XL

Ante los rumores de la flota griega, Troya parecía hincharse de orgullo y emoción. Dormitando pacíficamente desde hacía demasiado tiempo, preparada desde hacía demasiado tiempo con sus elevadas murallas, sus recias torres y sus reservas de armas, daba la bienvenida a la euforia de entrar en acción. Despertándose de su niebla dorada, se agitaba como un león ansioso por cazar. Evidentemente, aquellos deseos habían sido reprimidos durante toda una generación, y los jóvenes nos aclamaban a Paris y a mí cuando caminábamos entre ellos por las calles, gritando que defenderían el «tesoro griego» hasta la muerte. Pero por la forma en que se reían, mostrando los dientes, estaba claro que no pensaban que serían ellos los que morirían. Infundirían un terror tal a sus enemigos que toda la flota enemiga huiría…, aunque no sin librar una feroz batalla o dos, sin embargo. Los troyanos no querían que les arrebataran una gran batalla, en la cual el final fuese un resultado previsto. ¿Cuál otro iba a ser si no? Todo el mundo sabía que los griegos se peleaban y luchaban entre ellos y que eran una gente variopinta que nunca había tenido un ejército como es debido. Un troyano valía por diez griegos, ésa era su cantinela.

Los talleres echaban humo, los artesanos y herreros de Troya tenían más trabajo que nunca, y el comercio era intenso. La gente afluía a Troya para obtener bienes y comerciar también. Surgió un mercado en torno a la nueva esfinge en el patio abierto, que estaba repleto de gente desde el amanecer hasta la puesta de sol. Príamo insistía entonces en que salieran todos para poder cerrar las puertas por la noche. Pero cada mañana la gente volvía de nuevo, y parecía que su número iba en aumento.

Las mujeres de Troya disfrutaban al ver que el mercado venía a ellas y que podían comprar sin tener que salir de su ciudad. Los maridos les prohibían que se excediesen comprando chucherías y baratijas, pero sus consejos se desatendían.

Extrañamente, fue una época feliz en Troya.

Además, Troya empezó a fortificarse. Los trabajadores engrasaban los pivotes de las grandes puertas; los carpinteros tallaron nuevos pasadores para asegurar las puertas. Los constructores añadieron un nuevo parapeto de ladrillos de arcilla encima de los muros de piedra. La zanja que rodeaba a la ciudad inferior se ahondó más aún, y se colocó una nueva hilera de pinchos erizados en la parte posterior de la que ya existía. Príamo en persona bajó y se dirigió a la gente que vivía en la parte inferior de la ciudad, advirtiendo de que se podían avecinar peligros. Tuvo mucho cuidado con evitar la palabra «guerra», o incluso «asedio».

Los escalones que conducían al pozo cubierto junto al templo de Atenea fueron renovados y dragaron el pozo; se colocaron también nuevos cubos y sogas para sacar agua. Los más ajetreados eran los mercaderes que tenían la responsabilidad de aprovisionar a la ciudad con alimentos. Se desperdigaron por toda la región y volvieron con carretas llenas de granos y de aceite. Éstos fueron transferidos a unos enormes depósitos de piedra hundidos para el almacenamiento. Verlos allí, enterrados en hilera hasta el cuello, con las tapas selladas con alquitrán, daba a los troyanos una sensación de seguridad, pero también contribuían al ambiente festivo.

No se oyó ni una sola palabra más de Agamenón o de su flota.

¿Cuántos eran, exactamente? ¿Quiénes eran los comandantes? No lo sabríamos hasta que no pusieran el pie en nuestra orilla del Egeo y pudiéramos enviar espías entre ellos. Ya Príamo estaba reclutando a tales espías, sobre todo hombres jóvenes sin obligaciones familiares. Apeló a Gelanor para que le ayudara a instruirlos, pero Gelanor le dijo que tendría que incluir a voluntarios de edades diversas.

—El objetivo de un espía es mezclarse a la perfección —dijo—. Un espía debe ser la persona menos notoria posible…, de modo que más tarde, si a alguien se le pide que la describa, se rasque la cabeza y diga: «Pues no me acuerdo». Hombres guapos, arrogantes, con cicatrices o con el pelo rojo no pueden ser espías. Pero también necesitamos a hombres mayores, e incluso a alguna mujer.

—¿Mujeres? —Las espesas cejas de Príamo se alzaron.

—Sí, mujeres. ¿No llevan todos los ejércitos a una bandada de mujeres detrás, con el poco halagüeño nombre de «seguidoras»? ¿Y qué es una espía, sino alguien que va «siguiendo» a los demás? ¿Quién mejor para pasar inadvertida?

