XI

Un nuevo día, limpiamente creado para nosotros por los dioses, los restos del caballo pudriéndose bajo un montículo de tierra.

Nos reunimos de nuevo para la competición, que continuaba en el cálido y ordenado mégaron. Le tocaba hablar a Áyax de Salamina.

Agamenón estaba sentado con los hombres, pero Clitemnestra se encontraba junto a mí, y mi madre a la derecha de mi padre.

—Probablemente ni siquiera sepa hablar —me susurró Clitemnestra al oído—. Hay en él algo muy… bestial.

Estuve de acuerdo. Era un hombre enorme. La mayoría de los otros ni siquiera le llegaban al hombro. Su enorme cabeza, con sus rasgos extrañamente pequeños, recordaba la cabeza de un toro. Bajo el espeso y rebelde cabello podía haber unos diminutos cuernos. Temblé al pensar en el Minotauro, aquel horrendo descendiente de una mujer y un toro.

Áyax ocupó su lugar; ajustándose el manto, consiguió barrer con él el rostro de tres hombres. Todos cayeron hacia atrás, llevándose a otros con ellos.

—¡Perdonadme! —Áyax hizo una tiesa reverencia, su cuerpo rechinante como una puerta con goznes oxidados—. Gran rey, reina, princesa… —siguió e hizo su declaración formal. Era Áyax, hijo de Telamón, rey de Salamina—. ¡Soy muy fuerte! —dijo, afirmando lo obvio—. ¿Y por qué soy tan fuerte? ¡A causa de Heracles! Sí, Heracles visitó una vez a mi padre, y extendió su famosa piel de león y se puso encima de ella y le dijo a mi padre que su hijo recién nacido sería tan fuerte como aquella piel. —Áyax miró a su alrededor, orgulloso—. Sí, en Nemea todavía tienen un trozo de aquella piel, pero yo fui formado mediante su fuerza —asintió, complacido consigo mismo—. Y tengo un escudo especial. Se llama… el escudo de Áyax.

No pude evitarlo; una breve risa escapó de mis labios.

Él me miró asombrado por mi regocijo.

—Pero princesa, así es como se llama. Está hecho con siete capas de pellejo de toro y… ¡Mira, deja que te lo enseñe! —Con sorprendente agilidad, corrió para coger su escudo.

Todo el mundo se rio abiertamente. Pero callaron cuando Áyax volvió, enarbolando su gigantesco escudo encima del hombro. Lo plantó frente a él, donde quedó erguido como una torre.

—Tiquio, el mejor artesano de la piel, me lo hizo con el pellejo de siete toros. Y por encima lleva una capa de bronce. ¡Nada puede penetrarlo! —Lo levantó y lo dejó caer en el suelo.

—¿Y qué le importa a una mujer un escudo de piel de toro? —dijo Clitemnestra, con una risita—. Realmente, ¿saben los hombres lo que puede atraer a una mujer?

—Gracias, Áyax —dijo mi padre, gritando para hacerse oír entre el estruendo que formaba el escudo—. Y ahora, ¿qué traes como regalo para Helena? A menos que sea el escudo…

—Yo…, ¡grandes hazañas! ¡Ofrezco grandes hazañas! Mi proeza es el robo de ganado. El ganado es igual a riqueza. Puedo entregar muchas cabezas de ganado, todas robadas al pueblo de Troezen, y Epidauro, y Megara, y Corinto, y Eubea.

Al oír esto Elefenor gritó:

—¡Tú ofreces saquear mis tierras! ¿Cómo te atreves? —Y corrió hacia Áyax, que se lo quitó de encima como si fuese un insecto molesto. El rotundo hombretón, que parecía tan difícil de desplazar, salió disparado.

—Áyax… —mi padre eligió cuidadosamente sus palabras—, no es apropiado ofrecer bienes robados como regalo de boda.

Áyax parecía desconcertado. Detrás de él, Elefenor se estaba poniendo en pie, dispuesto a atacarle de nuevo.

—Pero ¡los botines que se consiguen en combate son los más preciados de todos!

—Salamina no está en guerra con Eubea, ni con Corinto, ni con Epidauro —dijo mi padre—. ¿No acabamos de hacer un voto de evitar las luchas y la guerra?

Yo me puse en pie y miré a Áyax. Le dediqué lo que esperaba que fuese una sonrisa compensatoria.

—No deseo nunca que se arroje la violencia a mis pies —dije.

—¡Ah! —El rostro de Áyax se puso casi tan oscuro como su barba—. Bueno, entonces si desdeñas al gran Áyax… —Se dio la vuelta y arrastró su escudo tras él, y luego se abrió camino entre la multitud y se alejó.

—Has hecho bien en librarte de él —dijo mi madre—. Imagina las rabietas que le pueden dar. Imagina que tú estás donde puedes recibir, si le da una.

