LXXIV

El viento se estaba levantando y las últimas antorchas encendidas bailoteaban y consumían su fuego. Enviaban chorros de chispas hacia el cielo, nuevas estrellas rojas entre las blancas. La arena se me metía en la boca. Los hombres empezaron a recoger los taburetes, las ánforas y las armaduras.

—¡Con las primeras luces zarparemos! —gritaba Agamenón a sus hombres.

Vi que Menelao le daba palmadas en el hombro. Agamenón lo apartó.

—No fue sólo el templo lo que mancilló el pequeño Áyax, sino también a Casandra —le advirtió Menelao.

—¿Me estás diciendo que Casandra está mancillada? —Ahora lo podía oír claramente, y también los hombres que estaban a su alrededor.

—¿Qué otra cosa se puede decir de una mujer que ha sido violada? —Parecía que Menelao se alegraba.

—¿No hubieses deseado que la tuya lo hubiera sido, en lugar de ofrecerse ella misma?

—¿Y sabes lo que ha hecho la tuya, en tu ausencia? —le provocó Menelao. No pensaba que pudiera actuar así.

—No se atrevería —dijo Agamenón—. Ella verá, habrá oído contar el castigo que he desencadenado sobre Troya, y sobre aquellos que nos han desafiado.

—¿Y cómo crees que lo habrá visto u oído? —Menelao se volvía en la arena, y observé que al parecer cojeaba y se apoyaba más bien en el lado izquierdo.

—Las señales luminosas ya están dispuestas para prender los fuegos. Pero la mayor de todas…, ¿la hueles? —Se puso de puntillas y aspiró profundamente, llevándose las carnosas manos al vientre—. ¡Son los troyanos asados!

—El fuego ya se ha apagado —dijo Menelao. Siempre era muy literal. Pero Agamenón tenía razón…, Troya ardería para siempre.

—Ha sido una buena guerra —dijo Agamenón—. Para nosotros. Estoy orgullosa de ella, aunque tú no lo estés, hermano pequeño.

—Ya te veré en Grecia entonces —dijo Menelao—. Dentro de unos pocos días. Volveremos a aquello que dejamos hace tanto tiempo. Reclamaremos lo que nos espera. —Y entonces se volvió y se dirigió hacia mí, caminando muy tieso. Sí, tenía alguna herida. No me había dado cuenta antes—. Helena —dijo—. Tu última noche en tierra troyana, esposa. Te dejaré a solas con tus pensamientos. Mañana navegaremos hacia el hogar…, hacia Esparta. Me quedan treinta y un barcos. Sólo treinta y uno de los sesenta que llegaron a esta costa hace tantos años. Ése es el precio que yo, y muchos otros guerreros, hemos tenido que pagar por tu locura.

Yo no tenía nada que decir. Le miré con aquella luz tan apagada, viendo sólo los cambios que se habían producido en él superpuestos a la vaga imagen de hombre joven. Su rostro ahora estaba arrugado, sus labios apretados, y se movía con precaución, como alguien que oculta una debilidad, no como el joven atleta de años atrás. La guerra se había cobrado un alto precio en su cuerpo.

Me llevaron de nuevo al alojamiento de las mujeres en aquella casa húmeda y podrida de Aquiles, y me dieron un camastro para que me echara. Las demás estaban en silencio, excepto algún llanto ahogado. El lugar donde antes estaba Polixena permanecía reveladoramente vacío.

Mi última noche en Troya. Menelao lo había dicho. Aquélla era la última vez que apoyaría la cabeza en mis brazos sabiendo que debajo había suelo troyano. Pero Troya no era más que un montículo humeante, y cuando el sol saliera tendría que contemplar las horribles volutas de humo que subían como zarcillos hacia el cielo, como unos dedos que suplicaran una misericordia que no llegaría.

Polixena había sido muy valiente, la última troyana que había muerto. Habría intercambiado mi lugar con el suyo, o eso quería creer. Pero no sabía si habría tenido el mismo valor. Y ahora volvía a Esparta como prisionera.