—¿Quieres decir… prostitutas? —Príamo retorció los labios.

—El que desprecia a una prostituta se desprecia a sí mismo —dijo Gelanor.

Príamo se irguió.

—¿Qué quieres decir con eso, buen hombre?

—Sólo quiero decir que aquellos que miran con demasiada altivez suelen pasar por alto cosas importantes —dijo—. ¿Quién tiene un acceso mejor a los generales que las prostitutas? ¿Quién oye secretos murmurados en la oscuridad? Algunas de las defensoras más leales de una ciudad han sido prostitutas. —Tosió discretamente—. Debería hacérseles un monumento público para reconocer su contribución.

—¡Muy bien, búscalas pues! ¡Enséñales! Quiero decir que les enseñes a recoger información.

—Y hombres ancianos también…, los necesitarás. Hombres lastimosos, lisiados, que se lamenten del cruel destino, que los ha privado de los miembros o del sustento. Siempre van alrededor de los ejércitos y se los emplea para tareas sencillas. Cuanto más desgraciados son, menos sospechas levantan. —Hizo una pausa—. Seguramente tendréis algunos en Troya…

—Ha pasado mucho tiempo desde que hubo una guerra en Troya —dijo Príamo.

—Los hombres quedan lisiados por otros motivos, aparte de la guerra —dijo Gelanor—. Debemos encontrarlos.

—¿Cuántos crees que necesitarás? —preguntó Príamo.

—Dando un margen para deserciones, ejecuciones y fracasos, yo diría que… al menos doscientos. Y así podrían quedarnos unos cien.

Príamo asintió.

—Los tendrás, buen hombre, los tendrás.

Entrenar a los espías parecía algo ominoso. Gelanor me aseguró que no lo era. Decía que siempre hubo espías aficionados, pero que normalmente los cogían y los ejecutaban, de modo que, ¿no era más sensato aprender de esos errores?

—Tal como dices, parece que esa gente son armas, como arcos o espadas, que siempre necesitan mejorarse —afirmé.

—Es que son armas —me replicó—. Quizá las más mortales de las que disponemos. Después de todo, el conocimiento del pensamiento y la posición del enemigo determina nuestra acción contra él.

Ahora había dado donde más dolía.

—¿Cómo pueden ser enemigos nuestros esa gente de Grecia? No puedo pensar en ellos como enemigos.

—Entonces debes aprender a hacerlo —dijo—. Tu cuñado ha reunido una flota de soldados para invadir Troya y recuperarte. ¿Deseas irte con él?

—No —contesté, bajito.

—Entonces no será pacífico. Ah, sí, enviarán embajadas, que serán rechazadas. Entonces empezará la lucha. Agamenón se sentirá gravemente decepcionado si no empieza. Y también los troyanos, me parece. De modo que tenemos que saber exactamente cuántos hombres tiene, y qué tácticas planea.

—Sí, eso lo entiendo.

—Puede salvar vidas.

—Vidas troyanas.

—Ésa debería ser tu única preocupación.

Ah, pero ¿cómo podía serlo? Yo tenía parientes y vecinos entre los griegos. ¡Quizá hasta mis propios hermanos! ¿Cómo iba a preocuparme sólo por las vidas troyanas?

—Pero ¿y tú? Tú eres griego, y esa gente también —exclamé.

—Ésa es mi pena —replicó—. Y el precio que pago por no haber dejado Troya de inmediato, tal y como deseaba.

—¿Puedes cambiar de lealtad tan completamente, aunque tu corazón esté en parte en otro lugar?

—Intento no pensar en ello —dijo él—. Mi tarea es burlar a Agamenón y desarmarle antes de que haga daño. Por eso selecciono y envío espías, y les enseño todos los trucos que conozco para husmear los planes de Agamenón. —Sonrió—. Helena, sé que no deseas ser conocida en épocas venideras como la causa de una guerra.

—¡Nunca! —accedí.

—Pero ambos sabemos que a lo largo de las épocas los conocimientos se desvanecen, y sólo quedan unos pocos recuerdos, y el recuerdo de la bella Helena como causa de una guerra entre griegos y troyanos puede permanecer. A menos que se evite la guerra.

El invierno llegó y se fue. Los mares se abrieron. Pero el horizonte permanecía claro. Abajo, en la llanura, los troyanos se entrenaban, miles de guerreros al parecer ejercitándose a pleno sol, practicando con el arco y la espada, y cargando contra barricadas y zanjas que colocaban ante ellos sus comandantes. Los aurigas conducían sus carros por la llanura, y los corrales de los caballos se transformaron en empalizadas para proteger a sus valiosos pupilos. Mientras tanto, los herreros seguían fabricando espadas, escudos y armaduras a carretadas, y los artesanos preparaban nuevos carros tan rápido como podían, y fabricaban ruedas de ocho radios, y trabajaban el cuero para formar el suelo, y otros trenzaban las flexibles ramas de sauce recogidas en las orillas de los ríos para formar las barandillas.

