VI

No fui consciente de nada hasta que me desperté en brazos de Clitemnestra, mientras ella subía trabajosamente por la colina. Jadeaba y resoplaba, llevándome agarrada contra ella. Me sentí asombrada por su fuerza y agilidad al ver cómo trepaba por el rudo camino, colina arriba, sin parar.

—Yo…, yo… —Quería que se detuviera, quería preguntarle por todo aquello mientras todavía estuviéramos solas. No había nadie cerca; teníamos que haber dejado a los perseguidores atrás.

—¡No hables! —me dijo ella. Las palabras eran duras, pero su voz temblaba.

—Pero ¡tengo que hacerlo! Tienes que decirme, todo el mundo sabe cosas acerca de mí menos yo, hasta los espartanos saben cosas… Ella se detuvo y me dejó en el suelo.

—Ha sido una tontería por parte de nuestros padres no contártelo. Nos hicieron prometer a todos nosotros que no te lo contaríamos. Como si no fueras a enterarte algún día. Todo: el velo, los espejos, el encierro… ¡Qué estúpido por su parte!

Las puertas del palacio se elevaban por encima de nuestras cabezas; estaban cerradas, como siempre, pero Clitemnestra gritó:

—¡Abrid! ¡Abrid, por misericordia! —Y las puertas se abrieron de par en par.

En el interior me dejó caer y se volvió para ayudar a los guardias a cerrar de nuevo las puertas y asegurarlas. Nadie parecía venir detrás de nosotras, pero no podíamos estar seguras.

Pensábamos que nos encontrábamos a salvo, y Clitemnestra me estaba susurrando que fuese directamente por detrás a mi habitación antes de que nos pillaran, cuando de pronto mi padre salió de debajo del pórtico. Miró a su alrededor, frunciendo el ceño, y nos vio justo cuando las puertas se cerraban. Al momento estaba junto a nosotras, sacudiendo el brazo de Clitemnestra.

—¡Serás castigada por esto! —dijo—. Severamente castigada. Has desobedecido mis órdenes. Tú —y acercó mucho su cara a la de Clitemnestra, y en ese instante me di cuenta de lo mucho que se parecían— eres lo bastante mayor para saber lo que haces, y sufrirás el peor castigo. Tú —se dio la vuelta, dirigiéndose a mí— podrías haber resultado herida. Te has arriesgado y nos has puesto a todos en peligro.

—Lo único que está en peligro son tus derechos de negociación con Helena, si ha resultado herida físicamente de alguna manera —gruñó Clitemnestra.

Mi padre levanto la mano y le cruzó la cara, pero ella no se movió, sólo estrechó los ojos.

—A tu habitación, a esperar mi castigo —le ordenó.

Sorprendentemente, ella obedeció, y me dejó con mi padre. Él siguió mirándome y yo me di cuenta de que Clitemnestra había dicho la verdad: estaba inspeccionando sus bienes por si habían sufrido daños. Satisfecho al ver que no habían sufrido ninguno, se relajó y me soltó.

—Tú también, a tus habitaciones. —Puso la mano firmemente en mi espalda empujándome hacia allí.

Justo entonces salió mi madre de sus habitaciones y nos vio. Nos pusimos de pie y la esperamos, y ella corrió hacia nosotros, con su túnica flotando. Su rostro era una máscara de preocupación. Me cogió por lo hombros y empezó a sollozar.

—Contrólate, Leda, está a salvo —dijo mi padre abruptamente.

—Pero ¿adónde has ido? ¿Qué has hecho? —me preguntaba ella.

Yo debía mostrarme adecuadamente contrita.

—Ah, madre, lo siento mucho…, no ha sido culpa de Clitemnestra. La culpa ha sido mía. La he convencido de que me sacara de palacio, porque quería ver Esparta. Hemos entrado en la ciudad, y algunas personas me han visto y se han alborotado… —Mi madre respiraba con fuerza, pero seguía en silencio, de modo que yo continué—. Y de camino yo iba jugando por los campos, y en la orilla del río… —Y aunque no podía decirlo, porque le había prometido a Clitemnestra que guardaría el secreto, comprendí de repente que era la única manera de forzar a mi madre a traicionar también su propio y gran secreto—. Allí había un cisne muy grande, y se ha puesto a perseguir y atacar a Clitemnestra, y yo le he pegado, y entonces él me ha mirado y… me ha «besado». —La miré inocentemente—. Parecía quererme mucho, por algún motivo. Madre, ¡era como si me reconociera!

