LXXV

Desembarcamos en Gitio. Era muy duro. Todo había empezado allí: aquel día inocente que acudí allí con Gelanor y encontré a Afrodita; nueve días más tarde, me alejaba navegando con Paris. Al entrar en la bahía, miré con nostalgia hacia Cranae, que cabalgaba las olas, hipnótica, haciéndome señas. Nuestra noche allí… Sentía oleadas de recuerdos que surgían en mi interior; más que recuerdos, deseo y añoranza. Pero ya no existía todo aquello. Había desaparecido, convertido en un regreso penitente y vengativo a Esparta para la esposa errante y cautiva.

Menelao subió a la plancha y bajó a la costa. Se inclinó y vertió una libación para los dioses.

—Os doy las gracias por traerme a casa —dijo, y se arrodilló largo rato, mientras los hombres esperaban para sujetar el barco—. Ven.

Me tendió la mano. Era una orden. Tenía que obedecer, volver a donde había estado, ocupar el lugar que había dejado tantos años atrás.

Cayó la noche. Deberíamos habernos quedado en Gitio, y salir por la mañana hacia Esparta. Los carros esperaban, pero habrían esperado más, hasta el amanecer. Pero Menelao se subió a uno de ellos y ordenó:

—¡A Esparta! ¡He esperado una generación entera, no puedo esperar más! ¡Las niñas nacidas el día que partí son madres ya desde hace tiempo! —Levantó las manos para acogerme y ocupé mi lugar a su lado.

De vuelta. De vuelta por el camino que pensé que nunca más volvería a recorrer. Menelao me rodeaba la cintura con el brazo.

—Ahora todo empieza de nuevo —me susurró al oído—. Todo ha quedado borrado. Es como si nunca hubiese ocurrido.

Le miré, con el rostro cubierto de arrugas y su cabello ya clareando.

—Ocurrió —dije. Pero no deseaba hacerle infeliz—. ¿Qué nos encontraremos? —murmuré—. Tengo miedo.

—No lo sabemos —me contestó. Se agarró a la barandilla del carro y miró al frente. El carro siguió su camino.

Después de subir la última loma, vimos Esparta ante nosotros. Esparta, dormida junto al Eurotas, tranquila y bella. El río caudaloso captaba los reflejos de la luna y nos los devolvía, riendo. La ciudadela, el palacio en la cumbre, era fácil de ver desde el lugar donde nos encontrábamos.

Agarré el brazo de Menelao.

—Esperemos aquí. Sería mejor subir con la luz del día, cuando todos en palacio estén en pie y despiertos.

Él frunció el ceño.

—¿Esperar a las puertas de nuestro propio palacio? ¡Qué estupidez!

Sacudió las riendas y los caballos siguieron adelante, colina arriba.

Todavía estaba oscuro cuando llegamos a las puertas. Estaban bien cerradas. Vi que todavía eran las mismas, de madera roja pintada, que había dejado yo. Menelao llamó a los guardias; éstos, con los ojos soñolientos, abrieron las puertas sin importarles en realidad quién era.

Todo el lugar estaba tranquilo. Los únicos sonidos eran los chirridos de las ruedas de nuestros carros. Todo estaba bañado en la luz de la luna, la luna que pintaba todo lo que tocaba con una luz blanca y fría.

«Volverás con la luz de la luna». Sí, igual que había dejado Esparta a la luz de la luna, volvía a ella de la misma manera, como estaba previsto.

Desmontamos. Ante nosotros todo estaba absolutamente tranquilo, esperando.

Caminé lentamente hacia el edificio donde había vivido. Era horrible que todo siguiera igual. No tendría que haber sido así. Todo lo que había pasado debía reflejarse en aquellas piedras, pero ¿cómo habría podido hacerlo?

Abrimos las puertas y penetramos en el interior. Nada se había alterado. Menelao y yo podíamos habernos ido el día anterior. Silenciosamente, recorrimos los corredores. Llegué a la habitación. La luz de la luna la invadía y tocaba el lecho.

