LXXIX

El viaje de Menelao había concluido, y mi viaje final todavía tenía que empezar. Cuando volvimos de la elevada colina del Menelao, realicé el último banquete funerario prescrito, y lo presidí, como exigía el protocolo. Cumpliría mi deber hasta el final, para que nadie dijera que lo eludía o que descuidaba un solo aspecto de lo requerido. Y después… sería libre.

Libre de alzarme y seguir aquello para lo que había sido convocada. Había una parte de Esparta que aún me llamaba, diciendo: «No desertes de tu puesto». Pero yo sabía que Orestes gobernaría bien. Ah, sí, lamentaba tener que dejar de nuevo a Hermíone, pero la dejaría plena y contenta, amiga tanto como hija. Y ya me estaba haciendo vieja…, no estaba todavía debilitada, pero pronto lo estaría. Me convertiría en una carga, una mendiga molesta a los pies de mi propia hija, mientras envejecía y me volvía cada vez más frágil. Pensaba ahorrarle todo aquello.

Anuncié mi intención de dejar Esparta. No quería revelar adónde me dirigía, pero era una esperanza absurda por mi parte.

—¿A Troya? —Hermíone se llevó las manos a la garganta—. Ah, madre…

No pronunció las palabras: «¿Cómo puedes hacerlo?».

—He tenido un sueño. —Los sueños dignificaban todas las cosas y nos daban permiso para perseguirlos—. Estoy obligada a ir.

Orestes se limitó a asentir.

—Los dioses nos envían a donde ellos desean. —Más práctico, preguntó—: ¿Nos notificarás cuándo esperas volver?

—Sí, si puedo —dije.

Realmente, no creía probable que volviera. Pero obedecía a los dioses. Ellos podían decretarlo así.

En aquellos últimos días, iba caminando por el palacio como si estuviera ungiendo y consagrando cada lugar que iba a abandonar. Bajé por la alta colina y caminé por los prados y paseé por las calles de la ciudad de Esparta. La gente del lugar me miraba, sabían quién era. Pero ni siquiera la anciana más bella del mundo, el supremo ejemplo de belleza otoñal, los conmovía, tan adaptados como estaban a la juventud.

Habría debido disfrutar la libertad, la liberación de las ataduras de mi belleza. El tiempo me había hecho libre. Pero notaba una tristeza opresiva ante su incapacidad de ver belleza más allá de lo convencional.

Despedirme de mi hija y de mi nieto fue lo más difícil. Siempre es la gente la que se agarra a nuestro corazón, y no las ciudades, los santuarios o el deber. Sólo podía consolar mi rabiosa confusión y mi dolor diciéndome que nos volveríamos a ver de nuevo. Debía creerlo. Lo creía.

En Gitio, el barco estaba anclado, esperando. Gitio. Donde había empezado todo. De no haber llevado a cabo aquel viaje con Gelanor, entonces…

¡Ah, la maldición de todas las ancianas! Haber vivido tanto, haber hecho tantas elecciones que todo es un recordatorio, un golpecito en el hombro que nos dice: «Si no hubiera hecho tal y cual…».

Subí por la plancha. Me esperara lo que me esperase podría soportarlo, darle la bienvenida. Mi vida no estaba ya enteramente congelada en el pasado. Había algo desconocido ante mí: un privilegio normalmente reservado para los jóvenes.

—¡Zarpemos! —ordené—. ¡Hacia Troya!

El viaje transcurrió sin incidentes, y aunque yo no volaba ni flotaba como me había ocurrido en el sueño, parecía que íbamos rozando el agua solamente, mágicamente libres de todo entorpecimiento. Hicimos escala en numerosas islas, pero mis órdenes estrictas eran no echar el ancla ni en Cranae ni en Citerea. Eran tan sagradas para mí que cualquier visita la habría considerado una profanación.

El viento cantaba en nuestras velas y los remeros podían descansar largos trechos. Ese viento parecía ansioso por llevarnos a las costas de Troya. Realizamos el trayecto con mucha rapidez.

De pie, haciéndome sombra ante los ojos, divisé la costa distante de Troya, atrayéndonos hacia ella. Al principio fue sólo una línea gris, el lugar donde la playa daba la bienvenida al mar, pero a medida que nos aproximábamos fui viendo todas las cosas que llenaban mi sueño: la estrecha franja de agua que era el Helesponto, las cimas donde antes estuvo Troya.