Representantes de los aliados de Troya llegaron y prometieron su ayuda a Príamo. Conocí a muchos de los embajadores, y debo confesar que aparte de sus tocados de distintas formas, todos me parecieron iguales, aunque, por supuesto, hablaban lenguas diferentes. Las únicas realmente originales, las que estaba ansiosa por ver, eran las amazonas de Asia. Enviaron a una jefa tribal con un grupo de guerreras, para asegurar su ayuda a Príamo, si era necesaria.

Como yo ocupaba un lugar en Troya que estaba fuera de todo protocolo, cuando deseaba ver a alguien estaba dentro de mis prerrogativas. Así que corrí al mégaron de Príamo en cuanto me dijeron que había llegado la embajadora de las amazonas.

Cuando entré, ella ya había presentado sus credenciales a Príamo. Estaban hablando del número de guerreras que podría proporcionarle en las horas de necesidad. Me deslicé por un lado, junto a la pared, mirándola.

Era muy alta e iba vestida con traje de combate, aunque no era una armadura tal y como yo las conocía. Llevaba un corselete de tela y un casco, pero aparte de eso, iba sin protección. Llevaba el pelo largo y peinado hacia atrás en una trenza. Su brazo era como una columna de mármol, suave e impenetrable. Vi sus manos, que jugaban con la espada, anchas, con los dedos gruesos. Al notar mi movimiento, aunque yo había intentado pasar silenciosamente, se dio la vuelta y se enfrentó a mí, cogiendo la espada.

—Paz, Elate —dijo Príamo—. Ésta es Helena. No hay necesidad de ensartarla.

La amazona se echó atrás el casco un poco, para mirarme mejor. Una expresión de desdén aleteó en su rostro.

—¡No, creo que no!

Me acerqué a ella.

—Soy amiga tuya, y no enemiga —sonreí—. Debo confesar que siento mucha curiosidad por las amazonas. ¿Es cierto que no tenéis hombres en vuestros pueblos?

—Ah, sí, los tenemos durante cierto tiempo. Son útiles para algunas cosas. Creo, señora, que ya sabes a qué cosas me refiero.

Asentí y reí nerviosamente.

—Pero, aparte de eso, no los necesitamos —dijo—. Los consideramos más bien una molestia.

Ahora sí que se reía de verdad. Eso le parecía divertido.

—Y ahora vamos, Helena, ¿no has sentido alguna vez lo mismo? ¿No te gustaría que desaparecieran después de haber cumplido su objetivo? Sería mucho más sencillo.

Fui incapaz de responder, tanto me ahogaba la risa.

—Algunos de ellos —dije. Ciertamente, no todos.

—Ningún hombre vale las molestias que causa —afirmó—. Te ruego que me perdones, majestad. —Le guiñó el ojo a Príamo—. Bueno, puedo garantizarte una fuerza de unas cien guerreras como éstas. —Hizo una señal a su cuerpo de guardia, todas ellas altas y musculosas—. Entrenadas desde la niñez para la lucha y la caza. Un centenar de amazonas valen por mil hombres.

—¿Por qué ibais a recorrer toda esta distancia para proteger Troya? —le pregunté. Su hogar estaba muy lejos.

—No queremos griegos aquí —dijo—. Que se queden en su lado del mar. Señora, aunque tú eres muy agradable de mirar, ninguno se deja engañar por sus protestas de que tienen que rescatarte por cuestiones de honor. Lo que quieren es afianzarse en nuestra región. Y nosotras queremos negárselo.

—Entonces, bienvenida sea vuestra ayuda —dijo Príamo.

Elate me dirigió una mirada.

—No dudo de que tu marido quiere que vuelvas y que esté perdidamente enamorado. —Resopló al pensar en ello—. Pero en cuanto a los demás, sólo quieren saquear esta tierra. —Entonces sonrió—. Espero no desilusionarte.

—No, no —le respondí.

Las cigüeñas blancas volvieron de su viaje invernal y ahora iban vadeando las marismas. El cielo cantaba una canción de un azul limpio. Todas las señales de la primavera que nos daban siempre alegría no eran entonces más que señales de que nuestra tierra estaba abierta para la invasión. El paso ya estaba franco, y les hacía señas.

