Mientras había estado en el interior de la casa, la conflagración había engullido las casas vecinas, lo que había convertido los edificios en piras funerarias que ardían a centenares. El inconfundible olor de carne humana, familiar por los funerales, ahora llenaba el aire. La gente, por tanto, yacía en sus lechos, borracha de vino, y se despertó en un sarcófago de fuego. Pero, desde luego, no creo que permanecieran serenamente tendidos como los cadáveres en sus piras.
—¡Más rápido, más rápido! —decía Menelao, que me empujaba con la ancha mano apoyada en mi espalda, y su brazo detrás, como el hierro. Todavía movía el otro, y unas gotas de sangre salían de él. En el mar de sangre que nos rodeaba desaparecieron con rapidez.
Como un río desbordado, la gente corría desesperada hacia las puertas, chillando y gimiendo. Un hombre permanecía como una roca en medio de todos ellos, mirando añorante hacia la colina e intentando ir en dirección contraria. Pasamos a su lado; le oí salmodiar: «Tengo que volver, tengo que volver, me he olvidado de cerrar la puerta de la despensa». Y enseguida nos arrastraron y nos alejamos de él.
El suelo se hacía más llano, y de pronto nos vimos apretujados en el estrecho paso que quedaba justo antes de las puertas, y luego rápidamente salimos al exterior. Una espada silbó junto a mi cabeza, y Menelao chilló: «¡Tú, idiota!», y golpeó a un soldado que estaba de pie junto a la puerta para matar a la gente que iba saliendo.
—Ah, lo siento, majestad —dijo—. No veía quién era.
—¡Idiota! —exclamó de nuevo Menelao.
—Pero en la oscuridad todos parecen iguales —protestó el soldado—. ¿Cómo vamos a saber quién es griego y quién es troyano?
—¡Tendrías que conocer a tu propio comandante! —aulló Menelao—. ¡Y ahora vuelve a matar más gente!
Obediente, el hombre volvió a su tarea, atacando a la gente indefensa a medida que salían a trompicones por las puertas; otro soldado, en el otro lado, se aseguraba de que no escapase nadie. A medida que el terreno se llenaba de cadáveres, éstos eran arrastrados afuera para que el flujo de los fugitivos no se viera entorpecido. Y así también ellos serían arrastrados afuera, una vez muertos.
—¡Por aquí! —Menelao señaló con su espada un camino iluminado por antorchas parpadeantes.
En las sombras veía unos bultos y sabía que eran cadáveres. Detrás de mí, un rugido llenó el aire; me volví y vi Troya como una columna de llamas rodeada por su collar de murallas…, de un rojo intenso, con un círculo negro en torno. Las llamas cantaban y lanzaban sus lamentos al aire.
—Sigue andando. —Menelao me sacudía.
—Vuélvete y mira —le dije—. Al menos contempla lo que has hecho.
Gruñendo, él se volvió. Incluso quedó silencioso, sobrecogido por los crujidos de las llamas y la ciudad moribunda.
La parte delantera de mi vestido estaba empapada de sangre que se me pegaba a la piel. Con dedos temblorosos, me solté el broche, su fuente, y se lo tendí a Menelao.
—Queda mucho por pasar todavía, y no puedo ir bañada en sangre. —Si el broche debía llorar lágrimas de sangre por cada troyano, el campo quedaría inundado.
Él le dio vueltas en sus manos, como si no lo reconociera.
—¿Y por qué no? Tú eres la causa de toda la sangre.
Su atención estaba puesta en el broche. Me volví para huir, pero sacó un brazo y su mano se cerró sobre mí como las garras de un ave rapaz.
—No, nunca más, señora —dijo—. Nunca escaparás ni huirás de mí de nuevo —sentenció, y arrojó el broche a la oscuridad—. Sólo servía para ayudarte a calcular el coste de tu amor. Ahora, mira tú, mira lo que le has costado a Troya. Su vida. Venga, sigue —dijo, y me empujó hacia delante.
Parecía que faltaba un largo camino hasta la costa donde estaban fondeados los buques. Siempre detrás de mí, oía las convulsiones de la ciudad en sus estertores de muerte. Las llamas iluminaban la llanura con resplandores pulsátiles. Gradualmente, el olor del mar nos fue envolviendo y se sobrepuso al olor del fuego, y pude oír voces y ver a personas que se movían junto a unas sombras altas y oscuras.
