Yo estaba ya despierta antes de amanecer, viendo cómo la luna se ponía detrás de los árboles en la cima de nuestra colina. La brisa todavía soplaba, introduciéndose en la habitación entre las columnas. Venía un débil olor de fuego apagado desde el mégaron, donde la leña se había consumido.
Al levantarme tan temprano pude ayudar a vestirse a Clitemnestra. Sólo un día más para ella de vestirse formalmente; un día más de ataviarse con otro traje, y parecía que había llevado ya al menos catorce. En realidad combinaba sus vestidos, mantos y broches de formas distintas para que pareciese que tenía muchos.
—¡Tráeme el rojo intenso! —ordenaba a su sirvienta cuando yo entraba. Estaba autoritaria aquella mañana, y llena de color. Había algo distinto en ella.
La sirvienta volvió con una tela de un color tan rojo que una amapola a su lado habría palidecido. Clitemnestra sonrió y lo cogió.
—¡Sí! —exclamó.
—Es el color de la sangre —dije—. ¿Estás segura de que quieres… parecer un guerrero?
—Un guerrero también necesita una guerrera —dijo, sujetando la tela en torno a su rostro.
—Así que ¿todavía piensas en Agamenón?
—Sí, me casaré con él. Y me iré a Micenas.
Sin duda alguna se quitó el camisón de dormir y permaneció un momento desnuda antes de envolver la tela roja de lana en torno a su cuerpo. Tenía un cuerpo inusualmente fuerte, de anchos hombros, pero no como el de un hombre. Su rostro era también de rasgos fuertes, pero no masculino, en absoluto. Era su espíritu lo más atrevido que tenía.
—Te echaré de menos —dije yo, en voz baja. Me estaba dando cuenta de lo cierto que era. Desde mis recuerdos más antiguos ella estuvo conmigo, protegiéndome, burlándose de mí, jugando conmigo. Ahora, sus cámaras quedarían vacías.
—Pero sabíamos que esto tenía que pasar —me dijo. Era tan directa. Su pensamiento era: soy una mujer, así que debo casarme. Cuando me case, abandonaré Esparta. ¿Qué sorpresa hay en ello, en lo que debe ser?
Su aceptación del hecho (de dejarme) dolía.
—Pero ¡Agamenón! —dije yo—. ¿Y qué pasa con la…, la…?
—¿La maldición? —Ella se estaba sujetando los hombros de la túnica. No respondió hasta que consiguió que quedaran bien. Luego se volvió y me miró, inquisitiva.
—No puedo explicarlo ni explicármelo a mí misma. Pero la maldición es precisamente parte del motivo por el cual le quiero.
Yo estaba horrorizada.
—¿Por qué quieres atraer la destrucción sobre tu cabeza?
—Porque creo que puedo frustrarla…, incluso vencerla —dijo, levantando la barbilla—. Es como un desafío. Yo me haré cargo de ese desafío.
—Pero ¡meter nuestra casa en ese círculo de destrucción! ¡Por favor, no lo hagas!
—¿Te olvidas de que también tenemos tus malas profecías? Afrodita ha jurado a nuestro padre que sus hijas se casarán varias veces y dejarán a sus maridos… ¿No te ha contado nunca eso? Si intentas ser fiel a tu marido, entonces también estarás desafiando a una profecía, intentando vencerla.
Yo quería decir: «¡Por favor, no abandones nuestro hogar! No me dejes aquí… Y no te cases con Agamenón. ¡No me gusta!». Pero nunca pronuncié esas palabras. Cuando una hija deja su hogar para casarse, siempre queda un lugar vacío en la familia.
—Una cosa más que superar —dijo ella, riendo—. Y luego puedo tener al hombre que quiero.
El último pobre concursante, un enviado de un pretendiente cretense, tenía poco que ofrecer y nadie le prestó demasiada atención, de modo que cuando se acabó su breve discurso, se escabulló a hurtadillas. Sabía, como todo el mundo, que la elección ya estaba hecha.
En la fiesta de despedida, mi padre obsequió a todos los pretendientes con calderos de bronce y les dio las gracias. Luego anunció que su hija Clitemnestra se casaría con Agamenón de Micenas.
Oír las simples palabras «casarse con Agamenón de Micenas» era tan espantoso y definitivo que temblé.
