Clitemnestra había venido para una de sus frecuentes visitas y estábamos sentadas juntas bajo el árbol de Hermíone. O quizá «debajo» sea un poco exagerado: en los cinco años transcurridos desde que se había plantado, había crecido más que mi cabeza, pero sus ramas inferiores todavía se hallaban demasiado cerca del suelo para que nos encontrásemos directamente debajo. Estábamos echadas en la blanda hierba del prado que quedaba junto al árbol en una agradable comida campestre, contemplando a nuestras hijas, que jugaban en la colina debajo de nosotras, corriendo y tirándose una pelota. Ifigenia tenía ocho años; Hermíone, cinco.
—Ah, es una buena corredora, como tú —dijo Clitemnestra—. Mira cómo supera a Ifigenia.
Las dos niñas corrían lo más deprisa que podían, entre la hierba. Yo temblé, recordando a mi envenenadora.
—Mis días de carreras terminaron ya, me temo —dije. En realidad era una lástima que las competiciones de las mujeres terminasen con el matrimonio.
Clitemnestra me parecía algo inquieta, y declinó el resto del vino. Así fue como lo supe.
—¡Ah, estás embarazada!
Ella asintió.
—Sí. Agamenón está encantado, por supuesto, pero espera un hijo, al que quiere llamar Orestes…, «el montañero». Sólo Zeus sabe por qué ha elegido semejante nombre. Él no procede de las montañas.
—Quizá crea que el nombre de alguna manera puede provocar el hecho. Que Orestes pueda escalar altas montañas.
Ella se echó a reír.
—Sólo quiere un hijo guerrero. Creo… que está ansioso de que haya una guerra. Se aburre, me parece. Supervisar un reino pacífico no le satisface.
Lo que más deseaban todos los gobernantes era la paz, pensé yo, profundamente agradecida de que en los cinco años que Menelao llevaba como rey de Esparta las cosas hubiesen estado tranquilas.
—Por supuesto, no soporta con paciencia la privación —dijo ella, muy bajito.
Yo sabía lo que quería decir, y el habitual ramalazo de celos me invadió. Quería decir que ella y Agamenón, en la cama… Pero no podía pensar en aquello.
A lo largo de los años, había intentado disimular mi frialdad en el lecho ante Clitemnestra, creyendo que era una forma de deslealtad hacia Menelao revelárselo. Lo que pasara (o no pasara) entre nosotros en la oscuridad era privado. Pero cada vez me resultaba más y más duro fingir, especialmente cuando se suponía que conocía cosas que en realidad desconocía. Se me daba muy bien fingir, pero me resultaba odioso.
—¡Sí! —Intenté esbozar una sonrisa cómplice.
—Me temo que se satisfará con alguna de las esclavas de palacio —murmuró ella.
—Si es así, la olvidará al momento en cuanto vuelva de nuevo a ti. —Ah, por favor, teníamos que dejar aquel tema antes de que…
—¿Nunca has tenido ese problema con Menelao? —Sus ojos buscaron los míos.
—Yo…, yo… —Notaba que la sangre me invadía las mejillas.
Ella se echó a reír.
—¡Ah, perdóname! Olvidaba que eres muy modesta. Debes de estar por encima de estas… reticencias. —Hizo una pausa—. Al fin y al cabo, tienes veintiún años y llevas casada ya seis años. ¿De qué otra cosa podemos hablar nosotras, las mujeres casadas?
¡Pues de cualquier cosa!, pensaba yo. ¡Por favor, de cualquier otra cosa!
—Bueno, de nuestros hijos… Veo que Ifigenia es una niña muy buena, pero los poemas que compone para acompañarse con la lira son…, ¡bueno, Apolo debe de inspirárselos!
Ella asintió.
—Sí, es poeta. Me gusta mucho; es algo poco común. Realmente, como tú has dicho, un don de Apolo.
Justo entonces las dos niñas vinieron corriendo, sin aliento, y se arrojaron en la manta.
—¡Ella siempre gana la carrera! —dijo Ifigenia, señalando a Hermíone.
—Igual que su madre —dijo Clitemnestra—. Pero, bueno, tú sabes hacer cosas que ella no sabe. Como componer para la lira.
Ifigenia sonrió y se apartó un mechón de pelo de la sudorosa frente. Era una niña guapa, con el oscuro y rizado cabello de su padre y la piel clara de la madre.
