XIV

El día entró en la habitación frío y gris. El sol radiante del día anterior había desaparecido, y noté las garras tensas y cerradas de los muros de piedra como el peso del brazo de Menelao que caía sobre mis hombros.

Él dormía, con sus ojos claros cerrados. A la débil luz pude estudiarle mejor, examinar su rostro… Por primera vez era capaz de hacerlo.

Era mi amigo, mi aliado. Lo había notado desde el momento en que le conocí; y si uno debe casarse, tiene que ser con un amigo. Que me hubiese sentido inquieta ante la entrega final que formaba parte del matrimonio no debía estropear la justeza de mi elección.

Él respiraba tranquilo, durmiendo de manera despreocupada. Había hecho mucho para conseguirme, y ahora descansaba.

Como Heracles después de sus trabajos, pensé, y solté una risita. Un hombre tiene que descansar.

Pero los esfuerzos de la última noche…, ¿por qué los había encontrado yo tan desagradables? Se suponía que tenía que derretirme ante las atenciones de Afrodita, pero me habían dejado indiferentes.

Afrodita. La invoqué solemnemente en mi mente, sin atreverme a murmurar las palabras en voz alta. «Si por fallo humano o debilidad no te invoqué en el tiempo en que deseaba guía para elegir marido, por favor, perdóname. Tu grandeza debió de cegarme, de modo que pasé de largo ante la diosa más obvia de todas. Yo, Helena, te ruego que vengas a mí ahora».

Porque una vida sin pasión sería demasiado larga, aunque fuese corta.

Menelao se removió y me miró. Movió el brazo (el peso muerto se aligeró al volver él a la vida). Luego me buscó con ambos brazos y me rodeó con ellos.

—Querida Helena —murmuró—. Ahora empieza. Nuestra vida juntos.

Yo apoyé la cabeza en su hombro, suave por sus músculos relajados.

—Sí. Que los dioses nos concedan una vida bendita.

Todo iría bien. Tenía que ser así. Había elegido y no pensaba echarme atrás.

Clitemnestra y Agamenón llegaron al día siguiente, aunque antes nosotros ya habíamos explorado el palacio y habíamos jugado un poco con su hija, la bonita Ifigenia, que caminaba algo torpemente y balbuceaba unas palabras encantadoras, aunque fuesen incorrectas.

—¡Bien, bien! —Agamenón se rio en voz muy alta, como lo hacía todo.

Tenía un brillo feo en los ojos que intentaba enmascarar, pero que era inconfundible. Me miró, miró a Menelao, entrecerró los ojos. Yo supe que había pasado la última noche con nosotros en nuestra habitación, al menos en su mente…, la habitación que nos había prometido era nuestra en privacidad.

Menelao intentaba mantener la cara inexpresiva por puro respeto hacia mí, supongo. Pero ¿qué diría cuando él y su hermano estuvieran solos, como ocurriría más tarde o más temprano? Clitemnestra también estaba ansiosa por hablar conmigo confidencialmente. Yo lo temía; deseaba que se fueran. No me importaba hablar de aquello, pero sentía que sería una espantosa traición para Menelao. ¿O quizás una traición para mí misma?

—Y cuando os fuisteis en el carro, y todo el mundo tenía las manos teñidas por las flores y los frutos que os habían arrojado, volvimos al palacio y…

Se quedó todo tranquilo cuando nosotros nos fuimos, con ese extraño silencio que sobreviene después de un gran escándalo.

—Y ahora —dijo Clitemnestra, abriendo mucho los brazos—, ¡tenéis todos esos años de vida para estar juntos!

—Me pregunto cuánto tiempo será —dijo Menelao.

—¿Quieres decir que cuánto tiempo vivirás? —preguntó Agamenón.

—Sí, supongo que es eso lo que quiero decir. La gente de nuestra familia no vive mucho tiempo.

—¡Qué morboso! ¿Por qué especulas con eso hoy precisamente, Menelao?

—Simplemente… me preguntaba cuántos años de felicidad se me concederían.

—¿Cuántos años tiene la persona más vieja que has conocido… o de la que has oído hablar? —le pregunté a Menelao, intentando llevar el tema a un terreno más alegre.

Agamenón respondió.

—Supongo que Néstor, y no es tan viejo. Había un hombre en Argos que aseguraba que tenía ochenta años…, un hombrecillo arrugado que vivía en una casita diminuta. Yo le vi una vez, con mi padre. Pero, por supuesto, nadie podría probar lo viejo que era en realidad.