Ella lanzó un gritito ahogado.

—¡Ah, cómo has podido…, cómo ha podido…!

—Era como si quisiera decirme algo.

Ella se enderezó, como si estuviera siguiendo una orden de su cuerpo.

—Mañana por la mañana, Helena, ven a mis aposentos, después de haber cumplido tu castigo.

Llevaron a Clitemnestra al lugar donde se suministraban los azotes, donde los jóvenes eran iniciados a la virilidad y castigados con varas. Me mandaron a mi habitación sin nada para comer, y me hicieron dormir en el suelo de piedra, en lugar de en mi cama. También tuve que dormir a oscuras. Se llevaron las lámparas de aceite. Pasé una noche fría y espantosa, viendo todo el rato al cisne y sus negros ojos, y los ojos de la gente de la ciudad cuando convergían en mí todas sus miradas. Estaba asustada, no por lo que ya había ocurrido, sino por el temor de lo que oiría contar al día siguiente a mi madre. Porque no dejaría su habitación ignorando cuál era mi verdadero ser. Estaba decidida a saber la verdad.

El sol apenas había salido cuando me envolví en un manto de lana y me dirigí a las habitaciones de mi madre. No estaban lejos de la enorme sala del trono con su hogar abierto, situadas de tal modo que la Reina pudiera retirarse discretamente cuando una velada formal duraba demasiado tiempo, cosa que ocurría muy a menudo.

Ella se estaba levantando, y una sirvienta le colocaba un suave manto color de ceniza antigua en torno a los hombros mientras yo entraba en la habitación. Vi que aquello de levantarse de la cama era sólo una pantomima. Ella tampoco había dormido.

El sol recién aparecido arrojaba su luz temprana entre los pilares de su habitación, corriendo por el suelo como delgados brazos.

—Mi querida niña —dijo—. Ven, come algo conmigo.

Indicó una bandeja que contenía un panal y un poco de pan. Pero ella no comió, ni yo tampoco.

—Helena, estoy enferma de preocupación por ti —me dijo—. Sabías que no debías dejar el recinto del palacio. Ciertamente, tu hermana lo sabía. Ella se ha vuelto ya muy difícil de controlar, y ha llegado el momento de encontrarle un marido que la gobierne. Pero podía haber ocurrido algo espantoso…, casi ocurre algo espantoso de verdad. —Se estremeció un poco.

No había ya evasiva posible. Había que esgrimir la verdad, sacarla al aire libre.

—Pero, madre, ¿qué podía haber ocurrido realmente? Esa gente son súbditos vuestros, y no habrían hecho ningún daño a sus princesas. A lo mejor si nos vieran más a menudo…

—¡No! —Ella dio una palmada para silenciarme—. No.

—Es esa profecía —dije yo entonces. Sabía de alguna manera que la sibila era parte del motivo de que me tuvieran encerrada. Eso y el cisne. Empezando por la sibila—. Hace mucho tiempo…, cuando estuvimos en Delfos…, estaba aquella bruja, aquella profetisa, no sé realmente lo que era, pero hizo una predicción sobre mí, algo de que sería la ruina de Asia, la ruina de Europa, la muerte de los griegos. ¿Estáis intentando evitar todo eso manteniéndome prisionera?

Esperaba que ella lo negara, pero asintió.

—Sí. Esperábamos burlar a los hados.

En mis lecciones había oído las leyendas: que el abuelo de Perseo había sabido que el hijo de su hija le mataría, y por eso les había expulsado, aunque no le sirvió de nada, ya que el hijo le mató, de todos modos; que a Edipo le dijeron que mataría a su padre y se casaría con su madre, de modo que le expulsaron de Tebas y de camino mató a su padre sin saberlo, y como recompensa obtuvo a su madre como esposa, sin saberlo tampoco. Era inútil intentar evitar lo que estaba escrito.

Recordé las palabras de mi padre: «Saber es armar. Un enemigo visto desde lejos no puede sorprenderlos. Un enemigo visto desde la distancia puede ser superado en ingenio, y evitado».

Hasta el momento no había llegado enemigo alguno. Pero la sibila no había dicho cuándo llegarían los problemas, ni de qué dirección ni en qué forma. A pesar de las valientes palabras de mi padre, es duro armarse contra algo que no se puede reconocer. Edipo lo supo muy bien.

