Entonces me di cuenta de que tendría que seducir a uno de mis captores, si quería tener alguna esperanza de escapar. ¿Podría hacerlo con Filoctetes? Pero mi ser se rebelaba. No podía halagar al asesino de mi marido.
Se abrió la puerta y Andrómaca entró trastabillando. Junto a ella iba Neoptólemo, empujándola y riendo.
Por primera vez podía contemplar su rostro sin oscurecer por un casco. Sus ojos eran de un color indefinido. Con aquella luz tan mala, no podía distinguir si eran castaños o azules, pero el caso es que no brillaban. Como su cuerpo, su rostro era presentable, pasable, pero olvidable. No había heredado la grandeza orgullosa de su padre.
—¡Mi nueva esclava! —exclamó—. ¡La viuda de Héctor!
Andrómaca se volvió hacia él.
—Soy demasiado vieja para ti —dijo. Hablaba en voz baja.
—¡Sí! —dije, acercándome a su lado. Le rodeé los hombros con el brazo y la abracé—. Estoy aquí —susurré. Y luego me volví hacia Neoptólemo—. No querrás a una mujer tan vieja que podría ser tu madre.
—¿Qué importa eso? Más me importa quién la tuvo antes que yo —dijo Neoptólemo con sorna—. Se lo borraré de la memoria. En ese olvido estará mi gloria.
—Tú no tienes gloria alguna, niño —dijo Andrómaca—. Has matado a mi hijo, y te despreciaré para siempre.
¡Astianacte! ¿Qué le había hecho?
—Ha matado a mi hijo, Helena. —No había expresión alguna en su voz. Se volvió hacia mí, ignorando a Neoptólemo—. Me lo ha cogido de los brazos y lo ha arrojado desde las murallas de Troya… ¡No! Ya no quedaban murallas en Troya, lo ha arrojado desde los montones humeantes hacia un amasijo de piedras, pero, de todos modos, la muerte le ha llegado igual. —Las palabras, oscuras y bajas, salían ordenadamente de sus labios.
—¡Astianacte! —lloraba yo. Su amado y único hijo, que tan ansiosamente habían deseado. La noche en el monte Ida…
—El bebé serpiente debía morir —dijo Neoptólemo—. No podía vivir para deslizarse por las ruinas de Troya y empezar otra vez con las amenazas troyanas. La semilla de Héctor debía ser destruida.
¡Todos los herederos de Troya borrados de la tierra! Pero Afrodita decía que Eneas había escapado. No importa, no podíamos saberlo.
—Oh, hermana —dije, y la abracé.
Lloramos juntas. Por primera vez me alegré de que Paris y yo no hubiésemos tenido hijos. Habrían perecido, como todo lo demás de Troya.
—Volverás a Grecia conmigo —dijo Neoptólemo a Andrómaca—. Quizá no como esposa principal mía, porque es cierto, eres un poco vieja para mí. Me concederás alivio o diversión ocasional en el lecho. Pero creo que me merezco una princesa de Grecia. Creo que tu hija Hermíone es más de mi gusto, Helena. He hablado ya con tu marido de ello y me ha dado permiso. Seré tu yerno. —Se rio y se inclinó hacia delante, para besar mi mejilla—. ¡Madre! —dijo, y rio.
Le di una bofetada, no pude evitarlo.
—Si mi hija tiene algo de mí, te rechazará.
Él se echó a reír.
—Pero a lo mejor no tiene nada de ti; quizá sea la digna hija de su padre, o piense totalmente por su cuenta. —Se enderezó—. Puede que ella desee al hijo del poderoso Aquiles. Muchas mujeres lo desean.
—Entonces vete con ellas y deja en paz a mi hija.
—Tu hija puede que esté entre ellas —dijo él—. Es lo más probable. —Se rio bajito—. Pero no debería hablar de lo que es probable, sino de lo que se requiere.