—¿Crees que alguien podría vivir cien años?

—No —dijo Menelao—. Eso es imposible. —Sonrió y me cogió las manos—. Pero cincuenta años de felicidad equivaldrían a cien años aburridos.

Nos quedamos en Micenas diez días, y Menelao me enseñó los sitios que frecuentaba y todos los secretos del paisaje. La ciudadela misma estaba construida a mitad de camino de una colina, entre dos montañas, y desde sus fortificaciones se podía ver el mar…, algo que no podíamos hacer en Esparta. La primera vez que lo vi, como una extensión plana y brillante, grité, llena de emoción. Nunca había visto el mar.

—Pero, amor mío, ¿cómo puede ser eso? —me preguntó él.

—Me mantenían encerrada —dije—. Era…, era para mi propia protección.

—Ahora te protejo yo —dijo él—. Y si quieres ver el mar, lo verás hasta que te canses.

—¿Podremos ir más cerca? ¿Incluso navegar en él?

—Primero nos acercaremos —dijo—. Lo de navegar vendrá después.

Había unas cuevas en las altas colinas donde él y Agamenón habían jugado de niños, y él todavía recordaba entradas ocultas, tapadas con parras. Me gustaba imaginarle cuando era niño, me preguntaba cómo habría sido entonces.

Me mostró el enorme almacén de la ciudadela, donde se guardaban los secretos de su casa: enormes depósitos de aceite de oliva, de telas finamente tejidas, de oro y plata, y de trípodes y armaduras de bronce. Las armaduras habían sido capturadas de diversos enemigos en ataques y batallas, ya casi olvidadas, y recordadas sólo por los botines que habían dejado. Resplandecían en la oscuridad del almacén, mientras sus propietarios habían dejado ya de brillar.

—¡Coge lo que quieras! —me dijo, señalando la habitación con un gesto. Pero yo no deseaba nada de aquello. Como no respondía, abrió una caja de madera de ciprés y sacó una copa de oro.

—Mi regalo de boda —dijo, y me la entregó.

Era tan grande como un cubo, y muy pesada.

—No es para los mortales —dije—. A menos que sea Áyax de Salamina. —Me dolía el brazo de sujetarla. Tenía un dibujo de pequeños círculos grabados en todo su cuerpo y sus asas tenían una graciosa curva. Se la devolví a Menelao.

—He dicho que es tuya. —Él me la volvió a entregar.

—Ya me has dado regalos de boda —dije—. De verdad, ya estoy contenta.

—Quiero que tengas algo de la casa de mi padre —dijo—. Atreo la ganó en una batalla, y siempre la valoró mucho. Mi madre la ponía junto a ella, en los festines, y tú deberás hacerlo ahora también.

El oro se había calentado bajo mis manos, y vi que no podía negarme. Pero, aun así, me resistía a tomarla.

Menelao cogió un mechón de mi cabello y lo enroscó en torno a la copa.

—El mismo color —dijo. Vi el orgullo y la actitud posesiva que había en él al entrelazar su copa y mi cabello—. ¡Ah, Helena, Helena! —dijo—. Nunca has visto el mar, no has podido contemplarlo. Ahora te llevaré allí. Puedes hartarte de mirarlo. —Se inclinó hacia delante y me besó.

Nuestra última noche en Micenas: fría, como yo sospechaba que serían todas las noches allí, incluso en el punto culminante del verano. Estábamos juntos en una larga mesa de madera, y yo, obedientemente, había colocado la enorme copa junto a mi sitio, aunque nunca podría vaciarla. Menelao me la seguía llenando, como para asegurarse de que era mía. Después nos echamos en unos cojines en el mégaron y disfrutamos de la calidez del fuego y la dulce música del bardo, que cantaba de batallas y valerosas hazañas de hombres que vivieron antes de nuestra época.

—Siempre antes de nuestra época —dijo Menelao—. La edad de los héroes ha acabado, ahora que Heracles está muerto.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Agamenón. Nunca perdía la oportunidad de cuestionar o contradecir a los demás—. ¿Acaso los propios héroes saben que están viviendo en la era de los héroes? ¿Hay un cartel que dice: «Todos los que estáis ahí debajo, sabed que estáis viviendo en la era de los héroes»?

—¡Agamenón, a veces dices unas tonterías…! —Sólo Clitemnestra se atrevía a decirle aquello, aunque yo también lo hubiese pensado. Ella se rio.

