El patio exterior era ya una masa oscilante de gente, sombras oscuras que saltaban arriba y abajo, fantasmalmente iluminadas por las antorchas que llevaban los griegos, una visión grotesca de una festividad nocturna. En lugar de flautas y cánticos se oían gritos y lamentos; en lugar de vino, corrían los chorros de sangre roja; en lugar de acróbatas, la gente se retorcía, desesperada, intentando escapar.
Los perros corrían entre la multitud, aullando y mordiendo, y los caballos, escapados de sus establos, iban trotando, pisando a los muertos con sus cascos y aplastando a los vivos. Me pareció oír estruendos resonantes cuando los dioses se enfrentaban, Poseidón rugiendo, las olas que se estrellaban contra la base de Troya, Zeus que enviaba su mortal relámpago. Pero no era nada más que el sonido de la angustia humana.
¡El palacio de Príamo! Envuelto en un mar de gente, sus guardias protegían valientemente las puertas contra los que las golpeaban, intentando abrirse camino a la fuerza, como si su rey pudiese salvarlos. Los griegos los persiguieron y los atravesaron con lanzas y espadas. Arriba, en el tejado, los guardias soltaban las tejas y las arrojaban hacia sus asaltantes; hicieron caer a algunos, pero la mayoría de los griegos se rieron ante aquellos proyectiles tan poco eficaces.
Detrás de mí, oí chillidos cuando los troyanos se volvían hacia los griegos junto al templo. Vi, apenas, porque estaba muy oscuro y me encontraba al otro lado del patio, a algunos griegos que intentaban trepar de nuevo al interior del caballo. Incapaces de subir por las cuerdas con la suficiente rapidez, fueron asesinados por los troyanos y cayeron pesadamente en la base del caballo.
Entonces, los soldados se arrojaron contra la puerta del palacio; los guardias habían quedado derrotados. La puerta se tensó, y aunque la madera se curvó un poco, resistió. Luego, un soldado griego se colocó delante de los demás y los detuvo.
—¡Parad! —gritó. Su voz se rompió…, en realidad, parecía que apenas había alcanzado el timbre de un adulto—. ¡Yo abriré esta puerta!
Se volvió y levantó los brazos, y los soldados obedecieron.
En el tumulto, me sentí asombrada de ver que alguien pudiera ver algo u obedecer. Era un hombre alto y esbelto. Confirmé mi impresión de que era de una extrema juventud. Llevaba un casco que le oscurecía el semblante, pero su cuello era delgado y su torso largo, con las piernas y los brazos casi desgarbados. Llevaba un escudo gigantesco, labrado intrincadamente y con gran arte. Los grabados captaban la escasa luz y revelaban su fina manufactura. Aquél era el escudo de alguien que confiaba que nunca sería capturado, ¿quién si no llevaría un objeto tan valioso a la batalla?
Aquiles. El escudo de Aquiles. De repente, supe a quién pertenecía. Aquél era Neoptólemo, su hijo. El adolescente. La última de las profecías para la caída de Troya se había cumplido ya.
—¡Aparta, viejo! —estaba chillando.
«¿Qué edad tienes, niño? —le pregunté, silenciosa—. ¿Quince años quizá? No pueden ser más».
El chico cogió algunas antorchas encendidas de los soldados y las lanzó hacia el tejado, y acertó a varios defensores, que cayeron de sus sitios.
—¡Golpead de nuevo! —dijo, dirigiéndose hacia sus soldados.
Ellos, obedientemente, corrieron de nuevo a la puerta, que esta vez crujió y se astilló.
—¡Dejadme, dejadme! —Neoptólemo saltó hacia la puerta y soltó sus bisagras, aunque el auténtico trabajo lo habían hecho otros—. ¡Yo lo conseguiré! —chilló—. ¡Seguid aquí! —ordenó a los hombres—. Entraré solo. ¡La gloria será mía!
Debía de tener una guardia muy leal, porque impidieron entrar a los otros griegos mientras él entraba. Parecía preocupado solamente de que ningún otro guerrero pudiera robarle su gloria; la multitud aterrorizada, inconsciente, y yo con ellos, corrió adentro, sin obstáculos.