Menelao hizo un gesto a alguien y aulló:
—Átala y ponla con los demás. Y ten cuidado, usa una cuerda fuerte y un buen nudo. O mejor, ponle una cadena. —Me sonrió con una mueca horrible en los labios—. Como a todas las serpientes, se le da muy bien escabullirse.
Estaba encadenada a un poste como un animal salvaje, con grilletes en las muñecas y con los pies atados. Cuando llegó la aurora, vi que había otros en la playa, a un lado y otro, encadenados como yo. También había una empalizada que rodeaba a otros prisioneros, presumiblemente más dóciles. Aunque la luz era débil, pude ver que no había hombres tras ella. De modo que no se le permitiría vivir a ningún troyano; aquellos que no pereciesen directamente entre las llamas, serían asesinados.
A medida que la luz del día iba en aumento, el pleno horror de lo que me rodeaba me fue revelado gradualmente. Los campos estaban cubiertos con tantos cadáveres que parecía imposible que Troya hubiese podido contener a tantos seres vivos. Por lo que podía ver, los reveladores bultos oscuros yacían inmóviles. Cada manchita, cada montículo, era alguien que ayer estaba vivo, antes de que aquel caballo fuese conducido a Troya. Nunca los campos habían dado una cosecha más abundante ni más rica.
La costa empezó a llenarse de gente cuando los hombres volvieron de Troya, arrastrando el botín tras ellos. Venían cantando y riendo, felices. A medida que se iban reuniendo, de uno en uno y en grupos, arrojaban sus tesoros a una pila que crecía según iba mirando yo. Espadas, lanzas, armaduras, pedestales, cortinas, liras, mesas con incrustaciones, cerámica, cajas decoradas, piezas de tela, tableros de juego, jarras, cucharones, espejos de bronce, pipas, medicinas y ungüentos creaban una montaña con los restos de Troya. Cada objeto parecía gritar buscando a su propietario, la persona que había tocado sus cuerdas, que había contemplado su rostro en su reflejo. ¿Estaría mi telar allí? El centro todavía no estaba terminado. Ahora probablemente estaría quemado y carbonizado, con el centro completo por fin, el final de la historia relatado por sus hilos ennegrecidos.
¿Estaría allí también la armadura de Héctor? No, algo tan famoso sería como el oro o las joyas, y lo reclamaría Agamenón. ¿La armadura de Paris, su casco? En los juegos funerarios, un troyano los había reclamado; ahora, si no estaban fundidos, probablemente se hallarían enterrados en la pila del botín.
Vi grupos de hombres que se balanceaban junto a otro gran montículo, colocando ofrendas en él. Éste debía de ser el túmulo de Aquiles, el lugar donde él y Patroclo estaban enterrados. Ahora sus compatriotas victoriosos les estaban contando la caída de Troya, intentando compartirla con ellos dejándoles prendas del saqueo.
La niebla y la luz azul del amanecer habían desaparecido, reemplazadas por el sol y por una fresca brisa. Las aguas del Helesponto centelleaban, limpias y sonrientes, dirigiéndose hacia alta mar. Nada flotaba sobre ellas. Los muertos estaban encallados en tierra firme, yaciendo como mojones hasta donde alcanzaba la vista. Entre ellos se encontraban los cadáveres de caballos, los famosos caballos de Troya. Los griegos, sabiendo que no los transportarían, los habían matado también, con lo que habían destruido las riquezas de Troya de ese modo. Habían talado los árboles frutales, como si los árboles fueran sus enemigos. No debía quedar nada de valor en Troya.
Yo me debatía en mis cadenas. Ni siquiera me podía proteger los ojos; el sol me deslumbraba. Los hombres empezaban a pasar ante mí y miraban, murmuraban y me señalaban.
Todo volvía de nuevo, como antes. Las miradas, los chasquidos de los labios…, todo lo que había dejado atrás cuando hui con Paris hacia la libertad. Ah, sí, estaba de vuelta en la prisión que me envolvía, aun sin cadenas.
Pronto apareció Menelao frente a mí, con las piernas separadas y las manos apoyadas en las caderas. Reconocí sus rodillas…, es curioso que haya cosas que identifican a una persona y nunca cambian. No quería mirarle a la cara, de modo que mantuve los ojos clavados en sus rodillas.
—¿Has tenido bastante? —dijo—. ¿Estás dispuesta a portarte bien?
Ya no podía soportar siquiera mirarle las rodillas. Cerré los ojos.