Se volvió de espaldas a Andrómaca y a mí como si no importásemos, y se dirigió a las mujeres que estaban reunidas en el fondo de la casa.
—Mi padre ha venido a verme últimamente —dijo—. Me ha hablado en sueños y apariciones.
—¡Qué raro! —exclamé yo—. ¡No te conoció ni de bebé ni de niño, y ahora te habla!
Él se dio la vuelta hacia mí.
—Los dioses no hablan a sus hijos hasta que les apetece —dijo.
—Así que, ¿Aquiles es un dios ahora? —exclamé—. Qué raro, porque cuando le vi por primera vez no era más que un niño malcriado y desagradable.
—¡Cierra la boca, puta de Troya! —exclamó.
—La respuesta mejor para quien no tiene respuesta. —Me dirigía a las mujeres—. Insultos. Pero ésa no es una respuesta verdadera, es sólo la desesperación de los que no tienen nada más a lo que acudir. ¿Qué te ha dicho tu ilustre padre…, si es que realmente era tu padre?
—Pide sangre. Necesita un sacrificio para dejarnos navegar hacia Troya.
—¿Cuál? —Hécuba dio un paso al frente—. Con toda justicia tendrá que ser el mío.
—No —dijo Neoptólemo—. Es el de tu hija más joven, Polixena.
—¿Cómo? —Hécuba se atragantó, agarrándose la garganta. De pronto, no era ya la marchita anciana que se dirigía cabizbaja hacia la muerte, como había fingido. Parecía crecer mientras la mirábamos, hasta que se quedó cara a cara con Neoptólemo. Era una ilusión, por supuesto, pero hasta éste lo sintió. Dio un paso atrás—. ¿Por qué?
—Mi padre se encaprichó de ella —dijo.
—Pero ¿cómo pudo ser? ¡Si nunca la había visto!
—Sí, la vio —dijo Neoptólemo—. La vio en la fuente.
Entonces, Polixena avanzó unos pasos, con los ojos llameantes.
—¿El día que asesinó a mi hermano Troilo? ¿Recordaba haberme visto? Debió maldecir aquel día, y todo aquello sobre lo que puso sus ojos. Yo lo hice, y despreciaba a tu padre. ¡Díselo cuando aparezca en tus sueños!
—Tus sentimientos no tienen ninguna importancia. Él tendrá tu sangre, señora, y la derramaremos sobre su tumba. Entonces y sólo entonces habrá acabado la guerra.
—Troya es un montón de cenizas, está muerta bajo las piedras caídas y las maderas carbonizadas, ¿y necesita otra muerte para completar la guerra? —Su voz se había ido desvaneciendo, como si hubiese consumido toda su fuerza al recordar a Troilo.
—¿Quién puede comprender los deseos y las necesidades de los muertos? —dijo él. Recordé la fría sombra de Paris—. Yo también lo siento, señora. ¿Por qué no basta con que su hijo venga a Troya? ¿Por qué te necesita a ti?
—Porque es un hombre cruel y violento —dijo Polixena—. Así de sencillo. Mató mientras pudo, y ahora recluta a otros para que lleven a cabo los crímenes en su nombre.
—¡Mátame! —grité—. Es lo que desearía Aquiles como precio de sangre. Mi marido le mató a él.
Neoptólemo esbozó una sonrisa horrenda.
—No tengo duda de que te desea, eso es cierto. Suspira por tenerte caminando a su lado en la isla Blanca, por donde me han dicho que pasea. Pero, «madre», yo te necesito aquí.
Con un grito de repugnancia, aparté la cara. No podía soportar mirarle. De modo que no vi a Polixena, que se soltaba de las manos de su madre y se ponía de pie ante él.
—¿Y así acabará la guerra? ¿Será la última muerte? —le preguntó.
—Sí —le aseguró Neoptólemo. Eso sí que lo oí—. Entonces todos navegaremos de vuelta a casa y abandonaremos las costas troyanas para siempre.