—Sí, eso me gusta más.
Hermíone rodaba, sujetándose las rodillas despellejadas. Pasaba la mayor parte del tiempo al aire libre y no se acercaba ni de lejos a ninguna lira. Sus tíos, mis hermanos, se deleitaban en enseñarle a cabalgar y a disparar. Mi pequeña muñequita, que me había entregado mi madre, yacía olvidada.
Menelao la adoraba, pero, por supuesto, asumía que al final tendría un hermano.
—Ah, queridísima mía —dije, inclinándome hacia delante y pasándole la mano por los rizos.
Su pelo era de un color oro brillante, como el mío, y a veces jugábamos a mezclar los mechones e intentar separarlos basándonos en el color. No podíamos, por supuesto, pero el hecho de ver que nuestro pelo era idéntico nos hacía sentir mucho más unidas.
Miré a Clitemnestra y noté algo…, algo oscuro y opresivo. Era aquel don no solicitado de las serpientes, iluminando y señalando las cosas en el corazón de las personas. Veía algo en torno a ellos, podía oír ecos desde lo más profundo de su ser. Ahora lo vi en Clitemnestra.
Había visto muchas cosas que no deseaba ver en los años transcurridos desde que las serpientes me lamieron los oídos; se me había concedido la visión de temas privados que debían estar vedados para mí.
Y el sacerdote decía que podían ser tres los dones… Hasta el momento sólo aquél se había manifestado. Pero quizá, me consolé, no hubiese otros.
—Clitemnestra, querida hermana —dije casi sin aliento—, ¿pasa algo?
—No, desde luego que no. ¿Por qué me lo preguntas?
Así que todavía no, todavía no. Y había que rogar a Zeus para que no fuese nunca. Pero el color que la rodeaba era oscuro y turbio. Un escalofrío de miedo me traspasó como un viento que soplase sobre un campo.
Lo más crudo del invierno. Nada se movía en las aguas, los barcos permanecían fondeados en la costa, con los cascos llenos de piedras para mantenerlos estables en la costa azotada por la lluvia, y sólo los más valientes o los más insensatos podrían arriesgarse a viajar en aquellos momentos. Entre las ciudades, las carreteras estaban cubiertas de hielo y resbalosas, y pocos se aventuraban por ellas. Menelao y yo éramos de esos pocos. Agamenón nos había convocado a Micenas, no sabíamos para qué. El mensaje era vago.
El terreno entre Esparta y Micenas era inhóspito y el bosque estaba desnudo de hojas. Hermíone me tiraba del manto.
—Tengo frío —decía.
Noté que temblaba a mi lado. Me quité la manta que me cubría y la apoyé en sus hombros, arropándola bien.
—Ahora ya está mejor —le aseguré—. Si esta piel le sirve a un carnero en el campo, también te puede servir a ti.
Ella me devolvió la sonrisa. Tenía ya ocho años, y todavía era nuestra única y queridísima hija.
—¿Qué quiere el tío Agamenón? —preguntó.
—No lo sabemos —le respondí—. Quizá sea una sorpresa.
—No quiero ninguna sorpresa del tío Agamenón —dijo ella—. Me da miedo. Pero me gustaría ver a Ifigenia y a Electra.
A pesar de las esperanzas de Agamenón, habían tenido otra niña. La llamaron Electra, que significa «ámbar», porque sus ojos eran de un precioso color castaño dorado.
Ifigenia ya tenía once años, pero a diferencia de otras niñas de su edad, parecía contenta de jugar con su primita más pequeña. Me preguntaba si Agamenón insistiría en concertar un matrimonio para ella y con quién.
Ante nosotros, dorados a la luz desfalleciente del invierno, vi los leones de piedra tallada que guardaban la entrada de Micenas, alzándose a ambos lados. Siempre sentía una mezcla de maravilla ante su esplendor y temor de lo que me esperaba una vez pasase junto a ellos. Micenas no era un lugar agradable para ir de visita, a pesar de sus magníficas vistas de las montañas y del mar. El palacio me oprimía, me oprimía entre sus muros gruesos, construidos con piedras enormes, y sus fortificaciones bien guardadas, y el aire siempre era pesado y húmedo.
Una vez pasados los leones, seguimos por el empinado camino que conducía a la parte principal del palacio, colgado en la parte más elevada de la colina.