Tan rápidamente como las aves que volvían, llegaron los rumores junto a ellas. «Hay barcos en el horizonte. No, sólo son olas. Han atracado lejos, al sur, en Larissa. Viene una gran masa desde Tracia. Mi hijo los vio con sus propios ojos, cuando fue a las fuentes frías y calientes de la montaña, allí estaban, extendidos en la llanura por debajo. Dicen que hay dos, que vienen en embajada especial. Pero ¿quiénes son? No lo sé, pero ambos tienen el pelo rubio como el oro. Muchos griegos lo tienen. Podría ser cualquiera. ¿Ha recibido noticias Príamo? No».

A medida que pasaban los días, me ponía cada vez más nerviosa. Entonces, cierto día, recibí una llamada desconcertante de la Reina para que acudiera a sus aposentos lo antes posible. No había explicación ni saludo formal alguno, sólo la orden.

Todavía no estaba acostumbrada a no ser reina y a tener que obedecer a otra reina. En Esparta, pensaba que la realeza me afectaba poco y que no me había cambiado, pero ahora sabía que en cuanto una mujer es reina, aunque sea brevemente, es reina para siempre en su propio corazón. Y Hécuba raramente me hacía llamar, de modo que de alguna manera era una buena señal.

Cuando llegué a los aposentos externos vi que todas sus hijas esperaban nerviosamente, yendo y viniendo, arremolinadas. Príamo tenía doce hijas, pero no todas eran de Hécuba. No vi a ninguna extraña entre ellas, de modo que allí estaban todas las hijas de Hécuba. Laódice se acercó a mí, con los grandes ojos brillantes.

—¡He querido que vinieras! —dijo—. ¡Mi madre se sorprenderá mucho!

—Sí, claro —dijo Ilona, mirándonos de soslayo—. Se quedará mucho más sorprendida cuando sepa que has llamado a Helena fingiendo que eras ella.

Así que no era Hécuba quien me había llamado, después de todo. Noté una gran decepción por ese hecho. Aun así, al menos las princesas sí que me aceptaban, en particular Laódice. Hay historias de hombres que se sientan inmóviles en el bosque para intentar atraerse la confianza de algún animal salvaje. Yo me sentía así con la familia real de Troya.

—¡Es el cumpleaños de mi madre! —dijo Laódice—. Y hemos planeado algo para complacerla y sorprenderla.

—Sabes que es imposible sorprender a nuestra madre —dijo Creusa—. Ella lo sabe todo.

—No sabe nada de esto —dijo Laódice, obstinada—. Vamos, podemos decorar la habitación ahora; se ha ido a las habitaciones donde se guarda la ropa, y siempre se queda un buen rato allí.

Decoraron la habitación con guirnaldas verdes y flores del prado, e Ilona estaba muy atareada en una bandeja grande. Yo no podía hacer gran cosa y mi tarea era no parecer tan incómoda como me sentía. Contemplé a las más jóvenes, Ilona y Polixena, que jugaban al corre que te pillo entre ellas y que luego se sentaban a jugar con unas tabas. Eran niñas en un momento dado, mujeres al siguiente. Me recordaron a Ifigenia y a Hermíone jugando juntas, y cayó sobre mí un peso tan enorme y triste que tuve que apartar la vista. Ifigenia ya no jugaría nunca más, y Hermíone… ¿qué estaría haciendo en aquel preciso momento? Ah, si pudiera verla… sólo por un instante.

—¡Pareces triste! —Casandra se quedó de pie ante mí, acusadora—. ¿Por qué? —gritó.

—Y tú pareces furiosa —repliqué—. ¿Por qué?

—Ella siempre está furiosa —dijo Laódice, corriendo en mi defensa—. Nadie la escucha, ése es el motivo.

Andrómaca se unió a nosotras y entonces Ilona dijo:

—¡Ya viene! ¡Callaos!

Oí unas suaves pisadas que se aproximaban a la habitación y luego entró Hécuba. Miró a su alrededor, sorprendida, pero en lugar de una sonrisa en su rostro apareció un ceño.

—¿Qué pasa, hijas mías? —dijo.

—Queremos honrarte en este día de tu nacimiento hace hoy sesenta años.

—¡Bah! —dijo ella—. ¿Qué significa eso para mí?

—Bueno, madre, para nosotras sí, y deseamos honrarte. —Creusa levantó la barbilla con la terquedad que se cuidaba mucho de ocultar a Eneas.

Hécuba caminó erguida hasta el centro de la habitación. Se movía como una persona sin edad, sin la agilidad de la juventud, pero tampoco arrastrando los pies como en el declive. Miró a su alrededor, a nosotras ocho, y su rostro se suavizó.