Lo primero que me sorprendió fue lo tranquilo que estaba el patio interior. Las hileras de árboles y las flores en sus macetas estaban colocadas ordenadamente, proclamando aún que la vida era pacífica. Las puertas de los apartamentos pertenecientes a los hijos e hijas de Príamo estaban cerradas; todavía se hallaban intactas, con su latón y sus ornamentos pulidos, que reflejaban las antorchas de aquellos que venían a destruirlos.
Me aparté de la multitud y corrí ante todos ellos. Casi alcanzo a Neoptólemo, pero no quería que él me viera y me cogiera. De modo que le seguí sigilosamente, escondiéndome en las sombras.
Al final del patio, en el altar del Zeus de los tres ojos, vi gente reunida. Me agaché detrás de una de las macetas y atisbé entre las ramas para ver quiénes eran. Detrás de mí oía el estruendo de la gente que empujaba hacia delante.
Hécuba. Estaba de pie ante el altar, abrazada a sus hijas, que se acurrucaban a ambos lados de ella. Allí estaban Polixena, Laódice e Ilona. Los ojos negros de Hécuba recorrieron el patio en busca de adversarios, preparándose para enfrentarse a ellos.
Neoptólemo dio un salto hacia delante y aterrizó casi a sus pies. Se quitó el casco y las miró.
—Tú debes de ser Hécuba —dijo, acercando su rostro al de ella—. Y tú, ¿quién puedes ser tú? —preguntó, y rápido como la lengua de un lagarto, sacó la espada y la apoyó en la garganta de Polixena.
—Polixena —gritó ella.
—A mi padre le gustabas —dijo él—. Quizá todavía pueda tenerte. —Su voz aguda de jovenzuelo helaba la sangre, con su ignorancia y su falta de remordimientos—. ¿Y vosotras? —dijo a las demás.
Temblando, ellas le dijeron sus nombres.
Justo entonces, llegó corriendo Príamo, plenamente armado. Había estado trasteando en las sombras, atándose las correas del peto y la espada, y ahora lanzó una estocada a Neoptólemo, aunque falló.
—¡Viejo! —Neoptólemo parecía encantado—. ¡Así que me atacas! ¡Tú debes de ser el rey Príamo! ¡Qué estupidez pensar que puedes oponerte a mí!
—Eres un niño cruel y estúpido —intervino Príamo—. Un reflejo pobre y vacilante de tu padre. Yo le conocí, hablamos de hombre a hombre. Él habría respetado a los viejos y a los débiles. Mira en tu corazón para verle. Sé digno de él —dijo, y rodeó a Neoptólemo.
El joven lanzó una fea risotada y se volvió, manteniendo a Príamo siempre a la vista.
—Mi padre tenía un rasgo esencial: ganar, cubrirse de gloria, vencer a sus enemigos.
Príamo se detuvo, se enfrentó a él.
—No hay gloria alguna en vencer a enemigos ancianos o indefensos.
—Un enemigo es un enemigo. Muchas serpientes venenosas son pequeñas y aparentemente inofensivas.
—Los hombres no son serpientes.
—¿Ah, no? Los hombres son peores. Una serpiente sólo mata cuando se siente atacada, cuando alguien se interpone en su camino o irrumpe en su madriguera…, pero los hombres…
Príamo, entonces, se alzó con toda su estatura y, por un instante, se convirtió en aquel Príamo que vi por primera vez.
—¿Y no estás haciendo tú eso mismo? ¿No debo defenderme yo como haría una serpiente venenosa? Sin embargo, eso no significa que sea peligroso y deba ser destruido. Ten misericordia de mi nido, de mi esposa y de mis hijos.
Neoptólemo se echó a reír.
—Suplica a tus dioses y despídete.
En ese preciso momento, uno de los hijos de Príamo salió del lugar donde había estado escondido, agazapado.
—¡Muere, griego! —gritó. Su voz era más aguda aún que la de Neoptólemo.
Era Polites, el hijo más joven de Príamo después de Polidoro. Neoptólemo giró en redondo y le atravesó con una espada: un niño matando a otro. Polites cayó al suelo sin vida; Príamo resbaló en su sangre al precipitarse a atacar a Neoptólemo con las manos desnudas. Un ululante grito de guerra resonó en su vieja garganta. Agarrándolo, Príamo cerró su presa sobre la garganta del joven, y lo siguió sujetando mientras éste caía hacia atrás. Por un instante, ambos rodaron y forcejearon, la cara de Príamo contorsionada por el esfuerzo de apretar tan fuerte.
