LXXX

Finalmente, reuní el valor que necesitaba para ir a la ciudad de Troya. Debía ir, debía visitarla. Gelanor y yo fuimos andando por la llanura, dejando atrás su casa protegida entre los árboles. Observé que él se movía con mucha rapidez para ser un anciano…, y es que ya lo era. Sonreí recordando a Príamo, y a Néstor, y que yo los consideraba muy viejos, cuando en realidad eran más jóvenes de lo que yo misma era ahora. Pero ellos «parecían» viejos, pensé, y se movían como viejos. ¡Desde luego, yo no era así!

Gelanor me condujo hacia las sombras del monte Ida.

—Primero debemos ir allí —dijo—. Si deseas verlo todo, debes ver esto también.

Durante largo rato no supe adónde me llevaba, pero me avine a seguirle. Todavía temía la visión final de las ruinas de Troya, y cualquier cosa que sirviera para posponer aquella visión me parecía muy bien. Pasamos junto a unos olivares, con sus hojas temblorosas, y unos campos de cebada que inclinaba la cabeza bajo la mano del viento que pasaba.

Doblamos un recodo en el camino y vi algo que resplandecía ante mí. Era grande y cuadrado. A su alrededor ondulaban altos cipreses, que me indicaban que aquello era una tumba. Noté que Gelanor me cogía el codo para prepararme.

—La última víctima de la guerra —murmuró—. Pocos vienen aquí. Ella querría que tú lo hicieses.

Vi flores caídas en la base de la tumba, ya bastante secas, de modo que supe que tenía razón: eran antiguas.

—¿Quién…?

—Polixena —replicó él—. Ese pobre sacrificio inútil. —Se detuvo y me miró. En aquel instante, vi al viejo Gelanor, lleno de energía, inquisitivo—. Aquí yacen todos los males de esa malvada guerra.

Me acerqué a la tumba. Tenía bajorrelieves, pero no los miré. Por el contrario, me arrodillé y puse las manos en la fría piedra. Ella yacía allí, un bocado para alimentar el apetito y la vanidad de Aquiles. Me incliné dejando que mi frente tocase la tumba.

—Polixena —murmuré—. El tuyo fue el mayor sacrificio de todos.

Ella no había conseguido nada con la guerra, ni un solo momento brillante, y sin embargo, había desnudado su cuello como un cordero condenado al sacrificio. Había tan pocos testigos de su muerte. ¿Sería honrada acaso? ¿O la injusticia se extendería a la gente que acudiera a la tumba de Aquiles, ignorando la suya? ¿Rendirle homenaje a él e ignorarla a ella?

Nos dirigimos entonces al túmulo de Aquiles, a alguna distancia. Matojos de hierba lo cubrían, y había un discreto altar a sus pies. Gelanor dio la vuelta, lo que me permitió verlo en su totalidad. Dejaba pequeña la pobre tumba de Polixena.

—La gente viene aquí a hacer sacrificios y verter libaciones. En los años transcurridos desde su muerte su reputación ha ido en aumento. —Meneó la cabeza—. Héctor no tiene túmulo. Cuando lleguemos a Troya, o cerca de ella, te mostraré lo que ocurrió con Héctor. Hay una estatua suya, y la gente hace sacrificios allí también. De hecho, están brotando estatuas alrededor de Troya (son de influencia egipcia, todas esas estatuas) y se honra a los héroes de la guerra. Es algo bueno. Porque Troya debe vivir, ¡tiene que vivir!, en la memoria de los hombres. Hubo demasiada valentía, demasiado sufrimiento para que se desvanezca todo sin recuerdo alguno.

—¿Y Paris? —me atreví a preguntar—. ¿Ha sobrevivido su tumba?

Gelanor negó con la cabeza.

—Estaba demasiado cerca de Troya. El fuego, la destrucción…

Di un grito de desesperación. ¡Ni siquiera una tumba!

Él pasó su brazo en torno a mis hombros.

—¿No teníais un lugar privado, un lugar que puedas reclamar?

Tales lugares estaban todos en el interior de Troya. Todos consumidos. Meneé la cabeza. Y luego, lentamente, recordé. Aquel día que habíamos salido con los caballos. Él me había llevado a aquel tranquilo lugar junto a las orillas del Escamandro.