—Todas estáis aquí, pues —dijo—. Y las esposas de mis hijos. Las únicas que se han casado hasta ahora, ¡qué vergüenza para las demás! —Finalmente, sonrió—. Mis hijas son una bendición, desde la mayor, Creusa, hasta la más pequeña, Filomena.

—Nosotras sí que tenemos una bendición al contar con tal madre —dijo Ilona.

—Y nosotras, que acabamos de ser adoptadas por la gran familia de Príamo, también somos afortunadas. —Andrómaca me rodeó con su brazo, hablando por mí.

—Y ahora que hemos acabado ya con la miel, ¿qué tenemos para comer de verdad? —dijo Hécuba, vivaz—. ¿Qué tenéis para mí?

—Un juego —dijo Ilona.

Hécuba agitó la mano.

—Juegos. ¡Odio los juegos!

—No es una competición atlética, madre, sino un juego de la mente —dijo Laódice.

—Algo en lo que destacas —dijo Creusa.

—¡Ah, vaya, me estáis halagando tanto que me pregunto si la habitación no se inundará de moscas! —dijo Hécuba.

—Cada una de nosotras ha puesto un objeto en esta bandeja —dijo Ilona—. Excepto Helena. —Me dirigió una mortal sonrisa.

—No he tenido oportunidad de traer nada —aclaré—. Ha sido una sorpresa para mí tanto como para ti…, madre. —Todavía me resultaba muy difícil llamarla de esa manera.

—Sí, ahora soy tu madre —dijo ella—. Ya que has perdido a la tuya en un desgraciado…, desgraciado… —No era propio de ella que se le atascase una palabra.

—Acto impulsivo —dijo Casandra, sin expresión.

—Valiente, pero equivocado —dijo Andrómaca con rapidez.

Todo el mundo sabía ahora lo de mi madre, lo que había hecho y por qué lo había hecho. Ése era mi tormento y mi dolor, que ya no era privado, sino propiedad de todo el mundo.

—Puedes llamarme hija —dije. Quería que dejaran de hablar de mi madre antes de que me echara a llorar delante de ellas.

—Bueno, ¿y qué es todo esto? —Hécuba miró la bandeja cubierta con una tela suave.

—Tienes que mirar las cosas que hay debajo mientras yo cuento hasta diez, y luego lo volveré a tapar.

—¿Y qué sentido tiene todo eso?

—Comprobar tu memoria y asegurarnos de que no eres como alguno de los consejeros de nuestro padre, que están tan ofuscados por la edad que ya no recuerdan ni por qué puerta acaban de salir.

—Yo lo recuerdo todo, queridas, de modo que no penséis que me podéis engañar. Sería muy propio de vosotras añadir o quitar algo de la bandeja para que yo empezara a dudar de mis sentidos. Os advierto que no funcionará. —Ella misma retiró la tela y dijo—: ¡Empezad a contar!

Vi sus ojos agudos moverse por la bandeja, escrutar cada objeto. Antes de que Laódice pudiera contar hasta diez, Hécuba dijo con displicencia:

—¡Ya podéis retirarlo!

—¿Tan pronto? —Ilona parecía incrédula.

—He sido reina de Troya durante casi cuarenta años y soy capaz de recordar todos los artículos que se han cruzado en mi camino y todas las palabras que se han dicho. —Meneó la cabeza—. Algunas cosas preferiría haberlas olvidado.

—Muy bien, madre, pues recítalas. Si se te olvida alguna, no te la daremos.

Ella cerró los ojos:

—Todavía las veo todas, una por una, colocadas en la bandeja. Tendréis que explicarme el significado de cada una, en cuanto las nombre. Había un montoncito de bayas secas en un cuenco. Parecían pasas, pero no lo eran. Era en el lado superior izquierdo. A continuación había una especie de hierba atada en un pequeño paquetito. En medio había un paquetito doblado de algo de un azul intenso. Y una cajita junto a éste, de ébano, con unas líneas en espiral que irradiaban desde el centro. Una pluma blanca muy larga… —temblé al oír aquella palabra, pero ella continuó diciendo— esponjosa, flotante. Y un huevo enorme, tan grande que debe de ser de los dioses. Y también había un brazalete de bronce, una punta de flecha, un par de pendientes, también de bronce… —Siguió nombrando varios artículos, bastante corrientes. Cuando terminó abrió los ojos—. ¿Bien?

Ilona miraba la bandeja.

—No te has dejado nada.

—Vaya, vaya, no te muestres tan decepcionada. Y ahora, ¿cuáles son mis regalos y quién los ha elegido, y cuál es su significado?

—Yo te he regalado las hierbas, madre —dijo la pequeña Filomena—. Las recogí yo misma en los prados, y servirán para calmarte y que tengas buenos sueños si las pones en agua, dejas que les dé el sol y luego las bebes despacio.