—¿Y tendré una tumba? ¿Una tumba adecuada?
—Niña, ¿qué estás pensando? —chilló Hécuba.
—Quiero una tumba de mármol blanco —dijo—. Que no esté cerca de la de Aquiles. —Hizo una pausa—. Y quiero que diga en ella que, igual que la sangre inocente de una princesa griega envió aquí a los barcos, la sangre de una inocente princesa troyana los devuelve a casa.
—¡No, no! —gritaba Hécuba.
—¡Oh, madre, basta ya! —le ordenó Polixena—. ¿Crees que deseo dejar la tierra de mi hogar? ¿Convertirme en esclava, soportar los manoseos sudorosos de algún griego malvado? ¿Crees que las cosas serán mejores para Andrómaca que para mí, dentro de una tumba blanca? —Se volvió hacia Neoptólemo—. Estoy segura de que tú sudas y manoseas, y no envidio a Andrómaca. Realmente, prefiero la tumba.
Neoptólemo se mordió el labio ante aquel insulto, pero no la golpeó.
—Pues la tendrás. —Miró hacia la puerta—. Los preparativos llevarán algo de tiempo, pero los apresuraremos. Al caer el sol, ambos obtendremos nuestros deseos: tú estarás en la tumba y nosotros prepararemos nuestros barcos para volver a casa.
Dejó la casa, y las mujeres rodearon a Polixena llorando y lamentándose. Era la grotesca recreación de una boda. La vestirían con las mejores ropas, si es que en Troya quedaba algo, la adornarían con la diadema real, la ungirían con aceites perfumados, y susurrarían secretos al oído. En la boda, aquellos que se habían aventurado en el matrimonio tiempo atrás impartían sus conocimientos. Pero allí no había nadie presente que pudiera ayudarla o darle armas para enfrentarse al lugar oscuro al que se dirigía.
Cerca de la puesta de sol, dos soldados vinieron a buscar a Polixena. Se había vestido de blanco y había improvisado una diadema real hecha con una tira de tela arrancada del traje de Hécuba y atada en torno a la cabeza. No llevaba joyas ni oro. Lo estaban contando en la tienda de Agamenón, amontonado e inventariado. Hasta los animales sacrificiales tienen los cuernos dorados, pero ella iba a su muerte sin ornamento alguno. Alguien había recogido un puñado de flores silvestres y las había trenzado formando un collar y una pulsera improvisados, el amarillo y el rojo en contraste con su carne.
—Pero nosotras le acompañaremos en su viaje —insistí a los soldados.
Hécuba, ya calmada, abrazó a Polixena.
—Es por poco tiempo —dijo—. Tú decías la verdad. Eres una privilegiada al dejar atrás todo esto. Saluda a tu padre, saluda a Héctor, saluda a Troilo, y diles que corremos a su lado.
Polixena volvió la cabeza y besó la mejilla de Hécuba.
—Lo haré, madre. Y ahora me despido de todas vosotras, a las que amé. —Las lágrimas corrían por sus mejillas.
—¡Vamos!
Los dos soldados la agarraron por los brazos y la sacaron.
Hécuba y yo la seguimos, igual que Andrómaca y las hermanas de Polixena. Nadie quedó atrás.
El túmulo de Aquiles se encontraba sólo a una breve distancia de los barcos griegos. Se alzaba hacia el cielo, con su suelo ya cubierto de hierba y de flores. Aquiles había muerto hacía tanto tiempo que la pradera ya había empezado a reclamarlo.
Algún día todo aquello quedaría aplanado, pensé. Las tormentas lo irían erosionando, desgastando, y los pastores dejarían que sus ovejas se alimentasen con la hierba. El túmulo de Aquiles se iría encogiendo, encogiendo, hasta desaparecer. Y con Troya pasaría otro tanto. El montículo que era ahora (miré hacia el lugar donde ahora apenas se alzaba humo) desaparecería.