—No tuvimos la oportunidad de pasar mucho tiempo fuera de Troya —dije—. Pero había un lugar…, estuvimos sólo una vez allí, y nunca pensé que no quedarían otros, al pasar el tiempo…, me fijé muy poco…

—Encuéntralo —me animó—. Recuérdalo.

Asentí.

—Lo intentaré. —Pensé intensamente, pero no podía situarlo con exactitud—. Quizá pueda localizarlo de nuevo en un sueño —dije—. Pero antes, Troya. Debes llevarme a Troya.

Me miró con aquella vieja mirada suya inquisitiva. Sus ojos podían estar rodeados de arrugas, pero su mirada aún era fuerte y más penetrante que nunca.

—¿Estás preparada? ¿Estás segura de que podrás soportarlo?

—No —susurré—. Pero debo intentarlo.

Juntos nos acercamos a las ruinas de Troya. Se alzaban enormes en la llanura a medida que avanzábamos resueltamente. Lo primero que vi fue que no había murallas. Las poderosas y altas murallas de Troya habían caído. Algunos restos de su antiguo trazado permanecían, sólo un tercio de su altura original. Sólo custodiaban a chacales y aves que graznaban. Las torres habían desaparecido. Sus piedras estaban diseminadas como niños desamparados allí donde estuvieron sus bases. «Y arderán las torres sin coronar de Ilión». Aquella espantosa frase que seguía jugueteando en mi mente, y que había llegado hasta mí de forma espontánea hacía tantos años.

—Ven.

Gelanor se abría camino entre las piedras. Donde antes se encontró la poderosa puerta sur, ahora sólo había un hueco abierto, y entramos con toda facilidad. No había nada allí, como en mi sueño, donde todo estaba intacto pero desierto. Allí lo único que había eran ruinas: ennegrecidas, rotas, destruidas.

Me protegí los ojos con la mano.

—Sácame de aquí —dije—. No puedo soportarlo. Troya está muerta, realmente.

Lloré, lamentando solamente que mi llanto no pudiese ser lo suficientemente profundo para expresar la enormidad de la pérdida de Troya.

Él me guio amablemente entre lo que quedaba de las calles, las calles que en tiempos estuvieron tan vivas y llenas de gente. Sólo cuando estábamos fuera, sentados ante lo que quedaba de las murallas y de la puerta Escea, me dijo:

—Estás equivocada. Troya vive.

Apoyé la cabeza en mis rodillas y me eché a llorar.

—No. Ya lo has visto. Troya se ha ido, ha desaparecido.

—Y ahora vuelve a vivir —dijo—. Te digo que la historia de Troya vivirá tanto tiempo como estas patéticas piedras caídas.

—Muchas ciudades, muchos reinos se han elevado y han caído. Troya no es sino una más.

—No puedo creer que las extraordinarias hazañas y las personas de Aquiles, Héctor, Paris y Helena desaparezcan. Son distintas de todas las demás. Distintas de las de Teseo y el Minotauro, distintas de las de Jasón y sus argonautas, distintas de la destrucción de la ciudad de Andrómaca, Tebas.

Sonreí. En aquel momento, me sentí mucho más sabia que él.

—Querido amigo —dije—, todos han sentido lo mismo…, sentían que ellos y sus valientes hazañas nunca se desvanecerían.

Le quedaba una cosa por enseñarme. No me dijo lo que era hasta que subimos los escalones de mármol de un pequeño templo modestamente escondido detrás de un bosquecillo de plátanos sagrados, fuera de la vista del feo montículo que era Troya muerta.

—¿Qué es? —le pregunté.

—Creo que es lo que has estado buscando —me contestó—. ¿Estás preparada para contemplarlo?

Miré sus ojos veteados de oro, que hacían guiños con el sol poniente.

—Siempre hablas con acertijos —dije—. ¿No puedes decir las cosas claras por una vez?

—Ah, no, estropearía la sorpresa —dijo—. ¿Por qué debemos cambiar lo que ha sido nuestra forma de ser desde el principio?

—¿Porque esto es el final?

—Los finales no difieren de los principios —dijo—. Si lo hicieran, unos impugnarían la verdad de los otros. Debemos mantener la integridad. —Me dio la vuelta hacia las columnas—. Mira ahí.

Le dejé y subí los escalones lentamente. Era un pequeño santuario como los que salpicaban la campiña griega. Pero notaba que mi corazón latía más deprisa. Aquél no era un santuario corriente, o él no me habría conducido hasta allí.