—Mañana nos ocuparemos de todo —dijo Menelao—. Nos ocuparemos de todo y sabremos lo peor. A la luz del día podremos afrontarlo.

La luz de la luna era oblicua, retiraba los dedos de la habitación. Pronto amanecería. No sabía a qué me enfrentaba. ¿Dónde estaría Hermíone, que ya debía de ser una mujer? Quería verla, abrazarla, pero al mismo tiempo no quería. Sabía que ella me odiaría. ¿Cómo iba a ser de otro modo?

El implacable sol salió al fin. No nos iba a ahorrar nada. Debíamos contemplar Esparta. Menelao, aprensivo pero menos que yo, se vistió y se preparó. Yo no sabía lo que me esperaba. Pronto lo averiguaría.

Mi padre corría a vernos; sus guardias le habían informado de nuestra llegada. Al principio no le reconocía. Era un anciano encorvado, inválido. Ni siquiera mantenía erguida la cabeza, sino que debía mirarnos de lado.

—¿Hija? —dijo. Su voz era fina y temblorosa.

—Sí, padre —dije, acercándome a él y tomando sus huesudas manos. Ahora que estaba cerca veía que estaba también casi ciego; una película blanca cubría sus ojos.

Él me abrazó, y era como ser abrazada por un cascarón vacío.

—Hija mía —murmuraba sin parar. Luego se apartó un poco y me miró, guiñando los ojos—. Pero ¡si eres vieja! —dijo—. ¡Tienes el pelo gris!

Me eché a reír, por primera vez desde que había entrado en aquel lugar.

—Sí, padre. Ha pasado mucho tiempo. ¿O quizás es que ya no ves bien?

—No veo demasiado, pero sí que veo que la plata supera al oro en tu pelo… Y tu rostro tiene arrugas.

—Entonces ves demasiado bien. —Mi envejecimiento debía de ser muy perceptible, si él lo veía—. Dime, padre. Cuéntame qué ha pasado.

—Mi querida niña… —Sus ojos opacos se llenaron de lágrimas—. Tantas muertes. Todos, todos se han ido…, tu madre, tus hermanos. Y tu hermana Clitemnestra es una asesina. Mató a Agamenón en cuanto él volvió.

—¿Cómo? —gritó Menelao. Se acercó y agarró a mi padre.

—Agamenón desembarcó con su botín de guerra y su…, esa mujer que trajo de Troya. Clitemnestra le recibió con toda ceremonia, fingiendo sentirse muy contenta por su regreso. Las hogueras ya la habían alertado, y sabía lo que se avecinaba. Los condujo dentro con gran fanfarria. Él se metió al momento en el baño caliente que ella le había preparado en una bañera de plata. Desnudo, sin protegerse, exultante por su regreso… ¡Ella le envolvió en una red y lo apuñaló hasta la muerte!

Noté un brote de…, sí, orgullo. Después de todo lo que le había hecho Agamenón… ¡Era justicia, por Ifigenia! ¿Fue eso lo que él vio fugazmente en mis ojos?

—Pero con Odiseo pasó justamente lo contrario —dijo mi padre—. Cuando él volvió a Ítaca…

¿Debíamos oír hablar de Odiseo? ¡Ojalá lo hubiesen apuñalado también!

—… llegó disfrazado, para ver lo que había ocurrido en palacio en su larga ausencia. ¡Qué hombre tan astuto! Porque el palacio estaba sitiado por sus enemigos, aunque su esposa le había sido fiel. Tuvo que matarlos a todos antes de recuperar su lugar legítimo. Agamenón no tuvo tanta precaución. Y por eso yace en la tumba, mientras que Odiseo reina de nuevo en Ítaca.

—¿Y qué ha sido de… la mujer troyana? —preguntó Menelao.