¡Mi promesa a Héctor! Le había fallado. No había sido capaz de proteger a Andrómaca. «Tú eres una superviviente», me había dicho él. Pero no había podido salvar a nadie más.

Evadne. Gelanor. ¿Dónde estarían? ¿Habrían perecido en la conflagración? ¡Ah, tenía que haber dejado partir a Gelanor, tal y como él deseaba! Por el contrario, sólo pensando en mis propias necesidades y mi vanidad, le había mantenido en Troya. Su muerte era mi horror.

El broche había llorado sangre, gotas de sangre por los muertos. Yo había matado a muchos. Sentía sus enojados fantasmas agolpándose a mi alrededor, rondando las ruinas de Troya. Por amar a Paris, los maté a ellos, y a él también.

«¿Era eso lo que querías, Afrodita?», le pregunté. Pero ella no respondió. Había prometido salvarme y lo había cumplido. Aparte de eso, no había respuestas.

Subí a bordo del barco, como, mucho tiempo atrás, había previsto Evadne y yo negué. Menelao se reía, con la cabeza echada hacia atrás, de pie en la proa, mientras dejábamos atrás la costa. No me quedé a contemplar la tierra alejarse ni a mirar el humo emborronado que surgía de la noble ruina que antes fue Troya. Pensé que no podría soportarlo.

Tenía mi propio alojamiento; Menelao no se acercaba a él. Se mantenía apartado; tenía su propio lecho junto a la proa, al lado del capitán. Yo tampoco me acercaba a él. Apenas hablábamos si pasábamos uno junto al otro en la cubierta. Era extraño: aquel hombre obsesionado por poseerme no intentaba, de ninguna forma, hacer algo al respecto. Al parecer, le bastaba con que yo estuviera en aquel barco.

Me sentía muerta. Incluso me preguntaba si no podía estar muerta sin darme cuenta de ello. A veces, los muertos no saben que están muertos. Pero el vivificante aire del mar, la agitación del buque, sus cabeceos que alteraban el estómago, me decían que estaba allí, prisionera en el barco que se encaminaba resuelto hacia Esparta.

¿Qué encontraría allí cuando llegase? Lo único que me preocupaba era lo que podía ver reflejado en los ojos de Hermíone.

No llegamos a Esparta como se había planeado. Por el contrario, una gran tormenta se abatió sobre la flota y nos diseminó en todas direcciones. No sabíamos adónde había ido a parar Agamenón; le perdimos de vista. El barco que llevaba al pequeño Áyax se hundió; los dioses le castigaron por su profanación de Palas Atenea y su templo. Veintiséis de los barcos de Menelao se perdieron, y nos vimos empujados por el viento, indefensos, durante días. Cuando finalmente llegamos a una costa era plana y arenosa, bordeada de palmeras. Habíamos llegado a Egipto.

Egipto. Avanzamos tambaleantes y contemplamos un mundo extraño y cálido; verde, marrón y azul: los tres colores de Egipto. Verde por los bancos del río y los canales de irrigación; marrón, el resto: la arena, la fangosa agua del Nilo y las casas de adobes. Y el azul cubriéndolo todo, un cielo vivaz y sin nubes.

Menelao fue aprehendido de inmediato por unos soldados del rey egipcio, el faraón, que residía Nilo arriba en un lugar llamado Menfis. No tuvimos otra elección que ir con él. La mayor parte de los soldados de Menelao se habían perdido con los barcos, y no teníamos medios para resistirnos.

El Nilo era una cinta amplia, plana, de lento movimiento, muy distinto del Eurotas o del Escamandro. La corriente se veía contrarrestada con exactitud por el viento, que soplaba en la dirección opuesta a la misma velocidad. Si alguien deseaba navegar por el Nilo, dejaba que éste lo empujase. Si deseaba navegar río arriba, sólo tenía que izar una vela.

El faraón y su esposa nos recibieron amablemente, pero no fingieron en modo alguno que fuésemos otra cosa que sus prisioneros. Sabían muy poco de la guerra de Troya. Egipto estaba aislado contra todo lo que procedía del exterior. Escucharon con educada curiosidad los intentos de Menelao de explicarse. Observé que él no mencionaba la razón del inicio. Quizá tenía la sensación de que la historia le favorecía poco.

