LXXVI

Temiendo asustarla, como una mariposa que se posa en una flor, no me acerqué con demasiada audacia los días que siguieron. Dejé que ella lo hiciera a su modo, aunque mis ojos nunca se cansaban de mirarla, pero sólo cuando la podía mirar en secreto. El tiempo traería todas las cosas. Tenía que creerlo.

Y teníamos tiempo en abundancia. No había nada que se presentara ante mí, nada que tuviera que alcanzar ni de lo que tuviera que retirarme. Miraba el palacio y los campos, tan modestos comparados con los de Troya, y me satisfacía diciendo que estaban bien atendidos. Sin mi madre, mi padre no tenía interés alguno por aquellas cosas. Me preguntaba si él había pensado alguna vez en volverse a casar, pero me dijo, mirándome con sus ojos acuosos y nublados, que ninguna familia quería emparentar con la casa de Tíndaro, tan maldita ya como la de Atreo.

—Entonces Menelao y yo formamos una pareja adecuada —le dije—. ¿Y la esclava etolia que dejó Menelao? —Recordaba que estaba embarazada—. Intenté plantear la pregunta con ligereza, como si no fuera importante.

—Tuvo gemelos. Ahora son hombres adultos, y todavía viven en palacio. Esperan que tanto Menelao como yo muramos antes de que Hermíone tenga un heredero. Bueno, ahora han visto frustradas sus esperanzas al trono. Menelao debe darles algo, enviarlos fuera.

Todas esas cosas que había dejado sin concluir ahora volvían de nuevo a mi vida.

—Deseo ver a Clitemnestra —dije—. ¿La has visto desde…? ¿Viene aquí alguna vez?

—No, hija mía, y yo no he podido ir a verla. No deseaba dejar Esparta en manos de los gemelos con todos estos… sobresaltos. No me parecía sensato.

—Ahora podemos ir juntos. Menelao evitará todos los problemas.

Él suspiró.

—Me temo que ya soy demasiado frágil. No podría soportar los traqueteos del carro ni la subida final por la montaña.

Noté que mi padre me preguntaba muy poco por Troya. No parecía sentir curiosidad por aquello. ¿Acaso la curiosidad desaparece con la edad, con la falta de la agilidad? ¿O acaso se sentiría, como mi madre, invadido por la vergüenza?

—Me prepararé para ir dentro de unos días —dije; ansiaba ver a Clitemnestra, compartir al fin lo que había pasado en aquellos largos años.

Menelao no se sintió demasiado complacido; intentó prohibirme que fuese. Mi hermana había matado a su hermano y vivía con otro hombre. Le tocaba demasiado de cerca.

—No perdono lo que ha hecho; lo aborrezco. Pero es la única hermana que me queda viva, y tu hermano cometió un gran crimen contra ella. No debemos llevar las cosas más allá. Recuerda sólo que, igual que tú amabas a tu hermano a pesar de sus maldades, así amo yo a mi hermana. Si no voy a verla de nuevo, añadiré otro sufrimiento más al gran peso de la guerra.

—¿Y querrás llevarte a Hermíone? ¡No quiero que ella vea a esa mujer!

Había pensado en ella; ¿no había vivido ella con Clitemnestra un tiempo? Pero sabía que su respuesta sería que no.

—Lo comprendo —dije—. Iré sola… Sólo con los conductores y los guardias, por supuesto.

Él me cogió del brazo.

—Ten mucho cuidado —me dijo.

—¿Crees que ella me haría algún daño? —le pregunté; qué extraño era que insinuara aquello.

—No la has visto desde hace muchos años. No sabes lo que te puedes encontrar.

—Igual que tú y yo —le recordé.

Se quedó algo avergonzado, como le pasaba a menudo.

—Tendré cuidado —le prometí.

