LXXVIII

Cada vez quedaban menos veteranos de la guerra vivos. Los veíamos muy de vez en cuando. Un par de veces vino de visita Idomeneo, igual que dos de los hijos de Néstor. El viejo Néstor había vuelto con toda seguridad y había recuperado las riendas de su reino fácilmente, pero otros no fueron igual de afortunados. El hijo de Odiseo, Telémaco, que ya era un hombre adulto, se había detenido en una ocasión en Esparta para preguntar por su padre, todavía ausente, que volvió más tarde y encontró Ítaca llena de confusión. Diomedes, por lo que se sabía, gobernaba en Argos. Pero las noticias no llegaban fácilmente a nuestras montañas, y el bandidaje en aumento en las carreteras hacía que los viajes se redujeran drásticamente. Nuestro mundo se encogía, atrapado entre nuestras cordilleras montañosas, nuestras carreteras abandonadas y puentes caídos. Cuanto más aislados estábamos, más gente quería oír las historias de la guerra de Troya, cuando los griegos montaron su gloriosa expedición y atravesaron el mar. Era un bálsamo para aquellos que ni siquiera podían viajar por el interior de Grecia. La guerra de Troya se suponía que enriquecería a los griegos, pero en realidad estábamos más empobrecidos que nunca. ¿Para qué habían servido las pilas de botín amontonadas en la playa?

Hermíone parecía contenta con su vida, y Orestes la adoraba. Al parecer se había curado por completo de su salvajismo, de la locura que le había atrapado, y parecía alegre y plácido. Seguía por todas partes a Menelao, observando sus deberes y su conducta como rey, sabiendo que luego le sucedería. Las dos casas reales se habían unido para siempre, ligando sus maldiciones en el pasado, desde donde no pudieran salpicar y manchar el presente. Su hijito Tisameno mostraba rasgos también de su otra abuela, y en él sentí que Clitemnestra y yo nos dábamos la mano de nuevo. Era un milagro que aquella gran paz hubiese surgido del tallo ensangrentado de Micenas. Igual que la pacífica existencia de Menelao y de mí misma, que transcurría tranquilamente en palacio.

Menelao todavía disfrutaba cazando, y le gustaba llevarse a sus mozos con él, así como a Orestes y al pequeño Tisameno. Decía que el chico no podía recordar un tiempo en el que no supiera cazar aún. Si mis hermanos hubiesen estado allí, ¡cómo les habría gustado enseñarle! Intenté hablar de ellos, mantener su recuerdo vivo en la familia, pero se iba desvaneciendo sin remedio. Así es como nos vamos, desapareciendo de todas las mentes.

Era un bello día de verano cuando salieron todos, con los perros de caza ladrando y saltando de buen humor, las lanzas brillantes, los mozos que llevaban cubos con flechas extra. Tisameno tenía un gorrito de caza con una imitación de colmillos de jabalí hechos de lana enrollada adornándolo. Sus piernecitas gordezuelas se cansaban pronto, y Orestes entonces estaba dispuesto a llevarlo a hombros. Menelao parecía más fuerte y erguido que en los últimos tiempos, en que había empezado a encorvarse y estaba deseando sentarse, de modo que era una mejora muy agradable.

—Estaremos fuera unos cuantos días —dijo—. Iremos a los pies del Taigeto, al menos, y a ver qué conseguimos allí.

En otros tiempos, yo habría ido con ellos, pero entonces me contentaba con quedarme. Habría podido seguir su ritmo, pero habría sido un esfuerzo y lo habría estropeado todo.

¿Qué edad tenía por entonces? Era difícil decirlo, por el extraño paso del tiempo mientras estábamos en Troya, pero debía de tener ya más de sesenta. Pero no me importaba; la edad había dejado de preocuparme hacía tiempo. Aun así, a veces me conmocionaba pensarlo.

No habían pasado aún tres días. Al anochecer del segundo, una triste procesión subió por la colina hacia palacio, al anochecer. Vi que llevaban algo con mucho cuidado; no era un venado colocado de forma descuidada y orgullosa, colgando de un palo. No, aquello iba dentro de una manta y colocado en una improvisada litera.