Un grupo de criados nos rodeó en cuanto subimos. Alguien había corrido a alertar a Agamenón, y ahora él permanecía de pie en lo alto del camino, con el sol a su espalda, una figura elevada e imponente.
—¡Bienvenidos! ¡Bienvenidos! —gritó. Se apartó y se dejó ver, sin obstaculizar ya el sol. Así parecía más pequeño. Se adelantó para abrazar a Menelao—. ¡Querido hermano! —gritó, dándole palmadas en la espalda.
—¡Hermano! —le hizo eco Menelao.
Juntos subieron por la gran escalinata que conducía al patio del palacio.
Nos encontrábamos sentados en el mégaron, en el corazón del palacio. Un amplio hogar bajo mantenía un fuego vivo, con muchos troncos de olorosa madera de cedro, y el humo, que no conseguía escapar todo por el agujero redondo del techo, perfumaba el aire de la sala y suavizaba los rostros de las personas allí reunidas.
Agamenón todavía no nos había revelado por qué nos había convocado allí, pero por el rango de los invitados (todos ellos reyes o caudillos de ciudades cercanas) supe que era algo político. Parecía distraído, nervioso, a pesar de sus intentos de parecer jovial. La clarividencia que se me había concedido me permitía casi oír sus pensamientos. Eran furiosos y confusos. Y, sin embargo, él sonreía, sonreía.
Se aseguró de que todos tuviésemos copas bien llenas para beber, todas poco hondas y decoradas con círculos y espirales, y tan finas y maravillosamente amarillas, de un amarillo vivo e intenso, como sólo puede ser el oro. Como en el mégaron estábamos más de treinta personas, aquello proclamaba su riqueza, como él había pensado hábilmente.
Sus invitados eran Palamedes de Nauplia, Diomedes de Argos, Poliportis de Tirinto y Tersites de Corinto, así como otros muchos más a quienes no reconocí, ya que nunca nos habían visitado en Esparta. Agamenón se puso a andar entre ellos, campechano, dándoles palmadas en los hombros, echando la cabeza atrás y rugiendo de risa, como uno de los leones de la puerta.
Menelao estaba a un lado, con aire distraído. No le gustaban aquellas reuniones, ya que era una persona tranquila y reservada. Yo me mantenía a su lado. Cogiéndole las manos, entrelacé mis dedos con los suyos. Sentía una tediosa necesidad de protegerle.
Había presentes pocas mujeres más: las mujeres normalmente no eran admitidas en tales reuniones. Clitemnestra y yo éramos la excepción: ella como anfitriona de Micenas, y yo porque Menelao no quería separarse de mí, y era hermana de Clitemnestra.
—¡Ah, amigos míos! —aulló Agamenón—. ¡Bienvenidos, bienvenidos! Estoy muy conmovido al ver que habéis hecho tan largo camino en este tiempo invernal, tan peligroso para los viajes. —Miró a su alrededor—. ¡Comed, bebed! Maté un jabalí, de los últimos de la temporada, y ya fue colgado y curado a la perfección, ¡ahora lo compartiré con vosotros!
«Más flores para sí», pensé.
—¡Se está asando ahora mismo! —Estaba de pie, balanceándose ligeramente en sus gruesas botas, y sus hombros, revestidos con una piel, le asemejaban a un formidable oso.
Clitemnestra se acercó a nosotros arrastrando sus largas vestiduras.
—Este hombre no tiene sentido del tiempo —murmuró—. Pasarán horas antes de que esté listo. Ya le había dicho yo que empezase antes…
Me incliné hacia ella y le besé la mejilla.
—No importa, querida hermana. Estamos muy felices de verte. No hemos venido por el jabalí. En realidad, no sé muy bien para qué hemos venido…, aparte de la oportunidad de que Hermíone vea a sus primas. Quizá sea eso lo más importante y duradero que provenga de todo esto.
Ella puso los ojos en blanco.
—Agamenón quiere ver con qué apoyos puede contar.
—¿Para qué? —preguntó Menelao—. Todo está tranquilo. Estamos en paz.
—A Agamenón no le gusta la paz —dijo ella.
—Pero no querrá provocar una guerra, ¿verdad? ¿Y con quién? —Menelao se sintió preocupado por aquellas noticias.
