VII

Fieles a su palabra, mis padres, de inmediato, anunciaron que su hija mayor, la muy ilustre princesa Clitemnestra, estaba ya en edad de casarse. Se insistía en sus virtudes: un pedigrí impecable, ya que descendía de los más ilustres gobernadores de Esparta, y con su mano podía venir la herencia de ese trono, y que era de familia muy fértil, agradable de mirar y saludable. Nada se decía, por supuesto, de su naturaleza obstinada y rebelde, ni de la indiferencia que sentía hacia las tareas propias de mujeres ni de su fortaleza física, comparable a la de un hombre. Mi padre decía que esperaba que llegase una buena propuesta, y quería abrir el concurso también a los extranjeros.

—Estoy dispuesto a considerar incluso a un egipcio o a un sirio —dijo.

—Sería un desperdicio ofrecerle Egipto a Clitemnestra —dijo mi madre, arreglándose el pelo con sus dedos finos y nerviosos—. Esas telas tan finas que flotan, los brazaletes de esmalte, los perfumes…, sería como ofrecerle todo eso a un lobo.

—Es cierto, tu hija no es como tú. Ya sé que tú deseas mucho esas cosas, y que se las envidiarías mucho a Clitemnestra. —Se rio, como si le divirtiera conocer su envidia—. Pero querida, debemos pensar sólo en lo que aportaría tal unión a Esparta, no en los lujos que tú te podrías perder.

—Un extranjero, por muy rico que sea, sería un fracaso. Otros podrían mirarnos de arriba abajo.

Yo había entrado de puntillas en su habitación y no me atrevía ni a respirar, por si me oían.

—Bueno, que nos miren. De arriba abajo, o de lado o como quieran, mientras tengan conexiones en algún rico puerto por ahí.

—Nunca he oído que algún extranjero viniera a buscar su novia aquí, ni que tuviera lugar un matrimonio semejante —dijo mi madre—. Y Esparta no tiene puertos, o sea que, ¿cómo podría ayudarnos la conexión con un puerto extranjero? El comercio iría todo a Micenas, donde ya va ahora mismo.

—Troya —dijo de repente mi padre—. Está mucho más cerca, y Egipto comercia pasando por ella, de modo que no deberíamos preocuparnos por un egipcio. Además, los troyanos son más ricos que los egipcios.

—Y mucho más guapos —dijo mi madre. Ahora era mi padre el que recibía sus pullas—. Dicen que son guapísimos, que ni los dioses pueden quitarles las manos de encima. Zeus se apoderó de Ganímedes, y la propia Afrodita no pudo contener su pasión por un pastor, ¿cómo se llamaba? Bueno, una vez, cuando estabas fuera, vino una misión diplomática. Yo les recibí sola, por supuesto. —Sonrió—. No fue una tarea difícil.

Casi notaba las plumas de cisne agitándose en la cajita, mofándose de mi padre.

—Muy bien, nada de extranjeros —dijo mi padre al final—. Ya tenemos los suficientes de los nuestros para escoger entre ellos.

Yo estaba a punto de hacer notar mi presencia cuando de pronto mi madre dijo:

—Creo que ya es hora. Ya es hora de que vean a Helena. Entonces se correrá la voz y cuando ella sea lo bastante mayor para casarse, la puja estará en lo más alto.

—¡Sí! Y podemos hacer que se diga que es la mujer más bella del mundo. —Mi padre parecía exultante, repitiendo su frase favorita.

Mi madre frunció el ceño.

—Pero espera…, ¿no disminuiría eso las posibilidades de Clitemnestra? Quizá los pretendientes decidan esperar a Helena…

—Hum… Sí, podría ser un problema —admitió mi padre—. Pero me parece una lástima mantenerla oculta cuando se reúne todo el mundo. ¿Cuándo tendremos una oportunidad semejante?