—Gracias, cachorrito mío. Necesito buenos sueños.

—Yo te he regalado las cerezas, madre —dijo Polixena.

—¿Y qué son cerezas?

—Un fruto que crece tierra adentro, muy lejos, más allá incluso del mar Negro. Las encontré en un puesto de la feria. Son muy dulces, y el mercader me dijo que cuando están frescas, son rojas.

—¡Más allá del mar Negro! He oído que hay otro mar allí, un poco más pequeño, mucho más al este, pero no conozco su nombre, ni siquiera si tiene nombre —dijo Hécuba—. Gracias. —Ilona le tendió el pequeño cuenco y ella se metió una cereza en la boca—. Muy sabrosa —dijo.

—Yo te regalo la pluma de avestruz —dijo Ilona—. Dicen que el faraón de Egipto usa abanicos de plumas de avestruz, y he pensado que la reina de Troya se merecía una también.

—Y para que la acompañe, yo te regalo el huevo de avestruz. —Creusa lo cogió y le dio vueltas—. Es de un tamaño mucho mayor al de las demás aves, realmente, incluso al de un águila o al de una grulla.

«O un cisne —pensé yo—. He visto la cáscara del huevo, es azul, de un azul de jacinto…».

—No creo que se pueda empollar —dijo Hécuba—. ¿Y qué es el paquetito doblado azul?

—Es una tela que viene de un sitio mucho más lejos al este que las cerezas —dijo Laódice. Lo desdobló y lo agitó en el aire, donde flotó tan ligero como las plumas del avestruz. Parecía una neblina azul, transparente y flotante—. Me han dicho que se llama seda. ¡Ah, madre, si pudiera tener un vestido de novia hecho de algo así!

Todo el mundo se rio. Laódice estaba consumida por los planes de boda, aunque no tuviera prometido.

Hécuba lo palpó, asombrada.

—Maravilloso —murmuró.

—Y madre… —dijo Casandra adelantándose y tendiéndole la cajita de ébano.

—Una caja. Debo de tener ya cientos, pero ésta es muy bonita.

—Mira en el interior. —Llena de ansiedad, Casandra casi le arrebató la caja para abrir más rápido la tapa.

Hécuba sacó una piedra redonda y azulada.

—Tiene una estrella en su interior —dijo Casandra—. Mira, si la sujetas así… —La inclinó—. Ves, una de seis puntas.

—¿Y qué piedra es?

—No conozco su nombre, pero el hombre me dijo que era un talismán muy potente, tan potente que protege al portador aun después de que se lo regale a otra persona. Madre, espero que te proteja.

Casandra la adivina le daba a su madre algo para que la protegiese…, ¿qué estaría viendo Casandra?

—Gracias, queridas mías. —Ella miró a las seis—. Parece que habéis dado mucho trabajo a los mercaderes de la última feria.

¿Era mi imaginación o ponía mucho énfasis en la palabra «última», de una forma ominosa?

Se volvió hacia Andrómaca y hacia mí.

—Y vosotras, ¿qué tenéis para mí?

Andrómaca vaciló y luego dijo:

—Nos han invitado al mismo tiempo que a ti, al parecer, y no hemos tenido tiempo para preparar nada. Pero nosotras…

—Sólo quiero un regalo de vosotras dos —dijo—. ¡Niños! ¡Dadme nietos!

Tan contenida como siempre, Andrómaca no respondió más que con un tibio:

—Es algo que me gustaría obsequiar de buen grado, si pudiera.

Antes de que nadie pudiese hacer algo para cubrir aquel momento tan doloroso, las puertas del vestíbulo se abrieron. Entró Príamo, rodeado por una jauría de perros nerviosos y saltarines.

—¡Para mi reina, la madre de Troya! —gritó, extendiendo los brazos.

—¡Ya sabes que no puedes meter aquí a estos animales! —dijo Hécuba, retrocediendo—. ¡Te lo he dicho, no lo toleraré! —Mientras hablaba, uno de los perros cogió una esquina de la alfombra y empezó a morderla—. ¡Fuera! —gritó ella.

Príamo se agachó y acarició al perro, apartándolo de la alfombra. Éste obedeció, meneando el rabo como loco.

—Ah, sé amable, querida mía. En este día tan especial, todas las criaturas quieren rendirte homenaje. ¿Lo ves?

