LXX

Una vez de nuevo en el interior, se echó atrás al darse cuenta de que estaba en los dominios de Paris. Me atrajo hacia sí de un tirón y me hizo salir de la habitación, doblándome el brazo dolorosamente a la espalda. Y así dejé el dormitorio que había compartido con Paris para no volver a contemplarlo nunca más.

—Hay mucho que hacer en Troya —murmuró.

—¿Más muertes? —Yo temblaba al preguntarlo. El broche rezumaba y notaba el frío de aquella humedad contra mi piel.

—Tantas muertes como no se han visto jamás, porque Troya es mayor y más rica que ninguna otra ciudad.

Bajábamos los escalones. Menelao iba tropezando en la oscuridad poco familiar. Pero mantenía firme su presa en mi brazo, empujándome hacia abajo.

Todo estaba silencioso en las salas de abajo; la gente dormía en el estupor de la borrachera, con las guirnaldas todavía enroscadas en sus cuellos. Algunos ostentaban vagas sonrisas, otros estaban adormilados, con la boca abierta. Menelao me conducía entre ellos, pasando a su alrededor.

Los empujé con los pies, gritando:

—¡Despertad! ¡Despertad! ¡Troya ha sido traicionada!

—¡Tú…! —Menelao me hizo dar la vuelta hacia él y me abofeteó el rostro. La sangre cálida goteó de mi nariz—. Otro sonido y… —Echó atrás el puño.

Los durmientes ya se movían.

—¡Dad la voz! ¡Los griegos están en las calles! —grité, antes de que él me golpeara tan fuerte que caí al suelo de rodillas.

Pero estaba libre. Protegida por la masa de gente, me alejé a gatas, confundida entre sus brazos y sus piernas, mientras Menelao se volvía a un lado y otro, impotente, buscándome con la escasa luz. Di las gracias por una vez por la presencia de todos aquellos extraños. Las xenia, las leyes de la hospitalidad que Paris había ultrajado bajo el techo de Menelao, me habían salvado entonces. Nuestros huéspedes no invitados fueron mi salvación.

Se habían despertado ya y se pusieron en pie.

—¿Griegos? ¿Griegos aquí? —gritaban.

—Han salido del caballo —grité—. ¡Del vientre del caballo! A las puertas. ¡Guardad las puertas!

Al oír mi voz, Menelao lanzó un rugido y cargó hacia el lugar de donde procedía. Pero de nuevo la oscuridad y la multitud me salvaron. Me arrojé hacia abajo y me dejé llevar con la marea humana hacia la calle, y salí del palacio con toda seguridad.

El caballo seguía erguido sobre el pavimento, con la trampilla que tenía en el vientre abierta y las cuerdas de escape colgando de ella. Ya estaba vacío, una vez entregada su carga mortal. Los griegos corrían por todas partes; sólo Menelao se había distraído al verme. Las calles estaban quietas y silenciosas como si yacieran bajo un hechizo. Corrí hacia las murallas y, mientras iba bajando, vi gente caída en los portales durmiendo la borrachera, murmurando llenos de placer por algún sueño nebuloso. Intenté despertar a todos los que pude, pero algunos todavía estaban demasiado borrachos y apenas podían moverse.

No debía de haber más de diez hombres en el caballo, y su tarea debía de consistir en escabullirse por las calles y abrir las puertas. Sus compañeros (que no se habían alejado en los barcos, sino que estaban escondidos en algún lugar cercano) entrarían entonces en tropel, con todas las fuerzas de su ejército.

Pero si las puertas resistían, los troyanos podían ocuparse de aquellos pocos griegos, acorralarlos en Troya, matarlos. ¡Las puertas debían seguir cerradas! Corrí bajando por las calles, con el frío aire de la noche abofeteándome el rostro que escocía en los lugares donde me había pegado Menelao.

Por encima de mí, se alzaba la puerta Escea, flanqueada por la Gran Torre. Estaba ominosamente oscura y tranquila. No vi centinelas de guardia. ¿También se habrían emborrachado hasta caer desmayados junto al caballo? Ah, pobre de Troya si lo habían hecho…

El enorme travesaño de madera estaba todavía en su lugar, descansando en su soporte. Pero no había nadie allí para protegerlo. ¡Ah, que hubiera alguien en la torre que estaba al lado! Pero mis golpes en la puerta hicieron eco tristemente y nadie la abrió.

La torre donde Héctor había rogado a Andrómaca que fuese valiente. Por primera vez agradecí que Héctor hubiese muerto, porque así no podía ver aquel vergonzoso momento, el momento en que sus compatriotas troyanos desertaban de sus puestos. ¿Qué importaba entonces que Héctor hubiese sido tan valiente, si se podía perder una ciudad con tal descuido?