—Levántate y entra en la tienda —ladró, y noté que unas manos trasteaban con mis cadenas y me liberaban.
Me levanté, mareada. Me empujaron y me metieron en una tienda, pero antes pude mirar el humo negro que subía hacia el cielo, marcando el lugar donde había estado Troya.
La tienda estaba llena de mujeres sollozantes. Ninguna era vieja…, ésas habían quedado atrás. Eran todas lo bastante jóvenes y fuertes para servir en la cama o en la cocina a sus nuevos amos…, quizás ambas cosas. Algunas estaban sentadas y mirándose el regazo, inmóviles. Otras caminaban inquietas, arriba y abajo. Ninguna parecía ver nada, en realidad; sus ojos estaban nublados y vidriosos.
Agachadas en un rincón estaban las princesas de Troya, en un lugar aparte debido a su alto rango. Vi a Casandra, a Laódice, a Ilona y a Polixena. Cuando me acerqué vi que estaban protegiendo a su madre, que yacía en el suelo, tiesa e inmóvil. Intenté arrodillarme y tocarle su frente, pero ellas me rechazaron.
—Vi lo que ocurrió en el patio —susurré—. Pero en la confusión me llevaron hasta la calle. Benditos fueran vuestro padre y vuestro hermano.
Laódice dijo:
—Ya tienen su propia pira. Los últimos ritos funerarios que ofrecerá Troya.
Los ojos de Casandra estaban fijos, mirando sin ver. Yo había visto también lo que le había ocurrido, pero no dije nada. Quizá las otras no lo supieran, y que los demás lo sepan hace las cosas más reales.
—Creusa está muerta —dijo Ilona—. Vimos que la atacaban. Eneas…, nadie le ha visto. No estaban juntos cuando ella murió.
Polixena contó, con su dulce voz, cosa que lo hacía mucho más terrible aún, que su hermana pequeña Filomena había perecido en palacio, que Antímaco estaba muerto, que Esaco había desaparecido, y que Pantoo murió intentando abrir uno de sus dispositivos para sembrar la destrucción entre los griegos, un dispositivo que le aplastó al momento. Antenor había sobrevivido, y su esposa Teano también, y estaba allí, en aquella tienda.
—Deífobo está muerto —les dije—. Menelao le mató en la cama.
—Heleno está aquí, pero los griegos no dejan que hable con nosotras.
—¿Por qué estamos aquí? —pregunté—. ¿Por qué nos guardan aquí?
—Para subastarnos. —De repente, Casandra volvió a la vida y habló—. Dejarán que los hombres pujen por nosotras. Luego nos llevarán a Grecia con ellos. Pero en mi caso no. Ya me lo han dicho. Yo iré con Agamenón.
Suspiré con fuerza. ¿Sería cierto aquello? ¿Por qué la habría elegido Agamenón? La profetisa virgen, ya desflorada, que ni siquiera era bella… ¿Por qué el comandante de mayor rango la había elegido entre todas las mujeres de Troya?
Aleteando en mi mente, la vi en Micenas, la vi con Clitemnestra, y luego vi…, parpadeé y aquello desapareció, como un relámpago rojo. Grecia esperaba. Grecia había esperado todos aquellos años, no había dejado de existir, pero acechaba como una bestia para devorarnos cuando volviésemos. Todo volvía de nuevo, pues, no sólo las miradas de los hombres, sino también los muros de piedra, las montañas altas y las familias que habían permanecido solas todo aquel tiempo. Los hombres, que volvían e intentaban recuperar lo que habían abandonado, se encontrarían con que no podían, que el tiempo no lo permite nunca, que el tiempo lo cambia todo de mil maneras sutiles, de modo que hasta los muros que tocaban ya no eran los mismos.
—Tú nos vengarás, entonces. —Desde el suelo habló Hécuba—. La hija de Príamo será la que le vengue, ninguno de sus muchos hijos lo hará. —Un sonido rasposo, como de hojas empujadas por el viento, era su risa—. Los dioses se divierten.
—Madre. —Polixena levantó a Hécuba, la abrazó.
—¿Así que ya sabemos quién ha perecido y quién vive aún? —preguntó Hécuba.
—Ninguna de nosotras está viva —dijo Ilona.
Hécuba miró a su alrededor.
—¿Dónde está Andrómaca?
Una por una, sus hijas menearon negativamente la cabeza.
—No la hemos visto.
Ni yo tampoco.