Se había erigido un altar ante el túmulo, un montón de piedras con una plana encima. Ardía un fuego delante, como para limpiar el sucio crimen que tendría lugar en breve.
A cada lado se encontraban Agamenón, Menelao y todos los líderes griegos; por supuesto, tenían que estar allí para presenciarlo. No había derramamiento de sangre en el que no deseasen participar, y disfrutaban de él.
Agamenón habló de aplacar a los dioses y de procurarse un viaje seguro hacia casa. Habló del sacrificio similar que había ofrecido para permitir que los barcos zarpasen.
—¡Y todavía no has pagado por ese sacrificio! —chilló Casandra—. Pero ¡lo harás!
Agamenón tosió discretamente y los soldados la cogieron y la hicieron callar. Entonces vi a su gemelo, Heleno, agachando la cabeza; avergonzado entre sus captores. También vi a Antenor con la pena escrita en el rostro, y a su esposa Teano, de pie ante él.
Condujeron a Polixena hasta el altar.
—Mi tumba —dijo ella—. ¿Está preparada?
Antenor hizo un gesto.
—Sí, niña mía. Está lo más cerca de Troya posible. Me he encargado de eso.
Esperaba que ella le censurase por traidor, por cooperar con los griegos. Pero ya estaba más allá de esas cosas.
—Gracias —respondió—. ¿Quién la cuidará?
—Alguien lo hará. No se me permite quedarme aquí. Pero te prometo que la cuidarán.
—¿Y no será la misma persona que cuide el túmulo de Aquiles? No quiero nada de él. Las manos que toquen su tumba no deben tocar la mía.
—Princesa, te lo prometo —dijo él. Los sollozos entrecortaban su voz.
—¡Proceded! —ordenó Neoptólemo.
Varios soldados robustos se adelantaron.
—¿Necesitáis tantos? —preguntó Polixena.
—Para transportarte —dijo Neoptólemo. Se dirigió al montículo silencioso—. ¡Padre! Tal y como has ordenado, te hemos traído a la princesa Polixena. Ella derramará su sangre sobre tu tumba. ¡Y así nos librará de tu ira!
¿Por qué iba a sentir ira? Así que aquel niño egoísta y exigente demandaba cosas hasta en la muerte. O quizá no fuese el propio Aquiles, sino el recuerdo que había dejado en las mentes de otros el que planteaba exigencias tan poco razonables. Así vamos más lejos que nuestros ídolos, que nuestros dioses, haciendo que requieran cosas que a ellos ni se les habrían ocurrido.
Cinco hombres elevaron a Polixena. Ella yacía delicadamente en sus brazos, con los tobillos modestamente cruzados y la cabeza echada hacia atrás. Se había recogido el pelo para que no impidiera a las hojas penetrar en su garganta. Tenía un aire soñador en el rostro, y había rechazado la venda para los ojos.
La llevaron al altar. Allí se detuvieron.
—¡Muere para apaciguar a los dioses! —gritó uno de los soldados.
Observé (resulta espantoso pensar en lo que uno se fija en esos momentos, en esas extrañas manchas de calma) que no había ningún sacerdote presente. Por supuesto: el dios que exigía sangre era Aquiles, no un ser del Olimpo.
Otro de los soldados le tiró del pelo atado para exponer más su cuello. Ella cerró los ojos. Vi que sus labios se movían. Hablaba con alguien, se dirigía a alguien, pero nadie la oía.
—¡Ahora!
Una daga salió de la nada, pero sin dudar; acuchilló la blanca garganta de lado a lado, y un chorro de sangre brotó y manchó la barbilla del soldado, de un rojo brillante.
Ella estaba quieta. No luchó, no se agarró la garganta, no se convulsionó. Por el contrario, parecía una figura de marfil tallado, absolutamente inmóvil. ¿Por qué no se rebelaba su cuerpo? ¿Por qué no se agitaba ni se movía? ¿Se había esforzado ella por imitar el marfil?
