XII

Noche oscura. Sola, echada en mi cama silenciosa, con mis damas (más compañeras que esclavas, a decir verdad) retiradas a sus propios camastros, me permití revivir el extraordinario día final de la competición.

No había sido tal y como imaginaba. Deseaba que acabase todo aquello, que cesaran las ceremonias y las presentaciones. Estaba cansada de juzgar a hombres, de observar todos los matices de sus palabras y, más aún, de lo que subyacía a sus palabras. Las constantes bromas y cinismos de Clitemnestra habían ido disminuyendo y notaba que la tensión iba en aumento en mi padre y mi madre. Para mí era el temor de hacer una elección equivocada, porque no elegía simplemente a un hombre, sino también una forma de vida.

Mi padre tenía razón al cuestionar lo que había pedido a Menelao, pero yo no tenía una buena respuesta. Sentía curiosidad por Menelao. Su ausencia presente encendía mi imaginación y creaba un hombre que estaba ansiosa por conocer.

La noche era fría, como son las noches primaverales. Sin embargo, estaba tan inquieta que seguía echando abajo las ligeras cubiertas de lana y temblando en la oscuridad. A través de mi mente pasaban en tropel los pretendientes, en una fila fantasmal, mirándome acusadores: «Elígeme…, mírame con favor…, yo puedo darte…, yo soy el mejor…, yo lo arriesgo todo…».

Si elegía a uno, ¿se irían de verdad todos los demás? Eso habían jurado, tras mancharse con la sangre del caballo sacrificado.

No quería casarme con un rey. No quería irme a ninguna ciudad o país extraño. Si me casaba con alguien que fuera menos que un rey, él podría quedarse allí conmigo, en Esparta. No tendría que abandonar todo lo que conocía, mi familia y mi hogar. Como por ensalmo, los reyes desaparecieron de la fila fantasmal.

No quería casarme con alguien que fuese mucho más viejo que yo, ni tampoco mucho más joven. Alguien mayor me trataría como a una hija, y sería muy estricto o estúpidamente adulador. Alguien demasiado joven se fiaría demasiado de mí, y sabría menos que yo. Desaparecieron Idomeneo, Menesteo, Patroclo y el niño de diez años de Corinto.

No quería casarme con alguien cuya cara o el resto de su cuerpo, en fin, no me gustase. Instantáneamente el hombre de Eubea desapareció, seguido por unos cuantos más cuyo aspecto me disgustaba por un motivo o por otro. Entre ellos se encontraba Odiseo, aunque yo sabía que no era un verdadero pretendiente, en último caso. Había algo en sus ojos que me incomodaba; no confiaba en él. Aunque afectaba un carácter despreocupado y amistoso, veía en él a un calculador oportunista. Que se lo quedase Penélope.

Abrí los ojos y me apoyé en el marco de la ventana, mirando hacia fuera en la noche.

Todavía quedaban demasiados, demasiados para elegir. No podía hacerlo, y quedaban sólo unos pocos días hasta que acabase la competición. ¡Ah, ayúdame!

Pero ¿a quién suplicaba?

—¡Ah, mis queridas diosas, por favor, mirad hacia abajo y ayudadme a elegir!

Busqué entre los cielos como si creyera que podía verlas. Lo único que vi fueron las estrellas dispersas girando a mi alrededor.

—Hera, dulce diosa del matrimonio, ¡guíame! Tú que guardas el matrimonio como lo más sagrado, ten misericordia de mí. Bella Perséfone, que dejaste la doncellez con tanta lucha, ayúdame en la mía. Pasar de doncella a esposa no es asunto ligero, y tú quedaste desgarrada. Coge mis manos y guíame.

Mis sentidos se aguzaron, pero no noté nada en la negra soledad.

Durante un largo rato me quedé de pie, temblando en la oscuridad, esperando notar su presencia. El perfume de los frutales venía traído por las ráfagas de viento, como el aliento de las diosas.