¡Volver a Micenas! ¡Estar allí sin la opresiva presencia de los hermanos, estar de nuevo con Clitemnestra! No pensaba en Egisto; no tenía espacio para él en mi mente. El día era claro y limpio, y tenía dos carros que me llevarían a mí y a mis doncellas, y una carreta más lenta cargada de regalos. Había registrado el palacio buscando algo que regalar. Era difícil, ya que en Micenas habría más o menos las mismas cosas. Los mismos tarros de alabastro para los ungüentos, las mismas jarras pintadas de marrón, los mismos vestidos perfumados. Bajábamos por la empinada pendiente y salimos a la llanura, salpicada de plátanos y pequeños huertos y campos de cebada. No había destrucción allí, como en Troya, pero la ausencia de hombres que atendieran las cosas había causado una ruina más sutil. El abandono acechaba la tierra. Muchos de los hombres no habían vuelto de Troya, y pasaría una generación entera antes de que la tierra pudiese florecer de nuevo.

¿Por qué, por qué se habían ido? ¿Qué poder de persuasión había tenido Menelao? Debió de prometerles una rápida resolución, gloria y botín. Nada de ello había ocurrido; nadie obtuvo botín, excepto los líderes y los pocos afortunados que volvieron. En lugar de enriquecer a Esparta, la guerra la había empobrecido.

El conductor de mi carro señaló un bosquecillo de chopos junto a un arroyo.

—Ahí —dijo—. Ahí fue donde Menelao reunió el ejército.

Me había hablado de ello. Un lugar maldito, que condenó a todos aquellos que se reunieron en él con la moral tan alta. Vi un plátano enorme, un poco apartado. Debía de ser el que había plantado Menelao para conmemorar la guerra. Verlo me dio un escalofrío. Pensé en el roble de Troya, aquel otro emblema de la guerra. De él no quedaba nada.

Tras dejar la llanura, empezamos a subir las colinas, con los carros delante de la carreta, más pesada. Los halcones planeaban por encima de nosotros, jugando en el cielo.

Tuvimos que detenernos para pasar la noche, y elegimos un vallecito pequeño que parecía seguro y abrigado. Las aves se vieron reemplazadas en el cielo por los murciélagos que salían de su lugar de descanso como flechas oscuras y rápidas en la luz desfalleciente. Cansada y a salvo, dormí profundamente. Aquella noche no necesitaba el elixir del olvido.

Con la primera luz del alba nos pusimos de nuevo en camino. Pero, en algún momento de la noche, las palabras de advertencia de Menelao habían penetrado en mi interior como una mancha, y ahora coloreaban todo lo que veía. Noté que mi aprensión iba en aumento mientras nos acercábamos a Micenas. De pronto, todo parecía sospechoso. La gente que nos contemplaba desde los campos parecía huraña. El cielo se había quedado sin halcones y estaba lleno de nubes.

¿Qué encontraría? Ahora me parecía una ingenuidad creer que Clitemnestra y yo volveríamos a reunirnos de nuevo como si nada hubiese cambiado. Tenía que haberle enviado unos mensajeros antes para decirle que iba a verla. Tenía que haberle dado una oportunidad de prepararse o de negarse a verme. Me agarré al carro a medida que avanzábamos.

Los hombres se reían y bromeaban. Para ellos el día era bueno. Noté que mi corazón iba dando saltos, como si me persiguiera una jauría de perros. Algo espantosamente opresivo se cernía sobre nosotros, y ellos no podían verlo, no podían sentirlo. Pero esa visión me lo estaba revelando, y se hacía más fuerte cuanto más nos acercábamos a Micenas.

¡Deprisa, deprisa!, quería azuzarlos. Quizá consiguiéramos llegar allí antes de que ocurriera. Era importante que lo hiciésemos. Por eso había emprendido aquel viaje, ese día en particular. Ahora lo sabía.

—¡Más rápido! —dije de repente, sobresaltando a mi conductor—. Tenemos que ir más rápido.

Él sonrió.