Justo detrás de él entraban todos sus hijos, seguidos por los ancianos de Troya. De pronto, la sala se llenó de animación. Héctor, resplandeciente con una túnica blanca, se adelantó a abrazar a su madre, y le siguieron por orden sus hermanos: Deífobo, con una túnica de cuero y su habitual aspecto sarcástico; Paris, vestido con los pantalones de estilo oriental que normalmente sólo llevaba en privado, y con una piel de pantera sujeta en el hombro; Heleno, con su túnica negra de adivino adornada con estrellas de plata; Troilo, que todavía llevaba la túnica juvenil, los cuatro que sólo eran un nombre para mí: Hiponoo, Antifo, Pamón y Polites, y el más joven de todos, Polidoro, con las mejillas enrojecidas por la emoción de que hubiera una fiesta y él formase parte de ella. Éste fue andando solemnemente hasta Filomena y le tomó la mano, y la condujo hasta Hécuba.

Luego hizo una reverencia y, con los ojos cerrados y muy apretados para recordar bien las palabras, recitó:

—Nosotros, que somos tu hijo y tu hija más pequeños, saludamos a nuestra madre en este año tan especial de su vida.

Los labios de Hécuba temblaron, pero ella los apretó.

—Gracias, queridísimos, el último hijo e hija que le di a Príamo. Todos los hijos vivos que he tenido están hoy aquí, desde el mayor hasta el más joven. Somos muy afortunados.

—Y —dijo Príamo— tenemos muchos viejos amigos que han hecho el viaje a través de los años a nuestro lado, y que te saludan también. —Hizo una seña hacia el grupo de consejeros que estaban a un lado, impacientes.

—¡Timetes!

El hombre, tuerto por una antigua batalla con los misios, hizo una reverencia.

—¡Lampio!

Tan gordo que sus arrugas estaban rellenas desde dentro, el hombre saludó gravemente. Si hubiera hecho una reverencia se habría echado a rodar.

—¡Clitio!

Sus encías sin dientes relucieron de un color rosa intenso al saludar a la Reina.

—¡Hicetaonte!

Su rostro y su figura conservaban vestigios de la maravilla que había sido en su juventud. Pero los rasgos se habían difuminado y ablandado, los músculos se habían atrofiado y el pelo le clareaba. Sobresalían de su imagen de decadencia unos ojos asombrados…, asombrados de encontrar a su propietario en aquel estado.

—Ahora incluimos a Zeus en nuestras conmemoraciones —dijo Príamo—. «Mi» Zeus.

Indulgente, la familia le siguió hacia el patio principal donde se reunían cada pocos días cuando él los convocaba al sacrificio ante su extraña figura de Zeus. Él sentía que aquella imagen era su protectora personal, y era fieramente leal a ella. Yo lo encontraba inquietante, con sus tres ojos y su pelo salvaje y enroscado, pero sabía que el dios de cada hombre le habla sólo a él, y que nadie debe cuestionar por qué.

Mientras la extensa familia permanecía junto al altar, no pude evitar compararla con la mía allí en Esparta. Hasta cuando estábamos todos juntos éramos sólo seis. Mi padre no tenía ningún círculo de camaradas y consejeros que hubieran estado con él todos los años. Nuestras vidas en Esparta parecían estériles, en comparación con la de Príamo. Vacías de gente, pero también de los lujos que los troyanos parecían concebir como necesidades. Por lo que yo había visto hasta el momento, no se negaban nada. ¡Quizás incluso pensaran que era poco saludable hacer tal cosa! No estaba segura aún de si envidiaba sus comodidades o las desaprobaba.

—Nos consagramos a ti, Zeus, y sabemos que continuarás protegiéndonos como has hecho hasta ahora. —Príamo se dirigía a la imagen.

Ahora que se había mencionado al huésped prohibido, los problemas que se avecinaban, Héctor exclamó:

—¡Ocurra lo que ocurra, puedo defender Troya sólo con mis hermanos y los maridos de mis hermanas! —Miró a su alrededor—. ¿Qué diríais a eso, hermanos míos? ¿Estáis dispuestos a seguirme, a defender las murallas de la ciudad de nuestro padre?

—Las murallas de la ciudad pertenecen a Apolo —dijo Heleno—. Él construyó una parte, y las protegerá.

—¡No, nosotros las protegeremos! —exclamó Deífobo—. ¡Todos nosotros! Con nuestras espadas. —Se volvió a Paris, que estaba a su lado—. Y tú, por supuesto, tendrás que confiar en tu arco. Puedes esconderte en la torre junto con los arqueros de la ciudad.

Paris le miró. Sus proezas con el arco seguían persiguiéndole; se consideraba una forma de lucha inferior.

—Mi brazo es tan bueno como el tuyo, y puedo usar la espada cuando lo decida. Y tengo además otra habilidad que tú no tienes, que es el arco. Practica un poco. Quizá pueda ayudarte a aprender.

—¿Tendré que ponerme pantalones también?