Nos alimentaron con unas gachas de cebada que sacaron de una olla común, y nos hicieron dormir en el suelo. Nos echamos y pasamos la primera noche sin Troya. Ocasionalmente, cuando soplaba el viento, olía a cenizas y a humo entre las telas de la tienda. Pero los vientos reinantes eran los del norte, y venían limpios.
Los soldados llegaron y separaron a las mujeres; nos llevaron a la familia de Príamo y a mí afuera, y nos empujaron hacia una casita de madera más sólida que se encontraba al final de la fila de barcos. En el exterior habían colocado unos bancos y unos taburetes que estaban llenos de mirones.
—Ésta debe de ser la subasta —murmuró Ilona, con la cabeza gacha. No miraba a los hombres que se retorcían en sus asientos como niños.
No me subastarían a mí. Menelao me habría reclamado seguramente. ¿O me entregaría a un esclavo, como venganza? No importaba. Él no podía saber que a mí ya todo me daba igual. Yo había muerto con Paris, había muerto en Troya. Y un esclavo al que nunca había visto sería más fácil de soportar que Menelao, con su lista de agravios.
Nos hicieron sentar en fila. Luego pusieron a Hécuba la primera, como reconocimiento de su antiguo estatus.
Un anciano se levantó para presidir aquello. ¡Néstor! Mis ojos se pasearon por el grupo de líderes a quienes conocí hacía tanto tiempo, y los contemplé a todos de nuevo: Agamenón (el asesino de niñas), Odiseo (el mentiroso), Diomedes (otro mentiroso), el pequeño Áyax (el violador), Calcas (el traidor). Una banda de alegres forajidos. Otros, culpables sobre todo de asociación con ellos, eran Idomeneo (antes un buen hombre, ahora…), Menelao y el propio Néstor.
Néstor levantó las manos, tan delgadas y arrugadas que parecían cortezas de roble secas. Hizo girar su escuálido cuello y miró a lo lejos, en la distancia. Pero su cabeza estaba bien alta, y sus ojos todavía eran oscuros y orgullosos.
—Troya ha desaparecido —dijo, mirando hacia el lugar donde estaba. Ahora las columnas de humo no eran más que jirones que se alzaban tristemente hacia el cielo. Hasta el humo muere, y cuando lo hace, la desaparición es completa—. Lo que queda de ella está ante vosotros, para que dispongáis a vuestra voluntad: las encantadoras mujeres y el botín en la playa. Es muy adecuado que nos reunamos aquí, en la casa de nuestro mayor guerrero, Aquiles, para llevar a cabo el… reparto de bienes troyanos.
«Bienes troyanos». Eso éramos nosotras, pues.
—Y la reina de Troya debe ser la primera. —Señaló hacia ella—. Como tú, señora, yo soy viejo. Sin embargo, esperamos obtener el respeto de los más jóvenes, en memoria de lo que fuimos. —Miró a su alrededor—. ¿Qué hogar le dará la bienvenida?
Odiseo se levantó.
—Ella viene conmigo. Vivirá en Ítaca.
Hécuba profirió un extraño sonido.
—¿Esa isla rocosa, al oeste de Grecia, tan lejos? Que mi tumba se halle aquí, mejor.
—Penélope te dará la bienvenida —insistió Odiseo.
—¿Cómo sabes que Penélope vive siquiera, y mucho menos que le dará la bienvenida a nadie…, ni siquiera a ti? —gritó de repente Casandra—. ¡Presumes demasiadas cosas! Pero ése es tu carácter.
Odiseo gruñó, y luego hizo un gesto a Agamenón.
—No te lo tomes a mal, pero ella es tuya, así que hazla callar.
Agamenón se puso de pie. Era la primera vez que le veía de cerca, y separado de los demás. Los años le habían erosionado, como a un oso cuyo pelaje está ya moteado y desvaído. Todavía era peligroso, todavía tenía fuertes garras y dientes, y unos ojos penetrantes y codiciosos, pero ya había pasado el apogeo de su fortaleza. Quizás eso le hiciera más malvado aún, y por tanto más amenazador.
—Como digas —murmuró. Agitó la mano y sus guardias cogieron a Casandra y la arrastraron hacia la casa de Aquiles.
Violento, Néstor continuó.
—¿Y esta bella hija de Príamo, Laódice?
Un hombre a quien no reconocí la reclamó. La siguiente fue Ilona, y otro hombre desconocido la pidió para sí.