—Ah, pero hay mucho tiempo, señora. Tal y como vamos, llegaremos mucho antes de que oscurezca.

—¡Demasiado tarde, demasiado tarde! —dije—. ¡Os digo que corráis! Que los otros vengan detrás, pero nosotros tenemos que ir lo más rápido que puedan llevarnos los caballos.

Él me miró, extrañado.

—No es bueno para ellos. Se acalorarán demasiado.

¿Estaría mi destino ligado siempre a los caballos?

—¡Olvídate de los caballos! —grité—. Va a ocurrir algo malo… ¡Ocurrirá ahora mismo, si no llegamos a tiempo!

Él empezó a discutir, pero yo era su reina.

—Como digas —gruñó, y los azuzó con el látigo.

Subimos por la colina; la grava volaba detrás de nosotros. Era lo máximo que podíamos acercarnos a volar, pero mi corazón no se sentía elevado. Me sentía agarrotada por el temor más oscuro que había sentido desde el sueño de Paris y la flecha.

¡Justo pasando la siguiente colina! Recordaba bien el paisaje. Casi estábamos allí, casi a la vista. Seguía siendo invisible, metido en aquel hueco de la montaña, hasta que doblabas el último recodo y entonces podías verlo, un refugio pétreo que se alzaba confundiéndose con la ladera de la montaña.

Cubiertos de sudor, los caballos intentaron bajar el paso, pero yo rogué al conductor que mantuviera la velocidad. Todo parecía tranquilo, sin alteración alguna. Por un instante, me sentí muy tonta y muy aliviada.

Luego un carro salió entre las puertas, de pronto, y se dirigió rápidamente hacia nosotros. Los caballos corrían como locos, con los ojos desorbitados, y su conductor chillaba y los azuzaba para que galopasen más rápido. Tras él, a pie, la gente le perseguía; los arqueros le disparaban, pero él estaba ya fuera de su alcance. Gritos y chillidos resonaron por la colina.

—Se nos echará encima —dijo mi conductor.

La estrecha carretera no permitía que pasaran dos carros. Intentó sacar el nuestro del camino, pero una de las ruedas se atascó; sólo habíamos conseguido salir a medias cuando el carro que iba tan rápido salió volando de una elevación y se dirigió justo hacia nosotros. El conductor intentó hacerse a un lado, pero tuvo que girar y, finalmente, detenerse. Saltó del carro y cogió las riendas, para guiar a su caballo jadeante en torno a nosotros.

La sangre cubría su manto y sus antebrazos; sus manos rojas habían manchado las riendas.

—¡Apartaos a un lado! —nos ordenó, sacando una espada—. No me miréis.

Pero no pude evitar hacerlo. Era joven, bien proporcionado, y, bajo la sangre que lo cubría, su rostro podía ser hasta hermoso.

—¿Quién eres? —grité—. ¿Qué has hecho?

De alguna manera, era como si mi visión especial me diese derecho a interrogarle. Pero él no sabía nada, excepto que yo le había desobedecido.

Se volvió hacia mí y me miró con los ojos entrecerrados, para decir a su vez «Y tú, ¿quién eres tú?»; en ese momento, lo que más había odiado siempre me salvó.

—Helena. Tienes que ser Helena. La causa de todo esto, de lo que he hecho —dijo, pero no me clavó la espada.

—No tengo nada que ver con lo que tú hayas hecho o no. Ni siquiera sé lo que es.

—He vengado a mi padre. Me ha costado muchos años, pero yo no era más que un niño cuando fue asesinado. Un hijo debe adquirir la fuerza suficiente para vengarse, y eso cuesta tiempo —dijo, y movió su caballo para que pasase junto a nosotros, como si hablase de pesca o de las estaciones.

Asesinado… Padre… Venganza…

—Ah, ¿a quién has matado? —exclamé.

—A mi madre —dijo entonces.