—Madre, sabes que es imposible evitar lo que está predestinado.

—Pero debemos intentarlo.

Ella se volvió hacia mí desde la mesa donde guardaba sus tarros de ungüentos y aceites perfumados, y vertió un poco de aceite en su palma. Me lo tendió y yo asentí, y entonces ella con un dedo me extendió el aceite en las mejillas.

—Qué piel más bonita —dijo—. Mi pequeño polluelo.

Yo le cogí las muñecas.

—¡Madre! Es hora de que me digas lo que parece que es del conocimiento común. Polluelo. Pequeño cisne. ¿Soy un pequeño cisne, madre? No quieras distraerme hablando de mis gracias, mis túnicas de blanco lino y esas cosas, como ha hecho mi padre. ¿Cuál es la verdad de todo esto? ¿Cuál es la verdad de lo que todo el mundo en Esparta comenta, que tú y el cisne…, aunque no era un cisne, sino que era…? —No podía decirlo, porque sonaba demasiado presuntuoso—. Yo vi al cisne, y sus plumas eran de un blanco radiante, un blanco que deslumbraba, como las nubes antes de que el sol irrumpa a través de ellas, y me hirió los ojos.

Mi madre se puso de pie un instante, indiferente. Inclinó la cabeza y supe que estaba pidiéndose consejo a sí misma, sopesando cuánta verdad podía decirme. Veía la parte superior de su cabeza, con el pelo brillante y oscuro, tan distinto del mío, pero no le veía el rostro, no veía la lucha que estaba teniendo lugar en su interior. Finalmente, levantó la cabeza y supe que ella había ganado la batalla. Me contaría la verdad.

—Ven —me dijo, empujándome junto a ella, en su diván. Me sujetó muy apretada contra su cuerpo, de modo que podía sentir su cuerpo junto al mío. Esperé—. Querida niña —me dijo—, no hay otra forma de decirlo más que ésta. Cuando tu padre estaba lejos, el padre de todos los dioses, aquel que gobierna el Olimpo, vino a mí. Me eligió, no sé por qué. Y sí, vino como una criatura mortal, como un cisne. Mirarle en toda su gloria significa la muerte para cualquier mortal, y él no deseaba que yo muriese. Partió al amanecer, justo en este momento, de modo que no hay mañana en que no le diga adiós de nuevo, sintiendo su partida. Y sí, tuvimos un hijo, y ese hijo fuiste tú.

Sospechas, miedos, sueños… No es lo mismo que oír aquello como un hecho consumado. Me sentía mareada, y me apoyé en ella.

—Tú eres su única hija —dijo—. Ah, sí, tiene muchos hijos, pero tú eres su única hija mortal, nacida de una mujer mortal. Él te protegerá, dijera lo que dijera la sibila. Por eso hemos querido frustrarla, porque Zeus es mucho más poderoso que una simple sibila.

—Pero… mi padre…

—Él lo sabe, pero finge que no es así. Quizá sea mejor de ese modo. Se debe dejar el orgullo a los hombres. Él dice que eres «la mujer más hermosa del mundo», pero no se atreve a admitir cómo es posible tal cosa. Por supuesto, la hija de Zeus sería de una belleza inmortal, mientras viviese. —Su voz se entristeció—. Pero los hijos de dioses y mortales son siempre mortales —añadió—, eso es inevitable. Morirás, igual que yo también moriré. Pero mientras vivas, intentaremos protegerte.

Incliné la cabeza, asintiendo. Ahora todo se me había revelado; ahora comprendía.

Ella me cogió un mechón de cabello y lo sujetó junto al suyo.

—El mío es de la Tierra, el tuyo de los Cielos. ¡Mira cómo brilla, lleno de oro!

—Madre, ¿no te dejó nada él? —Sabía, por otras historias, que los dioses eran duros, que sentían deseo por los mortales y los abandonaban luego. Pero a veces les dejaban una prenda.

—Sólo lo que me llevé —dijo.

Se levantó y caminó como en sueños hacia un nicho en la pared, y sacó una caja de marfil labrado con la tapa abombada. Quitó la tapa y me tendió la caja. En su interior había cuatro resplandecientes y largas plumas de cisne, tan puras que resplandecían y desprendían luz propia, una luz enteramente sobrenatural.

Plumas…, cuando podía haber pedido el mundo entero.