Pero, entonces, Neoptólemo se alzó como una fuerza inexorable, arrastrando a Príamo con él. Con un brazo sujetó a Príamo y con el otro levantó la espada.
—¡Adiós, viejo! —dijo, con fingido afecto, mientras abatía su espada y cortaba la cabeza de Príamo.
La cabeza voló y se alejó rodando, mientras el cuerpo se derrumbaba junto al altar de Zeus y la sangre brotaba a borbotones. La cabeza acabó quieta y mirando hacia arriba, con los ojos llenos de horror, contemplando los regueros de su propia sangre que manchaban el monumento.
Hécuba corrió hacia Neoptólemo e intentó arrancarle los ojos, pero era todavía más débil que Príamo. Él la apartó con facilidad, de modo que se dio un golpe en la cabeza en la base del altar y quedó allí echada junto a su marido. Polixena cayó de rodillas y abrazó a su madre y a su padre. Neoptólemo se inclinó y la levantó agarrándola por el pelo y tirando hacia atrás.
—¿Cuál eras tú? —susurró—. El viejo Príamo tenía tantos hijos e hijas, ¿les ponía nombre o qué? Bueno, ¿y qué más da? ¿Para qué sirve tener cincuenta hijos y doce hijas? Ninguno será recordado en todos los tiempos con la misma fama del hijo de Peleo, mi padre. ¡O la mía, la del único hijo de mi padre!
—¡Patético fanfarrón! —gritó Polixena—. Nadie recordará tu nombre. Nadie puede pronunciarlo siquiera. Hasta el mío resonará mucho más tiempo y con más fuerza que el tuyo.
Sonriendo como una calavera, Neoptólemo la agarró por los brazos.
—¡Ah, sí, ya me ocuparé yo de eso! —Hizo señas a uno de sus hombres de que se la llevara—. ¡A los barcos! —ordenó.
El cuerpo de Polites yacía en un charco de sangre. Príamo estaba caído en el suelo, con la sangre aún brotando de su cuello; llegaba a la de su hijo como si fueran dedos, y ambas se tocaron y se mezclaron, y se convirtieron en una sola.
Yo no me atrevía a moverme. No podía hacer nada para ayudar a Hécuba y a sus hijas hasta que Neoptólemo las dejase. Si me veía, me capturaría y me enviaría también a los barcos. Las hojas del arbusto que me ocultaban temblaron. De no haber sido por la oscuridad, y si Neoptólemo hubiese sido más cuidadoso, me habría visto. Pero tal y como estaban las cosas, me agaché y recé para que se fuera.
En aquel extraño momento, noté un roce en el hombro, un toque en el pelo. «¡Me han visto! ¡Me han descubierto!», pensé, aterrorizada. Pero el toque era muy suave. Levanté la vista y vi una forma en las sombras. No podía estar segura de lo que veía, y al levantar la mano, sólo encontré el aire. Pero el contacto había sido real.
«Hija mía». La voz susurraba en mi oído, aunque el patio estaba lleno de gritos. De algún modo la oía por encima, o por debajo, de los espantosos sonidos que me rodeaban.
«Sí —dije en mi mente—. Estoy aquí. Tu sierva está aquí».
«No eres mi sierva, sino mi hija».
¿Mi padre? ¿Zeus?
Una suave risa.
«Sólo eres mi hija en cierto sentido. Yo te adopté. Eneas es el hijo de mi cuerpo, pero tú eres la hija de mi esencia, mi ser».
—¿Afrodita? —susurré.
«Sí. Estoy aquí para garantizar su seguridad. Ya he conducido a Eneas para que dejase Troya, y ahora te guiaré a ti. Deja este lugar de muerte, encuentra tu camino hacia los barcos. Vosotros dos seréis los únicos en sobrevivir a la caída de Troya sin daño alguno. ¡Os lo prometo!».
No pensaba irme con los griegos, y lo dije de nuevo en mi mente. ¡No iría a los barcos!