—¡No es ninguna tontería! Creo que los héroes son los que hacen su propia época —dijo él—. Y sólo después alguien la llama época de los héroes. —Miró a su alrededor, buscando de nuevo mis ojos con los suyos. Yo quise que dejara de hacer aquello. Bajé los míos—. Todavía no ha terminado. No, si decidimos que siga.

—Tendrías que luchar contra enemigos poderosos —dijo Clitemnestra—, y no veo ninguno por aquí. Heracles los mató a todos. —Ella se inclinó hacia delante y le hizo cosquillas en el oído—. No, león mío, tú tendrás que contentarte con robar ganado y con escaramuzas sin importancia. Ése es el problema de los tiempos de paz. Pero ¿quién desearía lo contrario?

Agamenón gruñó y le apartó la mano como si fuera una mosca molesta. Pero Clitemnestra, juguetona, insistió.

—Vamos, anímate, amor mío —dijo—. Quizá venga algún dragón y amenace la ciudad. U otra esfinge.

—Para ya —le advirtió Agamenón—. No te burles de mí.

Su fuerte voz hizo que el bardo dejara de cantar, se metiera la lira bajo el brazo y se alejara.

De vuelta a nuestra habitación, nos acurrucamos bajo las pieles de lobo que cubrían las mantas de lana. Menelao me rodeó con sus fuertes brazos y empezó a murmurar cosas con ternura, moviéndose contra mi cuerpo cada vez con mayor insistencia. Yo no había superado la repulsión que sentía por el acto sexual y seguía resistiendo el instinto de rechazarle, poner ambas manos en su amplio pecho y empujarle fuerte.

En los últimos diez días me había quedado claro algo muy preocupante: odiaba que me tocaran. Nunca me había dado cuenta antes, ya que nadie me había tocado más que de forma pasajera. Incluso mi madre, cuando me abrazaba, no insistía, ni invadía mi persona. Mis damas, cuando me bañaban, apartaban los ojos y usaban unas esponjas para aplicar el aceite perfumado y el aceite de oliva para frotarme la espalda después. Mis hermanos pasaban sus brazos cuidadosamente por encima de mis hombros, pero siempre con ligereza, y durante un momento nada más.

Aquello era distinto. Y la aversión que me producía iba en aumento, no lograba acostumbrarme a ello. No me atrevía a demostrarlo y averigüé, por primera vez en mi vida, lo difícil que resulta fingir…, algo que nunca antes había hecho. Sabía, sin que nadie tuviera que decírmelo, que tenía que ocultarle aquello a toda costa a Menelao. Pero ¿cómo podría hacerlo para siempre? Durante un tiempo sí, pero…

¿Dónde estaba Afrodita? ¿Por qué había rechazado mi lamentable disculpa? Sin ella nunca cruzaría a la otra tierra, aquel lugar fabuloso en el cual las mujeres no sólo daban la bienvenida a tales conductas, sino que las buscaban, y a veces… incluso las instigaban ellas mismas. Cada mañana yo le rogaba que viniese a mí por la noche; cada noche estaba claro que ella hacía oídos sordos a mis súplicas. Mientras Menelao se acercaba más a mí, y sentía su aliento cálido en mi oído, yo estaba tan fría por dentro como las aguas del Estigio.

A la luz del sol todo parecía mucho menos importante, por supuesto. A la mañana siguiente, mientras íbamos dando sacudidas en nuestro carro hacia Esparta, era difícil olvidar los secretos de la oscuridad. Yo miraba los fuertes brazos de Menelao mientras él los estiraba para sujetar las riendas. Ahora, ¡oh diosa perversa!, los encontraba atractivos, ahora que no intentaban estrecharme a mí.

—Nuestras nuevas habitaciones nos estarán esperando —dijo él, sacudiendo las riendas—. ¿Qué crees que encontraremos?

Mientras estábamos fuera, mi padre y mi madre habían estado preparando nuestros aposentos, el lugar donde yo viviría como mujer casada. Mis antiguas habitaciones, las de la niñez, quedarían atrás…, hasta que yo tuviese un hijo para que las ocupara.

—Están en el lado este del palacio —dije.

Llevaban muchos años vacías; había oído historias de una tía abuela que vivió en ellas con un monito que le hacía compañía y unas plantas venenosas. El monito se comió algunas de las hojas de las plantas y murió, pero ella, con sus conocimientos de las hierbas, le dio un antídoto y el animal se recuperó. O eso decía la leyenda. A los niños nos tenían prohibido explorar aquellas habitaciones.