—Hay ventajas en ambos casos —dijo mi madre—. Pensemos en ello, pero sin apresurarnos.

En lo más hermoso del verano, cuando el sol estaba en el cenit, llegaron los pretendientes de Clitemnestra. Uno por uno subieron por la empinada colina hasta el palacio llevando con ellos sus esperanzas y sus regalos. Uno por uno fueron recibidos por el Rey y la Reina y alojados en sus aposentos.

Las reglas del concurso para obtener la mano de la hija del Rey se habían observado desde tiempos muy antiguos, y eran muy rígidas. Mi padre debía alimentar y dar hospedaje a los pretendientes hasta que uno de ellos resultase elegido; estaba permitido a un pretendiente enviar a un representante, en lugar de acudir él en persona, si vivía muy lejos o era demasiado poderoso para aparecer como solicitante; habría alguna especie de competición, como una carrera a pie, o un concurso de arquería, aunque los resultados ya no eran vinculantes.

Mientras observaba el desfile de esperanzados que llegaban, me pregunté dónde se alojarían todos aquellos hombres. Se tendieron camas debajo de todos los pórticos de madera, donde podían dormir parcialmente protegidos, pero al aire libre. Mi madre había reunido todas las mantas tejidas y los vellones de cordero para que sirvieran como lecho, y los cabreros habían traído sus cabritos y sus cabras y empezó la matanza para alimentar a la multitud. Se sacaron infinitas jarras de grano y de aceite, y las grandes ánforas de vino quedaron abiertas para beber y para libaciones. Era importante que la riqueza y la hospitalidad de mi padre pareciera tan ilimitada como para los pretendientes era posar como guardianes de la puerta de las promesas.

Vinieron unos doce, un número impresionante. Entre ellos se encontraban el príncipe de Tirinto, dos hijos de Néstor de Pilos, un guerrero de Tebas, un primo de la casa real de Teseo de Atenas, y un joven rey de la diminuta Nemea. El resto enviaron emisarios, que vinieron de Rodas, Creta, Salamina, y de la lejana Tesalia. Y luego, el último día, los hermanos Atreo, Agamenón y Menelao de Micenas, subieron por la colina y aparecieron ante las puertas del palacio.

Mi madre se puso visiblemente pálida y su mano subió al blanco cuello.

—No… —dijo tan bajo que sólo yo, que estaba de pie ante ella, pude oírlo.

El rostro de mi padre no traicionaba nada. Les dio la bienvenida como se la había dado a los demás, con un saludo ya acordado: «Noble huésped, entra en mi hogar».

Yo sabía algo de la maldición de su familia. Todo el mundo lo sabía. En una tierra en la que los niños crecen con historias de asesinatos espantosos y traiciones, la historia de los hijos de Pélope todavía sobresalía, una historia que aún no había terminado y que por tanto era doblemente terrible.

Brevemente: el rey Pélope tenía dos hijos, Atreo y Tiestes. Luchando para obtener la supremacía, Atreo mató a los tres hijos de Tiestes, y los cocinó e hizo un guiso con ellos que sirvió a su hermano. Lleno de horror, Tiestes maldijo a Atreo y a todos sus descendientes. Atreo tuvo dos hijos: Agamenón y Menelao.

Había muchas más cosas en aquella historia: adulterios, más crímenes, relaciones antinaturales, traiciones y engaños. Pero ahora la encarnación misma de la maldición, Agamenón, había llegado a pedir la mano de Clitemnestra.

Agamenón era un hombre de cabello oscuro, robusto, con poblada barba y labios gruesos. Sus ojos eran extrañamente grandes, y su nariz carnosa; tenía el cuello corto y, por tanto, su cabeza parecía salir directamente de los hombros. Si tenía que mirar de lado, debía volverse con todo el cuerpo. Vi que tenía los brazos muy musculados, colgando a ambos lados, y de pronto una imagen de ese hombre estrangulando a alguien atravesó mi mente. Que podía hacerlo con las manos desnudas era algo que no dudaba.