El faraón nos asignó unas habitaciones conjuntas. Tenía que dormir en la misma habitación que Menelao. No esperaba que él se acercase a mí, pero me sentí muy sorprendida cuando se quitó la túnica y vi la enorme cicatriz que corría desde su muslo hasta la entrepierna. Ahora ya sabía por qué se movía con tanta precaución: había perdido parte del músculo de la pierna.

—¿Me miras? —exclamó—. Mira hasta hartarte. Eso es lo que me hicieron tus troyanos. ¡Me han lisiado!

—No estás lisiado… —empecé a decir. Todavía podía moverse, aunque no como un hombre joven.

—¡No has visto aún dónde acaba esto! —Su voz sonaba feroz—. ¡Traza su camino y verás muy bien dónde termina! —Me cogió la mano y la llevó hasta él, levantándose la ropa interior—. «Esto» es lo que me hizo tu Paris. Pero, de todos modos, ya lo había hecho, cuando le elegiste a él.

—Lo siento de verdad —dije. Y era cierto.

Las ruinas de Troya, las muertes y la destrucción me habían dejado sin apetito alguno para más dolor o para más venganza. La carencia de Menelao no podía devolverme a Paris ni podía hacer que los niños volvieran a cantar en las calles de Troya. Todo aquello era un desperdicio inútil.

—Un poco tarde para eso —dijo—. Un poco tarde. ¿No te habías preguntado por qué no he buscado tu lecho como es mi derecho después de todo este tiempo?

—Oí que decías que Casandra estaba mancillada, y pensaba que creías lo mismo de mí. —No había intentado convencerle de lo contrario tampoco. Aquello era muy útil para mis propósitos.

—Es difícil mirarte y pensar eso. Es difícil mirarte y saber que tengo este…, este impedimento. —Avergonzado, se cubrió la cruel cicatriz y dijo—: Ahora ya puedes contárselo a todo el mundo, diles que Menelao ha perdido su virilidad…, ¡dos veces!

—No le diré nada a nadie —dije—. Somos iguales en nuestra desventura, juguetes de los dioses. Ninguno de los dos ha merecido lo que tenemos.

—Tú sí te lo mereces. Tú lo has provocado todo, para todos nosotros.

¿Debía decirle lo que había en mi corazón, aunque le doliese?

—Quería decir que yo no merecía la gloria, la belleza y el amor de Paris, ni tú tampoco merecías que te tachasen de cornudo y de ser un guerrero peor que tu hermano.

—¡Siempre Paris! —gritó él—. ¡Siempre está aquí! —Me cogió la cabeza entre las manos y apretó—. ¡Si pudiera sacártelo de aquí, sacártelo de la cabeza!

Me aparté.

—Él forma parte de mí, no puedes.

Se volvió y se arrojó en el lecho, echado muy tieso para acomodar sus heridas.

—¡Él camina por el Hades! —murmuró—. ¿Por qué no puede encontrar la paz? —exclamó—. ¿Y dejarnos en paz?

El faraón anunció que nos iban a llevar río arriba hasta Tebas, donde estaríamos más cómodos. Lo que quería decir era que allí estaríamos más lejos, para mantenernos más cómodamente como prisioneros. Por lo que sabíamos, no había intentado pedir dinero de rescate por nosotros, ni le había dicho a nadie que estábamos allí.

Fuimos en un gran barco ceremonial, con la proa y la popa doradas y un fragante dosel de cedro, desde donde podíamos contemplar la tierra pasar por debajo de nuestra bendita sombra. El sol cocía las orillas, los cocodrilos languidecían sobre ellas, con el rabo metido en el agua fría. Era un viaje de varios días de navegación, pero al anochecer del cuarto día vimos enormes templos en la orilla izquierda, resplandecientes y rojos a la luz moribunda. Parecían extenderse indefinidamente, hilera tras hilera de columnas. Desde nuestro barco podía oír profundas y estruendosas salmodias que procedían del otro lado del agua, cuando los sacerdotes celebraban sus ritos nocturnos.

