable. ¿Cuántos hombres tenemos en nuestras fuerzas plenamente entrenados para la batalla?

—Tenemos casi siete mil —dijo Héctor—. Los mejores de Troya.

—Entonces, ¿nos superan por cinco a uno al menos? —exclamó Antenor.

—No contamos a los aliados, que pronto superarán ese número incluso —dijo Héctor—. Yo los dirigiré.

Príamo asintió.

—Por supuesto. Y Deífobo y Eneas dirigirán las segundas filas.

—¿Y yo? —dijo Paris.

—No necesitamos arqueros en esta misión —dijo Deífobo—. Quédate aquí y protege las murallas. —La luz vacilante escondía el placer reflejado en su rostro, pero yo lo notaba en su voz.

—¿Y yo? —gritó también Troilo.

—Tú te quedarás dentro, apartado de las murallas —dijo Príamo—. Junto con Polidoro y Polites.

—¿Y yo? —preguntó Hicetaonte—. Mi armadura está pulida, las sujeciones de cuero se han reemplazado, y están más flexibles que nunca.

—Pero tú no —dijo Príamo, con firmeza.

—Todavía puedo parar y lanzar estocadas a los mejores de ellos. —Sus ojos se achicaron en su rostro arrugado.

—Pero no puedes correr. Eres tan lento como un asno atado.

—¡Eso no es cierto! ¿Quién te ha dicho tal cosa?

—Te he visto intentarlo. —La voz de Príamo se volvió amable—. Nosotros tenemos ya una edad, y nuestros días más veloces pasaron.

«El brazo de la jabalina todavía lo tengo fuerte, y en tiempos habría superado en una carrera a cualquiera de esos jovenzuelos». El viejo atleta. ¿Habría suplicado a Menelao también unirse a él?

Lampio me miró y meneó la cabeza.

—Ahí está, con su belleza terrible, como la de los dioses inmortales. Pero por muy maravillosa que sea, ¡para Troya habría sido mucho mejor que nunca hubiese venido!

—Ya está hecho, Lampio, y no se puede deshacer —le dijo Príamo—. Fue la voluntad de los dioses.

Qué bien aceptaban todos aquello. Qué distintos eran de los griegos, que nunca se acomodaban a su destino sin intentar primero desafiarlo, sin éxito.

—¡Con la primera luz, pues, a los barcos! —gritó Héctor—. ¡Nos armaremos y nos prepararemos toda la noche!

Un gran rugido de excitación se alzó en la sala y la llenó, como el humo.

Cuando estábamos a solas y juntos en nuestra habitación, Paris se quedó de pie dándome la espalda y mirando hacia fuera, al mar oscuro.

—Sabemos que están ahí —dijo—. Saberlo hace que todo sea distinto.

Le di la vuelta para que me mirase a la cara.

—Temía que llegase este día —dije.

—«Decías» que temías que llegase este día, pero ¿era así, en realidad?

—No, no quería hacerlo —admití—. ¿Recuerdas la cascada de Citerea? ¿Aquella tan alta a la cual nos subimos y desde la que miramos hacia abajo, donde apenas podíamos oír el agua que caía, mucho más abajo? Siento como si nos estuviéramos cogiendo de la mano y a punto de saltar allí, los dos juntos, sin poder ver el fondo. Ah, Paris, tengo tanto miedo de que Troya pueda sufrir algún daño, y por culpa nuestra…

—Entonces la profecía se haría realidad, la de que yo causaría la destrucción de Troya —dijo—. En cuyo caso, al decidir dejarme vivir, el daño causado a Troya era inevitable. Por tanto, no tenemos que castigarnos a nosotros mismos por ello.

—Así, pues, ¿te lo tomas a la ligera?

—No, no es así, pero tampoco quiero asumir toda la culpa.

—Me siento ahogada por presagios y profecías. Cuando huimos juntos, pensábamos que estábamos luchando por desembarazarnos de esa telaraña. Ahora veo que es mucho mayor de lo que imaginaba.

—La lucha auténtica está a punto de empezar. Esta noche me he sentido muy humillado cuando me han prohibido unirme a mis hermanos en el ataque a la playa. «Quédate y protege las murallas…».

—No ha sido el Rey quien lo ha dicho, sino Deífobo. —El taimado y malicioso Deífobo.

—El Rey no le ha llevado la contraria ni le ha reprendido.

—Quizá…

—Debo aprender a luchar mejor de la forma habitual. Haré que me construyan una armadura nueva. ¡No se atreverán a dejarme atrás!

—Quizá sea la única lucha que haya. Quizá les den una paliza tan grande a los griegos que levanten las anclas que acaban de echar y se vuelvan a casa.

—Menelao es un hombre tozudo —dijo Paris—. Hará falta más de una escaramuza para que se vuelva atrás.

Nadie durmió aquella noche, y antes de que el amanecer se insinuara siquiera al este, Paris ya estaba cogiendo su arco, las flechas y el carcaj, y salía de la habitación. Supuso que estaba durmiendo, y fingí que era así, para que no sintiera la necesidad de tranquilizarme y decirme que todo iría bien. En el momento en que se fue, me levanté de un salto y me eché encima alguna ropa, con el corazón latiendo muy deprisa y las manos tan temblorosas que tenía que juntarlas con fuerza para evitar el temblor.

De pie con las demás troyanas en la alta muralla del norte, contemplé a nuestros hombres correr a través de la llanura hacia el Helesponto, al lugar donde habían atracado los barcos. Paris estaba en algún lugar en el interior de una de las torres de guardia, y una parte de mí daba gracias de que no se encontrara entre aquellos que se apresuraban hacia los griegos. La otra parte de mí, la de Paris, notaba su misma ira y vergüenza por haberle ordenado que permaneciera en Troya.

Cayó la noche y los hombres no habían vuelto, y no podíamos ver ni oír nada. Hasta el anochecer del día siguiente no volvió el ejército, con una fina capa de polvo cubriendo sus armaduras y el sudor chorreando de sus cuerpos, y con camillas en las que llevaban a los muertos. Habían atacado a los griegos mientras estos desembarcaban, y Héctor había conseguido matar al primer hombre que pisaba la costa, un buen augurio, aunque él desdeñaba los augurios. Pero el resto de la compañía griega había presentado batalla con fiereza, y aunque consiguieron hacerles retroceder casi hasta el mar, lograron atacar y quemar muchos barcos de la flota troyana anclados en la boca del Escamandro.

En cuanto las puertas se hubieron cerrado detrás de nuestros hombres, los griegos les siguieron por la llanura, como si no pudieran esperar para contemplar Troya. Nuestros muros altos y pulidos y nuestras recias puertas los repelieron, y se retiraron entre una nube de flechas y piedras arrojadas desde las murallas.

Su inútil marcha por la llanura nos permitió ver lo grande que era su ejército. Llenaba toda la cuenca entre ambos ríos; desde la altura, parecía una enorme manta en movimiento. Había un relámpago ocasional procedente de algún escudo que reflejaba la luz del sol, y el estrépito de sus armaduras formaba una música amortiguada mientras iban andando.

No reconocí a nadie entre los líderes; sus cascos oscurecían los rostros y la luz ya se estaba desvaneciendo. Con armadura, todos los hombres parecen iguales.