Un sirviente que había tras él llevaba una caja larga y delgada con incrustaciones de oro, sujetándola como un precioso presente.

—¿Es el cetro? —preguntó mi padre.

—Sí, eso es. ¿Creías acaso que vendría sin él? —La voz de Agamenón era tan pesada y recia como el resto de su persona.

Mi padre se volvió entonces a saludar al otro hombre, el hermano menor de Agamenón.

—Menelao, noble huésped, entra en mi hogar.

—Gracias, gran rey.

Menelao. La primera vez que le veía. Como su hermano, era de hombros anchos y recia musculatura. Pero su cabello era más claro, de un dorado rojizo, espeso y ondulado como la melena de un león, su boca se curvaba en una sonrisa en lugar de bajar en una mueca. Era difícil creer que él también fuese destinatario de una oscura maldición, porque nada había en su persona que lo sugiriese.

—Vengo, querido rey Tíndaro, a apoyar el coraje de mi hermano en busca de la mano de la princesa. —Su voz era sincera, pero no dura. Su tono era muy grave, y eso hacía que pareciese mucho más corpulento de lo que era, pero su profundidad resultaba tranquilizadora.

—No lo comprendo —dijo mi padre—. ¿No vienes como pretendiente por ti mismo?

—Ha habido demasiada rivalidad entre hermanos en nuestra casa —respondió él—. ¿Acaso no ha causado esto demasiados sufrimientos? No, basta con que yo apoye personalmente las pretensiones de mi hermano. —Inclinó la cabeza de una manera extrañamente formal, y en aquel momento me vio.

Como los demás, se quedó muy quieto. Todo el mundo que había entrado en el palacio, que había pasado junto a la real familia y junto a mí, se había quedado paralizado del mismo modo durante un momento. Algunos tartamudeaban. Otros tragaban saliva.

Él sonrió un poco, no dijo nada y siguió a su sirviente.

«¡Gracias por no decir nada!», pensé yo. ¡Gracias, gracias! Le estuve agradecida al momento.

Porque se me había concedido mi deseo: permanecer ante los visitantes sin ninguna barrera y sin velo. Habría sido desagradable. Después de que los dos primeros hombres hubiesen actuado como si hubiesen visto una aparición, me sentí violenta, luego asustada y por fin furiosa. Estaba más atrapada sin el velo de lo que había estado tras él. Pero ¿no era acaso eso mismo lo que yo había pedido?

Los hombres echaron a suertes el orden del día de su aparición. Ninguno quería ser el primero; un lugar cerca del final era más ventajoso. Si hubiese sido una competición sin premio alguno a la vista, entonces aparecer hacia el final habría sido malo, porque para entonces la audiencia habría estado ya inquieta y poco atenta. Pero en este caso, el hombre que apareciese primero podía quedar olvidado por Clitemnestra, para cuando tuviese que elegir.

Euchir, el joven rey de Nemea, tuvo la desgracia de ser el primero. Se portó bien. Habló de Nemea, diciendo que estaba lo bastante lejos de Esparta para que Clitemnestra pudiera sentir que realmente tenía un nuevo hogar, pero lo bastante cerca para no estar separada de su familia para siempre. Prometió una corona que no estaba comprometida por otros aspirantes ni por profecía alguna (¡muy astuto! Los hermanos Atreo seguramente le odiaron por eso). Luego, encantador, ordenó que abriesen su baúl y mostró parte del impenetrable pellejo del león de Nemea que había matado Heracles…, el orgullo de la ciudad.

Ya vi por la cara de Clitemnestra que no estaba impresionada. Para ella, él no era más que un arbolillo joven, demasiado ligero y muy verde como para considerarlo. Confirmó mi intuición declinando preguntarle nada, y él tuvo que retirarse junto con su piel de león.

