V

Durante un tiempo, lo que había visto en la cámara interior me consumía, y me regodeaba en el esplendor de aquella visión mucho tiempo después de volver a casa. Me contentaba con mis lecciones, practicaba la lira (que ya era lo bastante mayor para aprender), y me sentí muy orgullosa cuando crecí tanto que el pequeño arco de madera de olmo que me había hecho Cástor se me quedó pequeño y pude empuñar otro mayor, y perseguir unas presas de caza mayores también. Ya no cazaría liebres; ahora podría dedicarme a las cabras salvajes.

El otoño se desvanecía entre un hermoso resplandor, alejándose, su bronce se convertía en pardo, una vez recogidos sus frutos y los campos en barbecho, dormidos. Permanecíamos en el interior, frotándonos las manos, tiesas de frío, frente al fuego del hogar de la sala grande, soportando las aburridas canciones y los poemas de los bardos que nos visitaban. No todos los cantores estaban bien dotados, y los que lo estaban no parecían especialmente atraídos hacia el palacio de mi padre.

Yo pensaba que la experiencia del santuario duraría mucho más, y aquietaría mi deseo de ver más cosas, pero hacia la primavera ya estaba más irritada que nunca por mi reclusión. Escapar durante un breve tiempo no había conseguido más que empeorar las cosas. No importaba que nuestro palacio estuviese abierto a las brisas que soplaban a través de él, acariciándolo como las cuerdas de una lira. El verde valle y la pequeña ciudad de abajo murmuraban seductoramente a mis oídos, como siempre hará lo desconocido.

Clitemnestra se me acercó mientras yo estaba de puntillas, atisbando por encima del muro subida en una piedra, y me cogió por las espinillas y me sacudió. Casi me caigo.

—Deja ya de sacar el cuello que no conseguirás alargarlo. —Se rio, y me tendió los brazos y yo salté hacia ellos. Era tan fuerte que ni siquiera se movió cuando el peso de mi cuerpo cayó sobre ella.

—¡Llévame allí! —dije, de pronto—. ¡Por favor, por favor!

Ella miró a su alrededor para ver si alguien estaba escuchando. Pero nos encontrábamos solas.

—¿Ahora?

—¡Sí, ahora! —exclamé—. Nadie nos hace caso, podemos volver antes de que nos echen de menos. Oh, por favor, por favor, tú puedes ir cuando quieras, pero a mí me tienen aquí atada, como a una esclava. No, ni siquiera como una esclava, porque las esclavas no están atadas.

Vi que se lo estaba pensando. A Clitemnestra siempre le habían gustado los desafíos.

—A menos que tengas miedo… —dije, sabiendo que ella entonces tendría que probar que no lo tenía.

Ella picó.

—¿Yo? —Cogió aire con fuerza—. ¡Vamos, corre!

Mirando a nuestro alrededor nerviosamente, salimos sigilosamente por la poterna y bajamos por la falda de la colina a toda velocidad. La sombra de los olivos y de los cipreses de la colina dieron paso al sol brillante en cuanto salimos de entre los árboles, y los prados verdes resplandecían.

—¡Es más bonito que las joyas! —dije. Corrí hacia campo abierto, sintiendo la fría hierba que azotaba mis piernas y sorprendida por las flores ocultas entre la hierba: algunas color morado, otras blancas como de encaje, racimos de capullitos rosa…

—¡Helena! —La habitual voz autoritaria de Clitemnestra tenía una nota de preocupación—. ¡Helena!

Mi cabeza apenas sobresalía de las hierbas más altas, y agité los brazos para que me viera.

—Aquí estoy.

—Sal ahora antes de que te pierda —dijo—. Aquí la hierba es demasiado alta.

Seguimos el camino que conducía al río, bajando por las orillas. Allí, una vez más, encontramos la sombra, bajo los tamariscos y los sauces que crecían cerca del agua, con sus ramas repletas de yemas arrojando sombras sobre las orillas y la corriente. El agua fangosa pasaba saltarina, removiendo y levantando pequeños copos blancos.

—La ninfa del agua nos saluda —dijo Clitemnestra. Parecía recordar algo que la hizo sonreír.

—¿Cuál es la que vive aquí? —me preguntaba yo.

—No sé su nombre —dijo Clitemnestra. Pero de alguna manera comprendí que sí lo sabía. Simplemente, no quería decírmelo. Quizá fuese algo sagrado.

Me acerqué más al borde del agua, hasta un lugar donde crecían los juncos.