«Querida hija, dentro de un breve tiempo toda Troya se derrumbará, arderá y caerá. Si esperas vivir, tienes que salir de entre estos muros. Si decides morir, sea. Los mortales siempre tienen esa elección. A veces la buscan. No lo comprendo, pero eres libre de hacerlo».
Hécuba murmuraba, rodando a un lado y a otro e incorporándose sobre los codos en el charco de sangre. Laódice se levantó y agarró a su madre, y la apretó contra sí. Volvió la cabeza de su madre para que no viese lo que yacía a su lado, y le cubrió los ojos.
Los guerreros llegaron en tromba; las órdenes de Neoptólemo habían conseguido retenerlos sólo un breve tiempo. Cayeron sobre todo lo que había a la vista, atacando las plantas de las macetas y los bancos como si fuesen soldados enemigos. Hécuba, el altar y sus hijas se desvanecieron ante la masa de gente.
Me alejé a gatas, todavía protegida por las plantas. Vi que algunas ardían, unas urnas volcadas, y supe que el precioso jardín de Andrómaca había desaparecido. Pero su corazón debía de haberlo abandonado por temas mucho más serios hacía mucho tiempo.
Cuando llegué al patio exterior, éste ya estaba lleno de artículos saqueados: mesas de tres patas vueltas del revés, calderos de bronce, baúles de madera, tableros de juego de marfil, cabeceros de cama. Fui medio a rastras, medio agazapada entre las pilas del botín, y salí del palacio. Jadeando, me incorporé en las puertas y vi la conflagración ante mí.
La ciudadela entera ardía. El palacio de Héctor estaba en llamas, como el mío y como el templo de Atenea. Hasta el caballo ardía. Las llamas lamían ya sus recias patas y crujían en torno a su vientre…, el vientre que había arrojado la muerte a Troya.
Corrí por la calle que conducía abajo, a la ciudad. Esas casas todavía estaban intactas, pero la calle estaba repleta de gente que chillaba.
—¡Por aquí, por aquí! —gritaba un hombre, intentando dirigir a la multitud—. ¡Guardad orden! —Sus ojos estaban cegados, incapaces de ver lo que estaba ocurriendo en realidad.
Una mujer bien vestida salió de su casa ajustándose el velo.
—¿Qué es toda esta confusión? —preguntó, sorprendida—. Buena gente, volved a la cama. —Se volvió y dijo—: No deberíais perder el sueño. No es bueno estar despiertos cuando el cielo está oscuro. —Suavemente se volvió y entró de nuevo—. Bueno, lo he intentado —dijo. Sus ojos estaban fijos, perplejos. Una risa chillona la siguió, flotando en el aire.
Casi me tiran al suelo mientras iba corriendo por la calle. Oí un chillido cuando alguien saltó desde el tejado del templo y cayó en un pozo de llamas. Atenea no lo había salvado. ¿Por qué iba a creer yo que Afrodita podía salvarme a mí?
Más gente saltaba desde las murallas y se desvanecía en la oscuridad y en las llamas. Un troyano bajaba por la calle, empujando a los demás con su escudo, pero ya estaba muerto, completamente ajeno a lo que estaba ocurriendo y a lo que le rodeaba. Ningún sonido o grito captaba su atención. Iba avanzando paso a paso, como una estatua.
Miré hacia atrás y vi a tres personas que saltaban directamente hacia las llamas desde una de las torres, cantando y cogiéndose de las manos. ¿Eran una familia o unos amigos de última hora? Los cánticos se detuvieron y fueron reemplazados por gritos cuando llegaron al fuego, que se alzó brevemente mientras los engullía. Luego cayó formando una bola.
—Por aquí, por aquí. —Dos hombres dirigían a la gente hacia la ciudad inferior—. Salid por la puerta y corred hacia el monte Ida. —Se inclinaron ante mí—. Buenas noches, señora —dijeron, sonriendo.
—¡Huid! —grité—. ¡Abandonad esto!
—Alguien debe dirigirlo —dijo uno de ellos—. Es importante.
—Pero ¡moriréis! —grité.
—Todos moriremos —replicó—. Sólo es cuestión de cómo y de con cuánto honor.