—Helena.

Alguien salió de la oscuridad, pero no era un troyano. Un troyano me hubiese llamado «princesa Helena». Ése era un griego, que me llamaba rudamente por mi nombre. Otros griegos ya estaban allí también. No se habían entretenido, como Menelao.

Era Áyax, el desagradable y pequeño Áyax.

—No tienes por qué llamar. Ninguna llamada los despertará. Estaban sumidos en el estupor y nosotros hemos convertido en eterno su estupor. —Avanzó hacia mí con su pequeño rostro retorcido en un simulacro de sonrisa. Luego, de repente, se abalanzó sobre mí y me agarró—. Este premio es para Menelao —dijo, tan cerca de mí que pude oler su aliento—. Guardadla aquí —ordenó a los demás.

Un hombre joven y muy musculoso me puso las manos en los hombros.

—Con placer —dijo—. ¿Quién no custodiaría a Helena con el mayor placer? Áyax se rio.

—Puedes tomar placer de ella, ¿quién va a saberlo? No creerán nada de lo que diga. Menelao sabe que es una mentirosa.

El soldado me llevó a un lado. Oí el ruido que hacían los griegos detrás de mí, sus gruñidos cuando abrían el travesaño. La puerta empezó a crujir al abrirla.

Abierta. Abierta. ¡Troya estaba condenada! Chillé, pero el soldado me sacudió.

—Es demasiado tarde —dijo—. Ya no puedes detenerlo.

A diferencia de Menelao y Áyax, me respetaba de una forma cómica. Sus manos temblaban al sujetarme, y parecía dudar si empujarme o no.

—¿Cómo te llamas? —le pregunté.

—¿Por qué iba a importarte? —replicó. ¡Ah! Se sentía halagado al ver que quería saberlo.

—Para poder recompensar tu amabilidad, si alguna vez tengo ocasión.

—No la tendrás nunca —dijo él con brusquedad—. Tu poder se ha eclipsado. Cae junto con Troya.

—Pero ¿y si no es así?

«Presiónale, Helena —me dije—. Presiónale. Podría convertirse en tu único amigo entre los griegos».

—Sí, es así —insistía él—. Cuando los idiotas de los troyanos metieron el caballo dentro de las murallas, tu poder desapareció.

—Eso tiene que decirlo Menelao.

—Menelao te odia —dijo él—. Quiere matarte. Nos lo ha dicho. Y cuando te entregue a él, así lo hará.

Me esforcé por reír. La risa era algo tan extraño en esos momentos que le sobresaltó.

—Ya he visto a Menelao. Y no me ha matado. —Volví la cara para que la débil luz la iluminase y se viera mi nariz—. Me ha pegado. Pero me llevará de nuevo con él. No me hará ningún daño. —Cogí aire con fuerza—. Quiere conservarme.

—Mi nombre es Leos —dijo finalmente.

—Muy bien, Leos. Te recordaré cuando vuelva a Esparta

«¡Volver a Esparta! ¡Que eso no llegue a pasar nunca!».

—Gracias, señora.

Qué joven era. Tan joven como Paris, como yo misma fui. Aquella inocencia y aquella emoción habían desaparecido para siempre, para mí. No me quedaba otra cosa que astucia, estrategia, perseverancia: los dones de la edad y de la desilusión.

Me dejó sin custodiar, me soltó junto a las murallas y me sonrió. Pensó que ya me habían golpeado y por tanto estaba segura. Desvió su atención hacia las puertas, que los invasores se esforzaban por abrir.

Contemplé, impotente, cómo se abrían de par en par. El exterior lo decía todo: el ejército griego al completo se apiñaba en la llanura y se dirigía hacia Troya.

Los invasores se volvían hacia sus camaradas, ansiosos por darles la bienvenida. Me escabullí, pegada al muro, y luego me dirigí hacia la ciudadela usando las calles exteriores, serpenteantes. Esperaba que el joven soldado (¿cómo se llamaba?), Leos, no fuese castigado por su negligencia. Pero era la guerra.

La ciudadela todavía estaba engañosamente tranquila, bajo un hechizo. Nada había ocurrido aún allí, aunque el caballo vacío se alzaba burlón por encima de nosotros. Pero abajo se oían los gritos y los chillidos a medida que los griegos entraban en Troya.

No había ni rastro de Menelao. Evidentemente, había corrido con sus hombres abajo, a las murallas, dejándome a mí. ¿Por qué no se despertaba nadie? ¿Qué brujería era aquélla? El vestíbulo de palacio estaba vacío y sin durmientes, pero ¿adónde habían ido todos?

Corrí hacia el palacio de Andrómaca y grité:

—¡Despertad! ¡Despertad! ¡Los griegos están en Troya!

Pero no oí nada.