En el festín que se celebró después, el bardo tocó la lira y cantó las hazañas de los antepasados de Euchir. Su voz se perdía cada vez más entre el ruido ascendente del salón, a medida que el vino hacía que los hombres hablasen más alto. Él los fulminaba con la mirada. Aquel bardo no era ciego, como otros muchos.

Después de un largo rato, cuando aquello acabó, pudimos irnos a dormir.

Y así siguió, día tras día. Después de los primeros, todos empezaban a parecer lo mismo. Quizá me parecían indistinguibles porque Clitemnestra no mostraba interés por ninguno de ellos.

Los dos hijos de Néstor de Pilos eran tan prolijos como su padre, decía ella.

El príncipe de Tirinto era tan pesado y gris como las fortificaciones de su ciudad.

El guerrero de Tebas quedaría muy raro en un palacio. Probablemente durmiera debajo de su escudo, se burló ella.

A medida que el número de los que todavía faltaban iba descendiendo, me pregunté qué ocurriría si el último pronunciaba su discurso y ella seguía sin conmoverse. ¿Deberíamos repetir aquel concurso año tras año, esperando que apareciese alguno nuevo?

Agamenón fue el penúltimo en presentarle su petición de mano. Salió al centro de la sala y se quedó allí de pie, plantando sus piernas como columnas. Con la cabeza levantada, miró a su alrededor, observando todas las caras, y luego fijó su atención en mi padre.

—Yo, Agamenón, hijo de Atreo, me ofrezco como marido para tu hija. Si me elige, la convertiré en mi reina, la reina de Micenas. Ella será honrada y obedecida en toda Argos, y lucharé para asegurar que nunca deje de cumplirse ninguno de sus deseos, si se halla en mi poder.

—¿Y qué has traído para mostrarnos? —dijo Clitemnestra.

Hubo un profundo silencio. Era la primera vez que ella pedía algo a un pretendiente.

Agamenón sonrió. Su rostro parecía siniestro al hacerlo, ya que la barba espesa y negra se separaba, y su boca aparecía como un tajo.

—Princesa, pronto te lo mostraré.

Dejó su lugar y cogió la larga caja incrustada del lugar donde descansaba, junto a una columna. La colocó cuidadosamente en el centro del mégaron junto al fuego del hogar, y la abrió con gran ceremonia. Luego buscó en su interior y sacó el cetro; lo sujetó en alto, y se volvió para que todo el mundo pudiera verlo.

—¡Contemplad la obra del dios Hefesto! —gritó.

A mí me parecía un cetro como otro cualquiera, de la longitud del brazo de un hombre, y más o menos del mismo grosor. El hecho de que fuera de bronce lo hacía inusual.

—Cuéntame, oh rey, la historia de ese cetro. —Clitemnestra se inclinaba hacia delante.

—Lo haré con gran honor —dijo. Su voz resonaba como el trueno que está demasiado cerca—. Hefesto lo creó en su forja celestial para Zeus. Zeus se lo entregó a Pélope, que se lo dio a Atreo. De Atreo, Tiestes lo tomó, y vino a mí como legítimo propietario suyo.

—¿Podré yo empuñarlo también? —Clitemnestra casi estaba de pie, llena de emoción, y su voz también sonaba fuerte, como el trueno.

Agamenón parecía asustado, pero enseguida se recuperó. Sus ojos finalmente sonrieron igual que su boca.

—Tendré que pedirle permiso a Zeus. Después de todo, es de Zeus, y hasta el momento sólo ha pasado por manos de hombres.

—No le pregunto a Zeus —dijo Clitemnestra—. Tiene prejuicios a causa de sus asuntos con Hera, y siempre se lo negará a una esposa. Te lo pido a ti.

Durante un momento él dudó. Luego le hizo un gesto.

—Ven y cógelo tú misma.