Después de ir a remo hasta la costa, bajamos con el agua por los tobillos y acabamos pisando la playa que pensé no volver a ver nunca más. Suaves y pequeñas olas lamían la costa, que estaba vacía. Nada recordaba la invasión: no había ni chozas, ni cercas ni restos de barcos. Era como si los griegos nunca hubiesen estado allí.

Ahora que me encontraba más cerca podía ver los ennegrecidos muñones de lo que había sido Troya en la distancia, como un pulgar negro o un montículo. Nada se movía a su alrededor. El túmulo que marcaba la tumba de Aquiles se encontraba más atrás, en la llanura. No era tan alto como recordaba. El viento y las inclemencias del tiempo debían de haberlo desgastado.

No quedaba nada de la casucha miserable donde nos retuvieron a mí y a las demás cautivas, pero yo sabía exactamente dónde estuvo ubicada. Y allí, en la playa, pude señalar el lugar donde se habían apilado los tesoros que ellos habían saqueado de Troya, un montón tambaleante de bronce, telas y cerámica. Las gaviotas se pavoneaban ahora por allí, y las olas espumosas lo bañaban. Sus burbujas resplandecían y hacían guiños en la arena como joyas efímeras, imitación de las que fueron robadas a Troya.

—¿Adónde, señora? —Mis sirvientes miraron a su alrededor, asombrados—. ¿Por allí? —Señalaban hacia Troya.

—No. Todavía no.

Quería rodearla, visitar la llanura, sentarme a las orillas del Escamandro, volver a los pies del monte Ida: primero ver todo aquello que rodeaba Troya, ir bordeándola hasta encontrar el valor suficiente para enfrentarme a ella y contemplar mi sueño.

Con cuánta rapidez se habían recuperado los campos. Mientras caminábamos entre ellos nos abríamos camino entre hierbas y flores silvestres que nos llegaban hasta la cintura. Busqué en vano cualquier resto de los centenares de cuerpos de hombres y caballos que en tiempos yacieron salpicando los campos. Se hubiera podido pensar que un campo de muerte semejante jamás desaparecería. Pero la verdad era que había desaparecido.

Aquella parte de la llanura se inundaba en invierno, pero en sus bordes exteriores empezaban ya, bien apretados, campos arados y viñas. Veía que las cosechas crecían verdes bajo el cálido sol. Veía granjas. Aquí y allá había bueyes arando. Carros medio llenos de productos de la tierra esperaban en los campos.

Llegamos a los pies del monte Ida. Pasamos por la fuente donde Troilo había sido asesinado, y junto a los lavaderos donde en tiempos lavaban las mujeres, que golpeaban la ropa sobre las piedras con un chasquido característico y cantaban al calor del verano. Sus risas agudas resonaban mientras se salpicaban con agua unas a otras.

El suelo iba alzándose y los afloramientos rocosos nos dijeron que nos acercábamos al monte Ida. ¿Seguirían allí las fuentes de agua caliente y fría? Dimos la vuelta a un recodo y las vi, con las piedras caídas; el agua caliente seguía cayendo y su gemela fría a su lado. Detrás empezaba el camino que subía por la montaña. El camino que yo había recorrido dos veces con Andrómaca.

—Un momento —les dije a mis guardias.

Tenía que apartarme un poco y pensar en ella, adondequiera que hubiese ido. «Oh, Andrómaca, ruego que estés contenta. La felicidad es imposible, pero sí el contento, sí, eso está a nuestro alcance». Recogí unas flores silvestres y las esparcí en su honor.

Volví hacia mis guardias. En la distancia vi la casita de mi sueño. Era de piedra y su tejado con tejas resplandecía; estaba rodeada de olivos. ¿Quién viviría en ella? ¿Por qué habría soñado con aquello? Pero sabía que mi visión especial me había concedido aquella posibilidad, y que debía honrarla.

—Allí —dije—. Vamos allí.

Parecía retroceder ante nuestros ojos. Estaba mucho más lejos de lo que me pareció en un principio, rodeada por sus campos y resguardada por los olivos que la protegían. Nada se movía bajo el sol del mediodía; no ladraban los perros ni había nadie trabajando. Pero estaba demasiado bien cuidada para hallarse abandonada. Alguien vivía allí.

Llegamos a la bienvenida sombra de los olivos. Sus hojas temblaban con la suave brisa. La casa estaba en sombras. Les dije:

—Esperadme.

Debía ir sola. No sabía hacia dónde.

La puerta era recia, de madera pintada. Di un golpecito, dos. Si no se abría, esperaría. Pero el sueño no debía negarse. Me sentía obligada a seguirlo. Había llegado hasta allí para hacerlo.

Se abrió. Una mujer se quedó mirándome. Nunca la había visto.