Tenía los ojos cerrados y siguieron cerrados. Los labios estaban curvados en una plácida sonrisa. Lentamente, ellos dejaron su cuerpo yaciendo en el altar y se desangró hasta morir. Aun así no se movió, ni un temblor. Era como si hubiese muerto en el mismo instante en que el cuchillo la tocó, muerta por su propia y severa reprensión.
Era difícil determinar cuándo murió. Con cautela, le tocaron las plantas de los pies con la punta de la daga fatal, pero no se movieron hacia arriba. Alguien le puso una pluma ante la nariz para ver si se movía. No se movió. Alguien apoyó un dedo en el cuello buscando su pulso.
Al fin, Neoptólemo gritó:
—¡Está hecho! ¡Mi padre está satisfecho!
Antenor se adelantó.
—Transportaré el cuerpo al sepulcro que la espera, con el debido respeto.
Ahora ya veía, por la forma en que su cuerpo se apoyaba en la litera, que estaba muerta de verdad.
Cuánto valor. Ella valía por todos sus hermanos guerreros. Su fama duraría al menos tanto como la de Aquiles, Patroclo o Héctor. ¡Afortunada, bendita hija de Troya!
Ah, qué mundo éste en el que morir es más noble que vivir.
Los que quedábamos, menos nobles, debíamos celebrar un banquete para la partida de los griegos.
—¡Y ahora, al banquete! —Agamenón se situó ante la multitud como la proa de un barco—. ¡Para que nos dé velocidad en el viaje!
Mientras estábamos en el túmulo, los soldados habían preparado la playa. Para los de mayor rango habían improvisado unas mesas y habían traído unos taburetes para permitir que descansasen las piernas nobles. Unas antorchas empapadas en resina e introducidas en la arena creaban una verja de luz amarilla y oscilante en torno a la zona. Ardían fuegos grandes, varios bueyes (¿o era otra cosa?) se asaban lentamente, en diversos estados de preparación. Ánforas de vino se alineaban como los árboles en un bosque, dispuestas para ser abiertas. Algunos jóvenes probaban las flautas y los mayores pulsaban las liras. La fila de barcos ayudaba a protegernos de las ráfagas del viento.
La noche caía; el sol se había puesto ya, y hasta el resplandor del horizonte se había apagado. Aparecían ya algunas estrellas. ¿Habría ido allí Polixena? ¿Estaría entre las estrellas, ella, que estaba con nosotros aún cuando el sol salió? Había historias de personas que habían sido transportadas para vivir en las estrellas, o que se habían cambiado con una estrella. Pero no sabíamos mucho de todo eso.
La mesa de honor (que en realidad no era una mesa) acogía a Agamenón, Odiseo, Menelao, Néstor, Idomeneo, Diomedes, Filoctetes y, gran vergüenza, Sinón, al pequeño Áyax y Neoptólemo. A los hombres de menor categoría se les permitía permanecer en pie alrededor y compartir las conversaciones y las bromas. Nosotras, las cautivas, debíamos permanecer mucho más atrás, sirviendo como salsa para la carne, un estimulador del apetito que ayudase a digerir sus botines. ¿Venían aquellas reses de Troya? ¿O se estaban comiendo aquellos hombres la carne de los caballos muertos?
Afortunadamente, la débil luz suavizaba los rostros de los sonrojados guerreros griegos. Veía el de Agamenón, que se había vuelto rojo a la luz de las hogueras, con su oscura barba ahora veteada de blanco. Cuando hablaba y reía vi que le faltaban varios dientes. Bueno, ya tenía una edad. Néstor no parecía más viejo que cuando le conocí, pero la batalla provoca que los viejos parezcan más jóvenes, y los jóvenes, mayores. Idomeneo… parecía envejecido, y había oído decir que había perdido la velocidad en el campo de batalla.
Agamenón paseó por la mesa, distribuyendo copas.
—¡Oro de Troya! —dijo—. ¡Muy adecuado!