¡Era Orestes, el hijo menor!

—¿Has matado… a tu madre?

Por horrible que fuese el acto, casi igual de horrible era que pudiese contarlo con tanta calma, con tal orgullo.

—Había que hacerlo. Y también he matado a Egisto. —Parecía como atontado, y entonces me di cuenta de que no estaba orgulloso ni indiferente, sino tan asombrado que apenas podía creer lo que había hecho. Saltó de nuevo a su carro, ahora apartado del nuestro—. Ve y límpialo todo —dijo—. Es tu hermana. Mi hermana la odia, y podría incluso profanar el cuerpo. —Chillando a sus caballos, los azuzó hasta que se pusieron al galope. Desapareció en una nube de polvo.

Me apoyé en mi conductor.

—Por eso sabía que debíamos apresurarnos. —Sabía que mis palabras sonaban absurdas, como siempre pasa en esas ocasiones. No hay palabras lo suficientemente fuertes—. Y sin embargo, no hemos llegado a tiempo.

Los perseguidores llegaron a la cima de la colina y se enfrentaron a nosotros.

—¡Le habéis dejado escapar! —chillaron.

—No hemos podido detenerle —dijo mi conductor.

Avanzaron amenazadoramente hacia él con lanzas, arcos y espadas desenvainadas.

—No perdáis vuestro tiempo con nosotros —les dije—, continuad tras él. Soy Helena, la hermana de la Reina. Por favor, dejadme pasar para que pueda ocuparme de ella.

Ahora parecían incluso más agitados y furiosos.

—¡La causa de todo! —decía un hombre—. Sin ti, él nunca se habría ido. Si no se hubiese ido, no habría ocurrido nada de todo lo demás.

—Estoy harta de eso —dije. Y en aquel momento, supe que había escuchado dócilmente por última vez la última descarga de culpabilidad que podía soportar en toda mi vida. Si no hubiese ocurrido esto, entonces no habría ocurrido lo de más allá. Sí. Pero ¿cuánto tiempo y hasta dónde se podría remontar aquello? En realidad, nunca tendría fin—. Ya basta. Tengo que atender a mi hermana muerta. Quitaos de mi camino.

Todos se apartaron como hojas secas.

Ya no había necesidad alguna de correr. Esperamos a que el otro carro nos alcanzara, y también la carreta con los inútiles regalos. Luego seguimos adelante hacia la fortaleza palacio, yendo todo lo rápido que pudimos por la carretera, como si hubiese seguridad dentro de los carros. Pero tuvimos que abandonarlos al llegar a la base de la ciudadela, que estaba escondida en una grieta entre dos montañas. Un empinado sendero conducía hasta la puerta de entrada, con sus leones rugientes en el dintel. Nunca había pasado debajo de ellos con una sensación positiva, pero, en comparación, todas las demás veces me parecían entonces ocasiones felices.

Qué silencioso estaba todo. No había guardias ni trabajadores, y las puertas estaban abiertas de par en par como una herida, exponiendo la carne interior del palacio. Entramos, al no ver a nadie por allí. ¿Se habrían ido todos en persecución del asesino? Llenos de temor, seguimos ascendiendo hasta que llegamos a la cumbre, hasta donde se extendía el palacio. Éste tenía su propia puerta, también abierta, y entramos por ella. Allí estaban los talleres y los almacenes, pero sólo una cosa nos atraía: el palacio mismo. Corrí delante de todos ellos para entrar la primera, sola. La extraña quietud se cernía sobre aquel lugar como una niebla. Luego, a medida que mis ojos se fueron acostumbrando a la débil luz del interior, vi unas formas agazapadas, gimoteando, con la garganta estrangulada, en torno a algo.

Debía de ser el lugar donde yacía ella. Me acerqué; hasta que estuve de pie junto a ellas, las figuras envueltas en mantos no me percibieron.

—¿Es la Reina? —pregunté.