—Se ha implicado en la causa de Hesíone —replicó ella—. Cosa absurda —se apresuró a añadir—. Aunque el rey troyano asegure lo contrario. Hesíone parece perfectamente feliz viviendo en Salamina con Telamón. Hace casi cuarenta años desde que se la llevaron de Troya.
—Troya —murmuró Menelao—. Ese lugar es mejor dejarlo tranquilo. Todo lo que ocurrió pertenece a otra generación, y aunque algunos me puedan llamar cobarde por esto, digo que los hechos del día deberían limitarse a ese día y a ese tiempo, y no contaminar ni afectar a otros.
Clitemnestra alzó las cejas.
—¡Qué radical! —exclamó—. Pero sensato —acabó por admitir.
Agamenón fue caminando arriba y abajo por el mégaron, con sus rudos rasgos iluminados por unas antorchas colocadas en unos soportes de la pared. Con algunas luces parecía guapo; con otras, parecía un sátiro. Quizá fuesen la barba y los ojos muy hundidos.
—¡El jabalí ya viene, os lo digo, ya viene! —dijo, levantando ambos brazos—. Pero, amigos, mientras esperamos, debo exhortaros a pensar en el mal que nos han causado los insultos de los troyanos. Esa princesa suya mayor, Hesíone, hermana de su rey Príamo, fue entregada a Telamón de Salamina años atrás. Pero ¡nunca dejan de protestar para que regrese! Incluso amenazan con enviar una partida a rescatarla. Dicen que se la llevaron en contra de su voluntad, por Heracles. ¡Y yo digo que son tonterías! Ella no muestra deseo alguno de volver a Troya.
La estridente voz de Tersites irrumpió entre la multitud.
—¿Se lo ha preguntado alguien a ella?
—¡Supongo que así lo habrá hecho su marido, Telamón! ¡O su hijo, el inigualable arquero Teucro! —chilló Agamenón. Arrojó una copa de vino.
—¿Y podría hablar ella libremente ante ellos? —insistió Tersites.
—Seguro, después de cuarenta años… —empezó Menelao.
—Las mujeres no siempre dicen lo que desean. —Para mi sorpresa, la voz era la mía. No quería hablar en voz alta, pero aquello era cierto.
—¿Qué quieres decir? —me asaltó mi cuñado.
Todos los ojos estaban fijos en mí.
—Quiero decir que una mujer casada, que se preocupa por su familia, por su marido y por su hijo, no siempre puede poner los verdaderos sentimientos de su corazón en palabras…, porque quizá sean contradictorios. —Cogí aliento—. El amor por una familia no borra el amor que se tenía por la primera. —Yo había sido afortunada; tenía tanto a mi primera familia como a la escogida, la segunda, a mi lado. Pero eso no siempre ocurría.
—¡Ella ha olvidado Troya! —insistió Agamenón—. Lo ha probado mediante sus hechos.
—Las lealtades en conflicto pueden causar gran dolor… y conducir al silencio —dije.
Vi que sus cejas se fruncían. No me hacía ninguna gracia su atención, pero ¿cómo iba a permanecer callada? Aquellos errores podían conducir a derramamientos de sangre, porque estaba claro que él había congregado a todos aquellos guerreros con la esperanza de azuzarlos y usarlos.
—¡Si los troyanos persisten en hacer tales acusaciones, les responderemos con buques de guerra y con bronce! —gritó. Miró a su alrededor para ver si alguien secundaba su grito. Hubo algunos vítores de mala gana.
—Troya es arrogante —dijo Tersites—. Acecha junto al Helesponto y entorpece nuestro tráfico allí, todo el camino hacia el mar Negro. Yo también me sentiría mucho más feliz si desapareciese.
—Pero no va a desaparecer —dijo Agamenón—. Persistirá, como una lanza en nuestro costado, hasta que nosotros «hagamos» que desaparezca.
—Troya tiene muchos aliados que la rodean —dijo Diomedes—. Podrían acudir en su ayuda.
—¡Basta! —dijo Menelao—. Hablas como si la guerra fuese un hecho. No existe motivo ni propósito para una guerra con Troya. Es mucho más barato, para ser sincero, pagar todos los sobornos y peajes que requieran que congregar un ejército. Ése es el camino del comercio: trueques, impuestos. Su posición junto al Helesponto se la concedieron los dioses, igual que a nosotros nos dieron la nuestra en el Egeo. Y eso debemos respetarlo.