No quería ni imaginar todo aquello. Estaba contenta al ver que el hombre-toro se retiraba y dejaba Esparta.

Tercer día de la competición. El pretendiente era Teucro, medio hermano de Áyax, también hijo de Telamón, pero evidentemente nacido después de la contundente visita de Heracles. Era de estatura y fuerza media; no se había hecho ninguna promesa sobre una piel de león a su favor. Me gustaba mucho más por eso.

Le examiné cuidadosamente. Parecía agradable, era apuesto y de la edad adecuada, quizás unos cinco o seis años mayor que yo: tenía unos veinte años o así. Había oro en su cabello y sus ojos estaban veteados de verde.

—¡Ah, esos troyanos! —ronroneó Clitemnestra—. Nadie se les puede comparar en belleza.

—No es troyano —susurré yo, contestándole.

—Sí, es medio troyano —replicó ella—. Y si son así de guapos cuando sólo son medio troyanos, ¡me encantaría ver a uno de pura sangre! —Parecía hambrienta.

—¿Quién es su madre? Tiene el mismo padre que Áyax.

Tendría que haber estudiado todo aquello, pero había tantos pretendientes, y sus linajes eran tan complicados…

—Hesíone —dijo ella—. La hermana de Príamo, rey de Troya. Fue raptada por Heracles, y la llevaron a Salamina, y se la entregaron a Telamón. Hace mucho tiempo.

—¿Y la han tenido prisionera todo este tiempo?

Clitemnestra se encogió de hombros.

—No lo sé. Quizá le gustó Salamina y no quiso volver. Quizá se enamoró de Telamón. —Puso los ojos en blanco.

Resultó que la habilidad de Teucro era la arquería, y su demostración fue impresionante.

Cuarto día. Todo aquello ya me estaba cansando. De no haber sido por la presencia de Clitemnestra a mi lado, y sus evaluaciones y comentarios sobre cada hombre, habría resultado insoportable. Aquel cuarto día Idomeneo, rey de Creta, tomó su lugar frente a mi padre y nosotras.

Era un poco mayor que los demás; por la historia de su vida en su reino isleño y las batallas en las que había combatido, asumí que tenía treinta y tantos años, al menos el doble de mi propia edad. Después de hablar de su linaje, como nieto del poderoso Minos, y enumerar sus riquezas y el título de reina que podía ofrecerme, se enfrentó a la pregunta de mi padre:

—La mayoría de los reyes no vienen en persona; envían a alguien para que los represente. Y más cuando la distancia es grande, y Creta está a cuatro días de vela de Gitio, nuestro puerto más cercano. Y sin embargo, has hecho todo este camino.

Idomeneo se limitó a sonreír, sin ponerse a la defensiva en absoluto.

—No confío en los rumores ni en los ojos de otros hombres. Deseaba venir en persona y ver por mí mismo a esa Helena de Esparta, de la que se dice que es la mujer más bella del mundo.

Me puse en pie, temblando.

—¡Señor! ¡Eso no es cierto!

—Pero que deseaba verte en persona, eso sí que es cierto.

—¡No soy la mujer más bella del mundo! ¡Tenéis que dejar de decir eso! —Miré a mi alrededor, suplicando a todos los que estaban en la habitación.

Idomeneo parecía entristecido.

—Pero, princesa, sí que lo eres. —Lo dijo como si estuviera declarando que sufría una enfermedad incurable.

Y por aquella vez, me sentí como si la padeciera. Silenciosamente, volví a tomar asiento.

—¿Qué has traído para ofrecérselo a Helena como esposa tuya? —preguntó mi padre.

—Le he traído el título de reina de Creta. Pongo Creta a sus pies, Creta para compartirla conmigo, un hermoso reino, lleno de pastos, de olivos, de vides y de ovejas, rodeado por los mares más profundos y protegido por nuestros barcos. Somos un pueblo orgulloso, princesa —me dijo a mí—. Ven a vivir entre nosotros.

—¿Y cuál es tu habilidad? —Mi padre iba directo al grano.

—Las palabras, poderoso rey. Puedo relatar historias épicas, ponerlas en verso. Mi lira la tañe mejor un bardo más dotado, pero yo le puedo enseñar las palabras. —Indicó a un joven que hasta el momento había permanecido tranquilamente en la sombra de una columna, agarrado a su lira de concha de tortuga.

El bardo ocupó su lugar junto a Idomeneo, y aunque estábamos a plena luz del día y no habíamos bebido nada de vino, la belleza del poema y la música nos movió primero al silencio y luego a las lágrimas. Cantó sobre el amor de Ariadna por Teseo, y acerca de la valentía de aquel héroe.