Corrí por las calles, golpeando todas las puertas. Sacudí a los durmientes borrachos. Pero no sirvió de nada. Troya estaba aún dormida, decidida a que su última noche fuese normal y corriente; no comprendía que había llegado el fin.

El fin del mundo. El fin del mundo de Troya.

Evadne. Gelanor. Debía encontrarlos, salvarlos. Podíamos huir juntos. Evadne tenía una pequeña habitación en palacio, pero cuando la busqué allí vi que estaba vacía. La casa de Gelanor estaba bajando por la calle serpenteante, a mitad de camino. Llamé a la puerta, la abrí de par en par, pero él no estaba. ¿Adónde habrían ido todos?

Entonces empezó el clamor. No, clamor no…, era más que un clamor. Eran los auténticos gritos de agonía de Troya. Lamentos y chillidos flotaban en la ciudadela. Los griegos estaban en la ciudad, junto a las puertas, asesinando a todos a su paso. Estaban sedientos de sangre. Durante muchos años habían soportado el exilio y la frustración. Ahora todo estallaba y explotaba mientras invadían Troya.

«Saqueador de ciudades», ése era el título honorífico de Aquiles. Pero como todos los títulos, no conseguía transmitir la profundidad y la esencia de su sentido. Los griegos saquearían Troya, sí, y Troya dejaría de existir. Eso significaba el saqueo. Las ruinas humeantes serían la última imagen, después de haber arrebatado todos los tesoros, violado a todas las mujeres, que luego serían vendidas como esclavas, asesinado a los hombres y pasado a cuchillo a los niños. Era el juicio final, el castigo final que borraba hasta el mismísimo nombre de la ciudad de la historia. ¿Y quién era ese juez que tenía el poder de decidir el destino de una gran ciudad como Troya? Ah, era mejor no preguntarlo. Porque el juez era imperfecto, sobornable, venal, corrupto. No era un verdadero juez, en absoluto. Requerimos mucho más de los jueces humanos que de los divinos.

Yo no tenía miedo. Lo peor ya me había ocurrido, y lo único que podía hacer en aquel momento era intentar aliviar, aunque fuese un poco nada más, el destino que esperaba a los troyanos…, ¿aún dormidos? Fui corriendo de puerta en puerta, llamando a todas, gritando. Finalmente, casi todos a la vez volvieron a la vida, abrieron las puertas y miraron asombrados a su alrededor, y oyeron el escándalo de abajo. Los soldados…, ¿dónde estaban los soldados? Busqué a Antímaco en sus cuarteles, a mitad de camino de la ciudad inferior. Cuanto más descendía, más intensos eran los gritos y más cercano el peligro, como el estruendo de las olas que rompen por debajo de una roca. Antímaco sacudía la cabeza, medio entumecido, y se tambaleaba intentando despejarse y salir del sueño. Me miró, murmurando:

—¿Te ha golpeado Deífobo?

—¡No, Menelao! Los griegos están aquí, han matado a Deífobo y están en la ciudad. ¿Dónde están tus hombres? —En el cuartel.

El cuartel se encontraba en la ciudad inferior. Estarían luchando ya o los habrían asesinado.

—¿Y los guardias? ¿Dónde están?

Él corrió a llamarlos, y se volvió a gritarme:

—¡Escóndete! ¡Encuentra un lugar seguro!

Me reí histéricamente. Toda la ciudad sería una caja de yesca…, ¿dónde se esconde uno en un horno? Sólo el pozo, con sus empinados escalones que descendían hasta el agua podía ofrecer cierto refugio, y si los edificios que había alrededor se derrumbaban y tapaban su entrada, quedaría atrapada allí y moriría como una rata, de inanición. Me aparté de él y busqué a Antenor. No había esperanza para ninguno de nosotros, pero es mejor recibir a tu enemigo puesto en pie que dormido.

Él ya estaba levantado, armado, y su esposa, Teano, iba vestida para viajar.

—Laocoonte tenía razón, el caballo estaba lleno de maldad —dijo—. ¡Oh, Helena! —Meneó la cabeza cuando vio mi rostro magullado—. Debes huir con Teano —concluyó.

—Es imposible —repliqué—. Los guardias han desertado de sus puestos. Todas las puertas están cerradas, excepto la Escea, y he visto cuántos griegos eran necesarios para abrirla. Las mujeres no podríamos hacerlo.

Antenor dio un respingo.

—¿Lo has visto? ¿Has estado allí?

—¡Lo sabía! Ella les ha hecho señales. Ella…

—¡Calla, Teano! —La fulminó Antenor—. Hay algunos que siempre han sostenido que tú traicionarías a Troya por los griegos, pero nunca lo había creído.