—Los griegos no os concederán honor alguno —dije, pasando a su lado.
—No son ellos quienes tienen que concederlo. Debemos garantizarlo nosotros mismos. —Volvió la cabeza—. Por aquí, por aquí —continuó dirigiendo a los que iban detrás de mí.
Así el honor y la civilización de Troya resplandecieron valientemente en aquellos últimos momentos antes de quedar extinguidos para siempre.
Más abajo, en la ciudad, en las casas que no ardían aún, la gente corría llena de terror. Algunos estaban en los tejados y tiraban tejas. Otros resistían por última vez, luchando irracionalmente contra los soldados griegos y contra todo el que se interpusiera en su camino. Algunos usaban objetos como armas, y salían de sus casas arrojando muebles, vasos, maderas, con los que golpear a sus enemigos. Los griegos paraban los golpes con facilidad, los apartaban y los mataban, dando mandobles como locos, cortando miembros y cabezas, todo lo que se ponía a su alcance. Los heridos se alejaban a rastras y acababan pisoteados, y los que habían perdido la cabeza yacían sangrando en medio de la calle, dejando las piedras pegajosas.
Las llamas se alzaban muy altas en la ciudadela. Desde una gran distancia, por encima de las murallas, veía el fuego reflejado en el estrecho, el agua teñida con el color del ocaso. Luego empezaron las llamas también en la parte central de la ciudad, y la gente salió dando tumbos de sus casas, atragantados por el polvo mezclado con el humo, y eran asesinados nada más salir. Los edificios, mucho más pequeños y débiles que los de piedra de la cima, empezaron a caer casi de inmediato: los gritos procedentes de su interior relataban lo que les estaba ocurriendo a los que se escondían allí. Las llamas rojas y vacilantes bañaban los muros de ladrillo de aquellas casas modestas con un tono sangriento, como si resplandecieran desde el interior.
¡Debía abandonar la ciudad, huir! Pero me estaban empujando y golpeando por todas partes, me arrastraba la multitud que se arrojaba contra los muros y las casas como las poderosas olas de Poseidón. El estruendo era ensordecedor. Pensamos en el fuego como algo tranquilo, pero, en realidad, crea un tremendo sonido rugiente, como un dragón marino, y los gemidos de los edificios que se derrumban ahogan hasta los gritos de los heridos.
Abajo, abajo, hacia la parte inferior de la ciudad interna. Me vi arrastrada junto a un edificio al que parecía que nada le había ocurrido. Su puerta exterior estaba bien cerrada, y no había marca alguna en ella. De pronto se abrió y salió por ella una mujer elegantemente vestida, sujetándose el manto delicadamente para no mancharse con la suciedad de la calle. Miró a un lado y a otro, arrugando la nariz. Luego se sumergió entre la multitud y desapareció. Estaba claro que se encontraba completamente conmocionada.
¿Tendría a sus hijos dentro? ¿Los habría abandonado? Atisbé un momento el oscuro interior, pero no pude ver nada. Me arranqué con esfuerzo de la prisión de los cuerpos que me rodeaban y me llevaban consigo como un trozo de madera flotante e inútil, y entré en la casa. Aterricé de rodillas en el patio delantero, pero no vi nada. Sin embargo, olía el humo. Había fuego en la parte de atrás; la casa no quedaría intacta, después de todo.
—¿Hay alguien ahí? —llamé, en dialecto troyano, lo mejor que pude—. ¡Estoy aquí para ayudar! —Si había niños dentro, quizás estuviesen escondidos debajo de una mesa o agazapados bajo la cama, pensando que así podían protegerse del fuego o de los soldados—. Debéis decírmelo. ¡No es seguro quedaros donde estáis!
Ya estaba de pie, tambaleándome ciegamente por el mégaron y sintiendo el calor del fuego fuera, en las paredes. Todo estaba oscuro en el interior.
—¿Estáis ahí? ¡Por favor, vengo a ayudar a vuestra madre!
Entonces oí un débil sonido. Luego se detuvo. Podían ser ratas o un perro.
—¡Niños! —grité—. ¡Por favor, llamadme en voz alta! ¡Ayudadme a encontraros!