—La mataron también —dijo mi padre—. Antes siquiera de que entrase en el palacio.

Casandra. Casandra, otra baja troyana.

—¿Y quién reina en Micenas, entonces? —Menelao parecía desesperado.

—Mi hija Clitemnestra. ¡Qué vergüenza! Y su amante, su primo Egisto. ¡Ah, la maldición de mi casa se ha cumplido!

—¿Y los demás? —le pregunté, no queriendo saber nada más de la maldición—. Había otros que volvían a casa. ¿Y Hermíone? —Recordé la espantosa amenaza de Neoptólemo de que la poseería.

—Ah, sí, volvieron. El hijo de Aquiles llegó aquí como un trueno y se llevó a Hermíone contra su voluntad y la obligó a casarse con él. Pero duró poco. Ese hombre violento intentó robar el tesoro del templo de Apolo en Delfos y lo mataron. Ahora la gente habla de la «deuda de Neoptólemo» queriendo decir que si matas, acabarán matándote.

Igual que había matado cruelmente a Príamo en un altar, él mismo había recibido la muerte en otro.

—¿Hermíone? ¿Dónde está? —pregunté.

—Aquí. En palacio. Es una viuda sin hijos, sin esperanza de casarse de nuevo: la notoriedad de su madre y la violencia de su marido la han manchado.

Hermíone…, con treinta años ahora, y sola.

—Debo advertirte de que no es una persona agradable —dijo mi padre—. Dudo al decirte esto de mi propia nieta, pero le han ocurrido demasiadas cosas. —Me cogió el brazo—. No intentes verla, al menos no ahora mismo.

Así que estaba allí, cerca. Sólo a unos pasos de distancia. Sin embargo, debía esperar.

—Neoptólemo…, ¿se llevó con él a otra mujer de Troya? —dije; había cogido a Andrómaca. ¿Qué habría sido de ella?

—Ah, sí, esa mujer tan alta. Se escapó de él cuando se casó con Hermíone, y huyó con alguien…, se fueron al norte.

Andrómaca. A salvo. No había podido cumplir mi promesa, pero ahora Héctor podría descansar.

—¿Y mis queridos hermanos? —Tenía que preguntarlo, debía oírlo.

—Cayeron juntos. Estaban preparándose para unirse a la locura de Troya. Pero las flechas de Apolo los hirieron antes.

Así que Agamenón tenía razón con sus crueles palabras. Habían desaparecido; ya no podríamos cazar ni cabalgar juntos nunca más. Pero yo no les había matado. Eran casi los únicos entre los hombres que conocía que no habían perecido en Troya. Perséfone los había compadecido y no los había llamado por mi causa.

De pronto me sentía muy cansada, apenas podía permanecer en pie. La brillante luz del día formaba remolinos a mi alrededor. Estaba de vuelta en palacio, pero todo había cambiado, y todo el mundo había muerto.

Menelao cayó en la cama a mi lado.

—Nunca volveré a coger su brazo de nuevo. Y nos habíamos peleado cuando nos separamos.

Me costó un momento comprender que se refería a Agamenón.

—Siempre nos sentimos torturados por nuestro recuerdo de la última vez que estuvimos con alguien, lo que dijimos, lo que no dijimos. Con mi madre…, oh, Menelao, ¿cómo podremos soportar ninguno de nosotros lo que los años nos han echado encima? —Pensé con añoranza en el elixir y en su misericordia, pero no, no quería sentir aquello.

—No podemos —dijo él—. Y por eso los ancianos andan encorvados.

Necesitaba verlo todo. El palacio, con sus habitaciones que me hablaban, contándome cada una un recuerdo. El mégaron donde Clitemnestra y yo elegimos a nuestros maridos. Las puertas, la puerta de atrás por la que huimos Paris y yo, la otra, por donde Clitemnestra y yo nos escabullimos aquel día hacia la ciudad. La gran pradera donde Menelao y yo caminamos por primera vez como marido y mujer, y donde vimos a Gelanor. Gelanor…, ahora desaparecido también. Los bosques donde cazaba con mis hermanos, y la orilla del río donde corría, y… ¡ah! Todos estaban allí aún, pero los momentos que habían cambiado mi vida habían desaparecido, tan desaparecidos como Troya.