—Me gustaría verla. —Tuve que hablar en voz alta para superar el murmullo del agua entre los juncos. Metí la punta de un pie y encontré el agua helada. Las nieves del monte Taigeto todavía se estaban fundiendo.

Clitemnestra vino y se colocó a mi lado. Nuestros reflejos ondulaban en el agua que teníamos debajo. Yo me incliné para verme mejor, pero Clitemnestra me echó hacia atrás.

—No lo hagas —dijo.

Yo creía que debía saber el aspecto que tenía. Encontré una sorprendente fuerza para empujar a Clitemnestra, que era mucho mayor que yo. Su presa se aflojó un instante, y en aquel momento me incliné hacia delante y vi un rostro que me miraba con los ojos muy abiertos, tan sobresaltado como yo estaba al contemplarlo.

No era como había imaginado, aunque ya sabía, por mi mirada furtiva al espejo de mi madre, que tenía los ojos de un castaño verdoso, y unas pestañas muy espesas, y que tenía los labios gruesos y curvados. Ahora lo veía todo, veía mi rostro como lo veían los que estaban a mi alrededor.

Me incliné un poco más, casi hasta tocar el agua, y luego mi nariz la tocó y la imagen se rompió formando ondas y fragmentos, sin dejar de bailotear. Contuve el aliento y esperé a que se aquietara de nuevo, de modo que una vez más pudiese ver mi propia imagen y ver lo que otros habían visto y me habían negado a mí, y poder estudiarla y memorizarla. Aquello dictaba mi vida, me mantenía prisionera, de modo que, ¿no debía saber cómo era?

—No. —Clitemnestra me tiró del brazo—. Para, o si no acabarás como Narciso. —Tomó aliento—. El hombre que se enamoró de su propio reflejo en el agua y a quien Apolo convirtió en flor. ¿Es eso lo que quieres? —Su voz sonaba ligera, pero no podía ocultar ante mí el temor que sentía. ¿De qué tendría miedo?

—No —dije yo, retrocediendo, obediente, porque ella había conseguido asustarme—. No me gustaría echar raíces en un solo lugar, ni siquiera en un lugar tan bonito como la orilla de este río.

Pero una vez volvimos al soleado camino que conducía a la ciudad, mi aprensión se desvaneció. Después de todo no había visto nada excepto un reflejo, y un rostro no tenía ningún poder en sí mismo, al menos ningún rostro humano.

El camino serpenteaba, a veces alejándose y adentrándose entre las praderas, discurriendo hacia la ciudad, y a veces volviendo a abrazar de nuevo la orilla del río. Por entonces el sol estaba lo bastante alto, aun en aquella época, a principios de la primavera, para que la sombra fuese muy bienvenida cuando caminábamos bajo los árboles de nuevo, junto al agua. En un momento dado, el río se ampliaba, formando una oscura poza. Nadando serenamente en su superficie se encontraban tres grandes cisnes, dando vueltas el uno en torno al otro majestuosamente, con sus curvados cuellos muy altos y su resplandeciente plumaje de una blancura imposible y pura, en contraste con la oscuridad del agua.

Me detuve y contuve el aliento. Junto a mí, Clitemnestra se detuvo también.

—Qué hermosos son —susurré, como si no existieran realmente y hasta el sonido más pequeño pudiera hacerlos desaparecer.

Nunca había visto cisnes tan de cerca, pero me quedé petrificada por su gracia imperiosa y seductora. Yo miraba y miraba, y ellos se deslizaron y pasaron como si fueran espíritus, sin acusar la presencia de ninguna otra criatura en el río.

Uno de ellos había vuelto la cabeza y fue girando suavemente, fijó sus ojos sorprendentemente pequeños en mí y luego fue nadando en nuestra dirección. Se dirigía hacia una zona herbosa de la orilla que parecía muy invitadora, con lirios y violetas como destellos de luz entre el verdor.

Parecía tener un objetivo, venir deliberadamente hacia nosotras. Halagada y emocionada, retrocedí un poco y cogí la mano de Clitemnestra. El cisne, que era el mayor de los tres, ahora lo veía, no se detuvo por el pequeño movimiento que yo había hecho.

Sus ojos me contemplaban con una mirada oscura.

En palacio teníamos perros, perros de caza, y mi padre y mis hermanos me habían dicho: «Un animal siempre retira la mirada cuando le miras directamente; es siempre el primero en apartar los ojos. Y eso es porque el hombre siempre domina a los animales. A menos, por supuesto, que no sea un animal en absoluto, sino un dios disfrazado…».