Vi que mi padre se ponía tieso. Eso iba en contra de todo protocolo, y se movió para descalificar a Agamenón. Pero se levantaba. Clitemnestra bajó de su sitio y se acercó a Agamenón. Se miraron brevemente a los ojos, probando su dominio. Ninguno de los dos los apartó, y con los ojos todavía clavados en Agamenón, Clitemnestra cogió el mango del cetro y lo rodeó con los dedos.

—Parece que ya lo has decidido —dijo Agamenón—. Ahora ya no tengo que preguntarle nada a los Cielos.

El festín y la reunión que siguieron no podían dejar de verse afectados por las extraordinarias acciones de aquella pareja. La gente estaba tan asombrada que no podía evitar hablar de ello, aunque se hubiera visto obligada a susurrar entre todos los cumplidos.

—Una mujer ha tocado el cetro de los dioses.

—¿Conlleva eso que se lo quitará a Agamenón?

—Si los dioses permiten tal cosa, ¿implica eso que podrían permitir que una mujer gobernase sola?

Yo oí todas esas preguntas mezcladas con comentarios sobre los niños guisados, la calidad de la leña y la luna que casi estaba llena.

Me quedé muy cerca de mi familia; tenía especial interés en saber qué pensaba mi madre. Pero como era reina no decía nada ni hablaba de sus auténticos pensamientos mientras existiera la menor posibilidad de que alguien pudiera oírla.

Mi padre era más transparente, y yo podía asegurar por su ceño fruncido que estaba muy disgustado. Cástor hablaba del tema como si fuera una broma («Clitemnestra estaba regia con el cetro») y, en cambio, Polideuces lo encontraba ofensivo («Pelearse en público como dos luchadores los degrada a ambos»). Yo misma no sentía nada especial por Agamenón, pero tenía que admitir que había sabido encender el fuego de Clitemnestra y que quizás ambos se llevasen bien.

Dejé a Cástor y me quedé un momento en un extremo de la sala, donde el porche cubierto daba paso al patio abierto y, más allá, el recinto iluminado por la luna. Mirando hacia arriba vi que a la luna sólo le faltaba una noche más para estar llena. Brillaba mucho, arrojando sombras agudas desde el borde del tejado y los altos álamos que se agitaban al viento, el mismo viento que hacía ondear los pliegues de mi túnica.

Alguien vino y se quedó de pie junto a mí, perturbando mi soledad. Pensaba que si le ignoraba se iría. Pero por el contrario, habló:

—Temo que la conducta de mi hermano te haya disgustado —dijo Menelao.

—No —dije yo, sintiéndome obligada a responder—. No me ha disgustado, pero me ha sorprendido. Sin embargo, al parecer, a mi hermana le ha gustado, y después de todo, es el favor de ella el que tiene que ganarse.

—Ha sido muy atrevido por su parte.

—Una apuesta que puede tener buen resultado.

—¿Acaso el atrevimiento es lo que seduce a las dos hermanas?

Yo ya no podía mirar más al recinto iluminado por la luna, ocultándole a él mi perfil.

—No me gusta el atrevimiento en sí mismo —dije al final, volviéndome hacia él.

—Ni tampoco a mí —dijo él—. No estoy seguro de ser capaz de él. Soy bastante distinto de Agamenón.

—Y yo también de Clitemnestra. Hermanos y hermanas nunca son copias unos de otros.

Fuera, en la noche, oí la llamada de un ruiseñor. Los cálidos vientos primaverales lo acunaban, igual que movían los bordes de nuestras túnicas.

—No —dijo él—. Y a veces tienen más en común los extraños que no son parientes. Clitemnestra y Agamenón tienen el cabello oscuro los dos, y nosotros lo tenemos claro.

Yo me eché a reír.

—Sí, eso es cierto.

Su pelo era de un color dorado más rojizo que el mío, pero se parecían. Y ambos habíamos decidido apartarnos de la multitud en el festín y salir a mirar la noche: otra similitud.