Uno de ellos levantó la vista y se echó atrás la capucha.

—¿Quién eres? —susurró la mujer. Luego meneó la cabeza—. No puede ser, pero creo que es Helena.

—Puede ser, soy yo —dije.

—Ella pensaba que estabas muerta —dijo la mujer, con toda desenvoltura—. Perdida, como Troya. Y ahora ha ocurrido lo contrario…, tú vives y ella está muerta.

—¿Qué ha ocurrido? —pregunté; necesitaba oírlo de la gente que la había amado, no de su asesino. Ah, ojalá un relato amable borrase todo el horror de lo que Orestes había contado de forma tan orgullosa.

Ahora hablaron otras figuras del círculo de plañideras.

—Su propio hijo la atacó y la asesinó cuando le daba la bienvenida. Él llevaba fuera muchos años, y acababa de volver, y el corazón de ella se alegraba. Pero sólo había vuelto por una razón: para matarla. La apuñaló cuando le tendía los brazos para recibirle. El primer golpe dio en el blanco. Ella sólo tuvo tiempo de decir: «¿Orestes?», y cayó. Allí, donde está. La cubrimos, pero no la tocamos. Prepararla para el funeral es una tarea de la familia. Pero no queda nadie aquí para llevar a cabo ese deber.

—¿Y Electra? —pregunté. Pero entonces recordé las palabras de Orestes.

—Ella no piensa realizar los ritos. En este mismo momento, está haciendo un sacrificio en la tumba de su padre, hablándole del crimen.

—Pero eso no es nada nuevo —dijo otro testigo—. Va a la tumba de su padre cada mañana y cada tarde. Finge que su objetivo es honrarle, pero, en realidad, lo único que hace es incubar su odio y sus pensamientos de sangrienta venganza. Día tras día le hace compañía, fustigándose con una furia negra y malévola. Realmente, creo que ni él mismo podía odiar tanto a Clitemnestra como la ha odiado su hija, en su nombre.

—Fue ella la que llamó a Orestes para que él fuese su brazo y llevase a cabo el crimen. Y ahora será él el perseguido por las implacables furias, pero ¿a ella qué le importa? No, ella no preparará a su madre para la tumba —intervino una mujer, respondiendo finalmente a mi pregunta.

—Entonces lo haré yo —dije—. Y de buen grado.

Me incliné para retirar la prenda que la cubría, temiendo ver, pero sabiendo que debía hacerlo. Lentamente, la prenda se deslizó y destapó su cabeza, luego sus hombros, luego su cintura. Su largo cabello le cubría el rostro, pero la sangre la embadurnaba desde los hombros hasta más abajo de la cintura, y formaba un charco oscuro y espeso bajo su cuerpo, un charco donde se agarrotaban sus dedos.

—Oh —dije, y retrocedí.

Suavemente, intenté apartar el pelo, pero las puntas estaban empapadas en sangre. Finalmente le vi el rostro, con los ojos abiertos y fijos, sorprendidos. ¿Sorprendida al ver a Orestes después de tanto tiempo? ¿Sorprendida por el dolor del cuchillo? ¿Sorprendida por morir? Suavemente, le cerré los párpados. Todavía le quedaba algo de calor, pero las frías piedras le robarían pronto a su cuerpo los últimos vestigios.

—Dos reuniones tristes —le dije—. Si la nuestra hubiese sido la primera, quizá esta segunda habría tenido un final mejor.

Una vocecilla aguda penetró en la cámara.

—O hubiese acabado con dos merecidas muertes, en lugar de una.

Me di la vuelta y vi a alguien que venía hacia mí, una mujer joven vestida con tristes ropajes negros, pero con una mueca despectiva en el rostro.

—Tú debes de ser Electra, la gentil criatura de la que tanto he oído hablar. —Me sorprendía la acritud de mi propia respuesta—. Dulce, encantadora y amable.