Los dioses eran muy aficionados a disfrazarse de animales, o al menos así era en los tiempos antiguos, cuando nacieron las historias que a nosotros nos gustaban tanto, pero aquel cisne era de mi propia época. Y era muy osado.

Casi había llegado hasta nosotras; ahora se dirigía hacia la orilla donde estábamos de pie. Su rostro estaba vuelto hacia nosotras, y por encima de su pico negro y anaranjado, los ojos estaban más próximos, insondables.

—¡No! —gritó Clitemnestra, y corrió hacia delante, agitando un palo—. ¡No, otra vez no! ¡No vuelvas aquí, criatura violadora y cruel!

El cisne se detuvo y luego nadó furiosamente hacia nosotras, elevando las alas y trepando por el barro, y emitiendo un áspero sonido.

Era muy grande. Con las alas extendidas dejaba pequeña a Clitemnestra, que retrocedió y buscó una piedra para arrojársela. Le dio en el pico y le hizo volver la cabeza.

Cualquier otra criatura habría huido, pero el cisne la atacó. Siseando, voló hacia Clitemnestra y, moviendo su cuello hacia un lado y otro, le lanzó una serie de golpes y picotazos. Ella cayó de cara en el barro y se protegió la cabeza con los brazos. El cisne se acercó y siguió picándole en la nuca y en los brazos, emitiendo siempre un siseo horrible y entrecortado como el vapor que se escapa de una olla hirviendo. Los otros dos cisnes siguieron dando vueltas serenamente en el agua.

Corrí hacia delante y me arrojé al lomo del cisne. ¿Qué otra cosa podía hacer sino salvar a Clitemnestra? Agarré con fuerza sus plumas. Eran gruesas, brillantes y suaves, y noté la fuerza y los músculos debajo de ellas. No había ningún cojín, ninguna nube, sólo fuerza, intensidad implacable bajo la engañosa belleza de las plumas blancas y la grácil forma.

—¡Déjala! ¡Déjala! —grité, y luego agarré el cuello del cisne, un tubo movible que parecía una serpiente que se retorcía.

Como si mis manos no tuviesen fuerza alguna, el animal movió aquel cuello a pesar de ellas y me miró directamente. Sus pequeños ojos negros parecieron ampliarse hasta llenar toda mi visión, sujetándome en su poder.

—Para —susurré, casi tocando con mis labios el duro pico.

El pico se abrió y me rozó la mejilla. Había unos diminutos relieves en su interior, como puntitas, y noté que pellizcaban mi carne. Él sujetó la piel con suavidad, moviendo un poco la cabeza a un lado como si me estuviera acariciando… o besando. Luego se soltó y se echó hacia atrás para mirarme de nuevo. Ahuecó las plumas, haciendo que se levantaran y me sorprendieran, de modo que me solté. Se irguió un momento, contemplándome. Luego arqueó el cuello una vez más y me acarició el pelo con el pico. Después se volvió y se introdujo de nuevo en el agua, y se alejó flotando serenamente hacia sus compañeros.

Clitemnestra se incorporó y se sentó, jadeando y resoplando. Tenía los brazos cubiertos de barro y el rostro embadurnado en la suciedad de la orilla.

—¡Te maldigo! —gritó al cisne.

—¡No! —Le cogí el brazo—. Es peligroso. No… ¡Puede vengarse! —Aquél no era un cisne corriente.

Entonces ella pronunció unas palabras misteriosas.

—¿Qué más podría hacer? —preguntó con amargura—. Lo hecho, hecho está. —Se levantó y gritó hacia el agua—: ¡Yo te maldigo! ¡Yo te maldigo!

El cisne se había alejado nadando hacia la oscuridad del agua sombreada.

El resto del camino hacia la ciudad lo hicimos en silencio, conmocionadas por lo que había ocurrido a la orilla del río. Durante un momento pensé en volver al palacio, pero una vez volviésemos, resultaría difícil para mí volver a salir de nuevo…, me custodiarían más de cerca que nunca.

Con los labios apretados, Clitemnestra seguía adelante, llevándome de la mano. Tenía la mejilla sucia en el lugar donde se había manchado con barro del río. En la parte de atrás de su manto también veía las huellas fangosas de las patas palmeadas del agresivo cisne.

Le tiré de la mano.

—Por favor, ¿podemos ir un poco más despacio? ¿Y no podrías sonreír? Creo que así asustarás a la gente de la ciudad.