—¿Qué ocurre? —Su voz era aguda.

—No lo sé —dije. No podía darle otra respuesta. Debía de haber preparado una. Qué tonta.

—¿Quién eres? —me preguntó.

—Soy Helena de Esparta, y también de Troya.

La puerta se abrió de par en par. Ella me miró, frunciendo el ceño.

—¿Es cierto eso? —me preguntó.

—Sí.

Me quité la capucha que me cubría el pelo. Pero aquel gesto ya no me aseguraba ser reconocida. Helena, la Helena que había conseguido que acudieran mil barcos a Troya, sería eternamente joven. Permanecería en historias y poemas, de modo que también debía permanecer así en la vida.

Ella se quedó mirándome.

—¡Gelanor! ¡Gelanor! —gritó, y se alejó de la puerta corriendo.

Me quedé de pie frente a la puerta, pasmada. Ahora ya sabía por qué había soñado con aquella casa.

Un hombre anciano se acercó a la puerta. Al principio no le reconocí, ni él a mí.

Luego nos echamos a reír y caímos uno en brazos del otro.

—¡Estás vivo! ¡Estás vivo! —Me atragantaba con los sollozos. Le apreté contra mí—. Te busqué en las calles de Troya, fui a tu casa, oh, hice todo lo posible por…

—Calla —dijo él, poniéndome un dedo en los labios. En aquel gesto fuimos amantes, como lo habíamos sido en realidad siempre, de alguna manera íntima…, camaradas de toda una vida, unidos con un lazo de absoluta confianza y lealtad—. Ya sabía que lo harías.

Me aparté de él, miré su querido rostro, aquel rostro que creía perdido para siempre.

—Pero ¿cómo lo supiste?

—Porque te conocía…, porque te conozco.

Movimientos y pasos a nuestro alrededor nos recordaron la presencia de otros.

—Sí —dijo Gelanor, apartándose—. Deseo presentarte a mi esposa, Faea.

—¿Tu esposa? —dije—. Realmente, debes contarme qué ha pasado. Te vi por última vez en Troya, la noche antes de que introdujesen el caballo. Desde entonces, no he sabido nada más.

—Vamos, ven, siéntate junto a nuestro hogar —dijo Faea—. Si han pasado tantos años, eso significa que debemos contarnos muchas cosas.

Su casita, aunque pequeña, era muy hermosa y tenía unas ventanas inusualmente grandes, de modo que el interior era muy luminoso. A primera vista no veía nada que me indicase que Gelanor vivía allí: nada de todos esos objetos masculinos y tesoros que solía coleccionar. Quizás eso perteneciese a la antigua vida que pereció entre las llamas troyanas. O quizás el matrimonio le hubiese cambiado.

Faea me tendió un cuenco de caldo. Durante un instante dudé en beberlo, como si al hacerlo pudiese romper una especie de hechizo, porque todo aquello me parecía un sueño. Comer o vivir era asumir que yo era real, vincularme allí. Desafiante, bebí un sorbo, consciente de pronto del hambre que sentía. Estaba muy bueno y sabía mucho a cordero.

—Ahora, Perséfone, debes quedarte con nosotros. Has comido.

Gelanor levantó la ceja como hacía siempre. Habíamos pensado lo mismo. Me hizo sonreír. Dejaron que me acabara el caldo antes de contarme su historia. Ella hablaba una versión de la lengua troyana que era muy difícil de seguir para mí. Pero estaba encantada de entender tanto como entendía.

Faea era la hija de un pastor de la zona. Se habían visto obligados a suministrar carne a los griegos; un vecino que se había negado fue asesinado al momento. Secretamente también proporcionaban carne, leche y pieles a los troyanos, pero arriesgaban su vida al hacerlo. Mientras fue posible entraron por la puerta del sur, pero en cuanto los griegos sitiaron Troya, se vieron imposibilitados de entrar en la ciudad.

En el ataque final a Troya se mantuvieron a buena distancia, rogando que no les hicieran nada. Su hogar no estaba lejos del templo de Apolo, el que se hallaba junto a la fuente, y se proponían buscar refugio allí si era necesario, ya que el templo era un terreno neutral entre los dos bandos, aunque los griegos no siempre respetaban tales cosas. Se escondieron en su casa hasta que vieron a los victoriosos griegos reunidos en la costa, y luego corrieron hacia el templo.