—Pregúntale a mi padre, él te lo dirá. Pregúntale a «ella» y te contará otra cosa distinta. Todo depende de quien hable.

Ahora estaba tan cerca que podía ver bien sus rasgos, gruesos y oscuros, como los de Agamenón. Por un instante, noté que me estaba enfrentando a él de nuevo.

—Tú y mi madre sois verdaderas hermanas —dijo—. Adúlteras que abandonaron a sus maridos.

—Como predecía la maldición de tu padre —dije—. Es una lástima tener hijas que se han casado varias veces, eso lo admito.

—¿Casado? —se burló ella—. ¿Así lo llamas? —Se enderezó, orgullosa—. Me gustaría tener un cuchillo y hacer que te unieras a ella.

—Pero eres demasiado cobarde para hacerlo —dije, con toda sinceridad—. Tú te has quedado acechando, haciendo planes, has esperado durante años, pero has enviado a por tu hermano para que lo hiciera. Bah, que patética falsa guerrera estás hecha.

Esperaba provocarla para que intentase golpearme, porque estaba segura, a pesar de que ella era más joven, de que yo era más fuerte. Quería luchar con ella; mi corazón reclamaba un castigo inmediato para aquella mujer, y quería ser quien se lo administrase. No era noble, pero que los dioses me ayudasen, era lo que venía entonces a mi mente. Y ella, ya furiosa, se abalanzó sobre mí. Era fácil de dominar, y la arrojé contra la pared. Le eché la cabeza hacia atrás, tirándole del pelo. Jadeando, le dije:

—Tu padre estaría avergonzado de ti ahora. No tienes más fuerza que un perro viejo e incontinente. Pero, bueno, también él era un fanfarrón. Así que quizá lo comprendiera.

La solté antes de golpearle la cabeza contra el muro de piedra, cometiendo así otro crimen en aquella sala. Reconocí con vergüenza que la había usado de aquella manera para atacar a su padre, cosa que ansiaba hacer desde hacía mucho tiempo.

—¡Vete! —le ordené—. Déjanos para no mancillar el fantasma de tu madre.

Las sirvientas estaban sin habla mientras tanto, asombradas. Cuando Electra se recuperó un poco y salió de la habitación, murmuraron:

—Bueno, ahora ya podemos proceder.

—¿Dónde está el cuerpo de… él? —pregunté.

—Fuera —dijo una de ellas—. Estaba preparando un sacrificio de bienvenida. Orestes le atravesó por la espalda con una lanza, y cayó en el altar.

Me puse a temblar.

—Buena pareja, el hermano y la hermana.

El mejor de los hijos, pues, era aquella niña que Agamenón cometió la locura de sacrificar, Ifigenia; en cambio, había dejado vivir a estos dos monstruos. Nunca había sido demasiado inteligente. O quizá sintió que Artemisa se merecía lo mejor, y que debía ofrecérselo. Meneé la cabeza. Ya no quería pensar más en aquel hombre ni en la guerra. No debían contaminar los ritos del funeral.

Ella ya tenía una tumba junto a la de Agamenón. La idea de que descansara junto a él me parecía errónea, pero me dije que ella había tenido años para preparar otra tumba, de modo que aquél debía de ser el lugar elegido por ella. Cuando las sirvientas y yo colocamos el sudario encima de su rostro, suspiré un adiós final:

—Gracias por llevarme a Esparta aquel día —dije—. Gracias por mostrarme un mundo exterior fuera de nuestras puertas. Nunca lo olvidaré.

Esparcimos flores silvestres por la mortaja, algunas de las cuales eran las mismas que yo recordaba de los campos, aquel día, y luego nos encargamos de la melancólica tarea de deslizar la pesada losa de piedra y colocarla en su lugar. Tuvimos que esforzarnos para hacerlo, pero al final conseguimos moverla con nuestras propias fuerzas y no tuvimos que pedir ayuda.