Me volví y busqué mi lecho, creyendo que todo iba bien. Pero había olvidado incluir a Afrodita, había dejado a un lado a la diosa más importante de hombres y mujeres y de su amor. Como mi padre la había olvidado una vez, incurriendo en su ira, lo mismo hice yo.

—¡Está de camino! —Clitemnestra me cogió del brazo apretándome dolorosamente—. ¡No se ha detenido en Lerna! ¡Sigue corriendo, viene directamente hacia aquí!

—¿Toda esta distancia? —Me parecía cruel, y nunca le habría impuesto aquella tarea.

—Está decidido a superar tu prueba e ir mucho más allá —dijo ella. Me soltó el brazo—. No sabía que podía ser así.

Estábamos rodeadas de gente; los pretendientes todavía estaban cerca, esperando la decisión, pero el aburrimiento había sembrado sus semillas y todo el mundo estaba ansioso de distracciones. Menelao y su carrera las proporcionaban. Ahora, los oídos se aguzaban para intentar oírnos. Me habían dicho que los hombres habían apostado a quién elegiría yo, y, por tanto, cualquier cosa que oyeran podía ayudarlos en sus apuestas.

—Vamos.

Hice una señal a Clitemnestra y nos retiramos hacia el patio interior del palacio, más custodiado. Sentadas en un banco bajo, hablábamos en susurros.

—¿Qué quieres decir? —le pregunté.

—Quería decir que Menelao nunca ha mostrado tal pasión por nada. De modo que es una sorpresa.

No podía imaginar que fuera por amor a mí, ya que en realidad no me conocía. Sólo pasamos unos momentos juntos aquella noche, hacía mucho tiempo.

—Así que, ¿crees que codicia el trono que heredaría de mi padre?

Ella inclinó la cabeza y pensó un momento.

—Quizá. Vivir a la sombra de Agamenón quizás haya sido difícil todos estos años, aunque nunca lo ha demostrado. Es un hombre al que cuesta conocer.

—Quizá lo único que quiera es alardear de haberme conseguido.

—Querida, eso lo desean todos.

—Así que es un hombre opaco, que no muestra pasión alguna, ¿no? —insistí.

—Normalmente. Desde luego, Agamenón ya tiene bastante pasión para los dos, y tener demasiada pasión es tan malo como tener demasiado poca. —Miró a nuestro alrededor y bajó la voz más aún—. Pero ni siquiera tiene una amante. Nunca se aprovecha de alguna de las mujeres esclavas capturadas, ni pide ninguna como botín cuando se reparten las ganancias.

Me sentí aprensiva.

—¿Podría ser… que prefiriese a los hombres?

—No. A los hombres tampoco.

—¿Ha hecho algún voto a Artemisa? Pero los hombres adultos no…

—¿Qué andáis susurrando? Parecéis conspiradoras. —Cástor salió del palacio hacia nosotras.

—Sí, lo somos —dije yo—. Nos vemos obligadas a serlo.

—Bueno, ¿has tomado ya una decisión? —me preguntó, sonriendo. Se cruzó de brazos y esperó—. No se lo contaré a nadie, lo prometo. —Hizo un signo de solemne juramento, en broma.

—¿A quién elegirías tú? —le pregunté. Yo valoraba mucho su opinión, y hasta el momento, mis hermanos se habían mantenido muy al margen de la competición.

—Depende del tipo de vida que quisiera —dijo él—. Una vida tranquila… o guerrera… o con muchas riquezas… No soy tú, querida hermanita.

—Aún no lo he decidido —admití—. He eliminado a algunos imposibles, pero todavía quedan demasiados.

—Querida, deberías sentirte halagada. Nadie de quien se tenga memoria, ni siquiera en las leyendas, piénsalo, ha sido solicitada por tantos.

—No, yo sólo estoy confusa —dije—. En realidad no quiero casarme en absoluto, pero sé que tengo que hacerlo.