Un nervioso oficial nos mostró el mayor de los templos después de habernos acomodado en nuestros aposentos y de haber recibido al representante del faraón. Al otro lado del Nilo se encontraban las tumbas, unas bóvedas de enterramiento secreto muy elaboradas. El faraón ya estaba construyendo la suya, aunque todavía era joven, según nos dijo nuestro guía.

—Porque debemos estar preparados para el otro mundo —decía, solemne.

Nos abrimos camino en el interior del vasto templo, donde las columnas, mayores que cualquier árbol sobre la tierra, sostenían los tejados de piedra. Había estatuas tan enormes que sus cabezas casi tocaban el techo, algunas de faraones, y otras de sus extraños dioses con cabezas de cocodrilo, chacal o halcón, mayores incluso que el caballo de Troya. Todas estaban atendidas por sacerdotes y sacerdotisas con túnicas y con las cabezas afeitadas.

—Mira. —Menelao señaló una que tenía la cabeza de cocodrilo.

«Río arriba, en el Nilo, existe una ciudad enorme donde los sacerdotes tienen un templo que es mayor que Troya. Hay estatuas de cinco veces el tamaño de un hombre. Debemos ir allí. En cuanto acabe esta guerra». Paris. Paris quería venir aquí, y ver estas cosas, y…

No podía verlas, no sin él. No podía soportarlo. Me volví y salí corriendo del templo.

Aquella noche soñé con él. Estaba de pie, justo a mi lado, lamentando no poder estar aquí. «Sé tan bien como tú que no puede ser», decía, repitiendo sus palabras de hacía mucho tiempo.

—Calla. —Menelao estaba sentado de una forma rara en mi cama, sacudiéndome. Sus enormes manos estaban en mis hombros, pero no me acariciaba.

Paris se desvaneció, ocultándose en la oscuridad.

—Te he oído gritar —dijo Menelao—. Sólo es un sueño.

Debía de haberme oído gritar «Paris», y sí, Paris había sido sólo un sueño.

—Gracias —le contesté, conmovida al ver que intentaba despertarme y consolarme, aunque me oyese pronunciar el nombre de su rival.

Aunque yo había huido del templo el día anterior, cuando Menelao fue convocado para que se reuniera con algunos oficiales, volví a él. Aunque fue doloroso, sentí que, de alguna manera, Paris estaba allí, o más bien, que hasta su flagrante ausencia de un lugar que tanto había deseado ver hacía que me sintiera más cercana a él. Vagaba por la fresca oscuridad, aunque el mediodía era abrasador, cuando apareció un chico, me tiró del brazo y me llevó a un lado del templo. No le entendía, pero estaba segura de que había venido con algún fin, y que sabía muy bien quién era yo.

—Adivina…, muy sabia —dijo, más o menos, eso fue lo único que conseguí entender.

Ocupé mi lugar en una pequeña habitación en el vasto templo y esperé. Entró una mujer en aquella sala.

—¿Helena? Yo te conozco.

¿Cómo podía entenderla? Pero era cierto. No estaba segura de la lengua que hablaba ni de cómo la conocía yo. Asentí.

—Sí —dije.

—Nos sentimos muy honrados de que camines entre nosotros, aunque sea por poco tiempo. —¿Qué edad tendría? No podía asegurarlo—. Ahora —su voz se volvía apremiante— me has buscado para que te dé algo, mi famoso elixir.

No la había buscado ni sabía nada de su elixir, pero no quería llevarle la contraria.

—Sí —accedí.

—En Egipto somos maestros de las pociones desde hace tiempo —dijo—. Podemos volverte joven, vieja, astuta, olvidadiza…

—¡Ah, sí, dame ésa, porque necesito olvidar muchas cosas!

Ella sonrió.

—Sólo aquellos que han vivido intensamente quieren esa poción. Los que no han vivido bastante desean algo que haga lo que han vivido más significativo, que lo magnifique.

