Pasaron los años, pero no como había ocurrido en Troya, cuando parecía que los días sueltos y esponjosos quedaban hilados y convertidos en un solo hilo tenso, comprimiendo así el tiempo. No, en Esparta sucedía todo lo contrario. Los hilos se entretejían, se expandían, de forma que un día parecía como diez. De modo que uso términos del tejido y el hilado para explicar mi vida en Esparta. La verdad es que pasaba mucho tiempo tejiendo e hilando, aunque no produje nada tan bello como el tapiz perdido que había creado en Troya.
Las estaciones llegaban y luego pasaban y quedaban suspendidas en aquella intemporalidad, flotando. Mi padre murió; después de saber el destino de Clitemnestra pareció encogerse y temblar ante lo que sentía como el cumplimiento de la maldición que había caído sobre su casa. Sólo sentí una pena leve al decirle adiós. En realidad, se había ido hacía mucho tiempo.
Ahora todo el mundo en Esparta se había ido. Madre, padre, hermanos, hermana… Sólo quedaba yo, Helena, y la única familia que me quedaba eran Menelao y Hermíone. Menelao y yo vivíamos en paz el uno con el otro, una paz amortiguada, de ancianos…, la paz que sobreviene cuando todas las demás preocupaciones se han extinguido o se han alejado. Como antiguos guerreros encorvados, nos mirábamos el uno al otro en el campo de batalla, sembrado de aquellos que quizá fueran mejores que nosotros, pero que no habían sobrevivido, como camaradas.
Camaradas, era lo único que podíamos ser en realidad. Nunca más podríamos volver a ser marido y mujer, en el sentido auténtico del término. Compañeros, amigos con todas las precauciones del mundo, veteranos de la batalla, camaradas, sí, todas esas cosas. Pero no amantes, ni siquiera marido y mujer de verdad. Troya y sus heridas, físicas y del alma, lo habían impedido.
Había un consuelo en ello, una sensación de irrevocabilidad. Podía tender mis manos hacia Menelao y decidir ayudarle en los largos años que nos esperaban, dejando que se apoyase en mí si lo requería, esperando que él hiciese lo mismo.
¿Y Hermíone? Los años también la habían suavizado hacia mí de forma similar. A medida que trabajábamos juntas codo con codo, hilando y tejiendo (¡de nuevo las tareas femeninas, gracias a los dioses por ellas!) y atendiendo a las necesidades de palacio, llegué a conocerla y ella llegó a conocerme a mí.
Ella no era como yo. Los hijos nunca lo son. Pero hasta que han crecido y alcanzado la madurez, no lo puedes creer. Tus hijos forman parte de ti para siempre, desde el momento de su nacimiento; por tanto, imaginas que tú eres parte de ellos también. Pero ellos son seres completamente aparte, que buscan sus propios secretos y albergan sus propias decepciones. Si deciden revelártelos, eres afortunada entre las madres.
Con ojos vigilantes, veía a Hermíone hacer las cosas a su manera: disciplinada, solitaria. Ella era agradable de contemplar, pero ningún hombre pondría los ojos sobre la hija de la descarriada Helena, viuda además del cruel Neoptólemo. Aunque no era culpa suya, era una paria, como ella misma decía entre lamentos.
Parecía aceptarlo. Aceptaba las cosas mejor que yo. Quizá fuese la parte de Menelao que había en ella, la «no Helena». Como ya he dicho, no se parecía a mí. Al final incluso se volvió, si no verdaderamente afectuosa hacia mí, sí cordial y amable.
Y entonces Orestes vino a buscarla. Orestes, tan distinto del hombre aturdido, del asesino loco al que había visto en la carretera de Micenas. Este hombre era reservado, seguro de sí mismo, educado. Buscaba a Menelao para pedir en matrimonio a Hermíone, como pretendiente.
Él y Menelao se retiraron; yo no tomé parte en su conversación. No supe lo que había pasado entre ellos hasta que salieron de la cámara y Menelao murmuró: «Estoy satisfecho». Pero entonces Menelao estaba satisfecho con cualquier cosa. Después, cuando Orestes fue tratado con la tradicional cortesía debida al invitado y alojado en una amplia habitación para pasar la noche, Menelao me contó que al fin había conseguido expiar su crimen. Las furias le habían perseguido de modo que había tenido que cortarse el pulgar para apaciguarlas, y realizar muchos otros actos de sacrificio hasta que al final se contentaron. Se había visto atormentado por dos mandatos irreconciliables: vengar la muerte de su padre y honrar a su madre. Había estado a punto de volverse loco. Quizás incluso se volvió loco durante un tiempo.