Todo el mundo se echó a reír a carcajadas.

—Pruébalos alguna vez —dijo Paris—. Son muy prácticos.

—Si quieres parecer un oriental…, o un trabajador corriente.

—Yo era un trabajador corriente, que es también algo muy práctico, más de lo que has hecho tú nunca. Aseguras que eres un guerrero, pero cuando no hay guerra ¡esa ocupación resulta inútil!

—¡Hijos míos! ¡Dejad de discutir! ¡Parece que tengáis diez años! —La aguda voz de Hécuba los silenció—. Es bueno que uno de mis hijos, al menos, haya pasado algo de tiempo con la gente corriente. Después de todo, la mayor parte de nuestros súbditos lo son, y deberíamos conocerlos mejor.

—Pero en cuanto a esta guerra… o conflicto. —Se puso de pie el viejo Hicetaonte, temblando—. Helena, debo preguntarte una cosa. —De repente, todos los ojos se volvieron hacia mí; yo era la única, después de todo, que conocía personalmente a los hombres que venían en los barcos—. ¿Crees que estarán dispuestos a irse si los sobornamos…, quiero decir, si les pagamos? Tú los conoces a todos.

¿Debía decir la verdad y estropear aquella ocasión feliz? No había otra salida, entonces no.

—El líder, Agamenón, ya tiene mucho oro, ganado y tierras. Pero nunca ha luchado ni ha dirigido una gran guerra. Y es eso lo que quiere. La ansiaba desde que le conocí. Incluso ha sacrificado a su propia hija por ella. No se rendirá por oro, porque para él no es ninguna novedad. —Ya estaba, y no me había achicado al decirlo.

—¡Dejad ya temores e inquietudes! —Heleno levantó las manos. Las mangas de su túnica brillante oscilaron al moverse—. Hay profecías acerca de Troya, y deberían cumplirse todas antes de vernos en peligro de caer.

—¡Pues cuéntanoslas! —aulló Deífobo, que parecía casi uno de los perros de Príamo—. ¡No las guardes en secreto!

—Sí, hijo —dijo Príamo—. Habla.

—Para empezar, existe la que dice que mientras Palas Atenea esté en Troya, estaremos protegidos.

—¡Por supuesto que se quedará aquí! —exclamó Troilo—. ¡No va a salir corriendo!

—No tiene piernas —rio Filomena. Era exactamente lo mismo que yo pensaba, pero nunca hubiera podido decirlo en voz alta.

—Otra dice que alguien debe venir y atacar Troya con las flechas de Heracles.

—Helena…, ¿no hay un griego que tiene esas flechas? —preguntó Héctor.

—Sí, eso he oído decir. Su nombre es Filoctetes. Pero no sé si se habrá unido a Agamenón o no.

—Luego, también hay algo acerca de unos caballos tracios que beben del río Escamandro. Si beben de él, Troya estará protegida.

—Los caballos tracios beben todo el tiempo del Escamandro —dijo Paris—. Los importados que criamos en las praderas.

—Creo que esos caballos tracios tienen que traerlos los mismos tracios, y no ser atendidos por troyanos.

—Los comerciantes que los traen durante la feria… deben abrevarlos en el Escamandro —dijo Troilo—. No van todo el camino hasta la casa de aguas que hay junto al templo de Apolo, donde el agua es más pura. Yo llevo mis caballos allí, pero ellos no.

—El Simois está más cerca. Creo que van ahí —dijo Antenor.

No le había visto unirse al grupo, tan silenciosamente había entrado. Con él iba un hombre joven, que supuse que sería su hijo. Extrañamente, para tener un padre tan elegante, el hijo llevaba la ropa muy arrugada. Quizás intentase ser un «anti-Antenor». Si no podemos sobrepasar a nuestros padres, nos convertimos en sus opuestos.

—Tenemos control sobre esa profecía —dijo Deífobo—. Si cualquier tracio desembarca aquí con caballos, haremos que vayan al Escamandro. ¿Qué más?

—Debe venir el hijo de Aquiles.

—¿El hijo? Pero Aquiles no tiene ningún hijo —dije yo.

—No que nosotros sepamos —intervino Paris—. Pero puede haber uno.

—¿Cuentan los bastardos? —preguntó Timetes, entrecerrando su único ojo.

—No lo sé —admitió Heleno—. Tendré que averiguar la expresión exacta de la profecía.

—¿Y ya está? —preguntó Héctor—. Creo que estamos bien protegidos contra ellos.

—Hay más —dijo Príamo—, pero no puedo decirlo en voz alta aquí, en público. Basta con que yo lo recuerde y sepa qué hay que hacer para evitar que se cumpla.