¿Y si se lo contaba? «He causado una guerra espantosa, he causado miles de muertes. Estoy bajo la custodia del hombre del cual hui».

—Dame el elixir del olvido —le rogué—. ¡Enséñame a hacerlo para que pueda reponerlo mientras viva, porque lo necesitaré siempre!

—Es muy potente —me dijo—. Tan potente que aunque hubieses visto a tu madre, a tu padre y a tus hijos asesinados ante tus ojos, no sentirías dolor.

Mi madre ya se había matado, y, ¿no había visto morir a Paris? ¿No había visto arder Troya? ¿Sería lo bastante fuerte para borrar esas cosas?

—¡Lo quiero! —aseguré.

—Como desees —dijo, y se dedicó a sus preparativos.

El frasquito que me tendió estaba lleno de un líquido caliente y dorado. Me lo bebí rápidamente, tal y como ella me enseñó. No sentía gran cosa, aparte de un cosquilleo cálido en los lugares donde el elixir acariciaba mi estómago.

—Espera y verás —dijo.

Empezó a limpiar sus útiles, y dejó a un lado botellas y jarras.

Tendí la mano y le toqué el brazo.

—Me habías prometido enseñarme —le recordé.

Mientras ella cogía las botellas de siropes, semillas secas, trocitos de corteza, y me explicaba las proporciones y el orden en el que debía mezclarlos, noté que me invadía una despreocupación, una gran ligereza. Esperaba ser capaz de recordar lo que ella me estaba contando, porque, de repente, todo parecía carecer de la más mínima importancia. Sin embargo, al mismo tiempo, sabía que era de vital trascendencia.

Sus delicados dedos pusieron el tapón a la botella.

—Ahora piensa en esas cosas penosas —susurró—. Es el momento de probarlo.

Tomé aliento con fuerza y pensé en Troya. Veía las llamas y olía el humo, incluso oía los gritos de los condenados, pero era como si estuviese contemplando una pintura en un muro. No notaba puñaladas de dolor que me atravesaban. No conocía ni a aquellos edificios ni a aquellas personas. Me preparé y pensé en Paris. Ah, sí, todavía sentía dolor, un pinchazo en el corazón.

—¡No basta! —exclamé—. ¡Dame más!

Ella me miró, sorprendida.

—¿Todavía lo notas? Me temo que tomar más sería peligroso. ¿Está lo bastante amortiguado el dolor para poder soportarlo?

Asentí. Quizá fuese una traición para Paris intentar que se desvaneciera del todo.

Nos quedamos en Egipto siete años…, imposible creerlo, pero ésas fueron las veces que el Nilo inundó sus orillas, y así era como ellos medían los años, de modo que era cierto. ¿Quién habría podido pensar que duraría tanto tiempo, quién habría podido pensar que lo soportaríamos? Pero el elixir…, el elixir me dio fuerzas. Comprimía y destruía el tiempo, de modo que los siete años transcurrieron con la rapidez de siete días.

Menelao pudo salir de entre las garras del faraón después de muchas negociaciones, y seguimos nuestro camino bajando por el Nilo, con la vela plegada y las corrientes llevándonos hacia el mar. Las mujeres que transportaban jarras de agua por las empinadas orillas se detenían a mirarnos, como hace siempre la gente cuando pasa un barco. Se mantenían en pie, altas y erguidas, contemplándonos, mientras abandonábamos su mundo.

Menelao me cogió las manos.

—Me parece que tú pertenecías aquí, que estuviste aquí todo el tiempo de la guerra. Sí, la Helena real, tú, había venido a Egipto, donde me esperaba. La que fue a Troya no era la Helena real, sino un doble, un fantasma. En ese sentido, odio tener que irme. Esta Helena que ha estado aquí conmigo es la Helena por la que yo competí, la Helena cuya pérdida lloraba.

Así había encontrado una forma de vivir con aquello.

A mí me parecía lo contrario. La auténtica Helena se había ido a Troya, la Helena que había pasado siete años allí era un fantasma, un espíritu. Ahora, aquel espíritu desaparecería y la auténtica Helena podría acudir por fin a Esparta.