—Dará el sol de la mañana —dijo él—. Bueno para despertarse. —Se rio y volvió a agitar las riendas, y los caballos saltaron hacia delante, haciendo que el carro diera una sacudida; el suelo de tiras de cuero trenzadas dio un salto. Me agarré a su brazo para mantener el equilibrio, y él me miró lleno de afecto.

Seguíamos por las tierras verdes junto al río que regaba el valle de Micenas, y que conducía a la costa. Pasamos a través de Argos y de Tirinto, con sus altas murallas. Mantendríamos el mar a nuestra izquierda durante largo tiempo antes de volvernos tierra adentro, hacia Esparta. Oía el rugido de las olas contra la costa y aspiraba el olor del aire salado; dos barquitos pequeños oscilaban a lo lejos. Yo sentí el gran deseo de navegar y sentir el agua a mi alrededor.

—Tú has navegado, ¿verdad? —le pregunté a Menelao.

—Ah, sí. A Rodas… Troya… Creta. Mi abuelo está en Creta, y solíamos ir a visitarle a menudo.

—Algún día me gustaría conocerle —dije. Pero lo que deseaba realmente era conocer Creta. Habría ido allí para conocerle aunque su abuelo hubiese sido un loro.

Seguimos avanzando en silencio. Entonces dije:

—¿Y has estado incluso en Troya? ¿Es tan espléndida como dice todo el mundo? ¿Es verdad que hay joyas incrustadas en las paredes del palacio?

—No, nada de eso —dijo él, divertido—. Las paredes son como cualquier otra pared, excepto por las pinturas que llevan. Los colores son muy vivos, más vivos que los nuestros. Quizá por eso empezaron los rumores sobre las joyas.

Quería preguntarle por los hombres guapos, pero pensé que tal vez no sería adecuado

—Y la gente, ¿es como todos los demás? —pregunté al final.

Él se rio.

—Sí… ¿Cómo quieres que sean? ¿Con el pelo hecho de hojas de árbol o con cinco orejas? —El carro dio un salto cuando él hizo un viraje brusco para evitar una roca—. Parecen bien alimentados y fuertes —dijo—. Tienen ese aspecto…, el aspecto de gente orgullosa, sin embargo. Una gente que sabe que domina no sólo a sí mismos, sino a toda la tierra que tienen a su alrededor. Incluso el rey Príamo es una figura impresionante, tan guapo y juvenil que casi parece antinatural. ¡Y tiene cincuenta hijos! Supongo que el hacerlos le mantiene joven.

—¿Y todos son de la misma reina?

¡Claro que no! A menos que ella tuviese muchas hermanas gemelas.

—No, pero diez sí que lo son —se rio—. Pensándolo bien, esta reina es sorprendentemente fuerte, para haber sobrevivido a todos esos partos. Quizás haya algo especial en Troya…

Finalmente dejamos la carretera de la costa y giramos hacia el este, subiendo las colinas. Los caballos tiraban y el carro crujía; las ruedas giraban en la grava y la tierra apisonada. Ocasionalmente pasábamos por pequeños puentes hechos de losas de piedra, rústicos, pero aquello era mejor que quedar atascados en el lecho del río.

Aunque estábamos a finales de la primavera, los picos de las montañas estaban cubiertos de nieve y azul; Esparta se encontraba alojada entre dos cordilleras grandes, el Parnon y el Taigeto. No me había dado cuenta de lo verde y fértil que era mi tierra hasta que vi lugares mucho más secos y áridos en el camino; realmente, Lacedemonia, la región donde se encontraba Esparta, era un lugar bendito.

—Tu nuevo hogar —dije a Menelao—. ¿No es un buen cambio con respecto a Micenas?

—Aunque no fuera tan magnífico como es, es mejor ser el primero en un lugar pequeño que el segundo en uno mayor.

Detrás de sus ligeras palabras, se escondían los años de verse dominado por la sombra de Agamenón y la perspectiva de seguir así para siempre. Yo había liberado a Menelao igual que él me había liberado a mí…, libre de quitarme el velo de la cara, y de la prohibición de moverme por el mundo. Y ahora…, bueno, ¡ahora incluso podía ir yo sola a Esparta y caminar por sus calles!

—Querido mío —dije yo, poniéndome de puntillas para besarle la mejilla. En aquel momento me sentía inundada de cálido amor por él.

Mientras pasábamos por las puertas del palacio, todo el mundo estaba fuera para darnos la bienvenida: los corredores nos habían visto aproximarnos mientras íbamos por la orilla del río.