Se casaron dos meses después. Clitemnestra subió llena de alegría en el carromato nupcial que la llevó a Micenas, decidida a superar la profecía que habían arrojado sobre ella.
Me sentí muy sola sin Clitemnestra, y al principio esperábamos que volviera de visita, como hacían algunas hijas. Pero ella estaba casi siempre en Micenas, y el viaje era lo bastante largo para pensárselo antes de hacer una visita improvisada. Mis hermanos me ayudaban a rellenar el vacío que dejaba, y mi padre parecía contento con la unión que había concertado. También estaba complacido al ver que su truco de la «mujer más bella del mundo» había arraigado en la imaginación popular. Los pretendientes rechazados la propagaron por todas partes, de modo que se convirtió en una ferviente creencia en la mente de los griegos: «Helena, princesa de Esparta, es la mujer más bella del mundo». Eso significaba que desde el momento en que se prometió Clitemnestra, empezaron a preguntar cuándo estaría yo dispuesta para casarme. Sólo tenía once años entonces, pero mi padre lo aplazó, no para mantenerme en su casa y preservar el final de mi niñez, sino para elevar el precio y atraer más pretendientes.
Mi madre era más afectuosa y quería de verdad mantenerme con ella un poco más. Como esperábamos, al final había crecido más que ella. Y un día, decidió que la había eclipsado en belleza, y que le parecía muy bien.
Mirándome a la cara, me dijo:
—Una madre siempre imagina lo doloroso que será ceder su trono a su hija, y por eso lucha contra ello. Pero cuando llega el momento, parece algo natural —dijo, mientras me alisaba el cabello.
—Tú no has perdido ningún trono, por lo que veo —la tranquilicé.
—El trono de la juventud, querida mía, y del encanto que lleva consigo. —Inclinó un poco la cabeza—. Quizás a ti no te ocurra nunca. Quizá tú te hagas mayor de una forma… diferente.
Cuatro años después, cuando cumplí los quince, mi padre decidió que había llegado mi turno de seguir el ritual de los pretendientes y la elección. Pero antes de que pudiera tener lugar, yo deseaba que se me permitiera seguir una antigua costumbre que en mis tiempos sólo se observaba ya ocasionalmente: una carrera con jóvenes solteras. Se decía que se remontaba a la novia de Pélope, el abuelo de Agamenón. Ella había corrido antes del día de su boda con quince doncellas, en honor de Hera, la patrona del matrimonio. Después las jóvenes dedicaron un traje a la estatua de la diosa.
Le rogué que me dejase llevar a cabo aquel último rito de la niñez y la libertad que estaba dejando atrás.
—Porque ya sabes que soy una corredora muy rápida —dije.
—Sí, pero…
Mi madre interrumpió.
—Déjala que corra. Deja que tenga ese día. —Me miró de manera cómplice—. Yo nunca tuve esa oportunidad. —Cogió mi cara entre sus manos—. Querida niña, debes correr libre por las orillas del Eurotas. —Sonrió, con una sonrisa privada—. Como debe ser.
«¿Porque allí fui concebida?», pensé. Las plumas de cisne todavía estaban en la caja; yo había mirado recientemente. No habían perdido nada de su resplandeciente blancura.
—Primero debes tejer una túnica para la diosa —dijo mi padre.
Era una gran alegría para mí. Me había convertido en una buena tejedora, e incluso había aprendido a hacer diseños en la tela. Para la diosa crearía un diseño que mostrase su ave favorita, el pavo real. Sería un desafío, pero sí, podía hacerlo. Con lana de un blanco puro, luego teñida de verde con ortigas y musgo, y luego el borde azul.
Era a principios de la primavera, para mí el momento más bello de todo el año. Diminutas hojas creaban auras verdes en torno a las ramas de los árboles, cuando el sol brillaba a su través. Mil flores diminutas (blancas, doradas, rojas) parpadeaban en el prado. Una vez más, yo estaba de pie en la orilla del Eurotas.
Junto a mí se encontraban otras quince muchachas, todas seleccionadas por sus pueblos o sus familias por ser ligeras de pies. Algunas eran más jóvenes que yo, se notaba con sólo mirarlas. Otras eran mayores. El día que yo corrí tenía quince años.