En el interior del templo, Faea encontró a Gelanor, confuso y con quemaduras. Estaba sentado en la cámara subterránea con el brazo envuelto en torno a los pies de la estatua de Apolo y mirando abatido la pared de enfrente. Al principio, ella temía que estuviera muerto, con los ojos aún abiertos, o loco. Cuando él volvió la cabeza, su expresión era tan espantosa que temió que aquel pobre hombre hubiese preferido morir. Le llevó comida, y cuando los griegos se fueron, le sacó del templo y le cuidó hasta devolverle la salud en el hogar de su familia.

Durante largo tiempo, él no habló, y su padre pensó que había perdido la razón. Yacía en el lecho, con los ojos abiertos, y aunque empezó a andar de nuevo, no parecía ser capaz de realizar ni siquiera la tarea más sencilla. No podían confiarle el ganado para que lo cuidase. Le asignaron la ocupación de recoger olivas y manzanas junto a la casa. Eso sí que podía hacerlo.

—Mientras tanto, él seguía sin hablar. Ni siquiera sabía qué lengua hablaba. No sabía si podía entendernos.

—Era tu dialecto dardanio —dijo Gelanor. A pesar de las bromas, comprendí el dolor que padeció aquel tiempo—. ¡Qué acento más raro!

Ella se acercó a él y le dio un empujón, juguetonamente.

—Es el acento más noble de todos. ¿Acaso no hablan Eneas y su estirpe igual que yo?

—¿Qué ha sido de Eneas? —No pude evitar interrumpir su relato.

—No se le ha vuelto a ver —respondió ella.

—Yo le vi vivo, huyendo por las calles de Troya —dije. Revivía mi capacidad para hablar lengua troyana—. Le llamé, pero no me respondió. Ilona me contó, cuando éramos unas tristes prisioneras en la playa, que su esposa Creusa había muerto. Pero aparte de eso, no sé nada.

Afrodita había prometido salvarle, pero ¿lo habría hecho?

Gelanor suspiró.

—Hay muchas cosas que no sabremos nunca, finales que no podemos seguir. Pero el mío es sencillo: Faea y yo nos casamos, después de que su padre quedó convencido de que no estaba medio tonto, y hemos vivido aquí en paz muchos años. De algún modo, me he sentido como si fuese el guardián de Troya. O al menos de lo que queda de ella.

—Me alegro de tu felicidad, querido amigo. ¿Y Evadne?

Él negó con la cabeza.

—Creo que no sobrevivió a aquella horrible noche. Pocos lo consiguieron. —Hizo una pausa—. ¿Y tú? Sé que Menelao te arrastró y se te llevó. Pero, aparte de eso, no he sabido nada más de ti. Temía que él hubiese mantenido la promesa hecha a sus hombres de matarte por venganza.

—Menelao no era un hombre vengativo —dije—. En eso estaba fuera de lugar entre los líderes griegos. Tenía el corazón tierno, pero los demás hacían que se avergonzase de ello. Prometió matarme en cuanto volviésemos a Grecia, pero no volvimos directamente allí. Pasamos muchos años intentando volver. Siete en Egipto. Luego volvimos a Esparta. Allí hemos estado todos estos años.

Él dio un grito, una protesta. Hablaba el viejo Gelanor.

—Ah, ¿cómo pudiste soportarlo? —dijo—. Volver allí, vivir con Menelao…

—No eres el único que conoce pociones, querido amigo. En Egipto me enseñaron cómo preparar un elixir que me protegió de todo sentimiento. Y así soporté todos estos años. Pero todo ha terminado. Dejé atrás las pociones. Y ansío sentir… todo lo que necesito sentir.

—¿Estás segura? —me preguntó—. Yo no podría permitírmelo demasiado tiempo. Y para ti sería mucho peor. ¿Cómo te has atrevido a volver aquí?

Le miré.

—¿Y cómo iba a dejar de hacerlo? —Negué con la cabeza—. Es mi corazón, mi auténtico ser. ¿Acaso no soy Helena de Troya?

Ellos me proporcionaron un lecho en el que descansar, y durante varios días viví allí con ellos, y los tres fingimos que éramos personas corrientes, pastores y granjeros, sin nada más que pesara sobre nosotros. No habíamos conocido nunca nada más que el lento paso de las estaciones allí al borde de la llanura de Troya, nunca teníamos ninguna preocupación, aparte de saber cuándo tenían que ir las ovejas a los pastos altos o si los vareadores habían encontrado las suficientes olivas maduras en las ramas. ¿No habría sido maravilloso eso? Pero si hubiese sido cierto, no habríamos sido nosotros mismos, y habríamos traicionado el grito de la Troya desvanecida, el de todos aquellos fantasmas que nos llamaban.