Se oyó un bajo gruñido en la sala, aunque Menelao hablaba con inteligencia. Ellos no querían objeciones inteligentes, no a la luz parpadeante de las antorchas y con las medias sombras y las medias verdades flotando en la sala invernal.
—¿Así que tú pretendes quedarte sentado en tu gran sala de Esparta, calentándote al fuego, y morir sin ninguna hazaña gloriosa que pueda ser recitada cuando se encienda la pira funeraria? —preguntó Diomedes.
Noté que Menelao se ponía tenso a mi lado. Tenía que responder.
—Yo creo…, yo creo… —buscaba las palabras— que si en el funeral de un hombre se deben cantar hazañas gloriosas, o no, es algo que depende de las tareas que le fueron encomendadas por los dioses para probar su carácter. Todos debemos aceptar la copa que nos entregan los dioses. Debemos hacerlo. La paz también es un don.
—¡Bah! —exclamó Diomedes—. ¡Yo puedo llenar esa copa con la poción que desee! —Levantó bien alta su copa de oro.
—Pero la copa misma te la entregó otro. —De nuevo, era mi voz la que hablaba. No podía soportar su engreimiento—. Quizá tú no seas tan libre como desearías.
Él me miró y luego miró a Menelao, como diciendo: ¡controla a tu mujer!
—Dejemos en paz al viejo y tembloroso Príamo. —Una voz sonó en la parte posterior de la sala.
Quizá los ánimos fuesen cambiando, quizá los sensatos consejos de Menelao estuvieran penetrando en la mente de aquellos hombres.
—¡Príamo! Es un viejo idiota. Un potentado decadente del este. Tiene cincuenta hijos o más…, todos alojados en su palacio de Troya —dijo Agamenón.
—¿Y ése es un motivo para atacarle? —preguntó Menelao—. ¡Que se quede con sus cincuenta hijos!
Lo ocultaba muy bien, pero noté el dolor en su voz. Cincuenta hijos…, ah, o uno al menos. ¡Sólo uno! Todos los hombres quieren hijos. Menelao ansiaba uno.
—No es adecuado —murmuró Agamenón, también sin hijos varones.
—He oído decir que acaba de añadir otro —dijo Palamedes—. Y crecidito.
—Ah, ¿un descendiente de alguna esclava? —Poliportis se rio—. Los palacios de un rey están llenos de ellos.
—Éste es distinto —insistió Palamedes—. Éste es un hijo legítimo que fue desterrado a causa de un mal augurio, y que ha vuelto a reclamar su herencia. Y dicen que es un tipo muy especial, que consigue proezas en las competiciones de todo tipo, y que tiene un rostro muy bello. Le llaman Paris o «Fardo», porque lo metieron en un fardo cuando lo sacaron a la montaña, recién nacido, para que muriese.
—¡Ah, qué conmovedor! —se inclinó Tersites, sarcástico—. ¡Qué historia más bonita!
—Así que el viejo Príamo está sentado muy feliz en la torre del vigía de su ventosa Troya, sabiendo que está a salvo. —Agamenón casi escupía—. ¿Qué importa que tenga cuarenta y nueve hijos o cincuenta, y si uno es más guapo o menos?
—¿Y a ti, qué te importa a ti, Agamenón? —preguntó una voz estentórea—. Dices ton…, hablas sin pensar.
Nadie podía decirle a Agamenón que decía tonterías, nadie excepto Clitemnestra. Y no en público. Agamenón buscó en la sala al hombre que había hablado, furioso.
—Me importa porque Príamo es el hermano de Hesíone. Es él quien sigue recordándole al mundo que ella fue arrebatada de Troya… por unos griegos. ¡Él nos odia! —Agamenón bajó la barbilla, como hacía siempre cuando estaba contrariado, de modo que parecía un toro agresivo.
—Es tu imaginación —dijo Menelao—. He oído que es un hombre de buen carácter y sensato, nada dado al odio.
—¡Pues si es tan sensato, debería temernos!
Agamenón hizo una seña y salieron dos hombres de entre las sombras: uno mayor que otro, con el rostro brillante y una expresión de deleite; otro más joven, con mucho pelo y dos trazos oscuros como cejas. Les había visto antes, pero… ¿dónde?