—Y ahora la antigua reina de Esparta —resonó la voz de Menelao—. Oigamos sus crímenes antes de restituirla a su legítimo propietario. Después de todo, nosotros dejamos nuestros hogares, luchamos y sufrimos muchos años por su crimen. ¿Por qué? Porque vosotros sois hombres honorables, y mantuvisteis vuestra promesa sobre el caballo sacrificado hecha hace tanto tiempo, con gran coste para vosotros mismos. Y ahora mirad los caballos esparcidos por la llanura de Troya. Esta guerra empezó con un caballo sacrificado, y ha acabado con muchos caballos sacrificados…, uno de madera y rebaños de bellos animales troyanos. —Se adelantó y me miró fijamente a los ojos.
¿Había mirado alguna vez aquellos ojos con amor? ¿Había sido así alguna vez, de verdad?
—¡Dejad que recite sus abominaciones! —dijo, regodeándose—. Primero, ella…
—Te ahorraré la molestia —dije. No podía soportar oír su auto-glorificación, que tenía tan ensayada—. Yo misma las recitaré, porque sé muy bien lo que vas a decir. Así puedo responderlas al mismo tiempo, y acabar con todo el asunto rápidamente. Porque sabemos cómo acabará esto, que no es más que una ceremonia.
Si Menelao me hubiese conocido de verdad, habría esperado aquellas palabras de mí, pero el pobre hombre se quedó sin habla, como yo pretendía. Me adelanté y me quedé en pie ante toda la concurrencia. Un centenar de ojos me miraron hambrientos.
—Primero, como había empezado a decir Menelao, abandoné mi hogar en Esparta con el príncipe de Troya, Paris. Me fui por voluntad propia, no me raptaron…, como algunos aseguran. No me llevé tampoco ningún tesoro conmigo, como afirman otros, sino unos pocos artículos que eran de mi legítima propiedad, y sólo debido a las prisas y a la confusión. No los usé para enriquecerme, sino que los dediqué a Atenea en Troya, y el resto se lo entregué a Príamo. —Me detuve para recuperar el aliento. Había tanto silencio que la respiración resonó con fuerza—. El único crimen que cometí —continué—, y que nadie aquí tiene el poder de castigar o perdonar, fue abandonar a mi hija. Por ese crimen, sólo ella puede pronunciar un juicio sobre mí. Cuando me enfrente a ella, le suplicaré que me perdone.
Entonces Menelao volvió a la vida.
—¡Nunca te perdonará! ¡Te odia! Me ha dicho muchas veces cuánto te desprecia y espera que te mate cuando finalmente te ponga las manos encima.
Probablemente decía la verdad. Menelao nunca había sido un mentiroso, a menos que aquellos años con Odiseo le hubiesen contaminado.
—Me someteré a lo que ella decida —dije.
—¡No tendrás elección, perra adúltera!
Miré a la audiencia, más allá de él.
—Debería preguntarme por qué un hombre que se llama a sí mismo hombre podría desear a una perra adúltera como esposa.
Eso les hizo reír, como yo bien sabía. Menelao podía soportar cualquier cosa menos que se rieran de él.
—No he dicho que te quisiera como mujer, sino como prisionera. Y como tal regresarás a Esparta.
Prefería ser su prisionera que su esposa. Pero eso no me ponía a salvo de sus atenciones.
—¿Vive todavía mi padre? —Tenía que saber adónde regresaba. Debía de haber algo allí, algo.
—Sí. ¿Quién crees que ha estado gobernando allí todos estos años?
—¿Y Micenas? ¿Y Pilos? ¿E Ítaca? Con todos esos reyes ausentes…, ¿quién ha gobernado en su lugar? Orestes y Telémaco eran niños cuando os fuisteis, y los hijos de Néstor han venido con él a Troya. ¿Qué ha ocurrido en Grecia mientras vosotros estabais fuera?
—¡No lo sabemos! —gritó Odiseo, sintiéndose amenazado de pronto—. Los mensajes son pocos…, la distancia…, realmente, no lo sabremos hasta que desembarquemos.
—Así que tú vendrás con nosotros y te sorprenderás junto con todos nosotros al ver lo que nos espera —dijo Menelao—. Feliz vuelta a casa, puta desvergonzada.
Me aparté a un lado para dirigirme a los hombres.
—De nuevo vuelvo a preguntaros qué hombre de honor querría…
Menelao me agarró por los hombros y me sacudió tan fuerte que las horquillas que me sujetaban el pelo se cayeron.
