Troya esperaba a medida que avanzaba la primavera, y los barcos seguramente seguían su camino hacia nuestras costas. Era el espantoso momento de esperar antes de la acción, cuando se habían hecho todos los preparativos y ya no era cuestión más que de nerviosas repeticiones, cuando el cuerpo y la mente añoran la liberación de la acción. Cada hermoso día seguía sin traer nada por mar ni avanzadillas por tierra. Había rumores, pero siempre hay rumores, claro está, de que se hallaba de camino una embajada de los griegos. De cuántos emisarios constaba y cuándo llegarían, o si el rumor era cierto simplemente, nadie sabía nada.
En las calles de Troya, la gente estaba tensa por la espera, y no sonreían ya al pasar junto a mí. Algunos parecían apartar la vista repentinamente, apretándose más los mantos en torno al cuerpo y pegándose más a las paredes.
En el gran pozo donde las mujeres subían y bajaban los escalones en graciosos ascensos y descensos, como una danza ante un dios, empezaron a dejarme el paso libre. Cuando bajaba con mucho cuidado los lisos escalones, una hermosa mañana, noté que las mujeres desaparecían a mi alrededor, y que estaba sola al descender más al fondo, y a medida que la luz natural que procedía de la abertura superior disminuía. Los escalones hacían eco al pisarlos; normalmente, las muchas pisadas en el interior formaban una especie de música.
Las antorchas en sus soportes de las paredes parpadeaban, y el agua más abajo reflejaba el rojo intenso y las llamas doradas. Había quietud; siempre la había, ya que el agua fluía con suavidad de una fuente tranquila.
Por último llegué al fondo, donde podía llenar mi jarra… No necesitaba ir a buscar agua, pero lo encontraba relajante y me gustaba poderle decir a Paris que yo suministraba el agua para los aguamaniles de nuestras habitaciones; siempre la perfumaba con pétalos de rosa. Al hacerlo, mientras la jarra perturbaba la calma superficie creando nuevas olas en ella, de pronto, hasta la débil luz que procedía de fuera quedó interrumpida. Oí un ruido pesado cuando se colocó en su lugar la cubierta de madera. De pronto no había nada de luz, excepto las antorchas parpadeantes.
Yo di un salto y protesté, como si luchara por aspirar aire.
Cogiendo mi jarra, subí lentamente hasta arriba. La cubierta del pozo estaba colocada en su lugar. Empujé y encontré que era imposible levantarla. Algo debía de estar sujetándola. O había un cerrojo echado.
«Alguien me ha encerrado aquí abajo».
Pero ¿por qué? ¿Quién? ¿Y cómo podía escapar yo? Empecé a golpear la madera, pero ésta ahogaba el ruido de mis puños. Chillé. Seguramente mi voz atravesaría la madera, pero nadie respondió y nadie levantó la tapa que me aprisionaba.
Me dejé caer en uno de los escalones. La piedra estaba fría y húmeda. Noté que el corazón me latía con fuerza al pensar que me habían dejado allí, bajo tierra.
Pero me esforcé por pensar con claridad. Estaba en un pozo público, el principal que había junto al templo de Atenea. La gente tenía que usarlo. No podía permanecer cerrado mucho tiempo sin explicación alguna. Por tanto, quienquiera que me hubiese encerrado sólo preveía un breve tiempo para mantenerme allí, completamente invisible. Pero ¿qué podía ocurrir que tuviera tal importancia durante unas pocas horas? ¿Y por qué debía yo ser invisible?
Tenía que haber alguien a quien yo no podía ver… o que no debía verme a mí. Los griegos. ¿Había llegado la embajada? ¿Y por qué debía permanecer escondida? ¿De qué tenían miedo? ¿No sería de que decidiera volver con los griegos? Todo el mundo, excepto Paris, se alegraría de ello.
Pero… quizá no. Había algunos en Troya que deseaban esta guerra, y que no querían que nada entorpeciese su progresión.
O bien podía ser que alguien no quisiera que los griegos me viesen, por miedo a que intentasen rescatarme allí mismo. O quizá…, ah, era absurdo. Había muchos motivos por los que alguien podía desear impedirme que viera a los griegos, y que los griegos me vieran a mí.
La humedad empapaba mi vestido y empecé a temblar. Mi febril respuesta había desaparecido, y ahora el sudor frío me inundaba y me hacía castañetear los dientes. Me agaché en un escalón, apretándome el manto todo lo que pude a mi alrededor, pero era muy fino, ya que después de todo había llegado la primavera.
Me pareció que esperaba allí para siempre. De forma amortiguada oí que la gente venía al pozo y murmuraba cuando lo veían tapado. Gradualmente la luz se fue desvaneciendo de las rendijas, y me pareció que se aproximaba la noche. Pasaron las horas, largas horas. Tenía agua para beber de mi jarra, pero mi estómago gritaba reclamando comida. Mucho más abajo, las antorchas gorgotearon y se extinguieron, con el combustible ya consumido. La oscuridad más absoluta me envolvió.