—¡No te vayas! —dijo Clitemnestra, de repente—. ¡No nos abandones! —Meneó la cabeza—. He intentado no decir nada, pero ahora el simple pensamiento de que te puedas ir muy lejos me resulta doloroso. Yo he tenido suerte, Micenas no está lejos de aquí, y no hemos tenido que separarnos, pero… ¡ah, creo que no podría soportarlo!

Su arrebato me sorprendió. Ni siquiera mi padre y mi madre habían dicho tanto, al parecer resignados ante la idea de perderme. Estaba hondamente conmovida.

—Hermana querida… —dije, abrazándola. Cástor se acercó y nos rodeó a las dos con sus brazos. Yo los miré, embargada por la emoción—. Sería imposible para mí llegar a amar a alguien tanto como os amo a vosotros, mi familia.

Mientras decía aquellas palabras podía oír a Afrodita, aquella a la cual había olvidado, riéndose de mí… con una risa cruel y burlona.

—Ya lo han avistado. —Mi madre vino a mi habitación antes de amanecer. Yo abrí los ojos en la semioscuridad y vi que se inclinaba sobre mí. Me acarició ligeramente.

—¿Tan pronto? —murmuré, incorporándome sobre un codo. Quería retrasar lo inevitable; mi futuro empezaba a reclamarme ya.

—Mi niña, mi pequeño polluelo —susurró ella, que se sentó junto a mí en el lecho. Me abrazó y me apretó contra su cuerpo.

—Ah, ¿es que no vendrá nadie a rescatarme? —exclamé.

Ah, no deseaba casarme, no quería irme con ningún hombre. Pero al mismo tiempo quería ser libre para ver el mundo sin velo, liberarme de aquella jaula donde me habían tenido prisionera. Sólo el matrimonio podía abrir aquella jaula, eliminar los barrotes y dejarme salir. Sí, ciertamente. Yo prefería no tener ni jaula ni hombre, sino huir de las dos cosas.

—Eso es lo que desean hacer los pretendientes —dijo mi madre.

Su rostro traicionaba su pena. Deseaba ser rescatada también del tiempo que corría, y que al llevarse de su lado a su hija más joven, la envejecía a ella. Una mujer cuyas hijas se han casado ya no atrae más los deseos de Zeus. Eso también acabaría para mi madre, aunque sólo fuera una ensoñación. Las plumas se pondrían amarillas…, si no ahora mismo, sí pronto.

—Pero ¡ellos lo cambiarán todo! —exclamé.

—Sólo uno de ellos, niña. El resto se irán a sus casas y cambiarán las vidas de otras mujeres. —Apartó mis lágrimas y sonrió—. Así es como ha sido siempre.

—¡Estaré siempre cerca de ti! —le prometí—. ¡No me iré lejos!

Ella me alisó el pelo.

—No debes elegir a ningún hombre por ese motivo. Debes elegir al que más te atraiga, no sólo al que consienta en vivir aquí en Esparta.

—Debemos prepararnos para recibir a Menelao —dije, levantándome.

Las diosas debían guiarme, me guiarían. Tenía que creer aquello.

Mi madre me miró de manera cómplice.

—Ponte tu vestido más bonito, polluelo mío. Aunque tengo la sensación de que ya ibas a hacerlo sin que yo te lo dijera.

Elegí una túnica y un manto de la lana más fina, de un color sonrosado de aurora o de rubor. Desde la niñez me habían dicho que era el color que mejor me sentaba. Se envolvía en torno a mi cuerpo como una niebla. Me puse también unos pendientes de oro y amatistas, además de un pesado brazalete de oro. No llevaba collar para no estropear el efecto.

Cuando salí de mi habitación y entré en el porche elevado, la túnica y el manto flotaban en torno a mis tobillos como una nube, y me sentí como si formara parte del amanecer.

—Ha llegado ya a las afueras de Esparta —dijo Polideuces, volviendo de las puertas del palacio—. Estará aquí antes de que pueda llegar el mensajero y partir de nuevo. ¿Debemos abrir las puertas y darle la bienvenida? —El sol naciente hacía brillar su cabello dorado, y por un breve momento pensé lo guapísimo que era mi hermano.

