Volaba de vuelta a Troya. No, era más bien como si flotase, porque era un vuelo fijo, sin caer ni planear. No tenía alas, aunque llevaba los brazos extendidos, pero éstos parecían servirme más bien para orientarme, y no para propulsarme. Notaba el viento que se deslizaba entre mis dedos. Me sentí sumergida en la maravilla de poder volver a Troya, y sin esfuerzo alguno.
Veía el azul brillante del mar, pasaba por encima de sus destellos y sus olas cubiertas de blanca espuma, por encima de las islas que se erguían como áridos lomos de animales, despojados de su pelaje. Eran marrones, y sus huesos, que se mostraban en las colinas, eran su espina dorsal.
¿Dónde estaban aquellos que habíamos visitado Paris y yo en nuestro camino hacia Troya, nuestros peldaños en el camino? Desde tan arriba era imposible decirlo.
Una gaviota se arrojó en picado junto a mí, y el viento que procedía de sus alas batientes alteró mi vuelo. Durante un instante noté que caía, y luego me enderecé y seguí flotando serenamente. Mi traje se agitaba, flotando como el humo a mi alrededor.
Lejos veía unos barcos. ¿Adónde se dirigirían? ¿Quién iría en ellos? Imposible saberlo, y además, realmente, no me importaba. Así nos veían los dioses: como diversiones insignificantes. Ahora lo comprendía. Al final, lo comprendía.
Apareció la costa de Troya…, ¡qué pronto! Sólo tenía una preocupación, un impulso ardiente: contemplar de nuevo Troya. Entrar de nuevo por sus puertas, caminar por sus calles, tocar los edificios, sí, hasta los edificios que nunca me habían importado nada. Ahora todos eran preciosos. Me situé bien y fui bajando lentamente justo hasta el exterior de la puerta del sur, la mayor. Cuando la contemplé la primera vez que entraba en Troya, su parte superior parecía alcanzar el cielo, pero ahora que la veía desde abajo sabía que se detenía mucho antes de las nubes.
Cosa extraña: cuando mis pies tocaron la tierra, no levantaron polvo. Pero me sentía aturdida por la alegría embriagadora de saber que estaba de vuelta en Troya. Oía a los pájaros en la pradera que me rodeaba, notaba el aroma somnoliento de los campos al mediodía. A mi derecha vi rebaños de caballos pardos pastando, los famosos caballos de la llanura troyana. Todo era pacífico y ordenado. A distancia se veía una pequeña granja de piedra con el tejado de tejas, junto a un bosquecillo. Quise acercarme allí, llamar a la puerta. Pero estaba muy lejos, así que me volví hacia Troya.
¡Troya! La magia de Troya se alzaba ante mis ojos, bailando ante el azul del cielo. Sus torres eran las más altas que podía construir hombre alguno, sus murallas las más recias y las más hermosas, y en su interior…, ¡ah, en el interior se encontraban todas las maravillas del mundo! Troya reverberaba como un espejismo, vibraba en el aire, seductora, susurrando sus secretos, atrayéndome hacia ella.
Caminé hacia la puerta. Para mi sorpresa, estaba abierta. Las gruesas hojas forradas de bronce estaban de par en par, y detrás de ellas se abría el camino que conducía a la ciudadela, ancho e invitador. Pasé a través del portón que normalmente tenía guardias y no me pregunté a mí misma por qué entonces no había guardia alguna ni soldados. Una vez dentro, había silencio…, ni el sonido de las carretas chirriantes, ni risas ni voz alguna.
Seguí andando hacia la ciudadela, aquel grupo de palacios y templos que coronaba la parte superior de Troya. Veía su brillo en la distancia, y su piedra blanca me saludaba, como si fuese una diosa.
La ciudad estaba completamente desierta, y empecé a oír ecos en las casas vacías al pasar. ¿Adónde había ido toda la gente?
Busqué en la ciudadela, donde debía de estar toda mi gente. Príamo y Hécuba estarían en su palacio. Héctor y Andrómaca en el suyo, y los muchos hijos e hijas de Príamo y Hécuba en sus propios aposentos, detrás del palacio real… Cincuenta hijos y doce hijas, cada uno de ellos con su propio hogar. Y entre el templo de Atenea y el palacio de Héctor, estaría el mío y de Paris, en pie, alto y orgulloso.
Y estaba allí. Perfecto, tan perfecto como cuando Paris y yo lo imaginamos, mucho antes de que se hubiese colocado una sola piedra. Cuando yacíamos juntos en nuestro fragante lecho y nos divertíamos imaginando nuestro palacio perfecto. Allí estaba.
Como nunca fue. Las piedras no eran exactamente así; no, no pudimos conseguir las rojas de Frigia y tuvieron que usar otras más oscuras de Lesbos. Pero allí eran rojas, y estaban unidas con argamasa y colocadas en su sitio. Durante un instante me sentí sorprendida por aquel hecho, y me quedé mirándolas. «No, no era así, excepto en nuestra mente», murmuré, como si las piedras pudieran temblar un poco y cambiarse a sí mismas al oír mis palabras. Pero siguieron tal y como estaban, obstinadas.