Sólo las débiles rendijas de luz que entraban a través del pozo me dijeron que había llegado la mañana. Por aquel entonces, estaba ya desplomada contra la pared, temblando incontrolablemente. ¿Por qué nadie se había quejado del pozo cubierto? Pero, claro (mi corazón desfallecía al recordarlo), había otros pozos en Troya. Quizás alguien hubiese hecho correr la voz de que aquel pozo tenía el agua envenenada. En aquel caso, lo mantendrían cerrado durante largo tiempo.
El día iba avanzando; de pronto, aun a través de la madera que todo lo ahogaba, oí un gran escándalo y griterío: chillidos, aullidos y gritos de guerra. Luego todo se acalló. Desesperada, empecé a golpear la cubierta. Pero nadie lo oyó; quizá no hubiese nadie cerca. Seguí golpeando la tapa y gritando tan fuerte que me dolían mis propios oídos. Tenía que haberlo hecho desde el principio; ya estaba mucho más débil y era menos probable que me oyesen. Pero me entró pánico. Sabía que no duraría otra noche más allí.
De pronto, arrancaron la tapa y el frenético rostro de Paris me miró.
—¡Ah, querida! —gritó, y se echó a llorar—. ¿Quién te ha hecho esto? —Saltó y se acercó a mí—. ¿Estás bien? ¿Puedes salir? No, no importa, yo te llevaré.
Entre mis protestas, se agachó, me cogió en brazos y salió a la luz del día. Nunca me había parecido la luz del sol tan bella.
Una multitud de rostros curiosos nos rodeaba. Silenciosamente, dejaron pasar a Paris, para que me condujera a través del círculo.
—¿Qué ha ocurrido? —pregunté—. Estaba cogiendo agua cuando de repente la tapa del pozo se cerró por encima de mí. ¿Fue un accidente?
—No, ningún accidente —dijo él—. Menelao y Odiseo estuvieron aquí. Desde luego, alguien no deseaba que los vieras, o que ellos te vieran a ti.
—¡Menelao! ¡Aquí! ¿De verdad?
—Sí —dijo él—. Menelao pidió que comparecieras y le dijeras, en persona, que estabas aquí por tu propia y libre voluntad. Dijo que si no lo oía de tus propios labios, nunca creería que su leal y amante esposa no era retenida como prisionera. Príamo envió a buscarte, pero cuando sus hombres volvieron solos, Odiseo le acusó de burlarse de la embajada, y dijo que eso probaba que tú eras una prisionera, a quien no se atrevían a sacar.
—Pero ¿por qué no hablaste tú?
Esperaba que él dijese que así lo hizo, pero que la visión de su rostro puso a Menelao como una furia.
—No estaba allí —dijo—. Alguien me puso una droga en el vino y caí en un sopor que duró todo el día. Príamo envió a buscarme y sus hombres no pudieron despertarme. No tengo ningún recuerdo de todo eso. Pero ellos volvieron al consejo y dijeron que estaba borracho en la cama.
—¡Ah, por todos los dioses!
Nuestro enemigo era atrevido y astuto. Ahora Paris aparecía como un pelele disipado ante los ojos de los griegos.
—Entonces, Deífobo se puso tan furioso ante el insulto al honor de Príamo que corrió hacia los griegos con la espada. Antímaco gritó que lo mejor sería matar a Menelao y a Odiseo, y arrojar sus cuerpos por encima de la muralla…
—¡No! —grité; mi corazón saltaba como loco al imaginarlo.
—El resto de la cámara respaldaba a Deífobo. Excepto Antenor…, que gritó y dijo que, aunque era testigo de que tú estabas aquí por tu propia voluntad, sin embargo, el honor exigía que volvieses pacíficamente con Menelao. Entonces el consejo le atacó a «él». Él y los griegos tuvieron que huir a su casa en busca de seguridad. Menelao y Odiseo han salido esta mañana temprano con una fuerte guardia.
Nunca perdonarían ese insulto. Y creerían que yo formaba parte de él, que deliberadamente había hecho alarde de ello, evitándoles y negándome a hablar con ellos, o que en realidad era una prisionera…, ambas cosas motivos para la guerra. Menelao… Menelao quería vengarse personalmente de Paris y de mí.
—Menelao es un hombre afable, pero esta afrenta es personal —dije—. Creerá que tanto yo como los troyanos le desdeñamos y queremos la guerra. ¡Nada podría estar más lejos de la verdad!
—Nuestro enemigo ha ganado una brillante victoria. No sé quién me dejó fuera de combate. ¿No tienes ni idea de quién cerró el pozo?
—No. Estaba lejos, abajo, al nivel del agua. No vi a la persona, ni siquiera sus manos.
—Aun así, no debería ser difícil identificarle. O identificarla.
—¿Por qué dices eso? Tenemos muchos enemigos. —La enormidad de esa simple afirmación dolía.
—Pero pocos en Troya que nos odien tanto como para desear la muerte de sus compatriotas troyanos. Te digo que quedará bastante claro quién está detrás de esto.
Teníamos que averiguarlo, pero cuando llegase el momento, me resultaría odioso mirarle o mirarla a la cara y «saber».
Y Paris podía estar equivocado. Podía no ser el odio hacia nosotros lo que ocasionase aquello, sino puras ansias de guerra.