El mayor llevaba ropas protectoras y armadura, y el joven iba cargado de armas: venablos, espadas, flechas y escudos. Colocado en la cabeza llevaba un impresionante casco hecho con hileras de colmillos de jabalí.
—¡Linceo, muéstrales lo que has traído!
Amablemente, el hombre mostró su peto de lino, sus grebas de bronce y su casco, y una enorme espiral de metal que cubría a un luchador desde el hombro hasta los muslos. También requería una fuerza sobrehumana para poder moverse y luchar con ella puesta.
—Esto equipa al guerrero —dijo, orgullosamente.
—Tengo un almacén entero lleno de esto —dijo Agamenón—. Estoy preparado para asumir cualquier desafío.
—Parece que tú mismo eres el que va a desafiar a alguien —dijo Diomedes—. Una vez tienes tales armas, ¿no te están pidiendo ellas mismas que las uses?
—Mejor eso que necesitarlas y no tenerlas —dijo Agamenón—. Y ahora, Cerción, muéstrales el resto.
El joven obedeció rápidamente. Se arrodilló y mostró a sus pies todas las armas.
—Pero la mejor opción es tener unas armas tan superiores que el enemigo no tenga ni siquiera la oportunidad de dar un golpe.
Hizo una señal a un grupo de espadas y dagas que tenía a sus pies.
—Las espadas largas son demasiado incómodas. Es mejor una espada más corta. No puede partirse de repente y dejarte sin protección. Y está pensada para dar mandobles, en lugar de pinchar sólo, como antiguamente. Por supuesto, una daga es lo mejor para la lucha cuerpo a cuerpo. —Blandió una, sopesándola—. Pero la desventaja es que tiene uno que estar cerca. —Se echó a reír.
—Lo ideal sería un arma que pudiese matar desde lejos. De hecho, si miras las espadas, se ve que cada mejora es un intento de matar a mayor distancia cada vez del cuerpo del atacante. —De pronto, Gelanor estaba de pie junto al joven—. Lo que tú deseas es una espada larga, pero que también dé mandobles. Ése sería el sueño del guerrero.
¿Por qué estaba allí? ¿Le habría captado Agamenón para su servicio, en lugar de Menelao?
La idea de que él ya no estuviera en Esparta me resultaba intolerable. Exigiríamos su regreso. ¿Cómo le habría reclutado Agamenón?
—Tu casco de colmillos de jabalí —señaló Gelanor—. Muy bonito. Pero ahora tenemos cosas mejores.
Cerción quedó un poco contrariado. Se lo quitó y lo apretó.
—Necesitas algo más rígido para protegerte mejor la cabeza —dijo Gelanor. Se colocó ante la exhibición de flechas y arcos—. Las flechas tienen que volar más lejos —dijo.
—¡Las flechas son una forma cobarde de luchar! —dijo Diomedes de Argos.
—¿Ah, sí? ¡Qué irracional! No, amigos míos, las flechas no son más que el paso siguiente en la larga e inacabada historia de las armas de guerra. Te permiten matar desde muy lejos. Si no las perfeccionáis vosotros, lo harán otros.
—¿A qué distancia máxima puede matar una flecha? —preguntó alguien.
—Con estos arcos y flechas, setenta pasos. Pero con los míos, puedes darle a un blanco a trescientos pasos de distancia.
—Imposible. —Agamenón se acercó a él—. Tengo gran fe en Gelanor, pero eso es imposible.
—El problema está en los arcos —dijo Gelanor—. La flecha puede ir sólo a la distancia de la tensión de la cuerda del arco. Si se pudiera estirar la cuerda mucho más, hasta el oído, o incluso más aún, vuestras flechas os sorprenderían.
—No tenemos tales arcos ni tales cuerdas —dijo Linceo.
—No, todavía no. Pero debemos hacerlos. Se puede hacer. Y con bastante facilidad, creo.
—Así que, en realidad, no tienes esos arcos.
—No, pero confío en que se puedan hacer. Usando cabellos con los tendones, para aumentar la elasticidad…
—¡Bah! —Linceo cogió el arco que Cerción había dejado en el suelo—. ¡Éste ya es bastante bueno para mí!
Pero Cerción se llevó a un lado a Gelanor para interrogarle.