Pero yo no podía elegirle. Me había prometido a mí misma que cualquiera que pronunciase las palabras «la mujer más bella del mundo» quedaría descalificado. Y aunque era atractivo, vivía demasiado lejos, y la idea de permanecer separada del resto de mi familia por un trecho tan grande de océano me espantaba.

La luna, que empezó creciente, se convirtió en llena y fue menguando, y volvió a convertirse en creciente, y sin embargo, la competición seguía y seguía. Por entonces estaba tan harta de discursos, de buey asado y de vino, de liras, de arcos, de carros y de carreras a pie que juré no volver a asistir a nada semejante una vez hubiese acabado aquello.

Agamenón, que había vuelto a casa a Micenas después de los primeros días, volvió para ser el último concursante, y hablo en lugar su hermano.

Sus piernas gruesas y robustas se plantaron separadas y desafiantes, y se quedó frente al hogar del mégaron, con aire impaciente.

—Mi hermano Menelao ha confiado en que hable por él. Un hombre humilde no puede cantar sus propias alabanzas, aunque se las merezca. Y mi hermano es humilde. —Consiguió que sonara como un defecto. O quizá quería decir simplemente que la humildad de su hermano en aquel momento resultaba inconveniente para él, Agamenón—. Pero de todos los hombres, él es quien menos motivos tiene para serlo. Su linaje procede de la noble casa de Atreo.

Ya está. Ya había esgrimido su mayor activo, como si fuese la mejor prenda que pudiese tener. La casa de Atreo…, su fundador, Tántalo, y su hijo y su nieto, Pélope y Tiestes.

—Sí, llevamos una gran carga, pero ¡también la lleva Atlas! Atlas soporta el mundo sobre sus hombros, pero nosotros llevamos la carga de la maldición de un hermano hacia un hermano, de Tiestes a Atreo. Él maldijo a todos los hijos de Atreo, para siempre y para todas las generaciones. Pero ningún mortal tiene poder para hacer tal cosa, sólo los dioses. Y Menelao y yo somos la prueba viviente de ese hecho. No tenemos enemistad alguna el uno por el otro, sino más bien al contrario. Estamos todo lo unidos que pueden estar dos hermanos, y acudiríamos siempre en defensa el uno del otro, al instante. Yo estoy juramentado para protegerle, y él a mí. ¡La maldición ha muerto!

Vi que mi padre tensaba los labios y fruncía el ceño. A mi lado, Clitemnestra estaba callada. ¿Se lo creería acaso?

Agamenón miró a su alrededor, calibrando las expresiones que veía en la sala. Pero las caras eran reservadas.

—Princesa, a tus pies él coloca los preciosos almacenes de aceite y grano, de telas y de oro que llenan las bóvedas de Micenas, así como veinte buques de casco negro y los botines que conseguimos en las islas. Además, está todo el ganado de la región Platea.

Estaba prometiendo más riquezas en nombre de su hermano de las que él mismo tenía.

—Y como broche final para la novia, le dedica la ciudad entera de Asine, recién capturada a los tirios.

La sala entera se agitó, y vi la ira cruzar el rostro de Menesteo, hasta entonces el pretendiente que había hecho el mayor obsequio. Era de Atenas, e inmensamente rico. Había prometido barcos, palacios y gemas, pero nada como aquello. Le habían superado.

—Si mi hermano tuviese un reino, princesa, te lo entregaría todo a ti. —Los ojos oscuros de Agamenón perforaron los míos hasta que casi sentí dolor en el fondo—. Yo mismo poseo el reino de Argos y de Micenas, pero a su favor los entrego todos, excepto el título mismo. —Hizo una pausa—. Él te ofrece todo lo que tiene.

—Y muchas cosas que no tiene —murmuró Clitemnestra.

—Con su cuerpo te defenderá, con sus tesoros te dotará, con su collar te desposará.

Agamenón sacó una gruesa cadena de oro, cuyos pesados eslabones tintinearon al levantarla; su brillo inconfundible proclamaba que el oro era puro. El oro puro es de un amarillo penetrante, casi estridente. Se volvió, levantando el collar, para que todo el mundo en la sala pudiera verlo. Luego se detuvo y se enfrentó a mi padre y a mí.

—Es muy generoso. —Fue lo único que se permitió decir mi padre.

Afortunadamente, a mí no se me requería que hablase.

—Y ahora, tu habilidad… —presionó mi padre.

—No se trata de mis hazañas, sino de las de Menelao. Y aquí las tienes: si le eliges, princesa, él se presentará aquí y soportará cualquier tarea que le ordenes. La completará aunque le cueste el resto de su vida.

—Pero ¡es un requisito indispensable que lo realice ahora! —Mi padre se levantó—. Todos los demás lo han hecho.