El árbol de Hermíone había crecido mucho en los años transcurridos desde que fue plantado. Su copa poblada susurraba suavemente en la brisa benévola del estío. El promontorio del caballo, sí, allí fue donde empezó todo el mal. Debía ir allí, enfrentarme a él, patalear en la tierra, maldecirlo.

El montículo se encontraba a cierta distancia de Esparta. Recordaba lo mucho que nos había costado llegar hasta allí, con el corazón latiendo deprisa y todo mi ser invadido por la confusión y el bochorno. Volvía a trazar aquellos pasos, caminando con calma, consciente de todo lo que me perdí entonces: los tranquilos valles a cada lado, los oscuros bosques, el calor del mediodía serenando la tierra.

«Levantad un montículo encima, para que quede como recuerdo de este día y este juramento», había dicho mi padre. Su voz era fuerte y clara aquel día, y no este gorjeo como de grillo a la que se había visto reducida.

Lo vi allá delante. Era irregular, abultado, pero, aun así, inconfundible.

Montículos…, el túmulo de Aquiles, el memorial del caballo. Uno conducía directamente al otro. Cosas espantosas, que afeaban el paisaje.

Al acercarme, vi que la tierra estaba más alta de lo que yo pensaba. Subí por uno de los lados, inclinado, agarrándome a los matojos de hierbas para alzarme. Allí debajo, allí debajo estaban los huesos… ¡Ah, los hombres habían mantenido su promesa! Me senté en la cima, recordando a los hombres que habían jurado. Mi padre había pensado evitar así el derramamiento de sangre, y en lugar de ello, lo había inducido.

Augurios. Si empezase de nuevo, una nueva vida, ignoraría todos los augurios, sin hacerles caso ni tratar de inutilizarlos. Si decidimos hacer caso omiso de ellos quizá pierdan su poder, como los viejos dioses y diosas, a los que ya no se adora, se desvanecen y sueltan la presa sobre nosotros.

Qué dulce soplaba el viento sobre aquella hierba, acariciándola. Como la hierba de Troya y los caballos a los que alimentaba. Caballos. Troya. Vivos y de madera. Troilo y sus caballos, Paris domando caballos salvajes. Héctor, el Domador de Caballos. Los muertos que salpicaban la llanura de Troya. Los misteriosos caballitos de la isla de Esciros. El caballo muerto que dormía allí.

Metí la cabeza entre las rodillas, cerré los ojos. No sabía lo que había esperado encontrar allí, pero no era aquel montículo letárgico, ensoñador. Debí de dormirme, porque cuando abrí los ojos las altas hierbas se agitaban ante mi vista y una mujer estaba de pie ante mí.

No la conocía. Me miraba con los ojos entrecerrados, inclinando la cabeza para verme la cara.

—No tan guapa —dijo.

¿Quién sería?

—Mejor —dije—. Porque esa cantinela ya cansa, se ha pasado su hora.

—Pero supongo que hay algunos que insisten en fingir que todavía es así. —Su voz era hostil, y seguía mirándome.

No me levanté, y ella se sentó a mi lado, haciéndose sombra en los ojos.

—He oído…, bueno, todos en Esparta lo hemos oído, que ha vuelto Helena.

De modo que era una mujer de la ciudad.

—Sí, después de un largo viaje.

—Veinticuatro años, para ser más exactos. —Sus palabras eran secas, pero había algo en ellas, algo en la forma de inclinar la cabeza…

La miré a los ojos. Unos ojos castaños que me devolvieron la mirada.