Sacó varias copas de un saco y se las tendió a sus hombres. Eran todas distintas, recogidas de las casas troyanas saqueadas. Algunas debieron de ser de Príamo, pero también podían proceder de ricos comerciantes troyanos. Después venían unos criados y servían vino.
Se trincharon los bueyes con muchos gritos y jolgorio. Se colocaron grandes trozos de carne humeante en las bandejas de los hombres. A nosotras no se nos ofreció nada, pero de todos modos no habríamos podido probar bocado. Miré a mi lado, a Andrómaca, a Laódice, a Ilona, a Hécuba. Sus ojos estaban secos y sus bocas apretadas. Aguantarían. Perseverancia: la triste virtud de las mujeres.
—¡Hombres! —gritaba Agamenón—. ¿Creíais que iba a llegar este día? Troya está destruida. Hemos vencido. Ha sido un año muy largo. Pero os lo agradezco mucho a vosotros, que habéis soportado la carrera. Hemos perdido a muchos, y los que quedamos debemos recordarles. Sin ellos, no estaríamos aquí para pronunciar estas palabras. Y ahora, en cuanto al tesoro…
¡Qué rápido entraba en materia!
—… como no podemos dar la recompensa debida a aquellos que han perecido, es muy adecuado que lo dividamos entre nosotros, en su honor. Tenemos oro, joyas, tenemos finas tallas, y armaduras, y muchas otras cosas, todas… rescatadas de Troya. —Al hacer una seña, unos jóvenes vinieron corriendo con literas cargadas de botín. Colocaron un baúl grande a los pies de Agamenón, que levantó la tapa—. Éstos son tesoros especiales que entregaré personalmente. —Se inclinó y cogió una diadema de oro. Debió de pertenecer a Príamo—. Es para ti, hermano. —Hizo un gesto a Menelao—. Cuando vuelvas a tu trono en Esparta, volverás a llevar diademas de nuevo. —De repente, exclamó—: Sé que muchos reyes han dejado a un lado sus coronas para venir a luchar aquí conmigo. Ahora ya tenéis vuestra recompensa, y el resto de vuestras vidas podréis llevar vuestras diademas en paz.
Menelao cogió el oro que le ofrecían. De pronto, Hécuba chilló:
—Si te pones la diadema de mi esposo, que la muerte envuelva tu cabeza al colocártela.
Agamenón puso cara de pocos amigos.
—Señora, si no te callas tendré que eliminarte.
Hécuba dejó escapar una risotada horrible.
—¿Eliminada? ¿Como Príamo, como Astianacte, como mi hija, esta misma tarde?
—Si hubieseis eliminado a Paris como pretendíais, nada de esto habría ocurrido —la fulminó Menelao—. Podríais haberos ahorrado todo esto. Y en cuanto a tu advertencia… —Con calma, se colocó la diadema en torno a la cabeza—. Me va muy bien.
—¡Un círculo de muerte! —gritó ella—. Bien. Ahora ya puedes esperar. —Miró a su alrededor, a todos los presentes—. ¿Cuándo llegará? ¿Una hermosa tarde de verano? ¿Una noche espantosa y aullante de invierno? No podrás protegerte contra ella. Y será fea. Príamo lo procurará. Y esperarla no hará más que empeorar las cosas.
—Lleváosla —dijo Agamenón.
Cuando los soldados se acercaron a ella, se echó a reír.
—¡Ya me voy yo misma! —dijo, y pareció encogerse y quedarse oscura.
Los soldados se abalanzaron a sujetarla, pero lo único que cogieron fue un perro negro que ladraba y mordía.
—Encontradla —dijo Agamenón, con tono grave.
—Deseo decir que nuestros valientes hombres merecen ser saludados —dijo Idomeneo, que se puso en pie e intentó salvar la fiesta y distraer la atención—. Especialmente aquellos que tramaron el ardid del caballo y los que se introdujeron en su interior. Odiseo, como cerebro de la operación, debes reclamar como tuya la invención del caballo.