—Hay algunos que dicen lo mismo de ti, porque te mostrabas conciliador con ellos y diste refugio a Menelao y a Odiseo en su malhadada embajada, aquí —respondí—. En mi caso no es cierto, y creo que en el tuyo tampoco. He visto lo que ocurría en la puerta porque Menelao ha venido a buscarme nada más salir del caballo y me ha capturado, pero he podido escapar y he corrido hacia la puerta. La ciudadela todavía está tranquila, pero la buscarán en cuanto puedan. No sé dónde está Príamo ni el resto de la familia real… Su palacio estaba silencioso, y no me he atrevido a quedarme y entrar dentro.

Antenor suspiró.

—Que tu diosa guardiana te proteja —dijo al fin—. No tenemos otra esperanza. Teano, reúne a las demás mujeres. Quizá si formáis un grupo os dejen en paz.

La orgullosa sacerdotisa resopló.

—¿Y ponérselo fácil, esperarlos todas juntas?

Dejé a la pareja discutiendo; ya no podía hacer nada más con ellos. No quería unirme a su grupo. Las calles estaban llenas de ruido y de gente que huía presa del pánico. Toda Troya se había despertado de golpe, encontrándose con el horror.

Vi a Eneas, que corría por la calle arriba hacia su casa.

—¡Eneas! ¡Eneas! —grité, pero él no me oyó.

Detrás de él, como una ola, venía una compañía de griegos chillando y dando mandobles y acuchillando a todos a su alrededor para despejar la calle. Los muertos caían pesadamente, y lejos de despejar la calle, sus cuerpos la bloqueaban. Los griegos saltaban por encima de ellos, persiguiendo a los demás, a los que habían huido hacia la ciudadela. La fuerza de la multitud me arrojó contra una pared, casi aplastándome. Los que estábamos aprisionados en las orillas quedábamos a salvo de los soldados sedientos de sangre que buscaban los tesoros del palacio, arriba.

Gelanor. Estaba de nuevo junto a la casa de Gelanor, e intenté luchar abriéndome camino de nuevo hacia su puerta para ver si aquella vez podía encontrarle, pero no pude abrirme camino entre la multitud. Por el contrario, me vi arrastrada por ella, flotando en ella como una mota de polvo. No volví a ver a Menelao ni a ningún griego que conociese, sólo a docenas de soldados rasos.

Largo tiempo de hábitos de deferencia impedían a la multitud irrumpir en el palacio de Príamo y en la ciudadela superior; ni siquiera el pánico y el tumulto podían aflojar la garra de acero de la costumbre. Algunos de ellos corrieron hacia el caballo, donde antes habían retozado desperdiciando sus vidas; otros corrían hacia el templo de Atenea, esperando que les sirviera de refugio. Las verdes guirnaldas colgadas recientemente en el templo para celebrar la victoria troyana sobre los griegos les dieron la bienvenida.

Y entonces, de repente, los griegos cayeron sobre ellos. Entre chillidos y gritos de guerra se abatieron sobre la multitud, la multitud huyó hacia el templo. Corrí con ellos, aunque Menelao me había acorralado allí precisamente. La diosa no dio protección a ninguno de ellos, lo único que hizo el templo fue atraparlos mejor para que resultase más fácil matarlos. Entre aquellos muros donde habían resonado himnos de alabanza ahora se oían chillidos, golpes y estrépito de metal.

Los soldados se encargaron de la gente confusa y aterrorizada, y su sacrificio a Atenea cubrió todo el suelo de su templo. Como yo estaba aprisionada en un rincón, detrás de una pantalla, no me vieron, pero conseguí atisbar entre los agujeros de la pantalla de madera y ver aquel horror. Cuando todo se quedó extrañamente silencioso, excepto las risas y las bravatas de los soldados, el altar quedó despejado y vi a Casandra, que se agarraba a la base de la estatua, llorando y temblando.

—¡No, no! —gritaba ella, mientras un hombre la arrancaba de allí, llevándose a la sagrada Palas Atenea con ella.

La princesa y la estatua cayeron pesadamente al suelo; la sagrada estatua rodó a unos metros de distancia y el hombre le dio una patada y se arrojó sobre Casandra, le desgarró las ropas y la violó mientras ella pedía ayuda a gritos. Pero él no se detuvo; acabó su trabajo mientras sus compañeros soldados vigilaban, luego se levantó y, cogiéndola por la cintura, la arrastró, la sacó del altar y la llevó hacia la puerta del templo. Mientras pasaba, vi su rostro. Era el pequeño Áyax, que se reía como un loco.

Ahora chillando, también salí de mi escondite y fui tras ellos. Por el rabillo del ojo vi que la ultrajada Palas Atenea yacía abandonada en el suelo. Tenía que haberla enderezado, pero lo que hice fue correr hacia el palacio de Príamo.