Ella meneó la cabeza y una pequeña sonrisa iluminó las comisuras de sus labios. Yo siempre podía hacer que sonriera, cuando otros no podían. Luego se rio, con una risa algo estridente.

—Tienes razón —dijo—. Tenemos que reírnos de esto. Las dos. Nadie más nos creería. —Se agachó y dobló una rodilla, y me miró directamente a los ojos—. No debes contárselo a nadie.

—Pero ¿por qué? Ha sido tan… —Las palabras murieron en mis labios al ver su expresión—. No, no lo haré —dije.

—Bien. Nadie debe saberlo. Será nuestro secreto.

La ciudad apareció tras un recodo del camino, que se había ido ensanchando y se hizo lo bastante grande para que por él transitaran las carretas. En un momento estábamos ya en lo que parecía un camino rural, rodeado por prados, ganado que pastaba y jardines, y luego entramos en la ciudad de Esparta.

No era una ciudad muy grande, lo sé ahora, pero entonces me parecía enorme, con tantos edificios tan juntos entre sí, y tanta gente. Pasamos a través de las puertas, pequeñas en comparación con las que después vi en Troya, y luego entramos en las calles.

De repente había gente por todas partes, moviéndose como una colmena enorme. Corrían en todas direcciones como si las acabaran de llamar en aquel preciso momento para realizar un trabajo vital. Casi esperaba oír el zumbido, pero los sonidos eran mucho más intensos: gritos, golpes, chasquidos de látigos.

Unos cuantos asnos cargados iban caminando lenta y pesadamente por la calle, dándose golpes con las paredes de las casas y avanzando con dificultad bajo el peso de odres de vino o tinajas de barro; pero sobre todo había gente, gente que llevaba cestas de grano y bultos de ropa.

—Vamos al mercado… Te gustaría, ¿verdad, Helena? —dijo Clitemnestra. Estaba más cerca de mí y me llevaba cogida bajo su brazo, como para protegerme y esconder mi rostro desnudo.

Asintiendo, intenté liberarme para ver mejor. Pero su brazo me sujetaba firmemente a medida que me conducía por la calle.

Llegamos a la plaza del mercado, una zona donde convergían varias calles y formaban un espacio abierto. Vi filas de gente sentada en el suelo en unas alfombrillas, con sus cestas de higos secos u hojas de menta y sus jarros de miel y otros alimentos.

Había algo que brillaba en una cesta muy profunda, y me asomé a mirar en su oscuro interior. Allá lejos vi unas cuantas baratijas que atrapaban la luz del sol, y metí la mano y saqué una.

Era un brazalete de alambre retorcido, trabajado de una forma muy ingeniosa, de modo que parte del alambre estaba aplastado y relucía con la luz del sol.

La vendedora rápidamente me cogió la mano y me metió otro brazalete en ella, pero Clitemnestra me lo quitó con la misma rapidez, junto con el primero. Me cogió la mano y la retiró.

—No, no debes —susurró—. Ven. —Intentó hacerme dar la vuelta, pero era demasiado tarde.

Los ojos de la mujer se habían apartado de mi brazo, un brazo como el de cualquier otro posible cliente, y habían subido hasta mi rostro para intentar engatusarme y que le comprase algo. Pero en lugar de las habituales bromas y súplicas, lanzó un chillido. Sus ojos, que hasta entonces no veían más que una posible venta, se abrieron mucho, incrédulos.

—¡Es ella! ¡Es ella! —gritó. Se levantó de un salto y me cogió los brazos, atrayéndome hacia sí, lo que provocó que volcara la cesta con brazaletes y esparciera su contenido por todas partes.

Clitemnestra, murmurando, tiró de mí hacia atrás, y empezaron a tirar una hacia cada lado, como si yo fuera un saco de grano.

—¡Ayudadme! ¡Ayudadme! —dijo la vendedora a sus compañeros—. ¡Sujetadla! ¡Es «Helena»!

Todos se levantaron y corrieron hacia nosotras. Clitemnestra era más fuerte que la mujer de los brazaletes y me había arrancado de sus garras, y me había escondido entre los pliegues de su manto, pero estábamos completamente rodeadas. Sólo unos guardias bien armados podían haberles mantenido a raya.

Clitemnestra me sujetó orgullosamente a su costado, tan apretada que yo no veía nada, pero notaba el temblor de su cuerpo.

—¡Echaos atrás! —ordenó, con voz áspera—. ¡Echaos atrás o responderéis ante el Rey por esto! Dejadnos ir en paz.

—¡Déjanos ver su cara! —exigió una voz entre la multitud—. ¡Déjanos ver su cara y os dejaremos ir!