Había crecido toda mi altura. Era más alta que algunas, pero no todas. Llevábamos unas túnicas cortas que nos llegaban sólo a las rodillas, y el hombro derecho desnudo. Los pies también los llevábamos descalzos.
El sol pasaba oblicuo entre los sauces que crecían en la orilla cuando nos pusimos en fila para empezar la carrera. Con las cabezas inclinadas, pedimos la bendición de Hera y le dedicamos toda nuestra fuerza.
—Correréis a lo largo de la orilla del río hasta que alcancéis la roca grande que está en el campo de cebada. Luego daréis la vuelta hacia la izquierda y seguiréis por el sendero que hay junto al campo. Cuando lleguéis al final, daréis de nuevo la vuelta a la izquierda, hasta llegar a los dos escudos que se colocarán como puerta, con un hilo entre ambos. La primera que rompa ese hilo será la ganadora —anunció una joven sacerdotisa de Hera.
Cada una adelantó el pie izquierdo, dispuestas para salir disparadas. Yo notaba que me temblaban las rodillas. Pero no por miedo a perder, sino por la ansiedad de la carrera. Al fin podría correr tan velozmente y con tanta fuerza como deseaba, sin entorpecimiento alguno.
—¡Adelante! —gritó el director de la carrera.
Me arrojé hacia delante, y mi pierna derecha se tensó como un arco. Los músculos temblorosos dieron un salto y corrí.
¿Cómo podría describir la ligereza y la libertad de una carrera libre? Me sentí inmensamente fuerte, llena de poder, y no había barreras para mí. Hubiera lo que hubiese en mi camino yo saltaría por encima. Tenía toda la fuerza.
El río pasó veloz; era vagamente consciente de las aguas sombreadas que pasaban y fluían a mi izquierda, pero seguí corriendo. Sólo veía a las chicas que iban a cada lado.
Llegamos a la roca en el campo de cebada y la rodeamos. Otras dos estaban al mismo nivel que yo. Jadeando, di la vuelta a la piedra y me dirigí hacia el sendero recto que había ante mí. Ya era mío.
Había mucha velocidad en mí, y mis piernas se movían más rápido, recibiendo mis órdenes.
«Atalanta. Ella es Atalanta». Mis hermanos me habían llamado así toda mi vida cuando me veían correr. Atalanta: la mujer más rápida que había corrido jamás.
Pero nadie arrojó una manzana de oro en mi camino para distraerme como a Atalanta. La pista fangosa y la carrera en sí misma eran todas mías. Le ordené a mi pecho que aspirase más aire, que respirase; movía los brazos arriba y abajo, y por encima de todo, recurría a toda la fuerza que podía tener escondida en todos los rincones de mi interior.
Había una todavía delante de mí. Era bajita y fuerte; sus piernas potentes la llevaban por el camino, mostrando los músculos de los muslos desnudos por la corta túnica. Era ella. La que pensaba que iba a ganar.
«¡Ayudadme, ayudadme!», grité.
Pero ningún brote de fuerza acudió a mis miembros. Llegamos al final del campo de cebada. La otra chica y yo giramos de nuevo a la izquierda; íbamos tan cerca al dar la vuelta que veía el sudor en sus hombros.
Ella corrió con más intensidad y durante unos angustiosos momentos me dejó atrás en el camino. Delante veía los escudos que marcaban el final.
«Ahora —me dije a mí misma—. Dale toda tu fuerza. Entrega incluso la fuerza que no tienes».
¿Se estaba acortando la distancia? Corrí con toda la fuerza que pude. Ya no le decía nada a mi cuerpo: yo era mi propio cuerpo.
Más cerca… Más cerca. Su espalda se hacía grande. Más grande.
Llegué a su lado. La miré. La sorpresa estaba escrita en su rostro.
Pasé delante de ella, rompí el débil hilo. Luego caí al suelo. Porque había corrido más rápido de lo que era capaz. Algo que todos los atletas comprenden. «Lo has hecho todo lo bien que has podido», me dije a mí misma, exultante. No, incluso mejor. Mejor que lo mejor, ¿quién puede explicarlo?
Mi infancia había terminado. Acabó con la victoria en aquella carrera. Aquél era mi sacrificio a Hera: mi rapidez, mi fuerza. Mi libertad al viento en la carrera.