Salí corriendo como en la carrera de doncellas, hacía tantos años, tan veloz como aquella jovencita que ya no era. Sabía que se trataba de Menelao, y cuando le vi allí echado, mirándome, odié el don de la profecía que aún tenía.

—Una serpiente venenosa —dijo Orestes—. La pisó —concluyó, y levantó la manta y me enseñó el tobillo hinchado con sus dedos rojos y feroces que subían hacia arriba.

El rostro de Menelao estaba rígido, pero los ojos se movían a un lado y a otro, llenos de miedo. «Helena», intentaba decir, pero sus labios parecían sellados.

Le cogí las manos y las apreté.

—No hables —dije—. Ahorra fuerzas. Tenemos antídotos…

¿Los teníamos? Ah, si Gelanor hubiese estado allí… Gelanor. Todavía le echaba de menos, todavía lamentaba su pérdida. Él sabría qué hacer. Envié a un esclavo a por nuestro físico privado y en busca de medicinas. Unos sirvientes llevaron a Menelao a nuestro dormitorio y le dejaron suavemente en la cama. Le cubrí con nuestra manta de lana más fina, como si aquello pudiera salvarle.

«Helena», seguía intentando decir él.

Hermíone subió corriendo las escaleras.

—¡Padre! —gritó.

Le abrazó, se echó sobre su pecho. No lloró para no preocuparle. Pero más tarde el físico se la llevó a un lado y meneó negativamente la cabeza. El pequeño Tisameno intentó subirse a la cama y Hermíone tuvo que cogerlo en brazos y llevárselo.

Yo me quedé de pie en el rincón, mordiéndome el puño. No había tenido ninguna premonición de aquello. Su viaje de caza parecía bastante inocente. Mi visión especial no me había revelado todas las cosas, sino sólo algunas. ¿Qué bien había, pues, en que una cosa tan importante pasara sin ser detectada?

Temblé. Pensaba que ya estaba por encima de todo, por encima de las preocupaciones, pasara lo que pasara. Pero me equivocaba. Menelao se estaba muriendo y me sentía infinitamente triste. Yo, que años atrás había abominado de su simple existencia, ahora lamentaba lo que le había causado un simple paso descuidado.

Nadie vive para siempre. Eso lo sabemos, y también sabemos que algunas muertes son mejores que otras, pero a menudo nuestras muertes vienen de tal modo que no parecen formar parte de nosotros. Menelao, el guerrero, tenía que haber muerto en el campo de batalla, y no en el lecho por una mordedura de serpiente, a los setenta años. Muchos de nuestra familia habían muerto a sus propias manos o a las de sus hijos. Para Menelao, la muerte era plácida. Pero él siempre había sido el más tranquilo.

El antídoto y los ungüentos no sirvieron para nada, tal y como nos imaginábamos. Cuando cayó la noche, me llevé un taburete para sentarme a su lado, y Hermíone estaba sentada al otro. Sus ojos inquietos iban pasando de una a la otra, y nos miraba a las dos asustado y resignado al mismo tiempo. Seguía intentando hablar, pero era incapaz de pronunciar las palabras. Tanto Hermíone como yo intentábamos asegurarle que no era necesario. Sin embargo, parecía que había algo que deseaba decirnos con desesperación.

Incliné la cabeza acercándome lo más posible.

—Te escucho —le tranquilicé.

—Helena —susurró—. Perdóname.

Yo le apreté la mano.

—Creo que nos hemos perdonado el uno al otro desde hace mucho tiempo, ¿no es así? No te preocupes más por eso.

—No…, tengo que contártelo…

—Ya lo sé todo, mi querido amigo.

—No. Yo maté a tu serpiente sagrada. Hice que la mataran en Troya porque… era lo único que podía hacer, en mi odio. No podía matar a Paris, así que maté… al animal. Perdóname. Fue una crueldad. Y ahora se ha vengado. Muero por una mordedura de serpiente.