—Una puta con el vestido manchado de sangre, de la sangre de los hombres a los que has matado, una asesina también, como la que más. Yo te lo diré, señora, yo te lo diré: ¡un hombre que busca venganza! —exclamó, y volvió la cara hacia sus hombres—. Y la tendré, la tendré cuando vuelva a Grecia, cuando ella se encare con el pueblo que ha sufrido tanto porque nosotros hemos tenido que venir aquí…
—¡Así que después de todo te has convertido en un mentiroso! —grité—. No he matado a nadie. Si miles de personas han perdido su vida, han muerto por tu patético orgullo herido. Y en cuanto a la sangre de mi vestido, es una sangre simbólica…, una gota por cada diez vidas. Pero mira, se limpia solo… lo he probado, y entonces me he dado cuenta de que no era sangre de verdad, sino sangre mágica… ¡Tan limpio como no estarán nunca tus manos! ¡La verdadera sangre no se va sola!
Vi que su rostro se tensaba en su lucha por contener su ira. Finalmente, bajando la cabeza, dijo:
—Llevadla a la casa con las demás.
Me arrastraron al oscuro interior de aquella estructura, donde pude adivinar las formas agazapadas de las mujeres cautivas. La casa olía a moho, a humedad, y estaba mal iluminada. Cuando mis ojos se acostumbraron, vi un catre y varios bancos abombados, junto con unos baúles. La única cosa que estaba cuidada en la habitación era un pedestal con una túnica colocada encima, un anillo de oro y un cuchillo colocado cuidadosamente encima.
Oí unos leves sollozos que procedían de las mujeres, no desesperados ni angustiosos, sino de una tristeza cansada. No les quedaba la suficiente fuerza vital para quejarse en voz alta. La caída de Troya lo había absorbido todo…, o eso pensaba yo.
—¡Esta casa vil y apestosa! ¡La tienen como santuario de Aquiles! —escupió Hécuba—. «Él» vivía aquí, por eso es sagrada. Y pensar que mi Príamo vino aquí, se sentó aquí, y suplicó por el cuerpo de Héctor. ¡Oh, Príamo! ¡Tú también miraste estas feas paredes!
—¿Qué son todas estas cosas estúpidas? —dijo Laódice, normalmente siempre calmada, dando patadas al pedestal.
—Es su forma de adorarle —dijo Casandra—. Ésta es su túnica. Éstos deben de ser su anillo y su cuchillo.
—Señoras. —Una discreta voz masculina nos interrumpió—. Reinas y princesas.
Qué educado anunciar su presencia para advertirnos, aunque lo que decía no podía alterar en modo alguno nuestro destino.
Se adelantó. No era joven, aunque su voz sí lo era.
—Soy Filoctetes —dijo—. Me han enviado aquí a…
No oí nada más. Filoctetes. El hombre que había matado a Paris. Era de mediana estatura, con el cuerpo recio, de brazos musculosos y con un aire digno.
Luchaba por respirar, intentaba tranquilizarme. ¿Dónde estarían sus flechas, sus flechas mortales? ¿Su veneno? ¿Su aljaba? La flecha que había apuntado a Paris sólo le había rozado, pero era terriblemente mortal.
—¿Dónde están tus armas? —le pregunté. Mi voz sonaba tan baja que pensé que tendría que repetir mis palabras.
—Señora Helena —dijo—, lo único que puedo decir es que la guerra es la guerra. Al menos yo era un enemigo. Encontrar la muerte a manos de un aliado o un compañero es mucho peor. Lo sé; «ellos» me dejaron solo para que muriera. Sólo cuando me necesitaron vinieron a buscarme.
—¡Esos viles griegos! —exclamé—. ¡La verdad y el honor no se hallan entre ellos!
—Pero yo estaba juramentado con ellos. No podía unirme a los troyanos. Así que…
Una idea loca penetró en mi cabeza. Cogería una de sus flechas, me haría un arañazo, moriría como había muerto Paris.
—Pero tus armas mortales —dije—, ¿dónde las has guardado?
—A salvo —dijo él—. Las flechas de Heracles deben permanecer guardadas para no herir a personas inocentes.
Si pudiera poner las manos en ellas… Y en cuanto a lo de los inocentes…, ¿quién puede determinar quiénes lo son?
—Aparta esas ideas de tu mente, señora —dijo él—. Muchos buscan esas flechas para causar grandes sufrimientos. Lamento el día en que encendí aquella pira y las heredé de Heracles. Él me entregó una carga intolerable.