—Ya ha terminado todo, Helena —dijo Menelao—. Al fin ha terminado.
Sí, todo había terminado. Le miré, viendo a un anciano donde antes hubo un ansioso y fuerte pretendiente. Pero ¿qué veía él al mirarme a mí? Algo igualmente decadente.
—¿Es así, entonces? —pregunté, pensando que se refería a nuestra historia.
—Sí —dijo—. La maldición de las dos casas termina ahora. Hermíone es totalmente inocente, y Orestes ya ha pagado sus culpas, y puede descansar. Piensa en ello: nuestros nietos pueden ser personas corrientes. Sin maldiciones, sin semidioses, sin profecías. ¡Cómo los envidio!
—Tendrán una libertad que nosotros no tuvimos —admití yo. Pero la gloria también habría desaparecido.
Entregamos a Hermíone a Orestes, tras realizar todos los ritos. Ella estaba feliz por librarse de su viudedad y de su oscuridad. Él siempre le había gustado, me confesó (¡me hacía confidencias!, qué inesperado regalo me había concedido con aquella intimidad, sin saber lo mucho que significaba para mí), ya desde que eran niños.
—Algunas cosas salen bien —le dije—. A veces, se nos conceden nuestros deseos más acariciados.
Tuvieron un hijo, Tisameno. Hermíone me pidió que la asistiera, y yo lo hice encantada, aunque había también una comadrona presente. Tuve a mi nieto en mis brazos incluso antes que su madre, y contemplé su cara roja y arrugada dando gracias por los años aburridos que me habían permitido estar con Hermíone y poner a su hijo en mis brazos. Un matrimonio, un nacimiento: cosas que pensé que el horror de la guerra había desterrado para siempre, y que ahora, silenciosamente, volvían.
—No será ningún héroe —dijo ella, acunándolo—. No estará llamado a caminar por elevados lugares, sino simplemente a cumplir con su deber de la forma corriente, del modo de los mortales. —Me miró—. Madre, ¿te contentarás con eso?
Me incliné hacia ella y le acaricié el pelo, un gesto que ella raramente me permitía. Pero aquél era un momento precioso.
—Ya hemos tenido bastantes héroes —le aseguré—. Tisameno tendrá una vida mejor, sin tener que pisar ese reino.
Menelao entró en la habitación.
—La época de los héroes ha concluido —dijo—. Y yo no lamento nada su fin.
Hermíone le miró con el rostro lleno de comprensión.
—Padre, intentar ser un héroe casi te costó la vida, y me privó a mí de un padre.
—Todos esos héroes —dijo él, abstraído—. Todos desaparecidos. Nosotros no somos tan heroicos, pero estamos aquí y podemos contemplar el sol —añadió, y se inclinó a mirar el rostro de Tisameno—. No puedo desear fortuna mejor para ti. Mi nieto no será un héroe.
La edad de los héroes había pasado, en verdad, y Tisameno no hubiera podido serlo aunque lo ansiara. Se había erigido un gran muro de bronce en torno a aquellos viejos héroes, había descendido del cielo, y nadie podía levantarlo, ni pasar a su través. Cada época tiene su propia gloria, pero la época de mi nieto no podría ser la de Menelao.
La guerra de Troya fue medrando mientras tanto en canciones, poemas e historias. A medida que se desvanecía del recuerdo vivo, aumentaba más y más. Los hombres aseguraban que descendían de uno u otro de los héroes, o, de no ser así, de cualquiera que hubiese luchado en aquella guerra, que ahora adquiría la estatura de una pelea entre los dioses y los titanes.
La pregunta «¿Estuviste en Troya?» asumía la solemnidad de un juramento, y «¿Dónde estabas cuando se libró la guerra de Troya?» se convertía en una condena si la respuesta era: en otro lugar.
Troya, Troya. El mundo estaba enamorado de la guerra de Troya, ahora que había acabado.