—El tiempo no ha pasado de la forma normal para mí, los dioses confundían los años para todos los que estábamos en Troya, pero confío en tus cálculos.

—Veinticuatro años. Eso significa que tu hija tiene ahora treinta y tres. Hermíone, a la que abandonaste. ¿Pensabas alguna vez en ella?

Aquella mujer era muy atrevida para interrogarme de aquella manera. Yo todavía era la reina de Esparta.

—Todos los días —dije—. Estaba conmigo en Troya. Andaba conmigo por las calles, se calentaba al fuego de Príamo, subía conmigo al monte Ida.

—No lo hice. —Las palabras sonaban mordaces, como si me las arrojara.

¿Hermíone? No podía ni pensar…

—Pero ¿tú eres…?

—¡Tu hija abandonada! —Se levantó de un salto para mirarme mejor desde arriba—. ¡De la que huiste! ¡Me dejaste aquí tirada como un juguete que se echa a un lado! ¡Sí, soy Hermíone!

Me levanté también, pero no tan rápido como ella.

—Mi querida hija, yo…

—¿Hija? Me avergüenzo de ser tu hija. ¡La hija de Helena de Troya! ¡Sinónimo de vergüenza!

La miré. No reconocía ningún rasgo de la niña que había dejado. Aquella mujer tenía el cabello castaño, los ojos castaños, un rostro hermoso, pero sin nada especial, y los pies anchos, calzados con zapatos resistentes, que sobresalían por debajo de su vestido.

—Mi vergüenza no es tu vergüenza —dije.

—He venido aquí a menudo para intentar comprender lo que empezó aquí.

—Pero no has podido —intervine—. No es más que un montículo vacío, con hierbas que susurran cuando el viento pasa por encima. Tendrías que haber oído hablar a tu abuelo, ver a los hombres reunidos.

Levanté la mano. Necesitaba tocarla. Ella retrocedió.

—¿Cómo pudiste dejarme? —me preguntó—. ¿Cómo es posible que una madre abandone a su hija? Y salir huyendo con ese chico, que sólo era unos años mayor que yo…

—Yo no te abandoné. Intenté llevarte conmigo. Pero tú no quisiste venir. Querías quedarte con tus tortugas y con tus amigos.

—¡Tenía nueve años! ¿Cómo iba a comprender lo que me pedías?

—No podías. —Di otro paso hacia ella, pero de nuevo se retiró—. Pero Paris sí que lo sabía.

—¡Paris! ¡No pronuncies ese nombre! El nombre que me robó una madre e hizo que mi abuela acabara con su vida.

En tiempos le gustaba. Pero ahora era sólo un símbolo de su pérdida.

—Paris…

—¡Te he dicho que no pronuncies ese nombre! —Se volvió para irse.

—Espera… —Quise cogerla—. ¡Por favor, no te vayas!

Hermíone se volvió, se irguió, se envolvió estrechamente con su manto.

—¡Cuántas veces he deseado decirte eso, rogarte! Pero no podías oírme… —Hizo una pausa—. Estabas muy, muy lejos.

—Mi madre… —Levanté las manos—. Por favor, cuéntamelo.

—Fui yo quien la encontró. ¡Sí!

Como si me hubiesen golpeado, retrocedí. Aquel horror nunca había podido imaginarlo. Pensaba que había sido uno de los sirvientes, uno de los guardias. No mi padre o Hermíone.

—No…

—¿Quién creías que fue, entonces? ¿O ni siquiera lo habías pensado? Fui a su habitación temprano…, a ella siempre le gustaba desayunar conmigo, y cuando te fuiste, yo no tenía otro sitio adonde ir. Entré allí, antes de que saliera el sol incluso…, y la encontré. Llevaba muerta desde la noche, eso me dijeron, y por eso estaba tan azul… Cogí esas malditas plumas de cisne y las quemé en el brasero, y si hubiera podido, te habría quemado a ti.

Ahora…, ahora, debía cogerla. En lugar de apartarme, la envolví entre mis brazos, y sollocé.