—No —dijo Clitemnestra—. No tenéis derecho a mirar a la princesa.

—Vemos tu rostro —dijo otra voz más profunda—, y tú también eres nuestra princesa. ¡Déjanos ver a Helena! A menos que sea un monstruo, tenga pico de cisne, el pico de su padre…

—Su padre y el mío son el mismo: vuestro rey Tíndaro. Dejaos ya de habladurías —dijo Clitemnestra, con voz rotunda.

—¡Entonces, enséñanosla! —exigió una voz de hombre—. ¿Por qué la han tenido escondida todos estos años en el palacio, sin mostrárnosla nunca, como te han mostrado a ti, como han mostrado a Cástor y Polideuces, abiertamente, viniendo a la ciudad, jugando en los campos…? A menos que sea cierto…, a menos que sea hija de Zeus, que vino a la Reina en forma de cisne, y que naciera de un huevo…

—Un huevo de un azul de jacinto —gritó otra voz—. Yo he visto la cáscara, que se ha conservado…

—¡Qué tonterías! —aulló Clitemnestra—. Habéis ido demasiadas veces al santuario de Jacinto, que está aquí cerca, y él os ha metido esas fantasías en la cabeza…

—No, el huevo es real, su cáscara realmente era azul…

—Alguien vio al cisne y a la Reina allá en la orilla del río. Y el cisne sigue volviendo a veces, como si estuviera enamorado y sintiera añoranza. Es más grande que los demás…, más fuerte…, más blanco…

—¡Dejadnos pasar! —ordenó Clitemnestra—. ¡O si no os maldeciré a todos!

Un momento de silencio siguió, mientras consideraban sus palabras. Yo seguía sin poder ver nada, envuelta como estaba en los pliegues de su manto.

Una voz rompió el silencio.

—¡Es un monstruo! ¡Por eso la escondes!

—¡Un monstruo! Un monstruo como la Gorgona. ¡Una aparición espantosa!

—¡Dejadnos ir! —repitió Clitemnestra—. O a lo mejor… si es un monstruo y os dejo verla, ésa puede ser la maldición. Recordad el poder de la Gorgona de convertir en piedra a los que la miraban.

Un murmullo leve siguió a la amenaza. Yo tendría que haberme sentido más segura, pero la insinuación de Clitemnestra, aunque era astuta, me dolía. Ella estaba deseosa de pintarme como un monstruo, alguien a quien daba miedo mirar, y dejar que la gente de Esparta creyera eso en lugar de ceder ante ellos.

Me retorcí soltándome de la presa de Clitemnestra y me aparté la capucha, desnudando la cabeza ante la multitud.

La multitud era grande, un círculo de gente de varias filas de profundidad. Nunca había visto tantas caras.

—¡Soy Helena! —grité—. ¡Mirad hasta cansaros! —Levanté bien la cabeza y me enfrenté a ellos.

Hubo un silencio. Un silencio muy profundo. Las caras se volvieron hacia mí, como flores de luna, que siguen a la luna mientras ésta hace su viaje nocturno por el cielo. Las expresiones desaparecieron, reemplazadas por una calma tan tranquila como si estuviéramos a la luz de la luna.

Finalmente, alguien murmuró:

—Es verdad. Sólo la hija de Zeus podía tener un rostro semejante.

—Qué terrible…, ciega… —murmuraban.

Pero lo que veían realmente en mi rostro era también el poder que pondría en movimiento tanta guerra y destrucción.

Nos fuimos y los dejamos allí de pie, como piedras; verdaderamente, como si la Gorgona les hubiese transformado, aturdidos, como si estuvieran bajo el influjo de un hechizo, y nos alejamos por las calles.

Pero era yo quien iba tropezando, como hechizada. Zeus. Me habían llamado hija de Zeus, habían dicho que él se había emparejado con mi madre en forma de cisne. El cisne que nos atacó… ¿era acaso, podría ser mi «padre»?

La luz del sol todavía brillaba, pero lo único que veía era la blancura del cisne y sus ojos implacables, y las miradas de la gente de la ciudad al mirarme y quedar paralizados, con la boca abierta. Para eso era el velo, pues, por eso me habían guardado, y por eso mi madre había huido de los cisnes en el lago que había junto a la casa de mis abuelos, y por eso mi padre les había arrojado piedras y les había llamado monstruos repugnantes. Y por eso ella me llamaba polluelo, pequeño cisne… Todo a mi alrededor daba vueltas, y caí al suelo.