De nuevo, un ligero ruido. Pero podía ser cualquier cosa, el mismo fuego. Justo entonces cayó parte del tejado, y una masa de ladrillos se desplomó delante de mí, y casi me alcanzó. El polvo se elevó en una nube espesa. Las llamas resonaron con fuerza, felices de encontrar por fin una vía fácil para coger aire.
Durante un momento hubo luz, una luz espantosa, que venía del fuego. Pero vi un cuerpo caído junto a una mesa, con las piernas extendidas, las suelas de los zapatos vueltas hacia arriba. Era un hombre. ¿El marido de aquella mujer? Todavía tenía cogido un cuenco de vino, pero su superficie estaba empañada con polvo, e hilillos de sangre corrían hacia él, y se mezclaban con la bebida. ¿Estaría recibiendo a algunos amigos cuando el horror de un derrumbamiento temprano cayó sobre ellos? En las sombras vi otros cuerpos.
—Si hubiera sido veneno —susurré—, habría resultado más misericordioso.
Unas vigas carbonizadas atravesaban los cuerpos en el lugar donde el tejado se había derrumbado. Así que la mujer había sobrevivido y había acabado saliendo como sonámbula a las calles. Pero ¿habría niños?
—¿Estáis ahí? —volví a llamar; rodeé la habitación derruida y penetré más allá, en la casa. No me atreví a ir más lejos, porque toda la estructura era peligrosa.
Una vocecilla muy débil llegó hasta mí, luego unos ruidos, y dos niños pequeños salieron a gatas en la oscuridad.
—¡Madre, madre! —gemían. No sabía si eran niños o niñas, tan acurrucados y sucios estaban. Se agarraron a mis piernas.
—Está fuera —dije—. Fuera. —Los abracé a los dos y los llevé hacia la entrada—. ¿Hay alguien más escondido?
—No —dijo uno de ellos, que empezó a sollozar.
Les hice correr hacia la puerta; sin embargo, de repente, un enorme rugido sacudió el edificio: las paredes temblaron y cayeron hacia dentro. Los niños fueron arrancados de mis manos, quedaron perdidos entre los escombros. Tenía las manos sujetas bajo montones de piedras, estaba atrapada. Los niños estaban en algún lugar por allí, pero no los veía ni los oía.
No pensé en mí misma, que también estaba atrapada pero que podía respirar y ver. Por el contrario, grité y los llamé. Luego noté una mano en mi hombro.
¿Afrodita? Ella decía que yo sobreviviría a la caída de Troya. ¿Estaba allí para protegerme? Me volví y vi el rostro de Menelao.
¡Menelao! ¡Le temía más aún que al fuego!
—¡Aquí estás! —gritó—. ¡Ya te tengo! —Se alzaba ante mí, deleitándose con mi captura—. Te he visto entrar aquí. Y he pensado que te había perdido. —Tiró de mis brazos—. Estás bien metida ahí, ya lo veo. —Miró hacia el tejado—. Y también veo que está a punto de caer. —Se arrodilló y empezó a excavar en los escombros que me aprisionaban. Luego se detuvo y se incorporó—. Podrías haber muerto aquí como una perra, si no te hubiera seguido —dijo.
—Los niños ya han muerto —le contesté.
Deseaba haber muerto yo en su lugar. No podía creer que Menelao estuviese allí…, una aparición espantosa. No podía pensar en otra cosa que en aquellos dos niños, que habían estado tan cerca de escapar y luego habían muerto. Y yo también…, tan cerca y ahora de nuevo atrapada en sus garras.
—Es mejor así —dijo, con brusquedad—. Una vida de esclavitud no es vida, y a eso era a lo que se enfrentaban.
Y era también a lo que me enfrentaba yo.
Gruñó al sacar mis brazos y mis manos.
—¡Debemos huir!
Tiró de mí y ambos salimos de la casa, que acabó por derrumbarse entre una nube de humo y llamas, madera y ladrillos.
Fuera, reinaba el pánico. Él me agarró y me empujó ante sí, llevándome por la calle estrecha.
—Esta vez vamos fuera, lejos de las murallas, a los barcos —dijo; agitaba el brazo arriba y abajo, con muecas de dolor, y vi que la sangre manaba de él. Al sacarme se había herido.