—¡Sí! —dijo mi padre, saliendo detrás de nosotros—. Ese joven merece nuestro saludo. —Dio unas palmadas e hizo señas a los sirvientes para que abrieran los cerrojos de las puertas, que se erguían imponentes ante la empinada carretera que venía del río—. La verdad es que me pone en evidencia. No recuerdo lo que hice por vuestra madre, pero no fue correr durante días y noches, desde luego.

«No fue lo que hiciste primero —pensé yo—, sino lo que hiciste después: dejar pasar los cotilleos sobre Zeus».

Cástor se unió a nosotros, y luego mi madre. Clitemnestra, siempre la última en irse a dormir, era muy poco probable que estuviera de pie antes de que saliera el sol.

Nos quedamos de pie ante las puertas, mirando hacia abajo, a la colina. A lo lejos podíamos ver la neblina verdosa de los sauces que colgaban por encima de la orilla del río. El camino en la pradera estaba lleno de curiosos a ambos lados; los veía arremolinarse allá abajo, sin saber quizá por qué estaban allí. Luego, se oyó el sonido de vítores y de aplausos, y una figura vino moviéndose lentamente a lo largo del camino, levantando los pies con gran esfuerzo y agitando los brazos.

—No va muy rápido, ¿verdad? —preguntó Polideuces—. No ganaría ninguna corona en nuestras competiciones.

Siempre tan crítico, mi hermano de oro.

—No tenemos ninguna carrera que dure días —dije yo—. Y dudo que nadie, ni siquiera tú, pueda correr sin parar tanto tiempo.

Él se encogió de hombros.

—Conoceremos su relato cuando llegue —añadí.

Y como corredora estaba ansiosa por oírlo. Quería saber qué se sentía al correr por terrenos agrestes, piedras, colinas y praderas empapadas sin detenerse. Era un tipo de carrera distinto, no de velocidad, sino de resistencia.

—¡Yo puedo derrotarle!

Junto a mí estaba aquel niño extraño, Aquiles, que apareció de repente. Salió por las puertas del palacio y bajó a toda carrera la colina. Le vi unirse a Menelao al pie de la colina. El chico de cabello oscuro se volvió en redondo y empezó a correr junto a Menelao colina arriba. Tenía la velocidad de alguien que ha descansado toda la noche, y sólo debía recorrer una corta distancia. Impulsándose con los brazos, adelantó a Menelao arrojándole gravilla al pasar.

Levantando mucho las piernas, Aquiles se arrojó hacia las puertas, jadeando, y se volvió triunfante, con las manos en las caderas.

—¡Yo soy más rápido! —gritó.

Mi padre no le prestó atención, simplemente hizo una seña y le empujó a un lado. Aquiles empezó a saltar arriba y abajo para atraer la atención. Pero todos los ojos estaban clavados en el esforzado Menelao, que subía la colina obstinadamente. Apenas corría ya, y parecía tan cansado que sus pies casi no se levantaban del suelo.

Por el rabillo del ojo vi que Patroclo aparecía y armaba mucho escándalo junto a Aquiles, sin duda alabándole. En cualquier caso, consiguió calmarlo; Patroclo sabía cómo tratar al excitable niño.

Más cerca ya: Menelao estaba subiendo el último repecho ante las puertas de palacio. Por un momento desapareció de la vista, y luego de repente apareció su cabello rojizo, atrapando la luz del sol, como una aureola. Él iba jadeando y trastabillando hacia su objetivo, con las piernas todavía moviéndose, corriendo todavía, con el pecho subiendo y bajando. Irrumpió entre las puertas, tropezó y casi perdió pie. Grandes jadeos desgarradores salían de su boca. Se tambaleó, y habría caído, pero Cástor le agarró y le sujetó. Sus ojos quedaron en blanco y estuvo a punto de desmayarse. Sin pensar, corrí hacia él y ayudé a Cástor a sujetarle. Estaba desmayado y tan cubierto de sudor que se resbalaba como un pez recién pescado.