Un largo silencio descendió entonces. Aunque había deseado que él no hablase cuando estaba junto a mí, y él había dejado de hacerlo, me sentía extraña. ¿Por qué no me contestaba? El ruiseñor llamaba de nuevo, mucho más cerca.

Él pareció contentarse con apoyarse en la pequeña balaustrada y seguir mirando hacia el patio iluminado por la luna. El borde de la luz recortaba sus musculosos antebrazos, pero él siguió sin moverse. Sus manos estaban muy bien modeladas, eran perfectas y fuertes. Colgaban sueltas, relajadas. Pensé en las de mi padre, nerviosas y venosas como las de un simio y siempre tirando de algo. Mi padre también las llevaba adornadas con muchos anillos. Vi que Menelao sólo llevaba uno, de modo que sus manos parecían desnudas para ser las de un hombre de posición.

—¿En qué piensas? —dijo él al fin.

Me sobresaltó su franqueza.

—Me preguntaba por tu anillo —admití—. El hecho de que sólo lleves uno.

Él se rio y levantó la mano.

—Necesito tener las manos libres, no cargadas de peso, aunque sea de oro.

—¿Y qué lleva ese anillo, pues? ¿Qué representa? —Veía que llevaba unas figuras grabadas.

Él se lo quitó y me lo tendió. En los profundos huecos de su óvalo apenas veía a dos perros flanqueando un objeto curvo. Sus cabezas se arqueaban hacia los bordes del óvalo, formando un medio círculo lleno de gracia. Al volver el anillo para captar mejor los grabados a la escasa luz, me di cuenta de lo grueso que era y percibí el mucho oro que contenía. La casa de Atreo era rica; en eso Clitemnestra había hecho una buena elección. «Zeus dio poder a la casa de Éaco, sabiduría a la casa de Amitaón, pero las riquezas a la casa de Atreo». Había oído aquel dicho de labios de mi padre.

—Mis dos perros de caza —dijo—. Cuando huimos de Micenas nos acompañaron fielmente. Ahora ya han desaparecido, pero los llevo conmigo de ese modo.

—Eres leal a ellos como ellos fueron leales a ti.

Él sonrió mientras volvía a ponerse el anillo.

—Sí. Nunca los olvidaré.

«Y nosotros tampoco podremos olvidarlos: la razón por la que tuviste que huir, la espantosa maldición de tu casa», pensé. Al mismo tiempo, él tenía que haber oído también las cosas impronunciables que se cernían sobre nuestra casa, lo que había hecho mi madre. Ambos estábamos definidos por nuestras historias familiares; sin embargo, no debíamos hablar abiertamente de ellas. Yo me reí con una risa tranquila y triste.

—¿Te divierte acaso? —dijo—. ¿La lealtad?

—No. Lo que me divierte es el peso que llevamos ambos, y del cual no debemos hablar. Sin embargo, tú pareces soportarlo con gran ligereza.

—Intento hacer que parezca de ese modo. —Me dedicó una sonrisa y se ganó mi admiración.

—¡Ah, así que estáis aquí! —Una voz estentórea y borracha interrumpió nuestra intimidad—. ¡Hermanito! —Agamenón iba trastabillando y frotándose el vientre con satisfacción, y se tambaleó, apoyándose en Menelao—. ¿Escondidos? Debéis celebrarlo conmigo. ¡He encontrado la esposa que necesitaba!

Menelao le apartó, y Agamenón dio tumbos hacia delante y hacia atrás con sus rodillas vacilantes, contemplándome.

—Eeeh… —murmuró—. Realmente, es la más hermosa…

—¡Silencio! —ordenó Menelao—. Vete a beber y deja de balbucir estupideces…

Así la odiada frase quedó interrumpida por la mitad. Le di las gracias a Menelao y me aparté del desagradable hermano que colgaba de su hombro, del hombre que pronto sería mi cuñado.