Había pedestales con objetos depositados en ellos, y ofrendas debajo. Todos pertenecían a la guerra de Troya, cosas que pensaba que no volvería a ver jamás. Allí estaba el cuchillo de Héctor, una sandalia de Polites, un peine de Troilo. Y el mayor de todos, un santuario dedicado a Paris.

¡Con su armadura! Su armadura, que yo había otorgado como premio en los juegos funerarios y que luego había lamentado perder. Todo estaba allí: el casco, el peto, la espada. Con un grito corrí hacia allí, la toqué.

—Sabía que te gustaría saber que estaba a salvo —dijo Gelanor.

Las lágrimas corrieron por mis mejillas.

—Me echaba la culpa por haber dejado que pasara a otras manos —dije—. Pero, en aquel momento, el dolor me cegaba.

—Quienquiera que las obtuvo, las honró. Y por eso he querido que las vieras —dijo, y retrocedió—. Te dejo a solas con ellas. —Me tocó el brazo—. Adiós.

—¿Qué quieres decir?

Tristemente, meneó la cabeza.

—Nuestro breve encuentro ha sido todo lo que me he atrevido a pedir. Sabía que no podía durar, si era sincero y te enseñaba lo que debía enseñarte.

—Sigo sin entender lo que quieres decir.

—Lo harás —dijo, y se retiró entre las sombras.

Me acerqué al pedestal, osadamente, y cogí el casco de bronce pulido en mis brazos. Si no podía hacerlo yo, ¿quién más lo haría?

El queridísimo casco que había protegido la cabeza de Paris. Paris, cuánto tiempo. ¿Me reconocería ahora, siquiera? Había muerto joven y vibrante. Yo ahora era una anciana.

Sin embargo, me sentía cercana a él. Lo más cerca que podía estar de él. «Paris, he venido hasta aquí para honrarte —le dije—. He dejado Esparta una vez más y he navegado hacia Troya. No ha sido un viaje lleno de amor y emoción como el nuestro, pero me ha traído aquí. Y aquí estoy, tan cerca de ti como puedo estar en esta vida mortal, una vida a la que todavía estoy sujeta». Me quedé sentada largo rato, recordando con todas mis fuerzas nuestro tiempo juntos, llamándole. «Si no estás aquí, no sé dónde buscarte». Estuve sentada lo que pareció una eternidad antes de volver a dejar el casco. «Pensaba que había perdido el casco. Lo entregué después de tu muerte y luego lamenté amargamente mi locura. Pero ahora lo tengo. Algunas cosas se pueden recuperar. Algunas cosas se pueden restaurar».

«Pero, Paris, algunas cosas perdidas las buscamos eternamente. Yo te busco a ti. Ven a mí. Si no estás aquí, ¿dónde estás?». Me quedé sentada y esperé. Era dócil en las manos de los dioses, los dioses contra los que había clamado tan a menudo.

Cerré los ojos. Notaba el sol entrando a raudales en el santuario, por entre los párpados. Era atrayente, seductor. Dije: «No hay nada, salvo esto. Sólo el sol brillando el día de hoy. ¿Por qué buscar otras cosas? ¿Por qué buscar más allá?».

«Paris. Paris. ¿Estás todavía aquí, bajo cualquier aspecto? Aunque sea como fantasma, como sombra, te daré la bienvenida. ¡No quiero otra cosa!».

Cerré los ojos con fuerza. Todo era silencio. De repente, noté un suave toque en los dedos.

—No mires —me dijo una voz amada—. No abras los ojos.

Los párpados empezaron a aletear. Un suave contacto los mantuvo cerrados.

—Te he dicho que no los abras. —Noté un roce en el cuello, en la mejilla—. Ah, tocarte de nuevo…

—No me tortures —dije—. Déjame contemplarte del todo —añadí, y abrí los ojos.

Entonces todo desapareció, y vi a Paris de pie ante mí. Paris en toda su gloria: joven, hermoso, resplandeciente. «¿Dónde has estado todos estos años…? ¿Qué ha ocurrido desde…? ¿Adónde vamos?». Todo surgió a la vez en mi mente terrenal. Y nada se podía responder.

—Helena —dijo, cogiéndome la mano.

—Paris, ya voy —le respondí.