Mi padre, mi madre, Cástor, Polideuces, mis queridas damas de compañía, incluso los perros del palacio, todos gritaron como saludo.

Nos bajaron del carro y caímos en los brazos que nos estrechaban. Estábamos en casa, una casa que ahora sería distinta.

—Helena, nos dejaste como doncella y ahora vuelves como mujer casada. Es justo, pues, que te entregue las prendas y emblemas de tu nuevo estado. —Mi padre pronunció las palabras que iniciaban la ceremonia tradicional en la cual la mujer espartana es reconocida como adulta antes de entrar en su propio hogar.

Estábamos de pie en el umbral de los aposentos que compartiríamos Menelao y yo.

A medida que mi padre los enumeraba en voz alta, mi madre me entregaba los artículos que convendrían a mi situación, uno a uno. Primero, el manto que sustituiría a mis trajes de doncella, una tela intrincadamente tejida, con hilos brillantes de plata y azul entremezclados. A continuación, un gran broche de plata para sujetar los dos extremos del manto en mi hombro. Y finalmente, los pendientes.

Mi madre me había tendido una caja de cedro que contenía dos enormes pendientes de oro circulares con cestería abierta y pequeñas espigas decorando los bordes. Eran tan pesados que no se podían llevar colgando de los lóbulos, sino que quedaban suspendidos con unos alambres detrás de las orejas; eran el símbolo de mi condición de mujer.

—Os doy las gracias —dije, cogiéndolos de la caja y sujetándolos en mis palmas.

Mi padre los cogió y me los colocó adecuadamente en las orejas, tras echar atrás el cabello para hacerlo.

—Esposa —dijo mi padre—, por último, entrega a nuestra hija las señales de su trabajo femenino.

Mi madre trajo una pequeña cestita de plata sobre ruedas que tenía el hilo ya dispuesto para tejer. En el interior se encontraban cuatro ovillos del hilo de lana más fino, de un blanco natural, marrón oscuro, y dos colores teñidos: un delicado rosa y un azul muy claro. Había otra cesta con lana sin trabajar, dispuesta para su hilado.

—Hilar y tejer son tareas que pertenecen al reino de los secretos de las mujeres —dijo mi padre—. Es adecuado que tu vida de casada empiece invocando a las tres parcas: Cloto, la que hila; Láquesis, la que te asigna el destino; y Átropos, que representa lo que no puedes evitar. Las tres diosas controlan el lapso de una vida mortal, desde el nacimiento hasta la muerte.

Cogí las cestas y las apreté contra mi cuerpo.

—Y ahora —dijo mi padre—, una vez celebrados adecuadamente todos los ritos, como debía ser, pasa a tus nuevos aposentos y toma posesión de ellos.

Cogí la mano de Menelao y entramos juntos atravesando el umbral de lo que sería nuestro nuevo hogar.

En el interior, la finísima tela de lino que tapaba las ventanas matizaba la luz y le daba a todo un tinte azul, como de primera hora del amanecer. Flotando en la neblina, podíamos ver las altas sillas, los taburetes y las mesas de tres patas dispersas encima del suelo pintado.

—¡Mira! —le señalé, mirando hacia abajo—. ¡Dibujos! Nunca los había visto antes.

Debieron de pintarlos mientras estábamos fuera. Hacían que la habitación pareciese muy rica. Y ahora mis ojos veían también las pinturas en las paredes: nenúfares, juncos y aves.

—¡Oh, qué bonito! —Nunca me habría cansado de mirarlos.

Vi que las sillas de alto respaldo tenían espirales incrustadas de marfil esmaltado de azul; los taburetes llevaban también un dibujo que hacía juego.

En la sala adjunta, el lecho de Menelao estaba cubierto con pieles de cordero finas sobre finísimas sábanas de lino. Un brasero lleno de madera de cedro y de sándalo producía un calor muy dulce.

Menelao abrió los brazos y yo fui hacia ellos. Me apretó contra su cuerpo, tan fuerte que pude notar la calidez de su pecho a través de la túnica y el manto. Inclinó su cabeza hacia mí. Se volvía hacia el lecho.

¡Ahora! Ahora sentía que mi corazón saltaba, al menos una calidez que se extendía y que haría que le deseara.

Pero oía sonidos en el exterior de las ventanas, recordándome que había otros cerca. La posibilidad había desaparecido. Me liberé de su abrazo y fingí examinar la nueva habitación. No me atreví a mirarle a la cara; no podía soportar ver en ella ira o decepción. Pensé que oía una risa lejana: ¿Afrodita?