La amada serpiente doméstica, muerta de una forma tan horrible. Nunca podría olvidarlo.

—¿Fuiste tú?

—Uno de mis espías. —Me miró, lastimero—. Di que me perdonas. Creo —suspiró— que es el único acto de la guerra que lamento. ¿No es extraño que habiendo muerto tantos hombres yo lamente la muerte de una serpiente?

—Era inocente y no formaba parte de la guerra, de modo que matarla fue un crimen.

—Sabía que aquello te asustaría y te heriría.

—Y lo hizo.

—Di que me perdonas, Helena. Por favor. Tengo que oírlo antes de… irme. Antes de que se me lleve, como retribución.

—Nos hicimos muchas cosas dolorosas el uno al otro, aunque no somos personas hirientes por naturaleza. Te perdono, como espero que tú me perdones todas las malas acciones que cometí hacia ti.

—No hubo ninguna. Excepto… aquélla.

Entonces sonreí.

—Es una excepción monumental. —Noté que algo cambiaba en su mano, una pesadez que se iba apoderando de ella y que antes no existía—. Ve en paz —le dije—. Con todo mi perdón y mi cuidado.

Él se relajó y sus labios parecieron distenderse en una sonrisa.

—Sí —susurró. Exhaló el aliento y no volvió a inhalarlo.

Hermíone lanzó un grito y se arrojó sobre él. Retrocedí y le cerré los ojos. Que encontrara la paz en su viaje.

—Señora, ya es hora. —Alguien me tocaba el hombro—. Has dormido demasiado.

Troya… Había estado en Troya… El sueño…

—Sé que es difícil y triste, pero debes levantarte. Menelao sólo puede ser sepultado una vez. Y hoy es el día. Mis condolencias, señora. Sé fuerte.

Cuando me eché a llorar (aunque no por Menelao), mi dama de compañía me puso una mano en el hombro.

—Ya sé que sientes pena por él. Pero, aun así, deberías…

Sí, debía hacerlo. Y luego, después, debía hacer una vez más lo que se requería. Y sería fuerte. No tenía miedo.

Había un lugar que a Menelao le gustaba mucho, aquellos primeros días de nuestro matrimonio. Estaba en una colina alta, por encima del Eurotas, desde donde se veían Esparta y las altas montañas. Unas piedras caídas indicaban que nuestro palacio familiar estuvo en tiempos allí, y Menelao había hablado de construir allí otro a donde poder retirarse. Tenía una vista magnífica, y al estar tan alto, sería fácil de defender. Pero nunca se llegó a construir; la inercia y la familiaridad con nuestro antiguo palacio había aquietado nuestras manos. Y después de Troya, no volvió a mencionarlo, como si hubiese dejado a un lado todos aquellos antiguos sueños. Pero ahora descansaría allí, en su nuevo palacio, al fin.

Había ordenado que la estructura de la tumba se construyese con los bloques más finos y bien cortados de piedra. No era una tarea fácil, porque tallar los bloques requería tiempo, y transportarlos hasta arriba por el empinado camino era difícil. Pero sabía que Menelao esperaría. Había esperado mucho tiempo su palacio. Su fantasma no vendría a molestarme, porque comprendería por qué se había retrasado su colocación en la tumba.

Y ahora ya estaba dispuesta. La pira funeral se había encendido hacía mucho tiempo, y los huesos fueron recuperados y colocados en una urna de bronce, y los banquetes funerarios (porque hubo varios en días sucesivos, marcando el progreso de su sombra hacia el Hades) se celebraron todos. Menelao ya estaba dispuesto para su último viaje, y yo podía permanecer contenta por haber cumplido todos sus deseos, incluso aquellos que él mismo no se había atrevido a expresar. Mi visión, mi conocimiento de los pensamientos de los demás, me permitía hacer esas cosas…, un aspecto positivo del don que tan a menudo me había provocado dolor.