Sonriendo, Odiseo se puso en pie e inclinó la cabeza.
—Estaba claro que Troya no se podía tomar por la fuerza. Sus guerreros eran demasiado orgullosos, sus murallas demasiado resistentes. Pero la astucia puede ganar allí donde fracasa el ataque directo.
—Y Epeo —dijo Idomeneo. Un hombre bajito se puso en pie, ansioso de obtener su reconocimiento—. Tú construiste el caballo.
—¡Sí, fui yo! —sonrió el otro—. Fuimos al monte Ida a buscar la madera, y debo decir que hicimos una creación muy bonita. Y en un tiempo muy corto, además.
Agamenón le tendió un puñado de objetos de oro; no pude ver qué eran.
—Mereces esto y mucho más —dijo—. Lo único que siento es no poder poner todo el botín de Troya ante ti, porque no estaríamos aquí sin tu astucia.
Epeo hizo una reverencia y se retiró con las manos rebosantes.
—¡Sinón! —atronó la voz de Agamenón. Apareció el simiesco Sinón—. Todo dependía de ti y de tu interpretación. Estuviste dispuesto a sufrir penalidades y castigos cruentos para convencer a los troyanos de que te habíamos maltratado…, como pasó en realidad. No vacilaste en ningún momento, sino que llevaste a cabo tu misión con gran éxito. Para ti —Agamenón puso un conjunto de armadura en sus manos—, mereces mucho más que esto, pero tómalo como prenda.
Sinón miró su premio.
—Gracias, señor —dijo. Indudablemente, más tarde pediría más, pero, como era un verdadero comediante, no estropearía aquel momento.
—Ahora saludamos a aquellos que, con gran riesgo para sí, se introdujeron dentro del caballo. ¡Menelao! —Menelao se puso en pie—. ¡Odiseo! ¡Levantamos nuestras copas a vuestra salud!
Luego siguieron Diomedes, Macaón, Epeo, Neoptólemo, el pequeño Áyax.
Alguien me puso una copa en la mano. De inmediato, vino un chico y me sirvió vino. Lo tiré al suelo.
—¡Por Epeo! ¡Por Sinón! ¡Por el caballo!
Todos bebieron, excepto las mujeres troyanas.
Agamenón reía, exultante.
—Entonces, volvemos a Grecia —dijo, y se limpió la boca—. A casa de nuevo. A casa. Nos esperan.
Vi que Menelao le susurraba al oído. Agamenón frunció el ceño y luego nos miró a nosotras.
—Los dioses están bastante complacidos. No los hemos ofendido.
Nadie encontraba a Hécuba. Personalmente, creía que se había escabullido hacia el mar y se había ahogado. Mientras concluía el banquete, se apagaban las antorchas, se desmontaban las mesas, las ánforas vacías se arrastraban hacia el agua y se abandonaban, las mujeres cautivas fuimos agrupadas y conducidas a nuestra tienda. De repente, apareció Idomeneo a mi lado.
—Helena —dijo—, todos estos años he estado aquí y, sin embargo, nunca te he visto ni he podido hablar contigo.
Le contemplé, un agradable resto de un mundo ordenado, ya desaparecido.
—Idomeneo. Agradezco tus buenos deseos.
—Igual que yo los tuyos. Helena, no sé lo que te espera en Esparta. Debes saber que, sea lo que sea, yo soy tu amigo. Como dije hace mucho tiempo, en cualquier época en la que vivas tú eres el ser supremo. Ninguna otra mujer puede despertar admiración con el cabello gris. —Me miró a los ojos—. Eres Helena, la que nunca se apagará.
Negué con la cabeza.
—Yo soy Troya, y Troya soy yo, y Troya ha desaparecido. De modo que Helena está más que apagada. Ya no existe Helena.
Los idiotas que me llevaban de vuelta a Grecia no lo comprendían.