—Habría estado justificado —afirmé—. El cisne…, que desaparezca de nuestras vidas.

Ah, la gloria de los dioses y sus breves visitas… no valen todos los sufrimientos que acarrean después.

Hermíone no se apartó, sino que dejó que la abrazara.

—Llévame a su tumba —dije—. Déjame llevarle una ofrenda.

Las tumbas se encontraban en una cueva en parte natural, no lejos del palacio. Una pequeña gruta en la colina se había ampliado para permitir excavarlas. Había cuatro: la de mi madre, la de Cástor, la de Polideuces y una vacía, destinada a mi padre.

—Vengo aquí todos los días —dijo Hermíone—. Como mi prima Electra va a la tumba de su padre, y jura vengarle.

La pequeña Electra… Pero claro, ahora ya sería una mujer adulta. ¿Cómo podía llorar alguien a Agamenón, y menos que nadie la hermana de aquella que había sido asesinada de una forma tan vil?

—No estoy segura de que necesite venganza —dije, dubitativa, sin querer que Hermíone se distanciase.

—¡Esa madre que tomó un amante! —dijo, con ferocidad—. Parece que es cosa de familia.

Entonces no pude evitar sonreír.

—Es una maldición, y muy poderosa, que pesaba sobre nosotros. Y veo que se ha hecho realidad.

Pero no quería hablar de ello. Lo único que me importaba en ese momento era mi hija. Y las tumbas de mi querida madre y de mis hermanos.

—Aquí —dijo ella, mostrándome la larga caja de piedra incrustada en la pared de piedra. Una corona de flores mustias se encontraba encima de ella.

Madre. Oh, madre. Me abracé a la fría piedra. No había llevado nada…, pero eso no era cierto. Me había llevado a mí misma.

—Estoy aquí… Helena. —Murmuré palabras de cariño al apretar los labios contra las esquinas de la tumba—. Tu Helena.

No tenía que decirle todo lo que había pasado desde que nos separamos. No tenía que hablarle del tiempo que pasé en Troya. No tenía que contarle lo que me había ocurrido desde entonces. Los muertos son amables en ese sentido, no necesitan un relato completo.

—Y aquí tus hermanos. —Hermíone me mostraba las otras tumbas.

Me arrodillé ante ellos, pidiéndoles su guía.

—Siempre me guiasteis —dije—. Me enseñasteis muchas cosas.

No les dije que me dolía mucho que se hubiesen ido; ellos ya lo sabían. No debemos hablar a los muertos de cosas que ya saben. Eso les insulta.

—Espera una tumba para mi padre. —La señaló—. Pero después de mí, el linaje de Tíndaro morirá. Yo soy la última —dijo Hermíone. Su voz era como una nota triste.

—No lo sabes. —Ella todavía estaba en edad de tener hijos—. Tendrás otro marido. Neoptólemo no te merecía. Vi las cosas incalificables que hizo en Troya. Dices que he profanado mi propio nombre, pero él profanó el de su padre, Aquiles. Eres libre, y ahora vendrá alguien a quien ames.

—Como hija de Helena… —empezó.

—Se esperará que seas bella y apasionada. ¿Lo eres? —Ahora era yo la que debía mostrarme atrevida. La miré de cerca. Su rostro era agradable, su cabello espeso y brillante.

Ella retrocedió, sonrojándose.

—Apasionada…, no lo sé.

—No lo sabrás hasta que el hombre que amas venga a ti. —Me incliné hacia delante—. Con las mujeres es el hombre, y no el momento. Ésa es la verdad. Con los hombres, es al revés.

Había visto a mi hija, e incluso había dado unos tímidos pasos hacia la reconciliación. El pasado siempre estaría ahí; ella desconfiaría de mí durante largo tiempo, pero me había admitido con precauciones en el patio delantero de su vida. Era más de lo que me atrevía a esperar.