Iba vestida con mis mejores galas, mi traje más delicado, mis joyas más preciosas. Seguimos al carro funerario con nuestros carros, yo ante todos. Orestes y Hermíone venían detrás de mí, el pequeño Tisameno iba con su niñera en un tercer carro. Traqueteando, descendimos por la empinada colina, y luego fuimos avanzando poco a poco por el camino de los prados junto al Eurotas. (Ah, aquellos prados adonde me había llevado Clitemnestra; la colina por donde Menelao corrió; por donde Paris y yo bajamos a toda velocidad… ¿Buenos recuerdos? ¿Dolorosos? ¿Malos? Ahora ya todos se mezclaban, se convertían en una sola cosa, en parte de lo que había convertido a Helena en Helena). Había un lugar donde el Eurotas, aunque era un río rápido, se remansaba mucho y se hacía poco profundo y vadeable. El carro funeral pasó a través de él, con el agua llegando casi hasta la parte superior de las ruedas, pero al final emergió a salvo.

Más ligeros, nuestros carros cruzaron con toda facilidad. Miré corriente arriba. Allí no había cisne alguno, sólo el agua clara. No había visto cisnes desde mi regreso. Quizá ya no se acercaran por allí, igual que muchas cosas que ocurren sólo en momentos especiales.

Al fin llegamos a la cumbre y me complació ver la estructura completa que yo había encargado construir a toda prisa. Sus piedras no traicionaban el duro trabajo que se había realizado con ellas; estaban bien talladas, cortadas en ángulos agudos, oblongas, con la largura de un brazo. Tres filas de piedras formaban una pirámide, tan alta como (lo supe de repente) el caballo maligno de Troya. Quizá más altas aún, quizá como cuatro hombres al menos.

El cielo era de un azul intenso por encima, y sólo unas pocas nubes vaporosas se movían por él como para asegurarnos que se trataba de un cielo de verdad y no de una pintura, y detrás del Menelao (como quería llamarlo), los montes Taigeto de Esparta se alzaban afilados y escarpados. No habíamos tenido tiempo de plantar árboles, pero los pinos naturales que salpicaban la cima no se habían tocado, y el viento cantaba entre ellos enviando su aroma estimulante, más fuerte que el incienso, hacia nosotros.

Había una abertura en la estructura para recibir las cenizas, un pequeño pasadizo y una recia puerta. Colocaríamos allí los restos de Menelao después de las invocaciones y las despedidas. Había otro nicho para mis propias cenizas. Pero nunca residirían allí, eso lo sabía ya. De modo que en su lugar dejaría mi rueca de plata, como símbolo de mi deber que pronto iba a abandonar.

Fui yo quien transporté la urna a su destino. Cogí el bronce pulido en mis manos, maravillándome de que pudiera contener a un hombre, y todo lo que le hacía hombre. Detrás de mí, Orestes sujetaba a Hermíone, que se abatía por el dolor. Había que obedecer las solemnidades, y en silencio caminamos hacia la abertura preparada al efecto. Me incliné y busqué el sitio, colocando en él la urna. Era tan pequeño, un lugar diminuto. Pero serviría cuando todo lo demás hubiese desaparecido.

Los mamposteros, que esperaban detrás de los pinos, se adelantaron para colocar la piedra con argamasa en su lugar y sellar así a Menelao tras ella. Aquél era el palacio donde reinaría para toda la eternidad.

Ahogando un sollozo, me volví. No podía soportar la idea de pensar que estaba allí.

Pero, a decir verdad, no podía soportar la idea de que ninguno de nosotros estuviese contenido en la oscuridad de una urna. Mi madre, mi padre, mis hermanos, todos ellos no eran ya más que polvo. Y aquello llegaría también para mí. Aunque fuera cierto que yo era la hija de Zeus, la descendencia mortal debe morir. Aquiles, Sarpedón, Pentesilea, Memnón, todos descansaban en sus tumbas, a pesar de su origen divino. Zeus me había prometido lo contrario una vez. Pero había dejado de creer en aquella promesa inicial.

Poco a poco, descendimos por el camino empinado, y dejamos atrás el glorioso edificio y su entorno. El viento nos dijo adiós, y los pinos nos hicieron reverencias con formalidad.