—Lo que los demás han hecho es realizar una exhibición limitada. Lo que mi hermano propone podría requerir toda una vida… o, al menos, una estación de guerra.

—Estás pidiendo que un hombre compita mediante una promesa, mientras los demás realizaron sus hazañas ante nuestros ojos. No hay competición que se pueda ganar con la imaginación, y la hazaña prometida siempre es perfecta. —Mi padre apretaba los puños. Estaba dispuesto a descalificar a Agamenón.

Yo me levanté.

—Mi padre tiene razón. Una promesa no es una hazaña. Por tanto, que él se pruebe. Que haga…

—Princesa, la condición era que primero tenías que elegirle a él. —Para mi conmoción, Agamenón me había interrumpido.

—Como la recompensa soy yo, las condiciones las pongo yo —repliqué—. Si realmente está tan ansioso por tenerme como tú aseguras, la cumplirá. Que corra desde Micenas a Lerna, donde Heracles mató a la Hidra, sin detenerse. Es un día entero de marcha, pero no debe caminar, sino correr. Tráeme palabra de cómo lo hace. Y si se para a descansar, o baja la marcha, perderá.

El rostro de Agamenón enrojeció mucho. Vi que su boca se movía, luchando por no arrojar palabras de furia.

—Muy bien —dijo finalmente, en voz muy baja y fría.

En la sala, los ánimos mejoraron. Creían que había establecido una tarea imposible para Menelao. ¿Cómo podía correr tan rápido un hombre corriente, sin detenerse?

Pero yo no había especificado a qué velocidad debía correr, y ya sabía que Menelao era un buen corredor. Él no lo recordaba, pero el propio Agamenón me lo había asegurado en Micenas, mientras alardeaba de sus propias proezas de caza. Se quejaba de que Menelao parecía más feliz persiguiendo las presas que matándolas, y que era capaz de permanecer todo el día entero corriendo sin parar.

Así que ayudé a Menelao en su cortejo. Algunos incluso dirían que así decidí la competición, pero eso no es cierto, porque él me había dado a elegir cualquier hazaña que yo le pidiera. ¿Quería yo que ganase? Hoy en día todavía no puedo responder a eso.

—Has prolongado la competición —gruñía mi padre—. ¿Quién sabe cuánto tiempo durará ahora? Menelao podría estar muy lejos y… ¿Qué estabas pensando?

—Ya veía que estabas dispuesto a dar por terminado el cortejo.

—Tenías razón. Era absurdo. ¿Acaso cree Agamenón que porque es rey de Micenas no tiene que seguir las reglas?

—Está claro que ése es el caso. Pero no deberíamos castigar a Menelao por ello.

—Menelao es un idiota si eligió a Agamenón para que hablara por él, y eso sólo le descalifica —ladró mi padre—. ¡Revela muchas cosas de su carácter y de su juicio…, de su falta de él!

—Pero, padre…

—Tiene razón, querida. —Mi madre estaba de pie junto a nosotros—. Para la decisión más importante de su vida elige a su arrogante y acalorado hermano, para que hable por él… Una mala elección. Una elección muy mala. ¿Qué nos dice eso de Menelao?

Ahora me sentía obligada a defenderle, a defender a mi agradable compañero a la luz de la luna.

—¿A quién podría haber elegido si no? ¿No habría parecido muy peculiar si hubiera dejado de lado a su hermano, el rey, y hubiese elegido a otro?

—¿Y por qué no ha venido él mismo? Cualquiera podría haberlo hecho mejor que Agamenón, por mucho que tartamudease al hablar.

—¡No tartamudea al hablar! —dije yo.

—Pero, niña, ¿le estás defendiendo? —dijo mi madre.

—¡No! —grité—. ¡Ni siquiera le conozco!

—Yo te diré por qué no ha venido —dijo Clitemnestra, metiéndose entre nosotros—. Tenía miedo. Tenía miedo de fracasar y de no poder soportar la vida consigo mismo después. No confiaba en sus palabras, tan fuertes eran sus sentimientos.

Todos nos quedamos mirándola. Ella siguió.

—Te quiere más que a nada en el mundo —me dijo—. Menelao no suele querer cosas, no como Agamenón, que codicia todo aquello que ve. Menelao está contento. Pero desde que te vio hace algunos años, finalmente encontró algo que quería. Tenía demasiado miedo de perderte por sí mismo.

—¿Y por eso ha permitido que otro me perdiera para él? —pregunté, incrédula.

—Pensaba que Agamenón, al no quererlo con tanta desesperación, acabaría por hablar mejor. —Clitemnestra hizo una pausa—. Lo sé. Les oí hablar de ello. Hasta ahora he guardado silencio, para que pudieras decidirte por ti misma. Pero ahora, al parecer, ya te has decidido.

—¡No, no me he decidido! ¡Primero tengo que ver cómo corre!