—¡Adoptaré cualquier método que mate más troyanos! —dijo Agamenón—. ¡Sólo tienes que decirme cómo conseguirlo!
En cuanto los hombres dejaron de arremolinarse en torno a las armas, se las llevaron y convocaron a un bardo a la sala. Pude escabullirme hasta donde se encontraba Gelanor y susurrarle:
—¿Nos has abandonado?
Él me miró, con su peculiar media sonrisa en los ojos, pero no en la boca.
—Nunca, señora. Siempre estoy dispuesto a derrotar a vuestros enemigos.
Como no había asomado la cabeza ningún enemigo desde el episodio del veneno, le había visto poco.
—No debes quedarte en Micenas —le dije, de repente—. Te ordeno que vuelvas a Esparta con nosotros.
Ahora su boca sonreía.
—Obedezco —rio—. Agamenón paga mal. Y está claro que no quiere llevar a cabo ninguna de mis ideas. Costarían demasiado, y es tacaño.
El bardo permanecía de pie en la sala, esperando que los allí reunidos se quedasen en silencio. Cogió su lira y cerró los ojos. Fuera, el viento iba arreciando y oía cómo soplaba en torno a las esquinas del edificio. Alguien arrojó más leña al fuego, pero el frío iba en aumento, colándose entre las piedras.
—Canta el viaje de los Argonautas —dijo alguien—. Jasón y el Vellocino de Oro.
—Ya lo hemos oído cien veces —dijo Cerción—. ¡Mejor Heracles y la Hidra!
Un gruñido recorrió la habitación.
—¡No! ¡Qué aburrido!
—¡Pues Perseo! Dicen que fundó Micenas.
—¡Perseo y la Medusa!
—¡No! —gritó Agamenón—. Canta sobre Príamo y su búsqueda de su hermana Hesíone.
El bardo le miró tristemente.
—No conozco tal canción, señor.
—¡Pues componla! ¿No tienes a la musa a tus órdenes?
El bardo parecía incómodo.
—Señor, es una historia sin final. Tal cosa no es adecuada para una canción épica.
—¡Entonces la escribiremos nosotros, por los dioses! —gritó Agamenón—. ¡Y así podrás cantarla bien!
El fuego ya se estaba apagando, y nadie le arrojaba más leña. Fuera, el viento era feroz, y los invitados estaban ansiosos por volver a sus camas, taparse con una manta de piel de oveja, envolver los brazos en torno a sus hombros y esperar el sueño.
A Menelao y a mí nos habían asignado la mejor de las habitaciones para huéspedes, las que habíamos ocupado en nuestra visita de boda. Cuando salimos del mégaron, nos abofeteó un viento tan fuerte que parecía un ropaje de hielo, con un toque de aguanieve. Temblamos y nos acurrucamos el uno contra el otro mientras avanzábamos por el pasaje que conducía a nuestra habitación.
Estar de nuevo allí con todo lo que había pasado en los años transcurridos… Pero en realidad no me importaba, tenía tanto sueño que apenas veía nada.
Menelao gruñía, como siempre, indicando lo cansado que estaba. Se quitó sus pieles, apartándolas de sus hombros, pero aun así éstos no parecían menos cargados.
Se inclinaba hacia delante. Nunca lo había notado antes, pero estaba cargado de espaldas…, a diferencia de aquel joven guerrero Cerción, que estaba erguido como una espada nueva y cimbreante. Menelao era mayor, por supuesto, aunque ninguna guerra le había minado…, sólo el tiempo.
Su ligera inclinación me era muy querida. Sus debilidades me atraían. Yo estaba junto a él, con una compasión no nacida de su fortaleza, sino precisamente de sus cargas humanas.
Querido Menelao. Le quería, de verdad.
Nos abrazamos y nos echamos juntos. Le notaba muy cerca de mí, mi querido amigo, mi señor. Pero lo que siguió fue lo mismo de siempre. Afrodita me había fallado de nuevo; ella me había retirado sus dones. Quedaba el don del amor, del respeto, de la devoción, que los otros dioses habían derramado sobre nosotros. Echada entre los fuertes brazos de Menelao pensé nostálgica que debía contentarme con eso. Era afortunada de tener aquello, al menos. ¿Acaso no había sido Menelao mi aliado, desde el principio? Ése fue nuestro principio, y ése sería nuestro final.