Me encogí de hombros. No importaba. Entré en el palacio y me abrí camino por el amplio mégaron y luego subí las escaleras hacia la parte más privada de nuestros aposentos, las habitaciones adonde Paris y yo nos retirábamos cuando los asuntos del día concluían al fin y podíamos estar solos.
Mis pisadas hacían eco. ¿Por qué estaba todo tan vacío? Era como si un hechizo lo hubiese atrapado todo. Nada se movía, no se oía una sola voz.
Me quedé de pie en el umbral de la cámara. Paris tenía que estar allí. Me estaba esperando. Había vuelto de los campos, de hacer ejercicio con los caballos salvajes, como tanto le gustaba, y ahora estaría tomándose una copa de vino y frotándose algún hematoma sufrido por los trabajos del día. Levantaría la vista y me diría: «Helena, el caballo blanco del que te hablé…».
Resueltamente abrí la puerta. La habitación estaba mortalmente silenciosa. También parecía oscura.
Entré, y el susurro de mi túnica rozando mis pies era el ruido más intenso que se oía.
—¿Paris? —dije, la primera palabra que pronunciaba.
En los cuentos, la gente se convierte en piedra. Pero allí habían desaparecido. Me volví hacia un lado y otro, buscando a alguien en las habitaciones, pero no había nada. El cascarón de Troya permanecía, sus palacios, sus muros y calles, pero la habían despojado de lo que realmente la hacía grande: su gente.
Y Paris…, ¿dónde estás, Paris? Si no estás aquí en nuestro hogar, ¿dónde estás?
Vi la luz del sol, y agradecí que alguien hubiese abierto los postigos. Ahora Troya podía volver a vivir de nuevo; ahora la luz del sol podría inundarla. Las calles se llenarían de nuevo de gente, y la ciudad recobraría la vida. No había desaparecido, sólo estaba durmiendo. Y entonces podría despertar.
—Señora, ya es hora. —Alguien me tocaba el hombro—. Has dormido demasiado.
Todavía aferrada a Troya, de pie en el dormitorio de mi palacio. Paris estaría allí ahora mismo. ¡Seguro! ¡Tenía que venir!
—Ya sé que es difícil, pero tienes que levantarte. —Era la voz de mi dama de compañía—. Menelao sólo será sepultado una vez. Y hoy es el día. Mis condolencias, señora. Sé fuerte.
¡Menelao! Abrí los ojos y miré a mi alrededor, desconcertada. Aquella habitación… no era mi habitación de Troya. ¡Ah, dioses! Estaba en Esparta, y Menelao había muerto.
Mi marido espartano, Menelao, había muerto. El troyano Paris no estaba allí. No estaba conmigo desde hacía treinta años. Troya había desaparecido. Ni siquiera podía considerar que era una ruina humeante, porque su humo se había esfumado en el cielo hacía muchísimo tiempo. Troya estaba tan muerta que hasta sus cenizas se habían dispersado.
Todo había sido un sueño, mi visita a Troya. Incluso lo que quedaba en mi amable sueño, los muros, las torres, las calles, los edificios; todo había desaparecido. No quedaba nada. Me eché a llorar.
Una mano suave en mi hombro:
—Ya sé que sientes pena por él —me dijo—. Pero, aun así, deberías…
Pasé los pies por encima del borde de la cama.
—Ya lo sé. Debo asistir al funeral. No, es mucho más que eso: debo presidirlo. —Me erguí, ligeramente mareada—. Sé cuál es mi deber.
—Señora, yo no quería…
—Claro que no. Elige mi ropa. —Así me libraría de ella.
Me apreté las sienes con los dedos. Menelao había muerto. Las cosas estaban así. Su confesión, su ruego…, todo había desaparecido. Había pasado mucho tiempo atrás. Y Paris: «La gente que todavía no ha nacido hará canciones sobre nosotros», le había dicho yo. Qué joven y qué idiota era. Él se había desvanecido. No estaba por ninguna parte, en mi sueño…, y yo lo sabía ahora por un sueño. Paris y yo ya no existíamos.
No importaba. El sueño me había mostrado el camino. Volvería a Troya después del funeral, después de arreglar las cosas en Esparta. Debía volver a ver aquello de nuevo, por vacío y arruinado que estuviese. Allí fue donde viví, donde viví con mayor plenitud, donde Helena realmente tomó forma como Helena, y se convirtió en Helena de Troya.
En mi vida, yo me había remontado muy alto, aunque fuese por un breve tiempo: en eso el sueño tenía razón. Una vez hubo una Helena, y vivió con plenitud en Troya. Pensad lo que queráis. En mis tiempos provoqué odios, guerras y muerte. Se decía que yo era la mujer con una corona de espadas de bronce enmarcando su rostro en lugar de flores.
Sin embargo, yo no hice nada, no fue mi intención. Arrojo esas culpas a los pies de los hombres que me persiguieron.
Hablo de Helena como si la conocierais, pero ¿quién es Helena?
Escuchad, y os lo contaré. Contened el aliento, y la oiréis hablar.