Justo antes de desmayarse me miró directamente y murmuró algo que no pude entender.

La competición había terminado. Ahora tenía que hacer mi elección, sin tardanza…, si a mi padre tenían que quedarle algunos recursos después de su prolongada hospitalidad para todos los pretendientes. No sería considerado por parte de una hija prolongar aquello un día más.

Pero de nuevo tuve la sensación espantosa, que me cerraba la garganta, de que me estaba apresurando, de que me obligaban a recorrer un camino para el cual no estaba preparada. Me quité la ropa de aurora y empecé a prepararme para las ceremonias de la noche. Mis damas me quitaron la ligera túnica de día y trajeron los ropajes de noche, azules y oscuros como el cielo justo antes de que llegue la noche.

—Señora, estás encantadora —decía una.

—Mis ornamentos para el pelo —pedí.

—Sí, señora. —Ella me trajo los alambres de plata retorcidos con sus diminutos ornamentos, y pacientemente los trenzó junto con mi pelo, que caía suelto encima de mis hombros y de mi espalda—. La plata resalta muy bien —dijo—. El oro quedaría perdido entre tu cabello, ya que los colores son muy similares. —Destapó una botellita de aceite de flor de narciso y me frotó un poco por el hueco de los codos y a lo largo del cuello, por los lados—. No quiero que manche el collar —dijo—. ¿Cuál llevarás esta noche?

Plata y azul oscuro…, ¿qué podría combinar con esos colores?

—Quizás el más claro, el de cristal… Que todo sea de hielo y claridad esta noche. ¡Si mis pensamientos pudieran ser igual de claros!

Después de que me engalanaran, despedí a ambas damas. Me quedé unos momentos sola en mi habitación. Todavía no sabía qué hacer, a quién elegir. Pero haría una elección. Debía acabar con aquella incertidumbre, por mí misma y por todos los demás. Aspiré y espiré aire con fuerza varias veces, y luego salí lentamente por la puerta, entré en el patio privado al que daban las habitaciones privadas. Busqué el cielo, plumoso ahora por las hojas recientes de los árboles.

Busqué la constelación del león, mi querida constelación que contaba la historia de Heracles y Nemea, que yo tanto amaba, como si de alguna manera la respuesta se escondiera en el brillo parpadeante de las estrellas, como si pudiera descifrar algo en ellas.

Ah, ¿qué debía hacer? Tenía que elegir. Una y otra vez rogué a Hera y a Perséfone que me guiasen. Pero no ocurrió nada. Luego, una sorda resignación, mezclada con decisión, como la de un soldado que se enfrenta a un enemigo más fuerte, me invadió. Muy bien. Debo elegir. Elegiré. Cerraré los ojos y al primero que vea en mi mente, a ése elegiré.

Oí un crujido de grava en el patio y la imagen de Menelao corriendo colina arriba llenó mi visión. Alguna persona, inconsciente de ello, al caminar por allí, había decidido de aquella manera el asunto. Sí. Sería Menelao. Estaba destinado a ser Menelao. Ahora, mis razones caían una sobre otra como niños traviesos. ¿Acaso no había tenido un encuentro privado y especial con él, hacía mucho tiempo? Obviamente, eran los dioses quienes lo habían arreglado. ¿Acaso no había sentido ya algo por él, por aquel entonces? Y ahora, ¿no había demostrado ser superior en la tarea que le había encomendado? ¿Y no teníamos el cabello de un color similar? Incluso aquello parecía estar imbuido de un sentido oculto.

Menelao. Sentí gran alivio. Incluso sentí calor y alegría. Respiré hondamente y me dirigí a cumplir con mi deber.

El mégaron apenas era lo bastante grande para contener a todo el mundo, y todos estaban muy apretados. Se había encendido un pequeño fuego para combatir el fresco nocturno, pero el calor de la muchedumbre lo hacía innecesario. Al entrar yo, todo el mundo me miró y toda la compañía quedó en silencio. Mi padre levantó la mano y me condujo junto a él hacia el trono.

Todo el mundo había comido antes, devorando bueyes y ovejas y bebiendo océanos de vino, y parecían bastante contentos. Ahora me miraban con ojos inexpresivos, ojos de hombres saciados. Bien. Así aceptarían mi decisión con mayor placidez.

Mi padre se puso de pie e hizo la habitual libación. Vertido en honor a Zeus, el líquido produjo un áspero sonido contra el polvo, al caer.

—Hija mía, ahora eres tú quien debe hacer la elección —dijo mi padre—. ¿Has llegado a una decisión?

—Sí —dije yo. El desconocido que pasaba la había tomado por mí, conjurando la imagen de Menelao en mi mente. Me dirigí hacia delante, dispuesta a decírselo a la compañía.

—¿Y bien, querida? —Mi padre se puso de pie y pasó su brazo en torno a mi hombro.

Miré a todos los hombres. Las caras vueltas hacia mí me devolvían la mirada. Patroclo. Idomeneo. Áyax. Teucro. Antíloco. Agamenón. Menelao. Y otros muchos, muchos más, que no he descrito aquí.

Aquél era el momento. Dijera lo que dijera, diese el paso que diese, aquello me ligaría para siempre. Mi padre colocó una corona de olivo salvaje en mis manos.

—Corónalo —dijo.

Sólo en aquel momento me di cuenta de que mi padre no me había preguntado cuál era mi elección, de que él no lo sabía. Confiaba en mí para elegir al hombre que iba a sucederle en el trono.

—Gracias —dije.

Me dirigí hacia el grupo. Noté que el dobladillo de mi túnica ondulaba en torno a mis pies, noté el débil calor que procedía del fuego, pero seguí andando, como alguien que camina en sueños.

—Tú serás mi marido —le dije a Menelao, colocando la corona en su cabeza. No me atreví a mirarle a la cara. No quería verle entonces. Una vez tomada mi decisión, no quería que interviniesen en ella decisiones de último momento.

—¡Princesa! —Él se arrodilló y su adorable cabeza se inclinó hacia delante, casi perdiendo la corona.

Yo le incorporé.

—Levántate —dije—. Quédate de pie junto a mí.

Él lo hizo, y yo seguía sin atreverme a mirarle, todavía.

—Mi hija ha hablado —dijo mi padre—. ¡Alegrémonos todos!

Unos vítores resonantes atravesaron el mégaron: alivio, liberación. Todo había acabado.

Menelao me apretó la mano y se volvió hacia mí.

—Princesa, no soy digno —dijo.

Seguía teniendo miedo de mirarle. No podía mirar su rostro. Él se dio cuenta.

—Princesa —dijo—, no es mi rostro lo que debes tener miedo de mirar. Sólo soy un hombre corriente. Si yo puedo mirarte a la cara, cosa que requiere mucho más valor, entonces tú no debes tener miedo de mirar la mía.

Antes de que pudiera decir algo más, se acercó mi padre y abrazó a Menelao.

—¡Hijo! —exclamó.

Cástor y Polideuces también se acercaron. Si sentían resentimiento por haber perdido el trono ante Menelao, no lo demostraron. Si Clitemnestra y yo hubiésemos abandonado Esparta para casarnos, habrían heredado el título de nuestro padre.

—Bienvenido, nuevo hermano —dijo Cástor.

Polideuces le dio unas palmadas en la espalda.

—Haremos alguna carrera, tú y yo —le prometió—. Pero tú has ganado la carrera que más contaba.

Mi madre le cogió ambas manos, y Clitemnestra me abrazó.

—Ahora seremos doblemente hermanas —me susurró—. Ah, qué feliz soy…

—¿Y cuándo será? —preguntó Agamenón—. Podéis hacer un viaje de recién casados a Micenas y quedaros con nosotros…, privadamente, por supuesto.

—Pronto —dije yo—. Tan pronto como se puedan hacer todos los arreglos. Y habrá pocos, ya que toda la familia está aquí.

De repente, me sentí preparada para abrazar a mi futuro esposo, y corrí hacia él.